Una mañana de marzo de hace casi 44 años, el agricultor Yang Zhifa cavaba un pozo con sus cinco hermanos y un vecino cuando una de las palas chocó contra una superficie. Fue entonces cuando descubrieron una extraña pieza tallada: la cabeza de un soldado de terracota. Se encontraban a una hora al noreste de Xian. Lo que aún no sabían era que bajo sus pies se desplegaba un ejército: acababan de sacar a la luz el primero de los 8.000 soldados de terracota que llevaban más de 2.000 años sepultados bajo tierra.
Todos ellos custodiaban la tumba de Qin Shi Huang, el primer emperador de la dinastía Qin. Había logrado la unificación de los siete reinos combatientes convirtiéndolos en un solo país y quiso que todos supieran de su grandeza empleando a más de medio millar de obreros durante casi cuatro décadas para construir su mausoleo. Hoy, la cámara funeraria continúa sellada y el secreto del primer gran emperador que deseaba gozar en la otra vida de los mismos privilegios que en esta se mantiene a salvo, rodeado de ríos de mercurio.
No es la única sepultura a la que envuelve un gran misterio. Muchas de las tumbas de personajes señalados de la Historia parecen querer mantenerse ocultas, perdidas en algún lugar donde aún no han sido descubiertas. Reinas y reyes, guerreros, religiosos que cambiaron la Historia, gobernantes de imperios... Saber desde dónde comenzaron el sueño eterno continúa siendo un enigma.
“Ahora me da un vuelco el corazón cuando pienso lo que la gente dirá. Aquellos que vean mis monumentos en los años por venir, y que hablarán de lo que he hecho”. Estas palabras son de Hatshepsut, la reina-faraón del Antiguo Egipto cuyo templo es una de las visitas estrella entre los turistas que viajan a Luxor. Ella misma encargó cientos de estatuas de su figura y dejó testimonios en piedra de su propia historia.
Una muela dio la clave
Autoproclamada faraón, Hatshepsut fue la primera mujer que gobernó en Egipto, y lo hizo demostrando excelentes dotes: en su reinado, que comenzó en 1479 a.C. y terminó en 1457 a.C., consiguió prosperidad además de estabilidad.
Sin embargo, pasaron decenas de siglos hasta que la momia de aquella reina que ansiaba ser recordada fue encontrada. Dio con ella sin saberlo Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankamón. De haber sabido que casi 20 años antes de encontrar al niño faraón había desempolvado el cuerpo de la legendaria reina, la merecida popularidad del arqueólogo habría llegado antes. Pero la momia de Hatshepsut no se encontraba en su sarcófago sino en el suelo de lo que Carter consideró una tumba menor, la KV60, por lo que le pasó inadvertida.
Más de un siglo después de ser descubierta, un trozo de muela que apareció en un vaso canopo con las vísceras de la reina-faraón facilitó su identificación. A la momia encontrada en el suelo de la KV60 le faltaba precisamente esa muela, y así lo demostraron los estudios.
El hallazgo fue muy celebrado porque resolvía uno de los misterios más antiguos de Egipto, pero se mantenían abiertos otros dos grandes enigmas: los relacionados con dos legendarias reinas posteriores a Hatshepsut. Una de ellas es Nefertiti, la bella entre las bellas. Desde que en 1912 se descubrió su busto en Amarna, la llamada reina hereje ha fascinado al mundo. Su pista se pierde hacia 1336 a.C., cuando su nombre desaparece de los escritos y las grabaciones en piedra. Y aun así, la popularidad de la esposa de Akenatón no ha dejado de crecer en estos dos últimos siglos. Sin embargo, de su momia nada se sabe a ciencia cierta a día de hoy, aunque hay algunas pistas.
En busca de Nefertiti y Cleopatra
Hace 14 años, la egiptóloga Joann Fletcher anunció que una de las momias halladas 100 años antes en la tumba KV35 del Valle de los Reyes era Nefertiti, pero poco después otros expertos desmintieron el hallazgo criticando la falta de pruebas. Las últimas teorías se centran en la hipótesis del egiptólogo Nicholas Reeves, que asegura que tras las paredes de la tumba de Tutankamón hay dos cámaras donde estaría emplazado el sepulcro de la misteriosa reina egipcia. Recientes investigaciones han llevado al ministro de Antigüedades egipcio a declarar que hay “un 90% de posibilidades” de que haya una cámara funeraria oculta aneja a la del faraón. Podría tratarse del lugar del sueño eterno de Nefertiti, pero de momento el misterio sigue sin resolverse.
