an illustration of a toppled figure in American-flag cowboy boots, with a Mexican flag extending above their ankle
Oliver Munday

La venganza de México

Al antagonizar a México, Donald Trump cometió el clásico error del bully: subestimó a su víctima.

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Editor's Note: This translation has been revised from an earlier version for clarity.
Nota del editor: La traducción previa de este artículo fue revisada y actualizada.


La primera vez que Donald Trump tundió a México como si fuera una piñata — acusó al vecino de Estados Unidos de exportar violadores y “bad hombres”, declaró que el país era una amenaza tan grande que necesitaba ser contenido por un muro y tan ingenuo que podría ser obligado a pagar por su propio encierro— su presidente respondió con una extraña tranquilidad. Enrique Peña Nieto trató la humillación de su país como una anomalía meteorológica. Las relaciones con Estados Unidos pronto regresarían a la normalidad, si simplemente sonreía hasta que todos olvidaran el doloroso episodio.

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En agosto pasado, Peña Nieto invitó Trump a la Ciudad de México. La invitación se originó con una idea que iba en contra de la corriente del momento: Trump sí podía llegar a la Casa Blanca. En lugar de estigmatizar a Trump como una amenaza tóxica para el bienestar de México, Peña Nieto cubrió al candidato con legitimidad. El presidente mexicano pagó su magnanimidad con un duro golpe a su reputación, quizá mortal. En la víspera de la reunión con Trump, el ex presidente Vicente Fox había advertido a Peña Nieto que si era blando con el candidato, la historia lo recordaría como un “traidor” a la patria. Unos meses después, el índice de popularidad del mandatario se desplomó, cayendo hasta el 12% en una encuesta. Eso puso la popularidad de Peña Nieto a la par con la de Trump entre los mexicanos. La lección política era clara: ningún líder mexicano podría soportar las groserías de Trump y esperar tener éxito. Desde entonces, la clase política de México empezó a conjeturar castigos para reafirmar la dignidad del país, y quizás hasta convencer a la administración Trump a cambiar su tono agresivo. Enfrentando una elección en poco más de un año —y Peña Nieto sin poder postularse otra vez ya que no hay reelección en México—las respuestas vehementes a Trump son consideradas una necesidad electoral. Memorandos destacando medidas que podrían castigar a Estados Unidos han empezado a circular por toda la Ciudad de México. Esto deja entrever que Trump ha cometido el clásico error del bully– subestimar a la víctima de sus ataques. Resulta que México puede dañar gravemente a Estados Unidos.

La frontera de México y EEUU es extensa; la historia de la cooperación bilateral es corta. Tan recientemente como la década de los 1980s, los países apenas contenían su desprecio mutuo. A México no le gustaba las políticas anticomunistas de los Estados Unidos en Centroamérica, especialmente su apoyo a los contras nicaragüenses. En 1983, el Presidente Miguel de la Madrid advirtió a Reagan sobre las “muestras de poder que amenazan con desatar una conflagración”. Las relaciones entre los países se tensaron aún más después del asesinato del agente de la DEA, Enrique “Kiki” Camarena en 1985. Ex policías de México colaboraron en el secuestro y la tortura de Camarena. Los narcos perforaron un agujero en su cráneo y dejaron su cadaver en una zona rural de Michoacán. La administración Reagan reaccionó con furia por la aparente indiferencia del gobierno mexicano, casi cerrando la frontera por una semana. El incidente pareció ser un regreso a los días difíciles de los 1920s, cuando la administración de Calvin Coolidge hablaba del “México soviético” y los periódicos Hearst prácticamente inventaban pretextos para invadir el país.

