Hace medio siglo, el boxeo argentino vivía momentos de esplendor, incluso hasta en la derrota. Eran, aquellos, tiempos de Luna Park lleno sábado a sábado. El gimnasio era un hervidero de consagrados y futuros campeones. Los miércoles a la noche, la televisión mostraba a los rostros del mañana. El auge era también internacional. Ali le ganaba a Foreman en Kinshasa, Bob Foster seguía dando batalla, Alexis Argüello se consagraba noqueando a Rubén “Púas” Olivares y Antonio Cervantes, “Kid Pambelé” reinaba como campeón welter junior WBA,
En el boxeo argentino también descollaban figuras a nivel internacional.
Monzón y Bonavena, ídolos diferentes
Oscar Bonavena, “Ringo”, que había perdido con Muhammad Alí en 1970, seguía vigente y se mostraba cada vez que podía, generador siempre de noticias.
Carlos Monzón atravesaba un momento único: venía de ganarle al propio “Mantequilla” en París con Alain Delon de promotor y de filmar “La Mary” junto a Susana Giménez, con quien vivió un tormentoso romance que ocupó las portadas de todas las revistas -y no solamente las del corazón-.
Víctor Emilio Galíndez empezaba su reinado como campeón del mundo. El 7 de diciembre de 1974 se consagró en el Luna Park en una dramática noche, gracias a su victoria sobre Len Hutchins, quien terminó en el hospital. Galíndez se convirtió así en el primer argentino en lograr una corona mundial en el Luna Park: la de los medio pesados WBA.
La Pantera tucumana y una velada en México
Fue por entonces que se anunció en México una velada mexicano-argentina en el Palacio de los Deportes. En la pelea central, José “Mantequilla” Nápoles le daba la oportunidad en peso welter a uno de los favoritos indiscutidos del boxeo argentino, Horacio Agustín Saldaño, “La Pantera Tucumana”.
No todos estuvieron de acuerdo con la pelea, incluyendo al promotor Juan Carlos “Tito” Lectoure. Era un compromiso demasiado difícil para el tucumano, que venía con una lesión en el hombro derecho. La pelea había sido gestionada por el periodista argentino Julio Ernesto Vila, lo que aumentaba la disconformidad del promotor, acostumbrado a ser el eje de esas negociaciones.
Pero ellos no fueron los únicos protagonistas de esta historia, porque otros argentinos también participaron de la velada.
Hugo Saavedra, Hugo Gutiérrez, Benicio Sosa y Mario Guilloti quien, en 1968 había logrado la medalla de bronce en los Juegos de México.
Una de titanes
Pero aquella semana en México dejó también un momento que ya es una leyenda. Un altercado entre Carlos Monzón y Oscar “Ringo” Bonavena, quien posó para las fotos con una camiseta con la inscripción “Las Malvinas are Argentinas”, un reclamo poco usual por esos tiempos.
Monzón, Bonavena y Galíndez -recién consagrado campeón mundial- viajaron en el mismo avión, pero con alguna diferencia, ya que como enfatizaba Bonavena, “Yo viajo en primera”.
Carlos y Oscar no se llevaban bien. Bonavena era mediático y siempre estaba en el centro de la escena, obligando a que todos los focos lo iluminaran a él. Pero tras su derrota con Ali ya no era el mismo. En aquella oportunidad, fue Monzón quien acaparó todas las miradas tras su triunfo ante “Mantequilla” y su romance con Susana.
Galíndez, que admiraba a Bonavena, parecía un chico con un juguete nuevo, pero se mantenía en segundo plano porque tal vez no lograba asimilar del todo que él también era campeón del mundo.
Mientras Bonavena se jactaba de viajar en Primera Clase, Monzón le decía: “Si pero el campeón del mundo soy yo”.
Finalmente, el conflicto estuvo a punto de estallar en una restaurante argentino, al que fuimos invitados. Este periodista viajó como comentarista de Radio Splendid junto al relator Ricardo Arias.
Lo cierto del caso es que a la larga mesa se sentaron también Carlos Monzón y Oscar Bonavena, aunque separados por unos cinco o seis comensales de cada lado. Me tocó estar sentado frente a Bonavena.
