Colección: Ciencias Sociales
Serie: Investigaciones
Director: Máximo Badaró
Radiografía de la elite económica argentina : estructura y organización en los años
noventa
Ana Gabriela Castellani ... [et al.] ; compilado por Ana Gabriela Castellani. - 1a ed . San Martín : UNSAMedita, 2016.
Libro digital, EPUB - (Ciencias sociales / Madoery, Oscar)
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-4027-30-6
1. Economía Política Argentina. I. Castellani, Ana Gabriela II. Castellani, Ana
Gabriela, comp.
CDD 330.82
1ª edición, diciembre de 2014
© 2014 Sabrina Calandrón
© 2014 UNSAM EDITA de Universidad Nacional de General
San Martín
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Capítulo 1
Deuda externa y elite económica en la convertibilidad
por Pablo Nemiña y Martín Schorr
1. Introducción: Orígenes y naturaleza del
entendimiento externo argentino
El capitalismo argentino reconoce, en la última dictadura militar
(1976-1983), un quiebre fundamental en los patrones centrales que
hacen a la valorización del capital y la distribución del ingreso. Por su
parte, las reformas económicas neoliberales de la década de 1990
consolidaron y acentuaron los rasgos esenciales de dicha
reestructuración. En ese contexto, el endeudamiento externo del país
comenzó a desempeñar un papel fundamental, no solo como
resultado de las transformaciones en el escenario internacional (la
emergencia de la denominada “globalización financiera”, la
aceleración de los flujos internacionales de capitales, etcétera), sino
también, y no menos importante, porque la deuda operó como un
elemento decisivo que posibilitó la obtención de considerables
beneficios financieros para los sectores dominantes locales, hasta el
abandono de la convertibilidad en 2001. 1
A mediados del decenio de 1970, la economía internacional
presentaba índices elevados de liquidez y bajas tasas de interés, y los
bancos comerciales, principalmente estadounidenses, estaban ávidos
por obtener nuevas plazas de colocación. De este modo, comenzaron a
afluir al mercado doméstico, y al de otros países de América Latina,
importantes corrientes de capitales. En el caso particular de la
Argentina, el ingreso de esos capitales asumió inicialmente la forma
de préstamos bancarios al sector privado. El marco contextual era el
de una economía que había reducido drásticamente sus niveles de
protección, a lo cual se agregó la reforma financiera concretada en
1977, que eliminó las restricciones a los movimientos de capital y
liberalizó la actividad financiera.
El negocio del endeudamiento externo consistía, esencialmente, en
aprovechar el diferencial existente entre las tasas de interés locales y
las internacionales. Las divisas ingresaban al país, se cambiaban al
apreciado tipo de cambio vigente y se colocaban en el mercado
financiero local, en una operatoria que arrojaba ganancias cuantiosas.
A diferencia de otros países de la región, que destinaron parte del
endeudamiento a fortalecer sus procesos de industrialización, en la
Argentina se inició una etapa en la cual la forma predominante de
acumulación fue la especulación financiera ligada con la
desindustrialización, la reestructuración regresiva del aparato
productivo, la centralización del capital y la concentración de la
producción y del ingreso a favor del nuevo bloque de poder
económico que se configuraría bajo la dictadura y, en suma, de la
profundización en niveles extremos del carácter dependiente de la
economía nacional (Azpiazu, Basualdo y Khavisse, 1986; Basualdo,
2006).
Hasta fines de los años setenta se trató esencialmente de un accionar
sesgado al sector privado, pero a comienzos de la década de 1980 el
Estado también comenzó a participar en forma activa del proceso de
endeudamiento externo, con el fin de proveer las divisas necesarias
para financiar la creciente fuga de capitales del sector privado. La
apreciación cambiaria y el endurecimiento de las condiciones
crediticias externas aumentaron las expectativas de devaluación de los
actores privados, que, prácticamente, frenaron la toma de créditos en
el exterior y acumularon divisas. Ante la magnitud asumida por el
fenómeno, los bancos extranjeros comenzaron a exigir al sector
privado local la apertura de depósitos bancarios que hicieran las veces
de garantía para el funcionamiento de uno de los circuitos que por
entonces formaba parte de la “bicicleta financiera”.
El alza de las tasas de interés internacionales y el fracaso de la política
económica de Martínez de Hoz pusieron fin a la operatoria. En 1981,
la moneda se devaluó de manera significativa, y el sistema financiero
se encontró al borde del colapso. En ese escenario, el Banco Central
otorgó seguros de cambio para facilitar a los deudores privados
locales el repago de sus deudas con el exterior. Si bien dicho seguro
incluía una tasa de interés, la inflación y las posteriores devaluaciones
la fueron licuando y se produjo, en los hechos, la estatización de la
deuda externa privada.
Este proceso, que prosiguió durante buena parte de la década de 1980,
conllevó una extraordinaria transferencia de recursos públicos hacia
los sectores más concentrados del capital. Cabe destacar que solo 28
grupos económicos locales y 102 empresas transnacionales
concentraban nada menos que el 64% de la deuda externa privada
(Basualdo, 1987) y que, además, los deudores habían sido obligados
por sus acreedores a disponer de depósitos bancarios como garantía, 2
de modo que se consagró la legitimación de la fuga de capitales
locales registrada a comienzos del decenio aludido. La estatización de
la deuda externa privada no solo implicó una fenomenal traslación de
ingresos a la cúspide del poder económico, sino también la irrupción
manifiesta de los acreedores externos en el seno de los sectores
dominantes de la Argentina, situación que se vería potenciada, entre
otros factores, por el carácter “divisa dependiente” del modelo
económico y por la existencia de desequilibrios estructurales en el
frente externo y el fiscal.
En definitiva, lo que se verificó fue una extraordinaria remisión de
capitales hacia el exterior, lo cual expresa la contracara del crecimiento
de la deuda. Como se desprende de la información que suministra el
cuadro 1, por cada dólar de endeudamiento externo existía
aproximadamente otro dólar perteneciente a residentes locales, que se
había fugado al exterior, situación que continuaría hasta fines del
régimen de convertibilidad.
De este modo, la deuda externa, que a mediados de los años setenta
no superaba los 8000 millones de dólares, se encontraba en 1983 en
valores próximos a los 45.000 millones de esa misma moneda.
Con la vuelta de la democracia, ya consumada la redefinición del
funcionamiento económico de país y del bloque dominante, el Fondo
Monetario Internacional (FMI) se constituyó en garante del repago de
esa deuda contraída principalmente con bancos comerciales de los
Estados Unidos. Para eso condicionó la entrega de financiamiento a la
implementación de programas de ajuste del gasto y la inversión
pública; pero los planes económicos apoyados por el Fondo fracasaron
sistemáticamente en el intento por restablecer el crecimiento
sostenido, dado que proponían políticas de estabilización orientadas a
resolver desajustes de corto plazo, pero no atacaban los déficit
estructurales (externo y fiscal) que afectaban a la economía (Fanelli y
Frenkel, 1990).
Esos desequilibrios reflejaban la manera en la que se había
desarrollado el proceso de endeudamiento y cómo se había afrontado
la “crisis de la deuda”. El desequilibrio estructural del sector externo
era el resultado del elevado monto de intereses y del stock de deuda
que el país mantenía con los acreedores externos, que no era
compensado con un ingreso de divisas equivalente a través de la
inversión extranjera o del superávit comercial. La capacidad para
generar divisas se veía disminuida debido a que gran parte de ese
endeudamiento no había contribuido a ampliar la estructura
productiva, sino a proveer las divisas necesarias para financiar el
proceso de fuga de capitales. A su vez, esos crecientes pagos
establecían presión sobre las cuentas públicas, las cuales, sumadas a
las ingentes transferencias al capital concentrado interno que se
motorizaron por diversas vías, determinaban la existencia de un
desequilibrio fiscal estructural que solo podía resolverse mediante
reducciones en el gasto y la inversión pública, la disminución de las
transferencias hacia el capital concentrado local o una reestructuración
de la deuda (eso, en el marco del afianzamiento de una estructura
tributaria sumamente regresiva).
En una primera etapa, el gobierno de Alfonsín buscó avanzar en una
renegociación de la deuda junto con el resto de las naciones deudoras
de América Latina, pero las desavenencias entre esos países, sumadas
a la presión estadounidense y de organismos internacionales, así como
la de ciertos actores en el frente interno, obturaron cualquier camino
en ese sentido (O’Donnell, 1985; Pesce, 2006; Restivo y Rovelli, 2011).
En este período también fracasaron otras propuestas planteadas para
hacer frente al problema de la deuda, como el Plan Baker y el
programa de capitalización de deudas (Bouzas y Keifman, 1990;
Machinea y Sommer, 1990). Las necesidades de corto plazo y las
limitaciones estructurales o la falta de voluntad política para la
implementación de una política que afectara los intereses de los
grupos económicos locales contribuyeron a que el gobierno priorizara
la búsqueda del equilibrio fiscal mediante el ajuste. Sin embargo, la
reducción del gasto disminuía la actividad económica y, por ende, la
recaudación tributaria. Así, todo ahorro era compensado
negativamente con una reducción en los ingresos, lo cual puso de
manifiesto la limitación de los instrumentos de estabilización de corto
plazo para resolver desajustes estructurales y desembocó en el
“festival de bonos” (deuda interna), que potenció la especulación
financiera con base en el financiamiento al Estado (Azpiazu, 1991;
Ortiz y Schorr, 2006).
