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La claudicación de Claude Bernard*
Claude Bernard’s Renunciation
Gustavo Caponi†
Resumen
Pese a no tener una comprensión clara de los fenómenos hereditarios, y pese a no haber llegado a concebir una estrategia para abordar experimentalmente el estudio del desarrollo,
Bernard no llegó a pensar que esos asuntos escapasen al alcance de la ciencia experimental. Lo que Bernard consideraba como algo ajeno al alcance del método experimental era la
explicación de la organización: la mutua adecuación funcional que exhiben las estructuras
orgánicas. Pero la solución que llegó a vislumbrar para esa cuestión, que estaba fundada en
su concepción de las leyes naturales, muy poco tenía que ver con lo que en el siglo XX fue
llamado “programa genético”, ni tampoco implicaba un compromiso con el vitalismo. La
idea directriz de Bernard no es ni la entelequia de Driesch, ni el Programa Genético de Mayr.
Palabras clave: desarrollo - herencia - teleología - vitalismo
Abstract
Despite not having a clear comprehension of heredity and despite not having arrived at
conceiving a strategy to deal experimentally with the study of the development, Bernard
did not think that these matters could not be reached by experimental science. What Bernard considered that could not be reached by the experimental method was the explanation of the organization: the mutual functional adequacy showed by organic structures. But
the solution he envisaged for this question, that was founded in his conception of natural
laws, had nothing to do with the idea that in the 20th Century was expressed with the notion of “genetic program”; and it did not imply a commitment with vitalism, either. Bernard’s “guiding idea” was neither Driesch”s “entelechy”, nor Mayr”s Genetic Program.
Keywords: development - heredity - teleology - vitalism
* Recibido: 14 Enero 2012. Aceptado en versión revisada: 21 Febrero 2012.
†
CNPq /Departamento de Filosofía, Universidade Federal de Santa Catarina. Para contactar al autor, por
favor escriba a:
[email protected]
Metatheoria 2(2)(2012): 51-80. ISSN 1853-2322.
© Editorial de la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Publicado en la República Argentina.
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1. Presentación
La lectura de la primera mitad de la Introducción al estudio de la medicina experimental ([1865]1984)1 deja la impresión de que, allá en 1865, su autor había
entrevisto el camino por el cual se desarrollaría, en el siglo y medio posterior,
todo ese dominio de investigación que, siguiendo a Mayr (1961), podemos englobar bajo el rótulo de Biología Funcional.2 En esas páginas, además de mostrar
una inusual lucidez epistemológica respecto de las notas más generales del método experimental,3 Claude Bernard no solo demarca la senda por la que ya
se estaban dando, y se continuarían dando, los primeros pasos de la Fisiología
Experimental;4 sino que hasta parece apuntar en la dirección de la más actual
Biología Molecular. Eso es, por lo menos, lo que hace pensar el parágrafo que
cito a continuación, y toda la explicación y el desarrollo que después Bernard le
da a la idea ahí expresada:
Si el físico y el fisiólogo se distinguen por el hecho de que el primero se ocupa de fenómenos que ocurren en la materia bruta y el segundo de fenómenos
que se cumplen en la materia viviente, ellos no difieren, sin embargo, en lo
que atañe al objetivo que ambos quieren alcanzar. En efecto, el uno y el otro
se proponen por objetivo común remontarse a la causa próxima de los fenómenos que estudian. Y eso que llamamos la causa próxima de un fenómeno
no es otra cosa que la condición física y material de su existencia o de su manifestación. (Bernard [1865]1984, p. 106)
La decepción y la consecuente perplejidad sobrevienen, sin embargo, unas cuantas páginas más adelante (Toulmin & Goodfield 1962, p. 335), cuando Bernard
([1865] 1984, p. 142) afirma que “la vida tiene su esencia primitiva en la fuerza del desarrollo orgánico, fuerza que constituía la naturaleza medicatriz de Hipócrates y el archeus faber de Van Helmont” (Chazaud 1997, p. 174). Allí parece
que algo en su modo de razonar se nos escapó; que Bernard llegó a una conclusión inesperada: una concesión al vitalismo que, en lugar de apuntar en dirección de la Biología Molecular, o por lo menos en dirección de la entonces inminente Embriología experimental de Roux,5 parece anticipar ese tardío y fugaz vitalismo del desarrollo en el que, décadas más tarde, incurriría Hans Driesch (1908,
pp. 145-146).6 Bernard ([1865]1984, pp. 142-143) afirma, en efecto, que:
Cuando un pollo se desarrolla en un huevo, no es la formación del cuerpo
animal, en tanto que agrupamiento de elementos químicos, que caracteriza
1
Obra a la que, de aquí en adelante, denominaré simplemente “la Introducción”.
Respecto de esa proyección hacia nuestro presente de las tesis metodológicas de Claude Bernard, véase Toulmin (1975), Caponi (2001) y Lorenzano (2010).
3
Al respecto, véase Houssay (1941), Schiller (1973), Lorenzano (1980), Grmek (1991a), Gayon (1996) y Dutra
(2001).
4
Sobre el desarrollo de la Fisiología Experimental en el siglo XIX, véase Canguilhem & Caullery (1961), Coleman (1983, p. 199 y ss.) y Holmes (1999).
5
Sobre el desarrollo de la embriología experimental en el siglo XIX, véase Cassirer (1948, p. 215 y ss.), Churchill (1973, p. 161 y ss.), Coleman (1983, p. 93 y ss.), Sapp (2003, p. 95 y ss.), Dupont & Schmitt (2004, p.
101 y ss.) y Waisse-Priven (2009, p. 159 y ss.).
6
Sobre Driesch, véase Johnstone (1914, p. 161), Smith (1977, p. 366) y Papp (1983, p. 328).
2
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esencialmente a la fuerza vital. Ese agrupamiento se realiza siguiendo leyes
que rigen las propiedades químico-físicas de la materia; pero lo que es esencialmente del dominio de la vida y que no pertenece ni a la química, ni a la
física, ni a ninguna otra cosa, es la idea directriz de esa evolución vital. En
todo germen viviente hay una idea creadora que se desarrolla y se manifiesta
por la organización. (Bernard [1865]1984, pp. 142-143)7
La pluralidad de indecisas interpretaciones que ha recibido la referencia de Bernard a esa enigmática idea directriz o fuerza vital prueba la perplejidad que ella genera entre los lectores de su obra. Hay quienes afirman que ese parágrafo pone
en evidencia un compromiso nunca roto de Bernard con el vitalismo (Goodfield
1987, p. 141; Pichot 1993, p. 706), y hasta con el pensamiento teológico (Didon
1878, p. 19; Lamy 1939, p. 68). Hay otros que apuntan que ese recurso a una
fuerza vital ordenadora del desarrollo8 se explica por el simple hecho de que el
autor de la Introducción, careciendo de una explicación plausible de los fenómenos de la herencia (Jacob 1973, p. 213; Grmek 1991b, p. 131), y no entreviendo una estrategia fructífera para abordar experimentalmente los fenómenos de la
morfogénesis biológica,9 habría concluido que esos dos órdenes de fenómenos
eran irremediablemente refractarios al abordaje experimental.10 Pero, además de
eso, hay quienes sugieren que esa idea directriz invocada por Bernard es una anticipación, vaga pero preclara, de la propia noción de “programa genético”.11 Bernard habría intuido que el desarrollo solo era explicable si se postulaba un principio ordenador hereditario capaz de guiarlo; un principio rector cuya naturaleza
y soporte material, sin embargo, él ignoraba (Prochiantz 1990, p. 114).