La grandiosa promesa del comercio es que vincula países, fomentando la paz y la cooperación. Esto es una sobreestimación irrisoria cuando se aplica al mundo en general. Pero en el caso de los países separados por el Río Bravo, ha resultado ser verdad. Una generación después de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), los Estados Unidos y México no podrían ser más interdependientes. El antiamericanismo, alguna vez un ingrediente básico de la política mexicana, se ha disipado. El flujo de inmigrantes saliendo de México a Estados Unidos ha disminuido. Los vínculos económicos han fomentado una creciente intimidad entre los servicios de inteligencia y las agencias de seguridad de ambos países, las cuales están, hoy en día, imbricadas en los asuntos del uno y del otro. Los beneficios económicos del TLCAN son menos impresionantes de lo que prometieron sus arquitectos, pero los beneficios geoestratégicos de la integración son mucho más importantes de lo que esperábamos. La administración Trump se ha acercado peligrosamente a destrozar la relación y, de paso, desencadenar una terrible y novedosa realidad.

Cuando desapareció la amenaza de la expansión soviética en el continente americano, Washington disminuyó su atención a América Latina. Cedió pasivamente vastos mercados a los chinos, quienes buscaban recursos naturales para alimentar sus nuevas fábricas y construir sus metrópolis. Los chinos invirtieron en países como Perú, Brasil y Venezuela, ejercitando discretamente su poder suave, mientras financiaban nuevas carreteras, refinerías y vías férreas. De 2000 a 2013, el comercio bilateral de China con Latinoamérica se incrementó 2,300 por ciento, de acuerdo a una estimación. Una multitud de acuerdos recién firmados está a la base para que China doblegue su comercio anual en la región: 500 mil millones de dólares durante la primera mitad de la siguiente década. Ahora bien, México ha sido la gran excepción de la gran estrategia. China tiene muchas razones para su táctica restringida. México no tiene muchos de los productos que ha atraído a los chinos a otros países latinoamericanos. Más aún, México es el único lugar en Latinoamérica en donde Estados Unidos respondería con inquietud ante el incremento de la presencia china.

Este tipo de inquietud es exactamente lo que a algunos mexicanos les gustaría provocar. Lo que los analistas mexicanos han llamado la “carta china”—una amenaza de alinearse con el mayor competidor de Estados Unidos—es una opción de represalia extrema. El ex canciller mexicano Jorge Castañeda me dijo que lo considera una expresión del machismo, poco plausible en realidad. Desafortunadamente, Trump ha elevado el machismo a una doctrina de política exterior, haciendo aún más probable que otros países adopten una táctica similar. Y a pesar de que una relación más cercana entre China y México no tiene precedente histórico, es posible que Trump ya la haya puesto en marcha.

Los dolorosos primeros días de la administración de Trump le han recordado a México una debilidad económica central: el país depende demasiado del mercado estadounidense. “México está entendiendo que ha sido sobreexpuesto a EEUU, y ahora está tratando de bajar su exposición al riesgo”, dice Kevin Gallagher, un economista de la Universidad de Boston, quien se especializa en Latinoamérica. “Cualquier país que manda 80 por ciento de sus exportaciones a EEUU está en peligro”. Incluso con un presidente estadounidense favorable, México estaría buscando relajar el vínculo económico con su vecino del norte. La presencia de Trump, con tanta insistencia en aranceles y promesas de nacionalismo económico, hace esta tarea aún más urgente.

Hasta hace poco, un acercamiento de China y México hubiera sido impensable. Por mucho tiempo, México se ha mantenido alejado de China y ha recibido su limitado interés con desconfianza. México correctamente ha considerado a China como su principal competidor en el mercado estadounidense. Inmediatamente después de que el TLCAN entrara en vigor en 1994, la economía mexicana experimentó un auge en el comercio y la inversión. (Una economía fuerte en Estados Unidos y un giro inevitable en el ciclo económico de México, también contribuyeron a esos años de crecimiento). Después, en 2001, la Organización Mundial del Comercio (OMC) dejó entrar a China, permitiendóle irrumpir de lleno en la economía global. Muchas fábricas mexicanas ya no podían competir y una buena cantidad de empleos desaparecieron de la noche a la mañana.