Para entonces, la inflación comenzó a manifestarse cada vez con
mayor intensidad, a consecuencia de varios factores, en particular de
la existencia de una estructura productiva con un elevado grado de
concentración, en la cual los grupos económicos detentaban un
ostensible poder sobre la determinación de los precios domésticos. El
gobierno radical intentó controlarla mediante el Plan Austral, pero el
éxito fue fugaz y fracasó. Hacia el final de la década de 1980, la
profundización de los desequilibrios fiscales y externos llevó al
gobierno a incurrir en una moratoria de hecho sobre la deuda externa
pública, que por entonces alcanzaba los 6.0000 millones de dólares, lo
que aumentó la presión devaluatoria sobre la moneda local (en un
contexto en el que se mantuvieron las numerosas prebendas estatales
al capital concentrado local). A comienzos de 1989, la retirada del
Banco Central del mercado de cambios, ante una marcada
disminución de las reservas y una “corrida” motorizada por la banca
extranjera, conllevó una suba pronunciada de la cotización del dólar,
la cual derivó en el estallido de la hiperinflación (Damill y Frenkel,
1990). Esta situación de crisis socioeconómica no solo alentó la
asunción anticipada del presidente Menem en mayo de dicho año,
sino también sentó las bases para la legitimación social y el inicio de
un drástico programa de reformas neoliberales en el país (Anderson,
1994; Beltrán, 2011; Bonnet, 2007).
En ese cuadro general, el objetivo central de este trabajo es analizar la
evolución de la deuda externa en la Argentina bajo la vigencia de la
convertibilidad (1991-2001) y sus implicancias sobre la configuración
de la elite económica local. Para ello, en las próximas secciones se
busca identificar, entre otras cosas, los factores que concurren a
explicar el comportamiento del endeudamiento externo en el período
aludido, las vinculaciones entre la deuda y la dinámica del modelo de
acumulación en general y de las diferentes fracciones del poder
económico en particular; así como el rol desempeñado por los
acreedores externos (puntualmente el FMI) y las características más
salientes de la nueva “crisis de la deuda”, que estalló en las
postrimerías de la convertibilidad y, en conjunción con otros
elementos, desembocó en el colapso del esquema económico en un
escenario signado por una crisis multidimensional sin precedentes. Se
trata de una mirada analítica que arroja variados elementos de juicio
referidos a la trayectoria de la elite económica local, en una etapa de la
historia nacional signada por cambios estructurales profundos
inscriptos en una fenomenal (y sumamente regresiva) transferencia de
ingresos a los sectores dominantes.
2. La evolución de la deuda externa bajo la
convertibilidad
Durante la década de 1990 el problema de la deuda exhibió una
trayectoria circular. A comienzos del decenio la Argentina se
encontraba en cesación de pagos, con un nuevo programa económico
y a la espera de una renegociación efectiva. A fines de 2001 se asistía
nuevamente a una cesación parcial de pagos (declaración de default
mediante), profundos cambios en el régimen económico y el inicio de
una nueva etapa de arduas negociaciones con el FMI. ¿Qué sucedió en
el camino?
A principios de la década se planteaba que la solución definitiva al
problema de la deuda llegaría de la mano de reformas estructurales de
corte
neoliberal
(shock
de
estabilización,
privatizaciones,
desregulación, apertura comercial y liberalización de los flujos
financieros), sumada a una renegociación que siguiera las pautas del
Plan Brady.
El primer paso en la materia fue el inicio del programa de
privatizaciones, para lo cual se habilitó el pago de parte del paquete
accionario de algunas empresas estatales con títulos de la deuda
externa argentina. Tales fueron los casos de, fundamentalmente, las
primeras dos grandes privatizaciones concretadas: la empresa de
aeronavegación Aerolíneas Argentinas y la telefónica Empresa
Nacional de Telecomunicaciones (ENTel). Esta modalidad
proporcionó un beneficio significativo a los acreedores, ya que les
permitió valorizar al 100% los devaluados títulos de la deuda
argentina, los cuales, por entonces, estaban registrados en los balances
en valores que oscilaban entre el 15% y el 20% del valor nominal.
Este proceso de canje de activos físicos por títulos de la deuda externa
fue el primer paso hacia la denominada “solución” del problema del
endeudamiento por cuanto permitió comenzar a reducir el monto
total de la deuda y, al mismo tiempo, generar “señales claras” hacia
los mercados internacionales acerca del rumbo de la política
económica adoptada.
Posteriormente, en diciembre de 1992 concluyeron las negociaciones
del llamado Acuerdo Brady, mediante el cual se realizó el canje de los
viejos préstamos otorgados por bancos comerciales por nuevos bonos
Brady a 30 años, para lo cual se aplicaron quitas en el capital y
reducciones en las tasas de interés. 3
Esto permitió que la Argentina saliera del default y la atomización de
los acreedores, con lo que se eliminó el riesgo que pesaba sobre el
sistema bancario estadounidense. Asimismo, determinó una
transformación sustancial en la composición de la deuda y de los
actores implicados en la misma. A partir de ese momento la deuda
externa argentina pasó a estar compuesta, en su mayoría, por bonos
que cotizaban en mercados de capitales y podían ser negociados
libremente por agentes individuales. Estos, a su vez, toman sus
decisiones de compra-venta siguiendo las recomendaciones de las
agencias calificadoras de riesgo, las cuales se basan en una serie de
indicadores que procuran determinar la solvencia del país en función
de las posibilidades reales de repago.
Así, al precio de sacrificar empresas públicas a valores que resultaron
subvaluados de modo ostensible 4 y de efectivizar un canje, la
Argentina accedió a la posibilidad de reducir su endeudamiento neto.
Como se puede apreciar en el gráfico 1, durante el período 1990-1993
la deuda tiende a estancarse en valores próximos a los 60.000 millones
de dólares. Entre 1990 y 1992 se debe al canje de deuda por empresas
privatizadas. El saldo del año 1993 refleja el canje concretado a través
del Acuerdo Brady, en tanto se reduce sustancialmente la deuda con
bancos comerciales (de 30.265 a 1180 millones de dólares), mientras
que crece la deuda en títulos públicos (de 11.292 a 41.926 millones de
dólares).
Ahora bien, a pesar de haber contribuido a morigerar el incremento de
la deuda externa pública a comienzos de la década, las privatizaciones
y el Plan Brady no aportaron una solución definitiva al problema del
déficit. En este sentido, a partir de 1993 no solo no se reduce el peso de
la deuda en el conjunto de la economía nacional sino que, por el
contrario, se produce una nueva etapa de endeudamiento explosivo,
solo comparable con la registrada durante la última dictadura militar.
Mientras la deuda externa creció el 10,7% entre 1990 y 1993 (a un
promedio del 3,4% anual acumulativo), entre 1993 y 2001 lo hizo al
126,6%, a una tasa media anual del 10,8%.
Todo eso invita a reflexionar sobre los factores que incidieron en el
crecimiento de la deuda externa argentina en los años noventa.
Independientemente de las consideraciones que pudieran realizarse
sobre la capacidad y la intencionalidad de gobernantes y funcionarios,
5
cabe incorporar una serie de apreciaciones acerca del
funcionamiento de la economía argentina a partir del régimen de
convertibilidad, sus implicancias sobre el esquema de (des)equilibrios
macroeconómicos y la trayectoria estructural de los sectores
dominantes.
2.1. Endeudamiento y desequilibrio externo bajo
la convertibilidad
A fines de marzo de 1991 se sancionó la Ley Nº 23.928 de
Convertibilidad, que, articulada con otras definiciones (como la
reforma a la Carta Orgánica del Banco Central), estableció un tipo de
cambio fijo (subvaluado) de un peso por un dólar, obligó a respaldar
la base monetaria con divisas, impidió que se emitiera moneda sin
respaldo y prohibió cubrir el déficit fiscal a través de la emisión,
condicionando la política monetaria al ciclo de entrada y salida de
capitales. La estabilización produjo una atracción considerable de
fondos externos, similar a lo acaecido en el transcurso de la burbuja
financiera de 1977-1980; en esta ocasión, debido a la combinación de la
búsqueda de financiamiento para participar del proceso de
privatizaciones, al boom de consumo de los primeros años de vigencia
del esquema de caja de conversión, a los altos rendimientos
financieros y a la fuerte valorización de los activos.
La implementación de la convertibilidad logró consolidar técnica y
políticamente el programa económico del gobierno en la medida en
que logró conciliar las demandas y los intereses de las fracciones
dominantes: los grandes conglomerados locales, las empresas
transnacionales y los acreedores externos. Sin embargo, es necesario
separar analíticamente la convertibilidad con tipo de cambio fijo del
resto de las reformas estructurales, ya que, desde un punto de vista
estrictamente técnico, se podría haber aplicado el mismo esquema
cambiario-monetario sin realizar las demás transformaciones
regresivas en forma de shock (Nochteff, 1999).
Esta consideración se ve reforzada por dos motivos. En primer lugar,
la convertibilidad contradecía directamente la “sugerencia”, incluida
en el Consenso de Washington, de aplicar un tipo de cambio flexible y
alto para promover las exportaciones. De hecho, al momento de su
lanzamiento el nuevo régimen enfrentó la resistencia del gobierno
estadounidense y del FMI, quienes dudaban de la capacidad de la
administración de Menem para mantener una situación fiscal
equilibrada (Heredia, 2010). En segundo lugar, la convertibilidad fue
cobrando mayor importancia para la estrategia económica del
gobierno a medida que se consolidó como elemento articulador de
consenso político en tanto logró poner fin a la dinámica inflacionaria
(Dossi, en este volumen). A su vez, esta transformación se reflejó en
los textos de los sucesivos acuerdos suscriptos con el FMI durante la
década de 1990. Así, el acuerdo de 1991 concebía la convertibilidad
como un “instrumento”, entre otros, del programa de estabilización
orientado a disminuir la inflación a corto plazo.