Creyendo que ninguna de esas tres alternativas de interpretación es correcta, en estas páginas quiero mostrar que, pese a no tener una comprensión clara
de los fenómenos hereditarios, y pese a no haber llegado a concebir una estrategia para emprender el estudio del desarrollo desde una perspectiva experimental, Bernard no pensaba que el estudio experimental de la herencia y de la morfogénesis orgánica fuesen cosas imposibles; y, por lo menos en este último caso,
sus expectativas eran muy optimistas. Lo que Bernard sí consideraba como algo
ajeno al alcance del método experimental era la explicación de lo que él mismo
llamaba “organización”: la mutua adecuación funcional que exhiben las estructuras orgánicas (Lachelier [1871]1993, p. 127). Pero, como también veremos, la
solución que él llegó a vislumbrar para esa cuestión, que estaba fundada en su
7
Al respecto, véase Toulmin & Goodfield (1962, p. 335), Jacob (1973, p. 213), Canguilhem (1983c, p. 159),
Huneman (1998, p. 115), Pichot (1999, p. 133) y Keller (2000, pp. 108-109).
8
En el texto citado, y como todavía era usual en esa época (Pichot, 1993, p. 720), Bernard no alude al proceso
ontogenético usando la palabra “desarrollo”, sino que recurre al término “evolución”. En otros textos, como
veremos más adelante, él ya usará la expresión “desarrollo”. Por mi parte, mientras no se trate de una cita textual, solo usaré “evolución” en el sentido actual de “historia filética”; y me referiré a la ontogenia solo con el
término “desarrollo”. Sobre el significado que Bernard le da al término “evolución”, véase también: Grmek
(1965, p. 231).
9
Al respecto, véase Goodfield (1983, p. 108), Prochiantz (1990, p. 109; 1991, p. 12) y Mazliak (2002, p. 314).
10
Así lo afirman Jacob (1973, p. 213), Prochiantz (1990, pp. 115-119; 1991, p. 12) y Gendron (1992, p. 65).
11
Puede encontrarse esa interpretación de la idea directriz bernardiana, en Toulmin & Goodfield (1962, p.
335), Canguilhem (1966, p. 13), Prochiantz (1990, p. 112), Chazaud (1997, p. 188, n. 13) y Ledesma Mateos
(2000, p. 335).
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concepción de las leyes naturales, muy poco tenía que ver con eso que, en el siglo XX, fue llamado “programa genético”;12 y tampoco implicaba un contubernio
vitalista: la idea directriz de Bernard no es la inasible entelequia de Driesch (1908,
pp. 142-143).13
Podemos estar seguros, además, de que el parágrafo de la Introducción que
alude a esa idea directriz del desarrollo no es la expresión aislada de la simple incomprensión, por parte de Bernard, de un fenómeno sobre el cual él no quería
ocuparse, ni tampoco discutir. No se trata, quiero decir, de una simple y ocasional concesión retórica al vitalismo, tendiente a desplazar del centro de la discusión un asunto que la Fisiología Experimental no estaba en condiciones, en ese
momento, de abordar (Boutroux [1893]1949, p. 74). De hecho, dicha idea ya es
apuntada en el Cahier Rouge, cuando Bernard (1965, p. 52)14 se refiere, en sus
notas particulares, a una “force évolutionnelle”; y ella también ocupa un lugar destacado en el artículo “Del progreso en las ciencias fisiológicas” (Bernard, 1865),15
que fue publicado en la Revue des deux mondes en ese mismo año de 1865 en el
que se publicó la Introducción. Pero además de eso, dicha idea también retorna
en varias y muy importantes obras posteriores.16 Para Bernard (1965, p. 46), después de todo y conforme lo dejó consignado en el Cahier Rouge, “la evolución es
todo en los fenómenos orgánicos”. Podemos estar seguros, en definitiva, de estar
ocupándonos de un tema que, aunque no estuvo presente en la labor científica
de Bernard, no por eso ocupó un lugar marginal en su Filosofía de la Fisiología
Experimental.
2. Lo legislativo y lo ejecutivo
Permítaseme, sin embargo, comenzar el tratamiento de la cuestión remitiendo al
ya mencionado artículo de Revue des deux mondes. Allí se reafirma que “la vida tiene […] su esencia en la fuerza o, mejor, en la idea directriz del desarrollo orgánico”
(Bernard 1865, p. 645); pero, además de eso, Bernard (1865, p. 646) también señala que “la vida para el fisiólogo no es otra cosa que la causa primera creadora
del organismo que se nos escapará siempre, como todas las causas primeras”. Es
decir: además de insistir en una retórica que alienta la lectura vitalista de su posi12
Sobre la historia de la noción de “programa genético”, véase Maurel & Miquel (2001, p. 39). Estos autores,
creo que correctamente, sitúan el origen de la noción de programa genético en un artículo de Mayr (1961) ya
aquí citado, “Cause and effect in Biology”, y en un paper de Monod y Jacob, también del año 1961.
13
Al respecto, véase también Johnstone (1914, p. 330) y Cassirer (1948, p. 238).
14
Remito a la paginación del manuscrito, conforme consta en la edición preparada por Mirko Grmek.
15
Ese artículo fue también incorporado a La ciencia experimental (Bernard 1878a, pp. 37-98).
16
Tal el caso del Informe sobre los progresos y la marcha de la Fisiología General en Francia de 1867 (Bernard,1867, n.
218, p. 228); y del artículo de ese mismo año, “El problema de la Fisiología General” (Bernard [1867]1878,
p. 137), que fue republicado más tarde en La ciencia experimental (Bernard 1878a). Antología esta que, además, recoge un artículo de 1875, “Definición de vida”, en el que Bernard ([1875]1878, p. 209) vuelve sobre
esa misma idea. Como también ya había hecho en De la Fisiología General de 1872 (Bernard 1872, p. 196); y
lo volvería hacer, con no menor claridad y énfasis, en las Lecciones sobre los fenómenos de la vida comunes a los
animales y a los vegetales, dictadas en 1876 y publicadas, poco después de su muerte, en 1878 (Bernard 1878b,
p. 51).
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cionamiento frente al desarrollo, Bernard (1865, p. 647) parece situar la explicación de ese proceso en el plano de lo incondicionado: en el plano de esas causas
primeras cuyo incierto conocimiento, se diría, parece más oficio de metafísico
que de fisiólogo (Bernard [1865]1984, p. 124; 1965, p. 52).
“Las causas primeras, que son relativas al origen de las cosas”, dice Bernard
(1865, p. 646) en esas mismas páginas, “nos son absolutamente impenetrables”.
Mientras tanto, “las causas próximas, que son relativas a las condiciones de manifestación de los fenómenos, están a nuestro alcance y podemos conocerlas experimentalmente”. Por eso, una vez que se estableció la determinación del fenómeno por sus causas próximas, ya no se puede ir más allá (Bernard 1865, p. 647
y p. 656). Una vez que el conocimiento de las causas próximas de un fenómeno
nos permite explicar cómo es que este se produce, podría decir también Bernard
(1865, p. 647; [1865] (1984), p. 126), nada habrá de ganarse buscando la causa
primera que nos diga por qué es que él se produce (Caponi 2001, pp. 388-392).