La reticencia de México en hacer negocios con China también era un tributo a su relación con los “yanquis”. Un ex funcionario del gobierno mexicano me dijo que la administración de Barack Obama exhortó a su país a mantenerse alejado de inversiones chinas en proyectos de energía e infraestructura. Esas conversaciones serían un prólogo a la decisión del gobierno de Peña para hundir un contrato de $3.7 mil millones con un consorcio chino, que financiaría un tren bala de Ciudad de México a Querétaro, un floreciente centro industrial. Esta cancelación fue un gesto relativamente complaciente por parte de México, considerando el lamentable estado de la infraestructura mexicana, y uno que desagradó a los chinos.

Pero China juega al largo plazo, y su paciencia ha demostrado ser un presagio. La razón por la que tantos chinos han ascendido a la clase media es que los salarios en el país se han triplicado en la última década. El salario promedio por hora en el sector manufacturero actualmente es $3.60 dólares. Durante el mismo periodo de tiempo, el salario promedio por hora en el sector manufacturero mexicano cayó a $2.10. Incluso tomando en cuenta la extraordinaria productividad de las fábricas chinas—y los costos en los que incurre México al ser más fiel a las reglas del comercio internacional— México parece una ubicación cada vez más atractiva para las empresas chinas, particularmente por su cercanía al mercado más grande de exportaciones chinas.

México discretamente empezó a aceptar una presencia china antes de las elecciones presidenciales en Estados Unidos. En octubre, los medios estatales chinos prometieron que los dos países “elevarían sus vínculos militares a un nuevo nivel” y destacaron la posibilidad de operaciones conjuntas, entrenamientos y soporte logístico. Un mes y medio después, México le vendió a China el acceso a dos enormes yacimientos de petróleo en el Golfo de México. En febrero, el empresario multimillonario Carlos Slim, un barómetro casi perfecto del estado de ánimo de la élite empresarial mexicana, se reunió con Anhui Jianghuai Automobile para producir camionetas SUVs en Hidalgo, un contrato que resultará en la producción de 40,000 vehículos al año. Estos no fueron eventos sin conexión alguna. Como dijo el embajador chino en México en diciembre, pensando en las elecciones estadounidenses: “Estamos seguros de que la cooperación se reforzará”.

Hagamos una pausa para considerar la falta de lógica. Trump dice que China es una amenaza grave, en términos militares y económicos. Ha acusado a China de “violar a nuestro país”. La mayoría de los analistas no usarían esas palabras, pero hay un consenso bipartidista en EEUU que el expansionismo y mercantilismo de China deben ser contenidos. El famoso “giro” de Barack Obama hacia Asia intentó prevenir que los vecinos de China sucumbieran a su fuerza gravitacional. Gracias a Donald Trump, China ahora está mejor posicionada para ejecutar su maniobra más difícil, su propio giro hacia América del Norte—creando más distancia entre Estados Unidos y México.

Incluso antes de la incursión política de Donald Trump, México era un tema central para los medios conservadores. Durante la presidencia de Barack Obama, la prensa conservadora en EEUU destacaba historias infundadas sobre agentes de ISIS viviendo en campamentos en Ciudad Juárez, esperando la oportunidad de cruzar la frontera en vehículos retacados de bombas. Fox News informó que copias del Corán estaban siendo distribuidas en algunas rutas de contrabando a Texas. Sin duda, la idea de que los terroristas pudieran entrar al país por la frontera sur no es una locura. Pero todas estas historias se basan en una hipótesis que es fundamentalmente errónea: el gobierno mexicano y el estadounidense, de alguna manera, son indiferentes a esa amenaza.