Posteriormente, en la extensión del acuerdo en 1995, con la economía
sufriendo los efectos de la crisis mexicana, aparecía junto al
mantenimiento del equilibrio fiscal y financiero como uno de los dos
“principios rectores” del programa, por consiguiente un objetivo a
preservar per se. Finalmente, con el acuerdo de 1998 se consolidó la
centralidad de la convertibilidad como eje del plan económico al
“fagocitar”, simbólicamente, al programa de reformas estructurales
bajo el rótulo de “Plan de Convertibilidad” (Bembi y Nemiña, 2007).
En consecuencia, la estabilidad y la expansión de la economía pasaron
a depender muy estrechamente de la posición externa del país, ya que
el ingreso de divisas constituía el principal mecanismo que permitía
aumentar la base monetaria y, con él, el nivel de la demanda (Vitelli,
2001). La economía argentina necesitaría generar un creciente
superávit de cuenta corriente para poder financiar la acumulación de
reservas y, por esa vía, garantizar el sostenimiento del régimen
convertible. Pero como, simultáneamente, el atraso cambiario y la
apertura de la economía generaban un sesgo adverso hacia la
producción de bienes transables y una fuerte demanda de
importaciones, la balanza comercial comenzó a presentar déficits
pronunciados. Estos solo se revirtieron en etapas recesivas como la
“crisis del tequila” y la de 2000-2001, cuando las importaciones se
retrajeron en forma considerable.
En otras palabras, dado el esquema de caja de conversión y ante los
desequilibrios de cuenta corriente, la única forma de asegurar un
superávit en la balanza de pagos era a través de ingentes ingresos de
capitales. Parte de ellos fueron aportados por inversiones directas,
pero los mismos no resultaron suficientes, por lo cual también se
expandió el endeudamiento, tanto público como privado.
Esta situación comenzó a agravarse a mediados de la década, cuando
se inició una nueva etapa de fuga de capitales locales hacia el exterior,
contrariamente a las expectativas oficiales, que proyectaban una
continua repatriación de capitales, la cual se agotó rápidamente tras la
cuasi finalización del proceso de privatizaciones. La información
disponible indica que entre 1990 y 1992 se verifica una estabilización
en el endeudamiento externo, al tiempo que se constata cierta
repatriación del capital local fugado en el decenio anterior. El primer
fenómeno se relaciona, como fuera señalado, con que en la primera
etapa de las privatizaciones se le dio prioridad a la capitalización de
bonos de la deuda externa (lo que le permitió al Estado argentino
reducir parte de sus pasivos con el exterior), mientras que el segundo
se vincula con el hecho de que algunos grupos económicos repatriaron
una parte de los recursos que habían fugado con la finalidad de
participar activamente en las privatizaciones.
No obstante, una vez que, hacia 1993, comenzó a declinar el proceso
desestatizador, paralelamente se incrementó el endeudamiento
externo y, sobre todo, con inusitada intensidad, la salida de capitales
locales al exterior, motorizada, nuevamente, por los principales
conglomerados empresarios que actúan en el país (los que, en este
período, se desprendieron de una proporción considerable de sus
tenencias accionarias en las empresas privatizadas realizando
cuantiosas ganancias patrimoniales –Gaggero, en este volumen;
Azpiazu y Schorr, 2001–). A pesar de sus disminuciones en los
primeros años, ambas variables alcanzaron un registro récord durante
el decenio, superiores, en términos constantes, a los valores que se
verificaron durante la última dictadura militar. Dicho proceso fue de
tal magnitud que hacia fines de la década de 1990 la relación deuda
externa-fuga de capitales era aproximadamente de 1 a 1 (en otros
términos, por cada dólar que ingresó a la economía argentina vía
endeudamiento externo, el capital concentrado interno remitió al
exterior una cifra prácticamente equivalente –cuadro 1–).
Por esa vía, y otras, el sector privado comenzó a registrar un saldo
negativo de balanza de pagos (Basualdo, 2000; Damill, 2000). 6 El
comportamiento de los sectores dominantes (fundamentalmente de
los grandes grupos económicos locales y el capital transnacional)
resultó entonces contradictorio con las condiciones requeridas para la
continuidad del régimen convertible. En el marco de la
convertibilidad, esto obligó al sector público a proveer las divisas
necesarias para cerrar la brecha externa, esencialmente a través del
endeudamiento.
En el cuadro 2 se visualiza esta situación a partir de una
desagregación de la balanza de pagos. Como se puede observar, en un
nivel agregado la balanza en cuenta corriente fue deficitaria, y luego
compensada con un saldo positivo en la cuenta de capital y financiera.
En el período comprendido entre 1992 y 1994, el sector privado
contribuyó –gracias a ingentes ingresos de capitales provenientes, en
lo sustantivo, de la concreción del programa privatizador, que
superaron los 8500 millones de dólares anuales– a una acumulación
de reservas por casi 2000 millones de dólares anuales. Pero hacia
mediados de la década esta situación se revirtió: a pesar del
crecimiento de la inversión directa, el sector privado siguió teniendo
un saldo de casi 2000 millones de dólares anuales, solo que en esta
ocasión el saldo tenía signo negativo, siendo entonces el superávit
generado por el endeudamiento público el que posibilitó más que
compensar el mencionado déficit privado. Finalmente, durante los dos
últimos años de la convertibilidad, el sector privado registró saldo
negativo en la cuenta corriente y en la cuenta capital, con un déficit
anual de poco menos de 7000 millones de dólares. Un balance global
del decenio 1992-2001 evidencia una acumulación de reservas por un
monto que superó los 1500 millones de dólares anuales, asociado a un
superávit del sector público, que orilló los 3300 millones de dólares y
un déficit del sector privado por algo más de 1700 millones de dólares
(este desequilibrio se vincula directamente con el peso de los servicios
reales y financieros en la cuenta corriente y, en mayor medida, con la
fuga de capitales en la cuenta restante de la balanza de pagos.
Naturalmente, esta situación afectó el funcionamiento de la economía
en su conjunto y revela el principal déficit estructural del régimen de
convertibilidad con retraso cambiario. El endeudamiento externo del
sector público fue el factor que permitió compensar el desequilibrio
externo privado durante los años de la convertibilidad o, más
específicamente, un esquema de acumulación y reproducción
ampliada del capital por parte de la elite económica local
estrechamente ligada a la especulación y la internacionalización
financiera. En otras palabras, dichos ingresos de capitales fueron el
“combustible” que permitió que la convertibilidad sobreviviera
durante más de 10 años. Una vez cerrada la afluencia de
financiamiento externo, dicho régimen monetario se mostró
insostenible, con un saldo profundamente deletéreo en múltiples
aspectos.
2.2. El endeudamiento externo privado
El endeudamiento externo del sector privado experimentó un
incremento notable en el transcurso de la convertibilidad (replicando,
en buena medida, lo sucedido durante el ciclo de endeudamiento que
tuvo lugar bajo la última dictadura militar). Si bien el monto de la
deuda privada es sustancialmente inferior al de la pública, las tasas de
crecimiento fueron más elevadas en el caso de la primera. Al respecto,
las evidencias disponibles indican que mientras la deuda externa
pública se expandió a un ritmo del 8,6% anual acumulativo entre 1991
y 2001, la deuda privada lo hizo a un promedio del 25,9% anual,
ubicándose el stock en algo más de 35.000 millones de dólares al final
del período señalado.
El endeudamiento privado creció impulsado, principalmente, por la
emisión de Obligaciones Negociables (ON) en el exterior y préstamos
bancarios directos. De hecho, ambos conceptos explican el 82,1% del
stock de deuda externa privada. La información con la que se cuenta
permite comprobar también que se trató de un fenómeno sesgado a
las grandes firmas del país. Un informe del Ministerio de Economía
señalaba que el 75% del stock de deuda externa del sector privado a
fines de 1998 correspondía a solo 59 empresas líderes que, en no pocos
casos, integraban un mismo conglomerado económico (Kulfas y
Schorr, 2003). 7
El endeudamiento privado asumió cuatro funciones básicas. En
primer lugar, el financiamiento de inversiones asociadas a grandes
compañías, en especial las empresas privatizadas y algunos
estamentos del capital concentrado local favorecidos por ciertas
acciones y omisiones estatales en algunos sectores de la actividad
económica (hidrocarburos, “armaduría automotriz”, diversas
producciones de commodities, etcétera).
En segundo lugar, el apalancamiento para la adquisición de firmas.
Tal proceso se visualizó, por ejemplo, en los casos de un puñado de
fondos de inversión muy dinámicos en la época, como The Exxel
Group o el CEI Citicorp Holdings, que se valieron del endeudamiento
para financiar la propia adquisición de la empresa; o de las
licenciatarias del servicio básico telefónico (Telecom Argentina y
Telefónica de Argentina) que, endeudamiento externo mediante
(muchas veces con las respectivas casas matrices, o sea, bajo el
formato de autopréstamos), financiaron un proceso de fuerte
expansión hacia los distintos segmentos del “mercado ampliado” de
las telecomunicaciones (tanto en la Argentina como en el resto de
América Latina).