Pero, si estas generalidades no nos explican demasiado sobre las razones de esa
aparente negociación con el vitalismo, e incluso con la metafísica, en la que Bernard había incurrido; creo que este otro pasaje del mismo artículo que aquí estoy citando, ya comienza a ser un poco más revelador:
En todo fenómeno vital hay, como en cualquier otro fenómeno natural, dos órdenes de causas: primero una causa primera, creadora, legislativa y directriz
de la vida, e inaccesible a nuestro conocimiento, y hay una causa próxima
o ejecutiva del fenómeno vital, que es siempre de naturaleza físico-química,
y cae en el dominio del experimentador. La causa primera de la vida da la
evolución o la creación de la maquina organizada; pero la máquina, una vez
creada, funciona en virtud de las propiedades de sus elementos constituyentes y bajo la influencia de las condiciones físico-químicas que actúan sobre
ellos. Para el fisiólogo y el médico experimentador, el organismo viviente no
es más que una máquina admirable, dotada de las propiedades más maravillosas, puesta en acción por la ayuda de los mecanismos más complejos y más
delicados. (Bernard 1865, p. 646, el subrayado es mío)
En la oposición causa primera legislativa-causa próxima ejecutiva está cifrada la clave
de la tesis de Bernard que nos ocupa;17 y es analizándola que podremos entender por qué, en la postulación de esa idea rectora del desarrollo, no hay involucrada ninguna negociación con el pensamiento teológico y metafísico. Pero, para
comprender lo que Bernard entiende por dicha oposición es necesario remitirse
a otro texto suyo: el discurso que pronunció, en mayo de 1869, cuando su recepción a la Academia francesa (Bernard 1869, [1869]1878). “El método experimental”, repite allí Bernard:
[…] no se preocupa de la causa primera de los fenómenos […]. Es […] solamente a las causas segundas que él se dirige, porque así puede llegar a descubrir y a determinar las leyes; y siendo estas los medios de acción o de manifestación de la causa primera, son tan inmutables cuanto lo es ella, y constituyen las leyes inviolables de la naturaleza y las bases inquebrantables de la
ciencia. (Bernard 1869, pp. 27-28; [1869]1878, p. 438)
17
Al respecto, véase Gayon (1991, p. 181) y Grmek (1991b, p. 130; 1997, p. 111).
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Vincular, entonces, la idea rectora del desarrollo con el orden de las causas primeras, considerándola como “una ley organogénica preexistente” (Bernard 1867,
p. 228, n. 218), no significa poner la explicación de los fenómenos morfogenéticos más allá del dominio de la ciencia. Implica solamente poner dicha idea, o dicha ley, más allá del alcance de las manipulaciones experimentales (Pichot 1993,
p. 711); como ocurre, según Bernard consideraba, con todas las leyes naturales.
Ellas pueden ser descubiertas por medio de la experimentación y ellas pueden
guiarnos en la producción y el control experimental de los fenómenos; pero ellas
mismas no pueden ser objeto de manipulaciones experimentales.
“La ley de los fenómenos”, leemos en la Introducción, “no es otra cosa que
esa relación establecida numéricamente que permite prever la relación de la causa con el efecto en todos los casos dados” (Bernard [1865]1984, p. 128); 18 y así
como el conocimiento de esas relaciones invariantes permite que “el astrónomo
prediga los fenómenos celestes”, dicho conocimiento también permite, conforme destaca Bernard ([1865]1984, p. 128), que el físico, el químico y el fisiólogo
predigan y además, dentro de los límites previstos por las leyes relevantes en cada
caso, gobiernen, los fenómenos que ellos estudian. “Esto quiere decir, en otros
términos, que solo podemos gobernar los fenómenos de la naturaleza, sometiéndonos a las leyes que los rigen” (Bernard [1865]1984, p. 128). Controlamos los
fenómenos; pero no controlamos las leyes cuyo conocimiento nos permite ese
control.
El experimentador, dice incluso Bernard ([1865]1984, p. 128), solo puede
modificar los fenómenos; pero no puede crearlos o anularlos completamente,
“porque él no puede cambiar las leyes de la naturaleza”: él solo puede operar
“sobre las condiciones físico-químicas necesarias a su manifestación” (Bernard
[1865]1984, pp. 128-129). El experimentador, en general y no únicamente el fisiólogo experimental, podría decir también Bernard, solo puede producir las condiciones iniciales que desencadenan la ocurrencia de un fenómeno, pero él nada
puede hacer con las leyes que presiden esa ocurrencia (Bernard [1865]1984, p.
129). El experimentador, por fin, solo puede manipular el orden ejecutivo de los
fenómenos, desencadenando, impidiendo, retardando, intensificando o atenuando su ocurrencia. Pero no puede alterar el orden legislativo que los pauta. Este
orden, que es justamente el de las leyes naturales, tiene que darse por supuesto; incluso cuando, dadas ciertas condiciones iniciales que disparan un proceso
natural en una determinada dirección, desviamos dicha dirección original. Eso
debe considerarse para entender este parágrafo de la Introducción que también es
clave para comprender la naturaleza legislativa de la idea rectora del desarrollo:
Todos los fenómenos, del orden que sean, existen virtualmente en las leyes inmutables de la naturaleza, y ellos solo se manifiestan cuando sus condiciones
de existencia se realizan. Los cuerpos y los seres que están en la superficie
de nuestra tierra expresan la relación armoniosa de las condiciones cósmicas de nuestro planeta y de nuestra atmósfera con los seres y los fenómenos
cuya existencia esas condiciones permiten. Otras condiciones cósmicas ne-
18
Véase también Bernard ([1865]1984, p. 185).
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cesariamente harían aparecer otro mundo en el cual se manifestarían todos
los fenómenos que pudiesen encontrar sus condiciones de existencia, y en el
cual desaparecerían todos aquellos que allí no pudiesen desarrollarse (Bernard [1865]1984, p. 129, el subrayado es mío)19
Pero, conforme Bernard ([1865]1984, p. 129) subraya, aun esos fenómenos diferentes de los que de hecho conocemos se someterán “a las leyes de la Física, de la
Química y de la Fisiología”. Por eso:
Cuando un químico hace aparecer un cuerpo nuevo en la naturaleza, él no
podría jactarse de haber creado las leyes que lo hacen nacer; él solo ha realizado las condiciones que exigía la ley creadora para manifestarse. Y lo mismo
ocurre con los cuerpos organizados. Un químico y un fisiólogo solo podrían
hacer aparecer seres vivos nuevos en sus experiencias, obedeciendo a leyes
de la naturaleza, que ellos no podrían de manera alguna modificar. (Bernard
[1865]1984, p. 130)
Con todo, aunque esta última referencia a la posibilidad de generar nuevos seres
vivos, que además reaparece en los Principios de Medicina Experimental (Bernard
1947, p. 86),20 ya nos muestra que la confianza de Bernard sobre los poderes
y alcances de la experimentación fisiológica estaba lejos de ser moderada, creo
que podemos dejar esa cuestión momentáneamente de lado, para detenernos un
poco más sobre la naturaleza de los límites a los que, según él, debía atenerse esa
experimentación.