Ringo había estado haciendo bromas sobre Monzón durante los tiempos muertos en el Gran Hotel Ciudad de México (el mismo utilizado en una película de James Bond), pero se tomaba el cuidado de no hacerlo cerca de Monzón, sobre todo para que el santafesino no escuchara.
Se sabía que Carlos no tenía, justamente, gran sentido del humor. Bonavena había sido pionero en aquello de “vivir en primera”, con autos alemanes, cigarros de hoja o relojes de oro puro que pesaban medio kilo. Monzón siguió sus pasos en todos esos gustos, pero su vara era mucho más alta como campeón ganador. Si “Ringo” atraía a los fotógrafos y periodistas, Carlos, de la mano de Susana, hasta lo superaba, puesto que aquel romance fue todo un acontecimento.
Pero esa noche, aunque Monzón no había escuchado las bromas de Bonavena, las entendió lo suficiente como para mirarlo desafiante, casi para invitarlo a pelear. El clima se endureció de golpe, porque todos los que conocíamos a Monzón sabíamos de lo que era capaz, sobre todo cuando había tomado alguna copa de más.
Bonavena, a su vez, mientras veía la mirada amenazadora de Carlos, sabía que esta vez sí, Monzón estaba enojado: sus ojos lanzaban chispas, de esas que a muchos rivales habían obligado a bajar la vista.
En un momento dado, Monzón se incorporó y estuvo a punto de acercarse a Bonavena. Aunque en apariencia no había existido un tema puntual entre ambos, tal vez sí el resultado de los celos y provocaciones veladas.
Esto fue lo que vio este periodista: Monzón intentó ponerse de pie, pero alguien lo frenó para que tomara asiento. Bonavena permaneció en su lugar. El ambiente se tornó frío y espeso. Luego se fue diluyendo y todo volvió a la normalidad, pero quedó en claro que el clima no era bueno entre ambos.
Monzón había protagonizado varias peleas a puño limpio en bares de Santa Fe y aparecido en crónicas policiales; Oscar, en cambio, prefería ser un referente más divertido, pero provocador.
Dicho de otra forma: en riña a puño desnudo en donde todo vale, Carlos tenía mucha mas experiencia que Oscar. Desde sus comienzos en la calle -cuando vendía diarios en las esquinas y tenía que pelearse para defender su lugar-, Monzón siempre estuvo preparado. Y, además, con él no se jugaba nunca.
Tiempos de gloria del boxeo argentino
Fue una noche mexicana de 1974, cuando el boxeo argentino pasaba por un momento extraordinario.
Nicolino Locche ya no era campeón mundial, y aunque había anunciado el retiro, iba a regresar en 1975, para seguir llenando el Luna Park.
Jorge “Aconcagua” Ahumada había ganado en el ring de Albuquerque ante el gran Bob Foster, aunque los jurados dieron empate, por el campeonato mundial medio pesado.
Eran tiempos en los que ya empezaban a brillar futuros campeones como Miguel Angel Castellini (1976), Miguel Angel Cuello (1977) o Hugo Pastor Corro (1978).
Aquella noche terminó con las victorias de los argentinos Benicio Sosa sobre Martín Corona (KOT 3) y Mario Guilloti ante Arturo Zuñiga (KOT 7). A su vez, los mexicanos Emeterio Villanueva y Jesús “Chucho” Alonso se impusieron a Hugo Saavedra (KOT 9) y Hugo Gutiérrez (KO 5).
Nápoles le ganó casi sin esforzarse a un Saldaño muy limitado: una mala infiltración en el hombro derecho arruinó las pocas posibilidades que tenía ante un excelente boxeador como el cubano-mexicano, quien necesitó menos de tres rounds para terminar su faena. “Yo sabía que no tenía chance. Cuando iba caminando al ring me sentí como un cristiano rumbo a los leones”, nos contó aquella vez.
Como era de esperar, Nápoles liquidó rápidamente su faena en menos de tres rounds y luego -todavía con rencor por aquella derrota de París ante Monzón-, fue a “saludar” a Lectoure, con un gesto de “Estamos a mano”. Hoy aquellos tiempos ya están en la leyenda, como aquella noche en la que Monzón y Bonavena casi protagonizan una pelea fuera de los libros de récords.