En tercer lugar, la más que probable utilización del endeudamiento
como vía para garantizar la remisión de utilidades y eludir el pago del
impuesto a las ganancias en el nivel local. Se trata, en otros términos,
de una forma de manipulación de los precios de transferencia (en este
caso no del precio de un bien sino de la tasa de interés implícita) que
incrementa artificialmente los costos de las empresas que se
desenvuelven en el país (debido al peso de los intereses pagados) y,
por ende, reduce la base imponible para el pago del impuesto a las
ganancias. En un contexto de completa liberalización de los flujos de
capitales y de atraso cambiario, el incentivo a recurrir a estas prácticas
fue por demás elevado.
En cuarto lugar, la realización de ingentes beneficios financieros
asociada al hecho de que una parte significativa del endeudamiento
empresario no se invirtió en el proceso productivo, sino que se volcó
al circuito financiero local. Ello, a partir del aprovechamiento, en un
contexto de convertibilidad y apreciación de la moneda doméstica, y
de las diferencias existentes entre las tasas de interés internacionales
(a las cuales, en la generalidad de los casos, las grandes firmas
tomaron los créditos) y las vigentes en el ámbito interno (a las cuales
colocaron los recursos en la plaza nacional).
Sobre esta cuestión, los datos proporcionados por el gráfico 2
permiten concluir que, bajo la vigencia del esquema convertible, las
tasas de interés que debieron afrontar las grandes corporaciones por
su endeudamiento externo e interno resultaron holgadamente
inferiores a las que enfrentaron las pequeñas y medianas empresas
(Pymes). En dicho escenario, mientras que para las fracciones
dominantes los diferenciales de tasas potenciaron la acumulación y
reproducción ampliada del capital con eje en la especulación
financiera, para las restantes configuró, en un contexto de apertura
comercial asimétrica y sobrevaluación cambiaria, un cuadro por
demás complejo que condicionó sobremanera la trayectoria de gran
parte de las compañías de menores dimensiones. De allí que no
resulte casual que uno de los legados críticos de la década de 1990
haya sido un proceso de centralización del capital y concentración
económica sumamente pronunciado inscripto en un cuadro de
reestructuración industrial regresiva (Azpiazu y Schorr, 2010).
2.3. Endeudamiento y déficit fiscal
Al momento del Acuerdo Brady, y tras haberse desprendido de
algunas de sus principales empresas, el Estado argentino registraba
superávit fiscal. Dicha situación comenzó a deteriorarse de modo
ostensible a partir de 1994 (cuadro 3).
Las argumentaciones ortodoxas apuntaban al aumento del gasto
público como causante del déficit fiscal. Sin embargo, como se puede
visualizar en el cuadro 4, si bien el gasto público experimentó cierto
crecimiento durante la convertibilidad, dicho incremento acompañó el
alza del PBI; es decir, no creció sustancialmente por encima de la
economía en su conjunto. Más aún, analizando los componentes del
gasto consolidado (administración pública nacional, provincial y
municipal), es posible apreciar que las erogaciones destinadas al
funcionamiento del Estado se mantuvieron relativamente constantes
(entre 1993 y 2001 pasaron del 6,2% al 6,4% del PBI), al tiempo que el
gasto público social creció muy levemente (del 20,3% en 1993 al 21,8%
en 2001). Las excepciones a la tendencia general fueron los servicios
económicos (cayeron del 3,4% al 1,8% del PBI) y los intereses de la
deuda (crecieron del 1,8% al 5,3% del PBI entre 1993 y 2001). En otras
palabras, se trata de un Estado que mantuvo relativamente estable su
gasto en funcionamiento y servicios sociales, al tiempo que redujo
drásticamente sus políticas activas en servicios económicos y elevó
notablemente su carga de intereses.
Más que un problema por el lado del gasto, lo que parece haber
sucedido en el transcurso del decenio de 1990 es un problema por el
lado de ingresos. Y esto se encuentra ligado sobre todo al proceso de
destrucción de las finanzas públicas encarado por los gobiernos de
Menem y De la Rúa. ¿Con qué finalidad se avanzó en esta
desarticulación de las finanzas públicas? Fundamentalmente, para
transferir cuantiosos recursos a la cúspide del poder económico. Esta
traslación de ingresos a las fracciones capitalistas predominantes se
sustentó sobre tres pilares centrales.
El primero, y más relevante en muchos aspectos, fue la privatización
del sistema previsional. El segundo se relaciona con las sucesivas
“devaluaciones fiscales” que se fueron aplicando a lo largo de estos
gobiernos, que consistieron, básicamente, en reducir o eliminar la
carga impositiva para las empresas, sobre todo para las de mayores
dimensiones (lo más destacable es lo que sucedió con las
contribuciones patronales). Y el tercer elemento que es importante en
este proceso de dilapidación de ingresos públicos y de transferencia
de los mismos, en lo sustantivo, a los grandes agentes económicos, se
vincula con la consolidación de una estructura tributaria regresiva de
una clara impronta procíclica.
En relación con lo anterior, en el cuadro 5 se presenta una estimación
de cuánto mermaron, entre 1994 y 2000, los ingresos públicos por la
conjunción de la reforma del sistema previsional y la concreción de la
política de “devaluación fiscal”. Al comparar el total de los ingresos
estatales no percibidos (alrededor de 52.000 millones de dólares) con
el pago de los servicios de la deuda externa (es decir, con el gasto
estatal más dinámico de ese período), se comprueba que los recursos
transferidos al capital concentrado fueron prácticamente equivalentes
a los servicios de la deuda externa consolidada durante ese mismo
período –representan alrededor del 95% de los mismos–. De esta
manera, así como los acreedores externos percibieron una porción
creciente del gasto estatal, las fracciones dominantes locales recibieron
una transferencia de recursos estatales prácticamente equivalente a la
de los anteriores.
Estas evidencias indican una modificación del comportamiento estatal
en relación con la década de 1980, que está acorde con la nueva
relación de fuerzas, tanto entre el capital y el trabajo como entre las
distintas fracciones sociales que conviven dentro de los sectores
dominantes en la Argentina. En términos de las finanzas estatales, se
despliega un replanteo de la política vigente durante el decenio
anterior, que jerarquiza la transferencia de recursos por múltiples vías
a la fracción dominante interna. Así como la evolución declinante del
salario promedio, el incremento de la desocupación y el deterioro del
mercado laboral son contundentes en señalar un incremento de
consideración en el grado de explotación de los trabajadores, los
cambios fundamentales en el comportamiento de las cuentas públicas
durante la vigencia de la convertibilidad señalan una recomposición
de la situación de los acreedores externos, consistente con la firma del
Plan Brady, acompañada por una transferencia de recursos casi
equivalente hacia la fracción dominante local que se concreta
mediante la pérdida de importantes ingresos genuinos que percibe,
hasta ese momento, el Estado nacional. La “paradoja” es que todos
estos sectores del poder económico serán los que, por diferentes
mecanismos, terminarán financiando una parte importante del déficit
fiscal a tasas de interés sumamente onerosas para el país, reforzando,
en consecuencia, su centralidad estructural y su poder de veto
(capacidad de coacción) sobre la orientación del funcionamiento
estatal.
En ese marco, y para aproximarse a una visión integradora de los
desarrollos que anteceden, el diagrama 1 intenta mostrar que el
problema de la deuda en el período histórico analizado tuvo que ver,
por un lado, con la cuantiosa transferencia de los ingresos realizada
por el Estado hacia el gran capital (es decir, vale insistir, con
cuestiones más ligadas a los ingresos públicos que al gasto estatal);
por otro lado, con el déficit externo por parte del sector privado. La
conjunción de estos dos fenómenos conllevó un crecimiento
exponencial del endeudamiento público, vinculado a la necesidad de
financiar el desequilibrio fiscal y de aportar las divisas que necesitaba
la convertibilidad para subsistir, dando lugar a una dinámica perversa
para el conjunto social, aunque sumamente beneficiosa para los
distintos factores del poder económico.
3. El papel del FMI
Durante la década de 1990, el FMI apoyó enérgicamente la
implementación de políticas económicas de liberalización inspiradas
en el Consenso de Washington. Esto, a través de vías diversas, entre
las que sobresale la suscripción prácticamente ininterrumpida de
acuerdos desde 1989 y, en coyunturas de crisis externas, el
otorgamiento de financiamiento multilateral (gráfico 1 y cuadro 6). De
ese modo, el organismo contribuyó a consolidar la posición
privilegiada de los sectores dominantes en la convertibilidad: los
grupos económicos locales, los acreedores externos y el sector
financiero en general, y las compañías transnacionales con actividad
en el medio doméstico (que en la etapa aludida vieron incrementar
sobremanera su incidencia estructural ante lo acelerado y difundido
del proceso de centralización del capital). 8
Los acuerdos con el Fondo otorgaron una suerte de “sello de
confianza” que viabilizaba el ingreso de inversión extranjera directa o
de portafolio, que, en un contexto de déficit comercial, fuga de
capitales y creciente endeudamiento externo, era clave para sostener el
régimen de convertibilidad. El gobierno argentino se comprometía a
cumplir con una serie de condicionalidades cuantitativas y
estructurales que procuraban garantizar el repago de los compromisos
financieros asumidos. Dado que los acuerdos no inmunizaban a los
países de los efectos de turbulencias en el sistema financiero
internacional, en esos casos el FMI ejercía la función de prestamista de
última instancia, posibilitando evitar una cesación de pagos. En este
sentido, como surge del gráfico 3, pese a haber estado bajo acuerdo
durante toda la década de 1990 y de condicionar la toma de decisiones
internas, los préstamos del Fondo a la Argentina no fueron
significativos en términos cuantitativos, a excepción de tres momentos
puntuales: la instrumentación del Plan Brady para la titularización de
la deuda externa en 1993, el impacto de la crisis mexicana en 1995 y la
crisis de la convertibilidad en 2001 (Brenta y Rapoport, 2003).