Bernard (1878b, p. 332) consideraba que la forma de los organismos efectivamente existentes dependía del orden cósmico general que, de hecho, se había
realizado; y que, por eso, “en el estado actual de cosas la morfología está fijada”
(Caponi 2001, p. 398). “En otro equilibrio cósmico”, decía él, “la morfología
vital sería otra” (Bernard 1878b, p. 333); pero, aun así, esa otra morfología vital posible también dependería de leyes morfológicas, “derivadas de causas que
están fuera de nuestro alcance” (Bernard 1878b, p. 341), que se cumplirían, al
igual que las leyes físico-químicas, en cualquier ordenamiento cósmico posible. Y
esas leyes morfológicas, junto con las leyes más básicas de la física y de la química, son la primera limitación que debemos aceptar en el trabajo experimental. Si
hasta los diferentes ordenamientos cósmicos deben ajustarse a esas leyes, no es
de extrañar que nuestros experimentos, que no son más que manipulaciones locales de un orden cósmico ya dado, también deban hacerlo, tanto en el plano de
la Física y de la Química, como en el plano de la Fisiología.
Veremos más adelante, sin embargo, que ese ajuste de la morfología de los seres vivos actuales a la configuración efectiva del cosmos no era vista por Bernard
como un obstáculo para aceptar ciertas hipótesis de carácter vagamente transformista; ni tampoco era vista, conforme ya lo apunté un poco más arriba, como un
19
La misma idea aparece ya en el Cahier Rouge (Bernard 1965, p. 45) y retorna en las Lecciones de 1876 (Bernard
1878b, p. 331).
20
Lo que hoy conocemos como Principes de Médecine Expérimentale son las notas preparatorias de una obra de
dos tomos que Bernard nunca llegó a concluir. Estas fueron redactadas entre 1858 y 1877 y permanecieron
inéditas hasta que Léon Delhome las ordenó y publicó en 1947 (Mazliak 2002, p. 305). Al respecto de esta
obra póstuma, véase también Riese (1950).
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obstáculo para pensar en la posibilidad de que, aun sin cambiar esa configuración cósmica ya dada, pudiesen venir a surgir nuevas especies. Bernard pensaba
que la manipulación de las “condiciones materiales determinadas que reglan la
aparición de los fenómenos de la vida”, podía producir nuevos seres vivos ajustados a las “leyes preestablecidas que reglan su orden y forma” (Bernard 1878b,
p. 63). Las mismas leyes morfológicas, rigiendo condiciones materiales inéditas
pero aun así compatibles con el orden cósmico vigente, darían lugar a formas
también inéditas. Analizar ese aspecto de la cuestión, como lo haré a continuación, nos permitirá entender mejor el concepto de ley morfológica, que equivale, y
eso es central, al de idea directriz.
3. Posibilidad y límites de una Embriología Experimental
La Fisiología Experimental, tal y cómo Bernard efectivamente la ejerció, se limitó a ser una ciencia del individuo adulto (Goodfield 1987, p. 138; Prochiantz 1990,
p. 27). Como señaló Henri Bergson (1938, p. 234), los hechos de los que se ocupó esa Fisiología tenían “por teatro un organismo ya construido” (Cf. Le Dantec 1910, p. 240), y quizá Félix Le Dantec (1910, p. 225) no era del todo injusto
cuando decía que, según Bernard, “la construcción de los organismos” era algo
“independiente de su funcionamiento”. Con todo, y disintiendo en este punto
de Prochiantz (1990, p. 113; 1991, p. 12), no creo que eso permita decir que,
para Bernard, la Embriología apenas pudiese ser, necesaria e irreversiblemente,
una ciencia de observación, a la cual la vía experimental le estuviese indefectiblemente vedada (Bernard 1867, p. 112; 1872, p. 159) y hasta sorprende que Prochiantz haya afirmado eso. Porque, como él mismo apunta (Prochiantz 1990, p.
120) y conforme vimos un poco más arriba, Bernard hasta llegó a pensar en la
posibilidad de que, manipulando el desarrollo, se pudiesen producir nuevas formas vivas.
Más aun, Bernard consideraba que esas manipulaciones ya se realizaban; solo
que ellas eran hechas de un modo puramente empírico: sin conocer las leyes a
las que los procesos de morfogénesis estaban sometidos. Eso lo podemos ver en
este pasaje de los Principios de Medicina Experimental:
Se hacen ya modificaciones, vegetales o animales, del punto de vista de la
zootecnia o de la jardinería, pero hasta el presente se hacen empíricamente, como previamente lo hacían la metalurgia o la óptica empíricas antes de
tener la ciencia. Pero la Fisiología deberá actuar científicamente para operar
todas las modificaciones y comprender qué es lo que ella hace; porque ella
conocerá las leyes íntimas de la formación de los cuerpos orgánicos como el
químico conoce las leyes íntimas de la formación de los minerales. Es, por lo
tanto, en el conocimiento de la ley de la formación de los cuerpos organizados que reside toda la ciencia biológica experimental. (Bernard 1947, p. 85)
Bernard (1947, p. 86) consideraba, en efecto, que “contando con los artificios
convenientes”, era posible “modificar las condiciones en las cuales la vida se manifiesta de una manera tan profunda que eso resulte en seres nuevos”. Es decir:
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Bernard creía que, manipulando las condiciones de manifestación de los fenómenos vitales, se podían producir desvíos en los procesos morfogenéticos que
resultasen en formas que, aun estando ajustadas a las leyes morfológicas, fuesen
diferentes de aquellas que la naturaleza, por sí misma, había producido. Pero ese
ajuste a las leyes morfológicas era para él algo crucial. Las formas resultantes de
esas manipulaciones jamás podrían ir en contra de ellas. Por el contrario, si esos
seres hasta ahora nunca vistos llegaban un día a ser producidos, deberíamos entonces admitir que, aunque hasta ese momento “ellos no habían encontrado las
condiciones de su manifestación”, estaban, sin embargo, de algún modo previstos “en las leyes inmutables de la creación” (Bernard 1947, p. 86).
Pero esa, me apuro a aclarar, no era una idea que Bernard solo se haya permitido formular en un manuscrito que nunca llevó a la imprenta. La misma tesis
aparece en el Informe sobre los progresos y la marcha de la Fisiología General en Francia
(Bernard 1867, p. 113),21 y lo que allí escribe es idéntico a lo que se lee en este
pasaje De la Fisiología General:
Una simple célula animal o vegetal, que en ciertas circunstancias puede quedar indiferente, toma un desarrollo nuevo si cambiamos sus condiciones nutritivas. Modificando los medios interiores nutritivos y evolutivos, y tomando
la materia organizada de alguna forma en el estado naciente, se puede esperar cambiar la dirección evolutiva, y por consecuencia su expresión orgánica final. Yo pienso, en una palabra, que podremos producir científicamente
nuevas especies organizadas, de la misma manera en que creamos nuevas especies minerales; es decir: que nosotros haremos aparecer formas organizadas
que existen virtualmente en las leyes organogénicas, pero que la naturaleza
no ha realizado aún. (Bernard 1872, p. 161)
Además, en esa misma obra, pero unas páginas antes, Bernard reitera las indicaciones ya dadas en el Informe (Bernard 1867, p. 111) sobre cómo él vislumbraba
que esas posibles manipulaciones del desarrollo podían ser. Lo que Bernard dice
al respecto es poco y vago, pero suficiente para refutar la afirmación de que, para
él, no era posible una manipulación experimental de los procesos ontogenéticos:
Sin duda debemos creer que será posible cambiar la dirección de los fenómenos evolutivos dentro de ciertos límites […], modificando los organismos
durante la secreción ovárica o bien haciendo desarrollar los huevos en ciertos ambientes, y actuando sobre ellos por medio de fecundaciones artificiales
ocurridas en condiciones nuevas. Nada se opone, en efecto, a que los modificadores, actuando sobre el organismo en ciertas circunstancias, puedan provocar cambios capaces de constituir especies nuevas. Porque debemos concebir las especies como el resultado de una persistencia indefinida en sus condiciones de existencia y de nutrición, siguiendo una dirección orgánica anterior
evolutiva, que les fue comunicada por sus ancestros. (Bernard 1872, p. 158)
Ya en el final de su carrera, Bernard insiste sobre ese punto en las Lecciones sobre
los fenómenos de la vida comunes a los animales y a los vegetales22 y asevera que: “exis21
22
Obra a la que de aquí en adelante denominaré, simplemente, “el Informe”.