La otra reina desaparecida es la legendaria Cleopatra. La fascinante historia de la última reina de Egipto y su dramático final, que quiso firmar ella misma al verse prisionera del ejército romano, la convirtieron en un mito. Sin embargo, hasta hace algo más de una década poco se sabía del lugar donde descansa el cuerpo de la gobernante que quiso morir como una diosa y no como una esclava, renunciando a la vida antes que aceptar el ocaso de la civilización faraónica.
El camino hacia el enterramiento donde puede que se encuentre la gran reina se abrió hace 12 años, cuando la arqueóloga Kathleen Martínez convenció a las autoridades egipcias para que empezaran a excavar en la milenaria Taposiris Magna, una floreciente ciudad portuaria en la época de Cleopatra, cerca de Alejandría.
Según Martínez, la reina negoció con los romanos enterrar en el lugar que ella eligiera a Marco Antonio a cambio de entregar sus tesoros e irse a Roma. Su siguiente paso fue llevar al general romano a Taposiris Magna, donde ambos podrían permanecer juntos en otra forma de existencia después de que la propia Cleopatra se suicidara en el año 30 a.C. Hasta la fecha, la teoría no ha podido confirmarse, porque la supuesta tumba aún no ha aparecido.
Misterios de la tumba de Alejandro
Precisamente en Taposiris Magna es donde algunas investigaciones sitúan también una de las tumbas de la Antigüedad que los arqueólogos más se han esforzado en encontrar (aunque lo cierto es que hay al menos otra decena de hipótesis que ubican la misma tumba en otros tantos lugares del mapa). Se trata de la de Alejandro Magno, que poco antes de cumplir los 33 años enfermó tras un banquete en Babilonia y falleció sin llegar a concluir sus planes de conquista.
El imperio que el rey de Macedonia había formado hasta entonces, que se extendía desde Grecia hasta el valle del Indo por el este y hasta Egipto por el oeste, fue motivo más que suficiente para que quienes luchaban a su lado decidieran honrarle construyendo un mausoleo en oro macizo con su figura en relieve. Cuentan que la construcción tenía en sus extremos columnas jónicas de oro y escenas de la vida del conquistador en los laterales, además de un sinfín de detalles que hicieron que la obra se prolongara durante dos años, tras los que el mausoleo debía ser trasladado desde Babilonia hasta Macedonia.
Sin embargo, la guerra entre los sucesores de Alejandro Magno estaba fragmentando el imperio y Ptolomeo, que se había declarado a sí mismo rey de Egipto, detuvo el cortejo fúnebre en su camino a Macedonia y lo llevó a Egipto. El mausoleo acabó en la necrópolis de la antigua Menfis. Desde allí, Ptolomeo II lo trasladaría a Alejandría, donde Julio César llegaría a verlo. Su visita a la tumba de uno de sus héroes de juventud en 48 a.C. creó una especie de tradición, ya que una larga lista de emperadores romanos imitaron a César.
Con el comienzo de la caída del Imperio Romano, los saqueos y las revueltas en Alejandría se convirtieron en algo frecuente, lo que hizo que se perdiera la pista de la tumba del general. La última referencia de que seguía en el lugar original es del siglo IV. Después, desapareció. Es posible que el gran terremoto del año 365, al que siguió un tsunami que afectó a las ciudades portuarias de todo el Mediterráneo oriental, la catapultara, aunque también pudo ser trasladada de nuevo. Lo cierto es que ahora nadie puede situar con certeza el lugar de la tumba del gran conquistador.
Tampoco están atados todos los cabos en torno a las tumbas de quienes iniciaron dos de las doctrinas religiosas con más fieles. Las hipótesis sobre qué ocurrió realmente con el cuerpo de Jesús de Nazaret abarcan desde leyendas que lo sitúan en el Himalaya indio, concretamente en Cachemira, hasta teorías que localizan su sepulcro en el barrio de Talpiot Oriental, en Jerusalén.