Merced a los créditos del FMI y la implementación de un fuerte ajuste
fiscal, el régimen convertible sorteó la crisis mexicana de 1995. En los
años siguientes la economía doméstica retomó el crecimiento hasta
que, a mediados de 1997, estalló la crisis iniciada en el sudeste
asiático. Con el apoyo del Grupo de los 7, el FMI otorgó importantes
paquetes de financiamiento a todos los países afectados, con
excepción de Malasia, que desestimó la exigencia de no imponer
controles cambiarios para detener la fuga de capitales. 9
Los créditos incluyeron una extensa cantidad de condicionalidades
orientadas a garantizar la implementación de un riguroso programa
de estabilización para detener la devaluación de las monedas
nacionales y evitar la cesación de pagos. De este modo, los inversores
extranjeros evitaron pérdidas mediante la socialización de los costos
de la crisis (Stiglitz, 2002).
El impacto social de la política de resolución de la crisis planteada por
el FMI en países que eran destacados como ejemplos de las bondades
de las reformas de mercado, junto al caso de Malasia –que sin ayuda
financiera del Fondo parecía sortear la crisis con menor impacto social
y económico–, intensificaron las críticas a las políticas neoliberales
promovidas por el organismo. Estilizadamente, se le criticaba que
aplicaba la misma receta para cualquier país, sin importar sus
características propias, y que sus grandes paquetes de financiamiento
constituían en la práctica un salvataje para los acreedores externos.
En ese contexto, el Fondo buscó reposicionarse en el campo
internacional mediante un doble movimiento: descargar la
responsabilidad de la crisis en los países afectados y encontrar un
nuevo caso testigo de su éxito como “consultor económico”. Por una
parte, argumentó que la causa de la crisis del sudeste asiático no
residía en los débiles “fundamentos” de las políticas económicas
aplicadas –lo cual apuntaba la responsabilidad al Fondo, en tanto
promotor de las mismas–, sino en fallas de su implementación. Así,
destacó que los comportamientos rent-seeking de los grupos
empresarios asiáticos, las prácticas corruptas de los funcionarios
públicos y las relaciones poco claras entre el Estado y el sector privado
(el llamado “capitalismo de amigos”) fueron los factores decisivos que
causaron la crisis. Según esta interpretación, la política industrial de
esos países llevó a la crisis en tanto los créditos externos tomados por
los bancos locales fueron otorgados a los empresarios cercanos al
gobierno, presionados por el aparato estatal para el financiamiento de
proyectos productivos de dudosa viabilidad (Chudnovsky, López y
Pupato, 2003). 10 En ese marco, la Argentina pasó a ser el ejemplo de
los beneficios de la implementación de las reformas estructurales
neoliberales. La existencia de este contraejemplo en tanto país
comprometido con las reformas de mercado le posibilitaba al
organismo presentar un caso en el cual sus políticas no habían
derivado en una crisis (Mussa, 2002). Esto, a su vez, reforzaba el
argumento que descargaba en los países de Asia la responsabilidad de
la crisis.
Por otra parte, el apoyo del FMI otorgaba un “sello de aprobación” a
las políticas económicas locales, el cual facilitaba el acceso al
financiamiento multilateral y disminuía parcialmente la sobretasa que
se pagaba sobre emisiones de deuda en mercados internacionales.
Esto era especialmente importante considerando la naturaleza “divisa
dependiente” del régimen de convertibilidad (máxime ante la
trayectoria económica analizada en la sección anterior).
Las motivaciones que orientaron la ponderación por parte del
organismo quedan en evidencia cuando se considera que la Argentina
no había sido precisamente un alumno “ejemplar” en lo que a
cumplimiento de las condicionalidades se refería. En efecto, el
gobierno cumplió solo el 51% de las reformas estructurales exigidas en
los acuerdos con el Fondo entre 1998 y 2001, quedando incumplidas, o
cumplidas de manera parcial, las medidas más conflictivas en
términos sociopolíticos como la flexibilización laboral, la reforma de la
seguridad social y la privatización del Banco de la Nación Argentina.
Por otra parte, aunque el desempeño con respecto a las
condicionalidades cuantitativas fue mejor, la meta anual de déficit
fiscal había sido incumplida sistemáticamente desde 1994 (Nemiña,
2014).
El creciente peso de los servicios de la deuda sobre el presupuesto
aumentó la desconfianza de los inversores sobre la capacidad de
repago del país a finales de la década, dificultó el acceso a créditos
privados y ubicó al Fondo como casi la única fuente de
financiamiento. La devaluación de Brasil, a mediados de 1999, no hizo
más que aumentar las dificultades externas (Cantamutto y Wainer,
2013). En medio de una recesión frente a un contexto financiero
internacional desfavorable, la ponderación que el FMI hacía de la
Argentina servía también al propio país, en tanto operaba como un
catalizador de capitales imprescindibles para sostener el esquema
convertible.
Sin embargo, la profundización de la recesión, junto con las dudas
cada vez más manifiestas y fundadas de las potencias centrales
respecto de la sostenibilidad de la convertibilidad, motivó que el FMI
desplegara una posición menos condescendiente ante los
incumplimientos del gobierno. Esto, en el marco de un escenario
económico crecientemente restrictivo, acentuaría las restricciones al
financiamiento externo con el consiguiente impacto para la
continuidad del régimen económico.
En definitiva, por diferentes razones, el FMI tuvo un papel central
como sostén político y financiero de la convertibilidad y, en
consecuencia, reforzó sobremanera su centralidad estructural dentro
del poder económico local durante el decenio de 1990. A través de la
suscripción de acuerdos sucesivos, el organismo otorgó frente a la
comunidad internacional un “sello de aprobación” a las políticas
económicas implementadas. Su visto bueno se extendió, incluso, ante
los reiterados incumplimientos de las metas fiscales y las reformas
estructurales de mayor conflictividad política, mediante el
otorgamiento de sucesivos waivers. Asimismo, otorgó créditos ante
turbulencias financieras que fueron decisivos, en particular durante
2001, para posponer la inevitable cesación de pagos.
Irónicamente, a pesar de estar fuertemente identificada con las
exigencias del establishment financiero internacional, la convertibilidad
nació y murió enfrentando la oposición del FMI. En 1991 el organismo
dudaba de que el país fuera capaz de sostener la solvencia fiscal,
imprescindible para garantizar la sostenibilidad del régimen
monetario-cambiario. A mediados de 2001 la institución mostraba su
oposición a aprobar financiamientos que en los hechos solo servían
para financiar la fuga de capitales de los sectores concentrados ante la
expectativa de una inminente devaluación (Gaggero, Rúa y Gaggero,
2013).
Al respecto, la coyuntura en torno al endeudamiento externo tuvo un
papel clave para comprender estos vaivenes. A comienzos de la
década de 1990, el FMI presionaba a la Argentina para que
restableciera los pagos de la deuda y evitara así un impacto en la
banca comercial estadounidense. En ese marco, el establecimiento de
un tipo de cambio apreciado que desincentivaba las exportaciones
planteaba incertidumbre respecto de cómo se conseguirían los dólares
necesarios. No obstante, la renegociación de la deuda y las reformas
estructurales (con un lugar protagónico de las privatizaciones)
contribuyeron al ingreso de una ingente masa de divisas que fue
decisiva para sostener el régimen convertible. Desde entonces, el
Fondo se asoció a la continuidad del modelo económico. El estallido
de las crisis financieras en el sudeste asiático y Rusia y de la burbuja
de las puntocom hacia el final de la década generó un contexto
desfavorable para la entrada de capital financiero, más aún a una
economía que mostraba signos de sobreendeudamiento. Atento a la
expectativa extendida de una inevitable devaluación entre los sectores
dominantes locales (Beltrán, 2014), y apoyado por los países centrales,
el Fondo se mostró reticente a seguir financiando la convertibilidad.
Dado que era la última fuente de financiamiento disponible, la
suspensión del programa a finales de 2001 determinó, pocos días
después, la caída de la convertibilidad y la declaración de la cesación
de pagos sobre la deuda pública.
4. La nueva “crisis de la deuda” y el accionar del
poder económico ante la debacle de la convertibilidad
En diciembre de 1999 se produjo el cambio de gobierno: De la
Rúa asumió la titularidad del Poder Ejecutivo. El ministro de
Economía, José Luis Machinea, informó, al momento de su asunción,
que la situación fiscal estaba comprometiendo las posibilidades de
respetar el cronograma de pagos de la deuda. Desde su óptica, el
déficit fiscal se encontraba en el orden de los 10.000 millones de
dólares, debiéndose hacer frente a una carga de cerca de 12.000
millones de dólares por concepto de intereses. Esta situación se
enmarcaba en un contexto recesivo iniciado en el segundo semestre de
1998, hecho que impactaba negativamente sobre la recaudación
impositiva.