Obra a la que de aquí en adelante denominaré, simplemente, “las Lecciones”.
60 | Gustavo Caponi
te virtualmente en la naturaleza un número infinito de formas vivientes que no
conocemos”. Formas que “serían de alguna manera durmientes o expectantes”
y que “aparecerían cuando sus condiciones de existencia viniesen a manifestarse” (Bernard 1878b, p. 333). “El fenómeno vital”, dice Bernard (1878b, p. 379)
también en esa obra, “está preestablecido en su forma, no en su aparición”. Esta
dependerá de condiciones materiales contingentes pasibles de ser producidas, o
impedidas, experimentalmente (Bernard 1878b, pp. 650-651). Pero las diferentes
formas que puedan emerger en cada configuración efectiva de dichas condiciones materiales estarán predeterminadas por leyes inviolables. Es solo en ese sentido de “inviolabilidad” que puede decirse, como Pichot (1993, p. 747) lo hace,
que tales leyes están fuera del alcance de la experimentación: esta tiene que asumirlas como inmodificables.
Tal como ocurre, por otra parte, con los “cuerpos nuevos que forman los
químicos” (Bernard 1878b, p. 334). Los químicos tampoco “inventan” esos cuerpos; estos solo pueden ser producidos porque ya “eran virtualmente posibles en
las leyes de la naturaleza” (Bernard 1878b, p. 334). “El químico realiza artificialmente las condiciones de existencia o cósmicas de su existencia” (Bernard
1878b, p. 334) y lo mismo podría hacer el fisiólogo con los seres organizados. En
este sentido, la idea o ley preestablecida que rige la morfogénesis biológica parece tener un correlato inmediato en las leyes que regulan las configuraciones químicas y la imposibilidad de modificar dicha legalidad vale tanto en un caso como
en el otro. Pero, también tanto en un caso como en el otro, esa inviolabilidad de
las leyes no redunda en una imposibilidad de intervenir experimentalmente en
los fenómenos que ellas regulan y predeterminan: solo será por el recurso a esas
intervenciones experimentales que la Fisiología podrá llegar a tener un conocimiento riguroso de esas leyes morfológicas. La Embriología experimental, podemos entonces decir, no podía quedar excluida del programa de Bernard; sobre
todo, porque esas leyes no solo regían el desarrollo. Dejarlas por siempre en la
oscuridad redundaría en nunca llegar a entender la simple persistencia del organismo (Cf. véase Bernard [1865]1985, p. 143).
Es que, según Bernard ([1867]1878, pp. 135-136) varias veces subrayó, “esa
potencia creadora u organizadora no existe solo al inicio de la vida en el huevo,
el embrión o el feto; ella continúa obrando en el adulto, presidiendo las manifestaciones de los fenómenos vitales, porque es ella que mantiene por la nutrición
y renovación incesante la materia y las propiedades de los elementos orgánicos
de la máquina viviente” (Chazaud, 1997, p. 174). “Las máquinas vivientes”, decía Bernard (1867, p. 214, n. 185), “están construidas de manera tal que no solo
pueden regenerarse por una creación orgánica especial, sino que también pueden mantenerse y repararse ellas mismas”; y la idea directriz del desarrollo estaba también implicada en esos procesos de regeneración, de mantenimiento y de
reparación (Bernard 1867, p. 224, n. 213). Por eso, asociar dicha idea con una
fuerza vital efectivamente actuante sería igual a negar toda esa impugnación del
vitalismo que Bernard había considerado como unos de los presupuestos centrales de su programa de investigación. Ya no solo el desarrollo sino prácticamente
La claudicación de Claude Bernard | 61
todas las funciones biológicas fundamentales estarían librados a la intervención
de un agente causal ajeno al orden de las causas próximas físico-químicas. A continuación veremos, sin embargo, que la propia distinción entre la dimensión ejecutiva y la dimensión legislativa de los fenómenos naturales aleja a Bernard de
esa contradicción que Pichot (1993, pp. 756-757) le imputó.
4. La fuerza de la ley
Para Bernard, aceptar el vitalismo equivalía a reconocer que los seres vivos constituían una excepción a ese axioma del determinismo que, a su entender, era la base
de toda ciencia experimental posible y darle cabida a dicha excepción implicaba negar la posibilidad misma de la Fisiología Experimental (Caponi, 2001, pp.
377-383). He ahí el motivo de su combate a lo que Rostand llamó “el fantasma
obstinado de la fuerza vital” (Rostand 1966, p. 84-85). Bernard consideraba, en
efecto, que:
Hay que admitir como un axioma experimental que en los seres vivos, al igual
que en los cuerpos brutos, las condiciones de existencia de todo fenómeno
están determinadas de una manera absoluta. Lo que significa, dicho en otros
términos, que una vez conocida plenamente la condición de un fenómeno,
este debe reproducirse siempre y necesariamente, conforme la voluntad del
experimentador. La negación de esa proposición no sería otra cosa que la negación de la ciencia misma. (Bernard [1865]1984, p. 109).
“Los vitalistas”, decía Bernard (1878b, pp. 56-57), “niegan el determinismo, porque según ellos las manifestaciones vitales tendrían por causa la acción espontánea eficaz y como voluntaria y libre de un principio vital”; y esa supuesta espontaneidad, esa putativa capacidad de autodeterminarse que tendrían los fenómenos vitales, además de inviabilizar la experimentación por hacer a los fenómenos
orgánicos incontrolables, también llevaría a que el estudio de dichos fenómenos fuese indefectiblemente inexacto y mayormente refractario a la cuantificación (Bernard 1878b, p. 57). Así por lo menos lo había entendido el propio Bichat ([1801] 1994, pp. 231-232);23 y Bernard (1856, p. 17) siempre insistió en la
negación de esa supuesta excepcionalidad de los fenómenos orgánicos. Según él:
La materia viva, no menos que la materia muerta, no puede darse la actividad
y el movimiento por ella misma. Todo cambio en la materia supone la intervención de una relación nueva; es decir: de una condición o de una influencia exterior. Y el papel del sabio es el de intentar definir y determinar para
cada fenómeno las condiciones materiales que producen su manifestación.
Conocidas esas condiciones, el experimentador deviene señor (maître) del fenómeno, en el sentido de que él puede dar o quitar a voluntad el movimiento
de la materia. (Bernard [1865]1984, p. 122).