Sin embargo, la tesis que cuenta con más adeptos es la que ubica su tumba en lo que hoy conocemos como el Santo Sepulcro, en el centro de Jerusalén, que comenzó siendo una cueva donde se cree que fue depositado el cuerpo de Jesús. Después, durante el mandato de Adriano, se paganizó el lugar construyendo en él un templo que más tarde el emperador Constantino demolería para levantar una basílica que acogiera el Santo Sepulcro.
Un estudio de la Universidad Técnica Nacional de Atenas para datar los restos de la cueva de piedra caliza en la iglesia del Santo Sepulcro ha traído consigo lo que para algunos es una confirmación de esta tesis, ya que los resultados concuerdan con la creencia de que los romanos construyeron el monumento en la presunta tumba de Jesús en la era de Constantino el Grande: la investigación data la supuesta tumba alrededor del año 345. Sin embargo, no hay más pruebas que puedan asegurar con certeza que aquí descansara el cuerpo del Mesías.
Las supuestas cenizas de Buda
En cuanto al lugar donde reposan los restos de quien inspiró los fundamentos del budismo, Siddharta Gautama (siglo VI o V a.C.), también hay varias teorías. Una de ellas es la que sostiene el historiador británico Charles Allen, que asegura que se encuentran a los pies del Himalaya. Se cree que cuando Siddharta murió, su cuerpo fue incinerado y sus cenizas se repartieron en ocho partes. Según Allen, una de esas partes es la que descubrió un colono británico en 1898. Halló un cofre adornado con joyas y una inscripción que decía: “Estos son los huesos de Buda”.
Enterramientos bárbaros
No es el único lugar donde parece haber restos de Buda. Un grupo de arqueólogos chinos aseguró haber encontrado en el condado de Jingchuan, en el centro de China, una urna de cerámica enterrada en 1013 con una inscripción que decía que los restos del interior habían sido reunidos por unos monjes del monasterio Longxing y que pertenecían al fundador del budismo. Otra urna similar, esta con unos huesos craneales (supuestamente de Buda), se encontró anteriormente en otra ciudad china, en Nanjing. Sin embargo, hasta la fecha no se ha podido certificar que alguno de los restos encontrados pertenezcan a Siddharta Gautama.
En la última etapa de la Antigüedad, hay dos grandes enigmas relacionados con los sepulcros de dos carismáticos gobernantes: Alarico I, monarca visigodo, y Atila, rey de los hunos. El primero fue sepultado en 410 en Cosenza, en la provincia de Calabria. Se cree que su sepultura se encuentra en algún punto cercano a la confluencia de los ríos Cratis y Busento, donde habría sido enterrado acompañado de un enorme tesoro que incluiría grandes cantidades de oro y plata –25 toneladas de oro y 150 de plata, según el historiador romano Jordanes– que los visigodos se habían llevado de Roma en el gran saqueo que protagonizaron ese año.
Desde entonces, la tumba del rey Alarico y su preciado tesoro no han dejado de buscarse en diversas expediciones, aunque ninguna ha culminado con éxito. El propio Hitler se obsesionó de tal manera con el tesoro de Alarico, que envió a Heinrich Himmler a Italia junto con un equipo de arqueólogos para encontrarlo. Pero la tumba y las riquezas de Alarico siguen sin ser descubiertas.
Tampoco se ha hallado aún el sepulcro secreto de Atila. Tras fallecer en el año 453 durante su noche de bodas, fueron sus propios soldados quienes se encargaron de darle sepultura en un triple sarcófago de hierro, plata y oro. Cuenta la leyenda que, tras enterrarlo en un lugar secreto, se suicidaron para no desvelar nunca el lugar y evitar así que la tumba fuera profanada. La mayoría de historiadores la sitúan entre Rumanía y Bulgaria, porque los pueblos nómadas asiáticos solían enterrar los cuerpos en los territorios de sus respectivas tribus, pero esa es la única pista sobre su paradero, y hasta la fecha no ha sido suficiente para dar con ella.