Como objetivo central, De la Rúa planteó restablecer el crecimiento
económico en el marco de las posibilidades que permitieran el
régimen de convertibilidad y la ortodoxia económica. Así, buscó
suscribir un acuerdo con el FMI, ya que, según su diagnóstico,
aumentaría la confianza de los mercados en el país, lo cual alentaría
un incremento del flujo de capitales y una caída de la tasa de interés.
A su vez, esto acarrearía la reactivación de la economía y un aumento
de la recaudación impositiva, que permitirían afrontar con mayor
holgura los servicios de la deuda y, por ende, mejorar la percepción de
solvencia de la economía. Cabe señalar que, por entonces, los intereses
de la deuda equivalían a más del 14% de los ingresos nacionales y
seguían su tendencia ascendente. Esta caracterización era compartida
por los sectores financieros internacionales y locales, los cuales
promovían la reducción del gasto primario para garantizar el cobro de
sus acreencias, y también por los países centrales, interesados en
evitar el agravamiento de las condiciones financieras globales.
Ante este panorama, el ministro acordó con el FMI un programa de
ajuste fiscal que incluía reducciones del gasto público y un incremento
de los impuestos a las ganancias, internos, a los combustibles y a los
bienes personales, y la ampliación de la base imponible en IVA y
ganancias. Pocos meses después el programa reveló resultados
insuficientes, y se hizo un nuevo ajuste que incluyó la disminución de
salarios en el sector público y trajo aparejada la agudización del
cuadro recesivo y el conflicto social.
Por entonces el gobierno enfrentó la aprobación en el Congreso de la
controvertida flexibilización laboral. Si bien la oposición del PJ
bloqueó inicialmente el proyecto, la incorporación de una cláusula que
impedía bajar los salarios durante dos años y el supuesto
otorgamiento de sobornos a senadores de la oposición contribuyeron
a que el Ejecutivo lograra la aprobación de la reforma. Esta extendió el
período de prueba a seis meses, redujo los aportes patronales para los
nuevos trabajadores, descentralizó la negociación de los convenios
colectivos de trabajo y eliminó la ultraactividad. Aunque finalmente
fue descartado en sede judicial, el otorgamiento de sobornos para
aprobar una ley que avanzaba aún más sobre los derechos laborales
de los trabajadores por parte de un gobierno que había resaltado la
transparencia como uno de los valores de su gestión podría
comprenderse a partir del interés del Ejecutivo por reducir la
confrontación con el FMI, uno de los pocos actores internacionales de
los que recibía apoyo político y financiero.
Sin embargo, hacia el final del año 2000, la economía fue afectada por
una fuerte inestabilidad financiera que disparó el índice de riesgo país
por encima del promedio general de las economías emergentes y, por
primera vez desde el inicio de la recesión, produjo una caída de los
depósitos privados y de las reservas internacionales, poniendo en
evidencia la incertidumbre de los agentes privados sobre la capacidad
gubernamental de sostener la convertibilidad y los servicios de la
deuda. Factores políticos y económicos contribuyeron a generar esta
situación. Respecto de los primeros, sobresale la renuncia del
vicepresidente en disconformidad con la falta de compromiso del
presidente para investigar la probable “compra de votos” en el
Senado para aprobar la flexibilización laboral. Entre los segundos se
destacan el estancamiento en el que estaba sumida la economía y la
incapacidad de la política del ajuste para resolverlo. Esto se
comprende por dos motivos: a) cada nuevo ajuste conllevaba una
caída de los ingresos públicos por la reducción de la actividad
económica, y b) aunque el Fondo y el gobierno se concentraban en
reducir el déficit provincial, este representaba una parte menor del
déficit total del sector público consolidado. Como se apuntó, el
aumento del déficit fiscal se explicaba principalmente por la magnitud
de los intereses de la deuda pública y, además, por la ampliación de la
“brecha” del sistema de seguridad social, producto de la privatización
del sistema previsional, y las sucesivas “devaluaciones fiscales”, las
que prácticamente no tuvieron repercusiones sobre la competitividad
empresarial pero sí sobre los niveles de rentabilidad de muchas
corporaciones líderes.
A fin de fortalecer la posición externa e infundir un shock de confianza,
el gobierno acordó con el FMI el otorgamiento de un paquete de
financiamiento extraordinario conocido como “blindaje”. El mismo
incluyó una duplicación del crédito disponible con el FMI a 14.000
millones de dólares, acuerdos con el Banco Mundial y el BID sobre
nuevos préstamos por 4800 millones de dólares y un préstamo de
España por 1000 millones de dólares, lo cual totalizaba casi 20.000
millones de dólares de nuevos fondos puestos a disposición. Al incluir
dudosos compromisos del sector financiero local e internacional para
continuar suscribiendo bonos, el acuerdo se promocionó con la cifra
de 40.000 millones de dólares con el propósito de conseguir un
número lo más impactante posible para la opinión pública (Blustein,
2005). En este marco, el Fondo giró créditos a la Argentina por 5000
millones de dólares, lo cual significó el primer desembolso realizado
por el organismo hacia nuestro país en poco más de tres años.
Dos razones permiten explicar el apoyo del organismo a la
convertibilidad frente al atraso cambiario: primero, porque un cambio
iba en contra de los intereses de los acreedores externos, las
concesionarias de servicios públicos privatizados (en su mayoría
europeas) y los bancos privados (muchos de los cuales eran europeos
y estadounidenses); segundo, porque la convertibilidad contaba,
aunque cada vez menos, con el apoyo de los sectores dominantes
locales, pero también de las principales fuerzas políticas y amplios
sectores de la población. Claudio Loser, por entonces director del
Departamento del Hemisferio Occidental del FMI, señaló al respecto:
“Nadie, en la Argentina, quería devaluar. N-A-D-I-E. Eso no
podíamos cambiarlo desde el FMI, donde también teníamos nuestras
dudas. La opción de la devaluación no existía. Las alternativas eran:
otorgar el blindaje o dejar que estallara la Argentina. Optamos por la
primera” (Tenembaum, 2004). 11
El Ejecutivo pareció exultante, procurando transmitir la idea del inicio
de un nuevo ciclo de crecimiento económico. Pero los hechos
rápidamente opacaron su optimismo. Por un lado, la Justicia
suspendió por inconstitucional la reforma de la seguridad social
exigida por el FMI; por otro, los indicadores financieros se
deterioraron como consecuencia de la irrupción de la crisis en
Turquía. Esto reavivó la desconfianza del sector financiero y las
grandes empresas locales, que durante el primer trimestre de 2001
fugaron más de 12.000 millones de dólares para ponerse a resguardo
de una posible devaluación.
La situación precipitó la renuncia del ministro Machinea en marzo,
quien fue reemplazado por López Murphy. Este propuso un drástico
ajuste de 2000 millones de pesos centrado en la educación y que contó
con el apoyo de los acreedores, el sector financiero y el FMI; pero la
fuerte oposición del sector productivo, los sindicatos, diversas fuerzas
políticas y la movilización social desencadenaron su renuncia a quince
días de haber asumido.
En lo que fue interpretado como la última oportunidad para
restablecer la confianza externa, De la Rúa convocó al Ministerio de
Economía a Domingo Cavallo, quien contó con el apoyo de
prácticamente todos los sectores dominantes y de la clase media. En
un principio Cavallo adoptó un discurso autoproclamado
“neokeynesiano”, desde el cual planteaba reactivar la economía
mediante políticas fiscales y monetarias contracíclicas. Así, anunció
intempestivamente la incorporación del euro en la paridad del peso
con el dólar, lo cual implicaba una devaluación “encubierta”. Aunque
la medida nunca llegó a entrar en vigencia dado que no se cumplieron
los requisitos establecidos, aumentó las dudas en la comunidad
financiera internacional acerca de la sustentabilidad del régimen
monetario-cambiario.
Ante el creciente déficit fiscal, el FMI reclamó medidas ortodoxas,
como la aprobación de un impuesto a los débitos y créditos en cuentas
corrientes 12 y la aplicación de un recorte adicional de 1000 millones
de pesos. Las medidas, resistidas por los sectores productivos y
sindicales, permitieron recibir un desembolso del organismo por 1200
millones de dólares.
Como consecuencia de la falta de financiamiento privado, el gobierno
llevó adelante un canje voluntario de deuda en condiciones muy
desventajosas, el llamado “megacanje”. A cambio de reducir en 12.000
millones de dólares las erogaciones de intereses y capital entre 2001 y
2005, aumentó los pagos en los siguientes 25 años por 66.000 millones
de dólares (Mussa, 2002). El resultado fue entonces un alivio en el
cronograma de vencimientos pero acompañado de un sustancial
crecimiento del stock de deuda y el pago de comisiones espurias por
más de 100 millones de dólares (llegándose incluso al absurdo de que
varios bancos cobraran importantes comisiones por canjear títulos que
tenían en su propia cartera). El “megacanje” evidenció la extrema
fragilidad de un régimen económico que llevaba más de dos años en
recesión y cuya viabilidad se veía cada vez más difícil al limitarse el
crédito externo.
No obstante el elevado costo fiscal que asumió el canje, dos meses más
tarde se hacía evidente que había resultado insuficiente para generar
alivio sobre las cuentas públicas. Al mismo tiempo, el déficit fiscal
proyectado superaba ampliamente las metas acordadas con el FMI,
con lo cual se comprometían los futuros desembolsos del “blindaje”.