Bernard podría haber hecho suyas estas palabras de Kant: “toda materia en
cuanto tal está […] privada de vida” (Kant [1786]1989, pp. 135-136); es decir:
23
Al respecto, véase Coleman (1983, p. 263) y Huneman (1998, p. 30).
62 | Gustavo Caponi
toda materia es inerte, en sí misma carente de vida. Y esa inercia, esa pasividad,
esa disponibilidad para ser determinada desde afuera, como lo subraya Grmek
(1991b, p. 124), era vista por Bernard (1878b, pp. 18-19) como una condición
sin la cual el método experimental nunca se habría podido abrir camino en el
estudio de lo viviente. “La materia viviente de los elementos orgánicos”, decía
el propio Bernard (1867, p. 189), “no tiene por ella misma ninguna espontaneidad; ella solo reacciona, como la materia bruta, bajo la influencia de agentes
o excitantes que le son exteriores”. Por eso, “el fisiólogo solo puede actuar sobre los fenómenos vitales por la intermediación de condiciones físico-químicas”
(Bernard 1867, p. 190)24 y será correlacionando la magnitud de esas intervenciones con la magnitud, siempre proporcional a aquella, de la respuesta orgánica
(Bernard 1878b, p. 29), que se podrán conocer las leyes generales que regulan
los procesos orgánicos.
Bernard, podemos verlo con claridad, era muy consciente de las consecuencias que la admisión de una fuerza vital podía conllevar para su programa (Bergson, 1938, p. 234) y fue justamente por eso que siempre se esforzó en mostrar
que, si él usaba eventualmente dicha expresión para designar esa idea directriz del
desarrollo, eso solo era para remarcar la especificidad de los fenómenos a los que
dicho principio ordenador daba lugar. “Si le damos el nombre de fuerza vital a
potencia de organización y de nutrición de los cuerpos vivos”, decía él, “eso solo
será para indicar, por esa expresión, que en esos cuerpos existen fenómenos de
organización que no se dan en los cuerpos brutos” (Bernard 1867, p. 137). Pero,
según también aclaraba, “convendría suplantar las palabras “fuerza vital”, que
tienen un sentido vago, por las palabras “fenómenos organotróficos” o “nutritivos”, que tienen un sentido más preciso y designan especialmente a los fenómenos de organización” (Bernard 1867, p. 138).
Es decir: Bernard no quiere desestimar la especificad de los fenómenos de
organización (Dutra 2001, p. 31); no quiere negar que ese “ordenamiento vital
preestablecido” (Bernard 1878b, p. 51) es “el quid proprium del ser viviente” (Bernard 1878b, p. 51): algo que no tiene parangón en los fenómenos que rigen la
conformación de los cuerpos brutos (Dutra, 2001, p. 33). Pero él también sabe
que el reconocimiento del innegable carácter distintivo de tales fenómenos de
organización también puede confundirse, como de hecho ocurrió, con una concesión al vitalismo y, para evitar eso, él se apoya, también ahí, en la distinción
ejecutivo-legislativo.
La observación, leemos en las Lecciones, “nos muestra un plan orgánico, pero
no la intervención activa de un principio vital. La única fuerza vital que podríamos admitir sería una suerte de fuerza legislativa, pero nulamente ejecutiva”
(Bernard 1878b, p. 51). Una “fuerza”, la expresión es definitivamente infeliz,
que define la forma y el orden de los fenómenos, pero que no los hace ocurrir.
Una fuerza que habría sido mejor llamar “ley”, para así distinguirla de las causas
próximas que establecen las condiciones de existencia de los fenómenos. Una ley
24
Al respecto, véase también Bernard (1878b, p. 53).
La claudicación de Claude Bernard | 63
que dice cómo las cosas deben ocurrir y qué define las condiciones de existencia
que hacen que ellas efectivamente ocurran.
Esa es, por lo menos, la partición de atribuciones causales que Bernard (1878b,
p. 52) parece establecer cuando dice que: “la fuerza vital dirige fenómenos que ella
no produce y los agentes físicos producen fenómenos que ellos no dirigen”. Por
eso, “cuando el fisiólogo quiera conocer, provocar, los fenómenos de la vida, actuar sobre ellos, modificarlos, no será a la fuerza vital, entidad inasible, que deberá
dirigirse, sino a las condiciones físicas y químicas que acarrean y comandan la manifestación vital” (Bernard 1878b, p. 52). Es decir: “cual sea el asunto estudiado,
el fisiólogo solo encuentra frente a sí agentes mecánicos, físicos y químicos” (Bernard 1878b, p. 53) y por eso se vale de esos mismos agentes en sus manipulaciones experimentales (Goodfield 1983, p. 122; Grmek 1991a, p. 141).
No creo, sin embargo, que Mirko Grmek (1997, p. 111) aclare mucho esta
cuestión, diciendo que la fuerza vital postulada por Bernard “no es una fuerza
en el sentido habitual del término sino una idea directriz: un poder legislativo”.
Porque, al decir eso, se continúa reforzando el error que Bernard quería evitar
con el propio recurso a la distinción entre lo legislativo y lo ejecutivo de todos
los fenómenos naturales, y no solo de los fenómenos vitales. Grmek (1991b, p.
130-1), aunque resalta el carácter no ejecutivo de la idea directriz del desarrollo
postulada por Bernard, parece considerar que su carácter legislativo reviste, pese
a todo, una cierta excepcionalidad. Una condición que le sería privativa. Y creo
que lo mismo corresponde decir sobre lo que, ya antes, Georges Canguilhem y
Desiderio Papp afirmaron a este mismo respecto.
“Claude Bernard”, había dicho Canguilhem (1965, p. 115), “sustituye la noción de una fuerza vital concebida como un obrero por la de una fuerza vital
concebida como un legislador o un guía” y Papp apuntó que la idea directriz de
Bernard “es muy distinta de la clásica fuerza vital; no es, como esta, un principio
activo que interviene en los procesos vitales, sino un soporte abstracto de la regularidad, la constancia y la armonía del organismo” (Papp 1968, p. 27). Es que,
aunque ni lo que Canguilhem, Papp y Grmek afirmaron sea definitivamente incorrecto, o literalmente erróneo, los tres omiten lo que es más importante decir:
la idea directriz del desarrollo es un principio legislativo específico de los fenómenos vitales; pero lo es en el mismo sentido en que puede decirse que existen
otros principios legislativos que son propios del campo de los fenómenos físicos
y otros que lo son del campo de los fenómenos químicos. Allí también hay en
juego principios legislativos: allí también entran en juego leyes que establecen los
límites y el orden de lo que debe ocurrir, pero que no hacen que las cosas efectivamente ocurran. Que algo ocurra o no ocurra, sea en el plano de los fenómenos
físicos, químicos u orgánicos, depende siempre, en los tres casos, del hecho de
que se cumplan, o no, las condiciones materiales, las condiciones iniciales, para
su ocurrencia; aunque lo que pueda venir a ocurrir siempre estará, en los tres casos, preestablecido y regulado por las leyes pertinentes.