Una queja común de los populistas de cualquier país es que su nación ha cedido la soberanía. Esto sí ha pasado en México. El shock del 11 de septiembre, y la necesidad inmediata de prevenir otro ataque, acercó a México y EEUU. Los servicios de seguridad de ambos países empezaron a compartir información, un intercambio que pronto se volvió cotidiano y prácticamente automático. Cuando platiqué con un ex funcionario estadounidense del Departamento de Seguridad Interna, me contó sobre los modos en que el gobierno mexicano ha sido integrado en la lucha estadounidense contra el terrorismo. La lista de pasajeros de cada vuelo internacional que llega a México se analiza usando las bases de datos estadounidenses y los resultados son enviados a agentes estadounidenses, algunos de los cuales trabajan en el aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México. Los cargamentos que se dirigen a Estados Unidos son inspeccionados antes de que salgan de Tijuana. En Virginia, funcionarios mexicanos se sientan en el Centro Nacional de Identificación de Objetivos (NTC), el cual monitorea los cargamentos internacionales. El funcionario estadounidense me dijo: “Nunca se resistieron a estar ahí diciendo, ‘esto no está en nuestro interés’. Lo que está en el interés de uno, se supone que está en el interés del otro”. Dado que la frontera que comparten ambos países es tan extensa, y el hecho de que es la frontera más transitada del mundo, el éxito de estas medidas es un logro burocrático y diplomático impresionante.

Oliver Munday

México podría retirarse de estas actividades y así reafirmarle su importancia a EEUU. Lo que es más probable es que la confianza y el agradecimiento entre los dos países se evapore poco a poco, y las relaciones entre las dependencias de seguridad se deterioren. La relación diaria de Estados Unidos con México es un poco como la presencia del diario The New York Times en las ruedas de prensa de la Casa Blanca, o las medidas que toma el presidente estadounidense para evitar conflictos de interés: es una norma moderna y permanente de la gobernanza, hasta que se corroe y posiblemente desaparece por completo.

La ascensión de Trump a la presidencia se basó en un miedo que no es real: una ola masiva e incontenible de mexicanos está cruzando la frontera todos los días. De hecho, actualmente un mayor número de mexicanos está regresando a México que emigrando a Estados Unidos. Sin embargo, Trump podría impulsar esa ola de migrantes que tanto critica. En los últimos años, la frontera sur ha visto una ola de migrantes provenientes de Centroamérica. Huyen de la violencia perpetrada por las pandillas y el crimen organizado. Estos flujos de migrantes podrían haber sido mucho más intensos si México no hubiera desplegado más seguridad en su frontera sur con Guatemala en 2014. De 2014 a julio de 2016, bajo la la insistencia y presión de los estadounidenses, los mexicanos detuvieron a aproximadamente 425,000 migrantes que se dirigían a Estados Unidos.

Pero recientemente, los migrantes y sus polleros han encontrado nuevas rutas para cruzar la frontera, y el número de centroamericanos que llega a la frontera estadounidense, otra vez, está aumentando. Si México llega a la conclusión de que no tiene razones suficientes para seguir intentando detener la ola de centroamericanos, EEUU podría experimentar una verdadera crisis migratoria. El argumento moral para aceptar a estos migrantes tiene sus méritos, pero una inyección repentina de migrantes podría inundar el sistema de inmigración estadounidense. Se comería el presupuesto e inundaría las cortes y centros de detención.

La insistencia de Trump en implementar una serie de políticas anti-migratorias podría resultar en una bonanza de consecuencias inesperadas. Las deportaciones masivas de mexicanos podrían desarraigar a cientos de miles de personas y depositarlas al otro lado de la frontera, forzando su reintegración al país que dejaron hace muchos años. Quizás la economía mexicana, la decimoquinta del mundo, tiene la capacidad de absorber a estos refugiados del Estados Unidos de Trump. Al mismo tiempo, es fácil imaginar un futuro escenario en donde inundan el mercado laboral. Aún así, esta posibilidad ni siquiera refleja los costos económicos de la deportación. La economía mexicana sería privada de las remesas que los inmigrantes en Estados Unidos envían a sus familias. Estas transferencias son sumamente importantes—en 2016, los mexico-americanos enviaron $27 mil millones de dólares a sus familias, más que el valor de todo el petróleo crudo que México exporta en un año. Los economistas pasan gran parte de su tiempo estudiando las remesas. Hay una gama de evidencia que señala que funcionan como un programa contra la pobreza que es tan efectivo como los que implementan los gobiernos o las ONGs. Las familias que reciben remesas son más propensas a invertir en su propia atención médica y educación. Una vez librada la batalla constante para sobrevivir, las familias pueden participar en actividades económicas más productivas que dejan beneficios duraderos.