En este marco, las corrientes de opinión en el escenario internacional
mostraban algunos cambios significativos. Desde sectores académicos
y políticos vinculados al establishment estadounidense, el cual reflejaba
el cambio de gobierno ahora en manos del partido republicano,
comenzó a mencionarse la necesidad de establecer una renegociación
de la deuda con quita para los acreedores, cuestionándose, al mismo
tiempo, los paquetes de ayuda financiera del FMI. Según esta visión,
el otorgamiento de paquetes de salvataje a los países que atravesaban
crisis financieras, como había sucedido en México, el sudeste asiático y
Rusia, fomentaba el endeudamiento irresponsable de los países y las
malas políticas de crédito de los acreedores privados, quienes
subestimaban el riesgo de incobrabilidad de esos préstamos. En estos
casos, debía encararse una reestructuración de deuda. Se esperaba que
la reducción del financiamiento del FMI propiciara la adopción de un
mayor “autocontrol” y prudencia por parte de los países y del sector
financiero, quienes no contarían con la expectativa de los créditos del
organismo ante una crisis. Ante la evidencia de la inminencia del
default, las modalidades que este asumiría comenzaron a ubicarse en el
centro del debate (Kulfas y Schorr, 2003).
En virtud de que no disponía de financiamiento, el gobierno aprobó la
“ley de déficit cero” (Pucciarelli, 2014). El proyecto condicionó todos
los gastos del Estado nacional a la evolución de la recaudación
tributaria, a excepción del servicio de la deuda, cuya prioridad
quedaba garantizada. Asimismo, se autoimpuso el objetivo de
eliminar el déficit primario para el próximo año, una meta aún más
restrictiva que la planteada por el FMI. Invocando el “déficit cero”, el
gobierno anunció un ajuste en el gasto de 2300 millones de pesos que
se lograría a través de la reducción de las asignaciones familiares y un
recorte del 13% en salarios y jubilaciones mayores a 500 pesos. Las
medidas fueron bien recibidas por los acreedores y el sector
financiero, pero resistidas por gran parte del arco político y todos los
sindicatos y movimientos sociales. Los países centrales manifestaron
su apoyo, aunque plantearon dudas respecto del margen político para
implementarlas.
El severo ajuste fiscal solo generaba un círculo vicioso: al no existir
fuentes que reactivaran la demanda agregada (las distintas medidas
aplicadas contribuían a profundizar su contracción), la restricción en
el gasto agudizaba la recesión, hecho que derivaba en una caída en la
recaudación con la consecuente necesidad de ajustar aún más las
erogaciones del sector público. En ese contexto, la última operación
encarada por el gobierno de De la Rúa antes de su caída fue un nuevo
canje de deuda. En esta ocasión, no se trataba de un canje voluntario
sino del reconocimiento implícito de la incapacidad para seguir
pagando los intereses de la deuda. Los primeros días de noviembre de
2001 se anunció la apertura del proceso de canje de bonos por un
esquema de préstamos garantizados por la recaudación impositiva.
Los nuevos bonos pagarían una tasa de interés máxima del 7% anual.
Se canjearon 42.000 millones de dólares en títulos nacionales en manos
de inversores locales por préstamos garantizados y 16.000 millones de
dólares en títulos provinciales por bonos nacionales en pesos a más
largo plazo (FMI, 2002).
El tramo internacional debía concretarse poco después, pero los
acontecimientos políticos y sociales lo evitaron. La situación
económica comenzó a agravarse en octubre, ante corridas, rumores y
presiones sobre el sistema bancario. Ante la salida masiva de
depósitos del sistema financiero y el descenso de las reservas, a
comienzos de diciembre el gobierno instauró, sin consultar con el
Fondo, una restricción al retiro de depósitos para evitar la quiebra del
sistema bancario (“corralito”). La situación de notable desequilibrio en
las cuentas públicas, que mostraba la imposibilidad de cumplir con las
metas cuantitativas acordadas con el FMI, junto con la grave crisis
política y social por la que atravesaba el país, motivó que el organismo
suspendiera la negociación correspondiente a la revisión del acuerdo
vigente. Fue el principio del fin de la convertibilidad. Una oleada de
fuga de divisas y la virtual paralización de la economía llevaron a la
inevitabilidad del default. Las movilizaciones populares del 19 y 20 de
diciembre, brutalmente reprimidas, condujeron a la caída de un
gobierno hundido en una fuerte crisis de legitimidad y al
agravamiento de la situación económica y social.
El 23 de diciembre, en su discurso de asunción tras ser designado
presidente por la Asamblea Legislativa, Alfonso Rodríguez Saá
anunció la interrupción del pago de la deuda. Tras su caída, muy
pocos días después, Eduardo Duhalde asumió la presidencia
provisional y anunció que la cesación de pagos incluiría solo a la
deuda en bonos no canjeados; es decir, se asumiría el pago de la
deuda con organismos internacionales y del tramo local del canje
(posteriormente también se ofrecería un canje sobre los denominados
“préstamos garantizados”). 13
Sin lugar a dudas, el año 2001 ha sido uno de los más cambiantes e
intensos de la historia argentina. Iniciado con un “blindaje” financiero,
siguieron crecientes turbulencias económicas hasta terminar en la
caída del régimen de convertibilidad, la declaración de la cesación de
pagos sobre la deuda por un total de 87.000 millones de dólares (la
más grande del mundo hasta la renegociación griega en 2010) y el
estallido de la crisis económica más profunda de la historia de nuestro
país.
En este sentido, el comportamiento financiero del capital concentrado
interno acentuó la intensidad de esa coyuntura crítica al mostrar una
compulsión inédita (por su magnitud) a la fuga de capitales. En efecto,
una investigación sumamente rigurosa y documentada de una
Comisión Especial de la Cámara de Diputados (2005) acerca de las
operaciones realizadas por el sector privado no financiero durante ese
crucial año en 87 entidades financieras (sin incluir las vinculadas al
comercio exterior) encontró salidas de divisas por un total de 29.913
millones de dólares (que representan, aproximadamente, 65% del total
de divisas “emigradas” de la economía nacional a lo largo del último
año de vigencia del régimen de convertibilidad).
Entre los principales resultados de la investigación se destacan:
Del total de divisas que “emigraron” del país en 2001,
26.128 millones de dólares (87%) correspondieron a
empresas, mientras que los 3785 restantes (13%), a
personas físicas.
La salida de capitales no fue un fenómeno distribuido de
modo homogéneo; sin embargo, tampoco se concentró
en noviembre (es decir, en los momentos previos a la
puesta en práctica del “corralito”). Entre los “picos
temporales de fuga” sobresalen los registrados en el
trimestre enero-marzo (44% del total), entre julio y
agosto (16%) y en noviembre (8%). Notablemente, los
dos primeros picos coinciden con importantes
desembolsos del FMI en el marco del acuerdo stand by
vigente, lo cual pone de manifiesto que, ante una fuerte
expectativa
de
devaluación,
el
financiamiento
multilateral, menos que evitarla, posibilitó que el capital
concentrado se pusiera a resguardo.
El grueso de las operaciones de transferencias al exterior
realizadas por residentes locales se canalizó a través de
unos pocos bancos de la plaza financiera doméstica
(entre los que se destacan el Banco Galicia y el Citibank)
y se dirigió hacia los EE.UU. y Uruguay.
El análisis desagregado de la información recabada y
analizada por la Comisión indica un muy alto grado de
concentración de la fuga de divisas en torno de un
número sumamente reducido de empresas e individuos.
En este plano, al ordenar los datos de acuerdo con los
montos girados al exterior, se comprueba que las
primeras cien personas físicas dieron cuenta de
alrededor del 22% del total de divisas remitidas por este
subgrupo durante el transcurso de 2001. Al revisar el
listado de los principales emisores de capital aparecen
apellidos de familias tradicionales de nuestro país o de
propietarios de varias de las principales firmas y grupos
económicos locales: Pérez Companc, Angulo, Madanes
Quintanilla, Frávega, Acevedo, Zupán, Sánchez
Caballero, Blanco Villegas, Mc Loughlin, Escasany,
Spadone,
Moche,
Juncadella,
Fuchs,
Elsztain,
Constantini, Ayerza, Mitre, Otero Monsegur, Lacroze de
Fortabat, Zorraquín, Oxenford, Bagó, Ruete, Handley y
Duggan, entre los más conocidos.
La operatoria de las empresas reveló un nivel de
concentración mucho más elevado que el de los
individuos: mientras que las diez primeras dieron cuenta
de casi un 35% de los montos totales transferidos por
este subgrupo, las cien primeras explicaron el 70%.
La cuarta parte de las divisas fugadas por empresas
correspondió a firmas del sector agropecuario
bonaerense (en especial, aquellas pertenecientes a los
grandes propietarios que conforman la cúpula de la
actividad).
Una proporción considerable de la salida de divisas al
exterior vinculada a empresas se relaciona con
compañías que integran la elite empresaria local (las 200
firmas de mayor facturación). En 2001, estas empresas
(apenas el 3% del total de firmas de la muestra elaborada
por la Comisión) concentraron algo más del 20% de las
operaciones realizadas y casi el 70% de los montos
transferidos por empresas (en promedio, los importes
remitidos al exterior fueron 72 veces más elevados que
los correspondientes a las compañías que no forman
parte de la elite).