Por eso, del mismo modo en que el Principio de Arquímedes no puede hacer que el empuje ocurra si no se da el caso de que un cuerpo se encuentre den-
64 | Gustavo Caponi
tro de un líquido, la idea directriz del desarrollo no puede hacer que un fenómeno ontogenético ocurra, si no se dan las condiciones materiales que este requiera
para ocurrir. No ver esa analogía, que ciertamente Bernard no supo subrayar y
para colmo ocultó bajo metáforas vitalistas, conduce a seguir dándole una aura
misteriosa, drieschiana, podríamos decir, a la idea directriz por él postulada. En
cambio, si no perdemos de vista que la polaridad legislativo-ejecutivo se cumple, conforme la entendía Bernard, en todos los planos de la naturaleza, esa aura
de misterio y de excepcionalidad se desvanece. La idea directriz del desarrollo se
muestra, así, como la simple expresión de una legalidad morfogenética que, aunque propia de los fenómenos biológicos, no por eso deja de cumplirse en virtud
de los mismos medios y condiciones materiales que permiten el cumplimiento
de las demás leyes naturales.
Tal como ocurre, podría incluso haber dicho Bernard, con las leyes morfogenéticas de los cristales: ellas son peculiares de ese tipo de cuerpos y claramente distintas de las que rigen la morfogénesis orgánica, pero tampoco por eso los
procesos de cristalización dejan de ejecutar el plan que los guía por medio de recursos que son de naturaleza puramente física. Y creo que se puede decir que, a
ese respecto, la posición de Bernard no era diferente de la de Haeckel; uno de los
pocos teóricos evolucionistas que, aparentemente, él había leído con alguna atención (Prochiantz 1990, p. 91; 1991, p. 18). Bernard, me parece, habría suscripto
este pasaje de la Historia de la creación de los seres organizados según leyes naturales:
La explicación general de la vida no es, pues, más difícil para nosotros que
la de las propiedades físicas de los cuerpos inorgánicos. Todos los fenómenos
vitales, todos los hechos de la evolución de los organismos dependen estrechamente de la constitución química y de las fuerzas de la materia orgánica,
como los fenómenos vitales de los cristales inorgánicos; es decir, su crecimiento, sus formas específicas, dependen de su composición química y de su
estado físico. Ciertamente, que en uno como en otro caso, las causas primeras nos están igualmente ocultas. Que el oro y el cobre se cristalicen en octaedros piramidales, el bismuto y el antimonio en exaedros, el yodo y el azufre
en romboedros, todo esto no es para nosotros ni más ni menos misterioso que
un fenómeno elemental cualquiera de la aparición de las formas orgánicas o
que la formación espontánea de las células (Haeckel [1868]1947, pp. 263-4)
Bernard reconocía, es cierto, que la conformación de los seres vivos entrañaba
una particularidad adicional: ellos eran seres organizados, teleonómicos, podríamos
decir. Pero, en lo que atañe a la propia distinción causas próximas-causas primeras,
o poder ejecutivo-poder legislativo, para Bernard no existía diferencia entre los limites a los que debía atenerse nuestra explicación de la configuraciones fundamentales de la materia inorgánica y los límites a los que debía sujetarse la explicación
de las conformaciones de los seres vivos (Bernard [1865]1984, p. 123-124).25
Por eso tampoco sería correcto justificar el recurso de Bernard a esa idea directriz diciendo, como lo hizo Bergson (1938, p. 233), que ella es solo invocada
25
Al respecto, véase Goodfield (1987, p. 387), Grmek (1991a, p. 161), Gendron (1992, p. 19) y Caponi (2001,
p. 389).
La claudicación de Claude Bernard | 65
como “un principio de investigación”, es decir, como una suerte de regla metodológica, o de máxima regulativa, que solo nos guiaría en la construcción de explicaciones causales del desarrollo. Bernard tenía conciencia de la importancia
que dichas máximas podían tener en el desarrollo de la investigación (Caponi
2001, p. 377 y ss.) pero no es ese, por lo visto, el papel que él le otorga a la idea
directriz del desarrollo. Los principios legislativos, en general, no son reglas metodológicas: ellos no reglan la investigación; ellos determinan el propio acaecer de
los fenómenos. Ellos no son regulativos; son constitutivos: son leyes del acaecer.
Pero, lo que creo que las consideraciones precedentes también dejan claro es
lo difícil que resulta aproximar esa idea directriz a la que alude Bernard de algo semejante a aquello que, en el siglo veinte, se dio en llamar “programa genético”.
En la nota undécima me referí a algunos lectores que han sugerido esa aproximación y es verdad que, hasta cierto punto, Bernard le atribuye a esa idea directriz
funciones análogas a aquellas que, después, le fueron atribuidas al programa genético. Pero, desde el momento en que dicha idea es asimilada o vinculada con
un “principio legislativo”, con una ley de la naturaleza, la diferencia entre esa
noción y la de programa genético se torna evidente. Un programa genético es un
conjunto particular y contingente de instrucciones que conducen al desarrollo
por una senda posible entre varias otras. Las leyes morfogenéticas a las que alude
Bernard, en cambio, son necesarias; tan necesarias, por lo menos, cuanto las leyes de la física o las leyes que presiden los procesos de cristalización.
Las leyes morfogenéticas, en todo caso, se asemejan más con lo que hoy se
podría caracterizar, quizá, como leyes, o simples regularidades o invariantes, de la
auto-organización (Caponi 2001, p. 399 y ss.) y si tales leyes morfogenéticas han
dado lugar a distintas formas orgánicas, eso se debe a que los procesos de morfogénesis que ellas pautaron se iniciaron y trascurrieron en diferentes condiciones “cósmicas”. Condiciones estas que el experimentador, como vimos más arriba, puede manipular para así desviar el desarrollo en otras direcciones que, con
todo, seguirán estando dentro del conjunto de posibilidades ya previstas por tales
leyes. Y es esto último, sobre todo, lo que mejor pone en evidencia el error que
resultaría de considerar a la idea directriz como una noción análoga, como una
noción con funciones explicativas semejantes, a la noción de programa genético.
Piénsese en un organismo transgénico: lo que en este se ha alterado es justamente lo que Mayr, Jacob o Monod llamarían “su programa genético”. Algo
que, para Bernard, en todo caso, estaría del lado de las condiciones materiales
que posibilitan la ejecución del plan de desarrollo legislado por la idea directriz y
lo que él podría decir a ese respecto es que es justamente por su naturaleza material, físico-química, que tales instrucciones pueden ser manipuladas. Por eso, los
organismos transgénicos, no está demás decirlo, no contradicen las tesis de Bernard que aquí estamos discutiendo; y no las contradicen, insisto, porque su idea
directriz legisladora de los procesos de desarrollo no es un factor ejecutivo material como sí podrían serlo las instrucciones, natural o experimentalmente modificables, que compondrían un programa genético. Esto, sin embargo, es algo
que nunca ha quedado en claro porque, como lo hizo Mazliak (2002, p. 313), se
66 | Gustavo Caponi
tendió a identificar esa idea directriz con los factores hereditarios y así se le acabó
atribuyendo a Bernard la tesis de que tales factores, como supuestamente también ocurriría con el desarrollo, serían, conforme también lo dijo Grmek (1997,
p. 112), refractarios a las manipulaciones experimentales.
En la sección siguiente veremos que eso no era así: Bernard ([1867]1878, p.
134) suponía que las morfologías pautadas por las leyes morfogenéticas y por las
condiciones materiales en las que tales leyes actuaban se transmitían hereditariamente. Pero esa transmisión podía ser interferida, manipulada, dando lugar
a modificaciones que tampoco irían en contra de los principios morfogenéticos
generales. Y es la propia posibilidad de esa manipulación la que nos indica que,
contrariamente a lo afirmado por Pichot (1993, p. 709), la herencia era para Bernard un fenómeno tan del orden físico-químico como cualquier otro fenómeno
fisiológico.