Si la administración Trump lleva a cabo las deportaciones masivas que bloquean el flujo de remesas, y al mismo tiempo impulsa una guerra comercial con México, destrozará la economía mexicana, generando las condiciones que, en el pasado, han desencadenado oleadas de inmigrantes hacia al norte. Si la probabilidad de ser capturado incrementa, no necesariamente disuadiría a los inmigrantes. La historia nos ha enseñado que, las personas desesperadas, toman riesgos que podrían parecer irracionales bajo otras circunstancias.

Estos escenarios pueden parecer distantes, especialmente bajo las políticas actuales. Peña Nieto ha procedido cautelosamente en la era Trump, de acuerdo a su tibieza original.

México tiene mucho que perder, quizás más que Estados Unidos, si opta por amenazar. Pero la prudencia mexicana podría llegar a su límite. El próximo año, el país elegirá un nuevo presidente. De acuerdo a las encuestas iniciales, el ganador más probable es un perdedor que ya conocemos: el populista de izquierda Andrés Manuel López Obrador, también conocido como AMLO, o, como lo bautizó el intelectual mexicano Enrique Krauze, “el mesías tropical”. AMLO perdió su primera elección presidencial en 2006 por un margen diminuto, y argumentó que un fraude electoral le costó la presidencia. El margen fue más grande cuando perdió una segunda vez en 2012. En los dos casos, sus seguidores tomaron el Zócalo de la Ciudad de México para protestar en contra de los resultados. En 2006, AMLO incluso se declaró el “presidente legítimo” de México y se cruzó una copia de la tradicional banda presidencial.

AMLO ha desperdiciado sus ventajas iniciales en el pasado, y de ninguna manera es un ganador inevitable. Pero hay una buena probabilidad de que, en un año, el populista Trump se estará viendo cara a cara con otro populista al otro lado de la frontera. Las diferencias entre Trump y López Obrador son inmensas, y son una posible fuente de conflicto, pero también existen fuertes similitudes. El partido político de AMLO se llama Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA)— y quiere hacer a México great again (grandioso otra vez). Como Trump, AMLO dice tener una conexión casi mística con la gente común. Según el eterno candidato, solo él puede llevar a cabo la voluntad popular.

A algunos expertos les gusta hacer comparaciones con el difunto Hugo Chávez de Venezuela. Esa comparación puede que exagere el peligro de AMLO. En esta campaña, AMLO ha adoptado un imagen más amable hacia los negocios y las empresas, la misma estrategia que ayudó a Luiz Inácio Lula da Silva a llegar al poder en Brasil. Pero aún así, López Obrador ha sido muy claro sobre su actitud hacia los Estados Unidos. Desprecia la colaboración mexicana con los agentes de la DEA y le encanta la idea de renegociar el TLCAN para obtener términos más favorables para México. “Todo depende de fortalecer a México”, ha dicho, “Para poder enfrentar con fuerza las agresiones del extranjero”. Si AMLO se convierte en presidente, todos los graves pronósticos, todas las propuestas de represalias caprichosas, llegarán a ser posibles.

Hace poco—durante la mayor parte de la época de la post-guerra—Estados Unidos y México eran como una vieja pareja con escasa interacción, casi sin hablar a pesar de dormir en la misma habitación. Con el tiempo, sucedió algo extraño, la pareja empezó a hablar. Descubrieron que en realidad se caían muy bien; hasta se volvieron co-dependientes. Ahora, con las palabras ofensivas de Trump y el resentimiento que engendran en México, la mejor esperanza para la preservación de esta relación es la inercia—la cadena de valor que cruza la frontera entrelazada, las exportaciones que fluyen en ambas direcciones y toda la cooperación burocrática. Desbaratar esta relación sería muy doloroso, un error estratégico del más alto nivel, un regalo a los enemigos de EEUU. Suscitaría un divorcio carísimo y una enorme vulnerabilidad para la patria que Trump dice querer proteger.