Al focalizarse en las empresas de la cúpula, la Comisión
verificó que alrededor del 50% de las divisas fugadas es
explicada por la operatoria de compañías privatizadas y
por accionistas de las mismas (tales los casos de, a título
ilustrativo, Telefónica de Argentina, Repsol-YPF,
Telecom
Argentina,
Edesur,
Central
Puerto,
Transportadora de Gas del Sur, Aguas Argentinas,
Metrogas y Transportadora de Gas del Norte entre las
primeras, y Nidera, Aceitera General Deheza, PBB
Polisur y Pluspetrol entre las segundas). Asimismo,
aproximadamente el 65% correspondió a firmas
pertenecientes o vinculadas a los principales grupos
económicos nacionales y extranjeros (Pérez Companc,
Telefónica, Repsol, Techint, Clarín, Aluar-Fate, Macri,
Fortabat, Arcor y Fiat).14
En suma, en el marco de la profunda crisis socioeconómica con la que
la Argentina ingresó al siglo XXI, el FMI jugó casi hasta último
momento a favor de sostener la convertibilidad, y solo cuando la
debacle se precipitó se pasó al bando de los “devaluacionistas”. Como
se analizó, en esta etapa crítica el Fondo colaboró activamente (en
términos políticos y financieros) con el gobierno de la Alianza en pos
del mantenimiento del esquema convertible; sin embargo, buena parte
de los recursos generados, por ejemplo, por los sucesivos canjes de
deuda terminaron en los hechos alentando y viabilizando la intensa
fuga de capitales que tuvo lugar. De modo que en esta coyuntura se
reeditó la “confluencia de intereses” que se había puesto de manifiesto
durante toda la década de 1990. Recuérdese, en tal sentido, lo
antedicho en cuanto al rol de los acreedores externos y el capital
concentrado interno en la explicación del déficit fiscal y en su
“financiamiento”, así como sobre la relación entre la deuda pública
externa y los procesos de especulación e internacionalización
financiera de las diferentes fracciones de la elite económica local.
Reflexiones finales
La combinación de apertura financiera y comercial, junto con la
restricción monetaria en un contexto de tipo de cambio fijo y
subvaluado que caracterizaron al programa económico implementado
en la década de 1990, logró controlar la inflación, pero a costa del
deterioro del sector industrial, sumamente afectado por la
competencia externa y los variados alicientes a la especulación
financiera. Por otra parte, la titularización de la deuda externa lograda
por medio del Plan Brady insertó a la Argentina en los mercados
internacionales de capital. Ambos sucesos alentaron la
financiarización de la economía, entendida como el proceso a través
del cual los actores, los mercados y los criterios de decisión de carácter
financiero cobran primacía sobre el conjunto de la economía, con el
consiguiente aumento de la inestabilidad y la volatilidad inherentes a
la “forma financiera” de acumulación (Arceo, 2011).
La financiarización fue el resultado de tres cambios, relacionados
entre sí, que tuvieron lugar durante la etapa analizada en este trabajo.
Primero, la deuda externa, sobre todo la pública, se consolidó como la
fuente principal de entrada de divisas y, por ende, de sostenimiento
de la demanda agregada en el marco de las restricciones establecidas
por el régimen de caja de conversión. Esto requirió establecer una tasa
de interés real positiva y superior a la internacional, lo cual alentó la
actividad financiera en detrimento de la producción y sentó las bases
para el despliegue de un intenso proceso de centralización del capital.
Segundo, la preeminencia de la deuda para el sostenimiento del
modelo de acumulación ubicó a los inversores externos y al sector
financiero en general como actores relevantes, ya que proveían las
divisas necesarias para sostener el esquema convertible y la
internacionalización financiera de distintos segmentos del poder
económico, así como para financiar el déficit fiscal (asociado, por su
parte, a las ingentes transferencias de recursos estatales canalizadas a
los diferentes factores de poder en el marco de la “confluencia de
intereses” a la que se hizo alusión). Tercero, el carácter “divisa
dependiente” de la convertibilidad expuso al ciclo de la economía a la
inestabilidad del mercado internacional de capitales: ascendente en
coyunturas de alta liquidez y recesivo durante las crisis externas.
En este marco, el Fondo Monetario Internacional ocupó un lugar
fundamental como garante ante el sector financiero del repago de la
deuda, alentando la implementación de medidas ortodoxas que
contribuían a mantener el ciclo de endeudamiento, y luego
concediendo créditos durante las coyunturas de crisis a fin de
garantizar los servicios de la deuda. Este comportamiento posibilitó
realizar cuantiosas ganancias a los acreedores, en tanto se garantizaba
el cobro de los intereses que acompañaban a sus créditos; y
adicionalmente a los grandes conglomerados locales y a las empresas
transnacionales que contaron con las divisas para financiar la remisión
de recursos al exterior bajo muy diversos formatos.
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Notas
1. En este texto se utilizan como sinónimos los conceptos “sectores
“elite económica” y “poder económico”.
dominantes”,
2. Así, en lugar de exigir la ejecución de las garantías, el Estado argentino asumió
una deuda que no le pertenecía.
3. El canje incluyó deudas por un total de 21.000 millones de dólares, a los cuales se
adicionaron poco más de 8300 millones de dólares en concepto de intereses
impagos. Asimismo, el plan incluía el financiamiento para la adquisición de
un
bono de la reserva federal estadounidense denominado “cupón cero”, el cual
maduraría en paralelo a los bonos Brady. Esa “colateralización” de la deuda
implicaba un reaseguro para el pago, por cuanto el valor del bono de la reserva
federal sería, al momento del vencimiento de los títulos Brady, idéntico a los de
estos últimos. En otras palabras, se estaba generando un mecanismo de pago en
buena medida garantizado, hecho que incrementaba el valor de los bonos Brady en
los mercados secundarios.
4. A modo de ejemplo, Abélès, Forcinito y Schorr (2001) muestran, para el sector
telefónico, que cuatro grupos económicos locales y un banco de inversión
internacional invirtieron 297 millones de dólares en la compra de acciones de las
sociedades controlantes de las dos empresas telefónicas, y poco tiempo después, al
momento de enajenar dichas acciones, obtuvieron 1370 millones de dólares; es decir,
casi cinco veces el capital invertido. Esta extraordinaria rentabilidad evidencia la
subvaluación de la empresa al momento de su privatización. Ver también Azpiazu
(2003) y Basualdo y otros (2002).
5. Perspectiva que, por cierto, no debería disociarse de una constatación relevante:
la estrecha vinculación entre la elite económica y el aparato estatal durante los años
analizados o, en otras palabras, la participación activa y decisiva de diversos
cuadros orgánicos de los sectores dominantes en resortes estratégicos del
organigrama del Estado, así como en calidad de “soporte intelectual” de muchas de
las políticas implementadas. Sobre estas cuestiones, ver los estudios de Castellani y
Cobe, en este volumen, y Heredia (2014).
6. Los efectos de la fuga de capitales locales al exterior sobre el resultado de la
balanza de pagos resultaron agravados por las salidas de divisas asociadas a otros
“renglones”, como, por caso, la remisión de utilidades y el pago de intereses por
endeudamiento que, en no pocas ocasiones, encubrió el establecimiento de precios
de transferencia por parte de numerosas empresas extranjeras radicadas en el país
(Briner y Schorr, 2002).
7. Basualdo, Lozano y Schorr (2002) observan que apenas 80 grandes compañías
explican casi el 100% del endeudamiento privado por la vía de obligaciones
negociables que se registró en el decenio de 1990.
8. El correlato de este proceso fue una intensa extranjerización de la economía
nacional. Sobre el particular, basta con mencionar que a fines de la década de 1990 la
Argentina estuvo entre los países con mayor ponderación de la Inversión Extranjera
Directa (IED) en el PBI (Azpiazu, Manzanelli y Schorr, 2011; Gaggero, Schorr y
Wainer, 2014).
9. El Fondo otorgó más de 100.000 millones de dólares en financiamiento a
Tailandia, Indonesia y Corea del Sur, los tres países más afectados por la crisis en lo
que se constituyó en el paquete de créditos de mayor magnitud otorgado por el
organismo hasta ese momento (Nemiña, 2011).
10. Chang (2000) rebate esta interpretación al señalar que en la década de 1990 ya
no se implementaba más ese tipo de política industrial. Por el contrario, pareciera
ser el abandono de esa política, entendida como mecanismo de coordinación y
disciplinamiento de las inversiones de los grupos económicos para promover la
competitividad, lo que llevó a que surgieran elementos de “capitalismo de amigos”.
11. Una visión alternativa sobre los “proyectos” existentes en esta coyuntura crítica
se puede encontrar, por ejemplo, en los trabajos de Basualdo (2001), Castellani y
Schorr (2004) y Gaggero y Wainer (2004).
12. Se trata del llamado “impuesto al cheque” que estableció una alícuota del 0,6%
sobre el monto de cada cheque depositado o cobrado. En la actualidad el tributo
sigue vigente.
13. Sobre la evolución de la deuda externa tras la salida de la convertibilidad y sus
repercusiones en la política económica interna, se sugiere consultar, entre otros, los
estudios de Arceo y Wainer (2008), Damill, Frenkel y Rapetti (2005), Nemiña (2012),
Olmos (2012) y Schorr y Wainer (2014).
14. Un análisis de la trayectoria de muchas de las personas físicas y las empresas
mencionadas dentro de diferentes ámbitos vinculados con la elite económica
durante el decenio de 1990 se puede encontrar, en este mismo volumen, en las
contribuciones de Cobe, Dossi, Dulitzky y Motta.