5. La materialidad de la herencia
Sin ignorar los resultados, en su momento no demasiado impactantes, de Mendel (Bowler 2001, p. 412 y ss.), puede decirse que, en los años en que Bernard
desarrolló sus trabajos experimentales y sus reflexiones teórico-metodológicas, la
herencia era un fenómeno muy mal comprendido y apenas visualizado como un
dominio específico de investigación (Jacob 1973, p. 233 y ss.; Lorenzano 2006,
p. 335 y ss.). En torno suyo había aún mucho margen para especulaciones como
las de Prosper Lucas (1847) o Charles Darwin (1868) y su estudio todavía podía
parecer más un asunto de horticultores (Piñero 2001, Müller-Wille 2003) y criadores (Wood 2003),26 o de médicos higienistas (López Beltrán 2004), que de científicos de primera línea.
No hay duda, por otra parte, de que los fenómenos de la herencia no formaron parte de los objetos a los que Bernard aplicó sus dotes de experimentador
(Gayon 1991, p. 170). Pero análogamente a lo ocurrido con los procesos ontogenéticos, eso no quiere decir que Bernard no se haya referido a ellos (Gayon
1991, p. 170) y lo que él dijo al respecto es suficiente para ver que su confianza
sobre los resultados que los estudios experimentales podían alcanzar en ese dominio también distaba de ser pequeña. Aunque ignoró a Mendel tanto cuanto
Darwin (Mayr 1992, p. 121) y aunque posiblemente los trabajos de aquel monje
le hubieran parecido poco más que pasatiempos de un horticultor, y no genuinos experimentos fisiológicos, Bernard llegó a concebir la posibilidad y la necesidad de una ciencia experimental de la herencia, o de la “tradición orgánica”, que
era la otra expresión que él usaba para referirse a ese orden de fenómenos (Bernard 1867, p. 111; 1872, p. 158).
Eso se patentiza en el siguiente pasaje de De la Fisiología General (Bernard
1872), que además ya es un eco de un pasaje prácticamente idéntico del Informe
(Bernard 1867, pp. 110-111):
26
Sobre la relación del propio Mendel con esta tradición de investigaciones, véase Lorenzano (2007, p. 372).
La claudicación de Claude Bernard | 67
En el estado actual de cosas, vemos que la herencia, o la tradición orgánica,
parece fijar las especies; es decir: que ella parece darles a los organismos vivientes un tipo de construcción fijo y previamente determinado. Sin embargo,
hay muchas variedades en esos tipos que cotidianamente se producen ante
nuestros ojos por la influencia de diversas condiciones físico-químicas ambientales que podemos estudiar. La observación nos enseña, en efecto, que por los
modificadores de la nutrición se actúa sobre los organismos de diversas maneras y se crean variedades individuales poseedoras de propiedades especiales y que, de alguna manera, constituyen seres nuevos. (Bernard 1872 p. 157)
“Pero”, conforme Bernard (1872, p. 157) lo aclara ahí mismo, “todo eso es puro
empirismo” y, para que ese empirismo devenga genuino conocimiento experimental, “es necesario que la ciencia fisiológica penetre” en esos fenómenos de
variación y en ellos “encuentre las leyes” que los regulan y que establecen “las
condiciones de fijeza y de variabilidad de las especies” (Bernard 1867, p. 111).
Por eso, cuando en las Lecciones, Bernard (1878b, p. 342) afirma que “la herencia no es un elemento que tengamos en nuestro poder y del cual seamos señores (maîtres) como lo somos de las condiciones físicas de las manifestaciones vitales”, debemos entender que ahí, él solo se refiere al estado de los conocimientos
alcanzados hasta ese momento. Bernard no está aludiendo a una situación que
considere irremediable (Conry 1974, p. 373). Más aun, el hecho mismo de que
la zootecnia haya llegado a producir esas variaciones le parece una prueba de que
“se puede considerar a la herencia como una condición experimental” (Bernard
1878b, p. 342).
Nótese que digo “producir variaciones”: Bernard (1872, pp. 158-159) aceptaba, en efecto, la posibilidad de que se transmitiesen hereditariamente anomalías
producidas en lo embriones y, además de eso, conforme destaca Loison (2010,
p. 114), él también consideraba, como prácticamente todos los biólogos antes
de Weismann (Bowler 1985, pp. 72-73), que “el individuo viviente es todavía capaz de adquirir durante su vida, bajo la influencia de las condiciones cósmicas y
de modificadores diversos, variadas aptitudes normales o mórbidas que pueden
después transmitirse por tradición orgánica; es decir: por la herencia” (Bernard
1872, p. 159). Y ese modo de pensar, que se hace particularmente evidente en
el Informe (Bernard 1867, p. 110-112), permite considerar que esas posiciones de
Bernard alentaron y legitimaron el neolamarckismo experimental que se desarrolló en Francia durante las últimas dos décadas del siglo XIX, y que perduró durante casi toda la primera mitad del siglo XX.27
Bernard (1867, p. 216, n. 191) pensaba que “la tradición orgánica o herencia
no es otra cosa que la continuación o el recuerdo (souvenir) de estados anteriores
atravesados por los organismos” y eso lo llevaba a considerar como muy factible
que “modificaciones nutritivas impresas a los organismos de una manera durable
27
Esa influencia de Bernard en el persistente neolamarckismo francés ha sido observada por Conry (1974, p.
369), Bowler (1985, p. 129), Gayon (1991, p. 171) y Loison (2010, p. 115). Al respecto es digno de observarse
que Charles Brown-Séquard, uno de los más ilustres seguidores del programa bernardiano en Fisiología, haya
protagonizado una polémica con Weismann, defendiendo la transmisión de los caracteres adquiridos que
este último impugnaba (Martins 2010).
68 | Gustavo Caponi
puedan sumarse a la tradición orgánica de los ancestros y transmitirse por herencia a los descendientes” (Gayon 1991, p. 173). Más aun: llegaba incluso a aceptar
“que esas modificaciones, si se las varía y multiplica, lleguen a hacer desaparecer
o a debilitar la influencia del atavismo” (Bernard 1867, p. 216, n. 191). Era ese
mismo modo de pensar que lo llevaba a considerar que era posible la fijación hereditaria de comportamientos aprendidos. “Ciertos pasos adquiridos por la educación”, leemos en el Informe, “pueden, en los caballos, fijarse y transmitirse por
herencia” y, aunque “el perfeccionamiento intelectual” le parecía refractario a la
transmisión hereditaria, Bernard (1867, p. 216, n. 191) se aproximaba de Morel
(1857)28 al suponer que “enfermedades o degeneraciones (dégénérescences) intelectuales se propagan igualmente en ciertos casos por la generación” (Gayon 1991,
p. 174).
La herencia, en suma, era para Bernard algo sujeto a toda suerte de influencias perturbadoras y modificadoras. El medio actuaba sobre ella, pudiendo desviarla, desdibujarla e incluso enriquecerla con nuevos elementos a ser transmitidos, como puede ser el caso de los comportamientos aprendidos. Pero, si todo
eso puede ocurrir es porque esa substancia atávica se inscribe en el mismo plano
de realidad de las cosas materiales que el experimentador puede alcanzar en sus
manipulaciones. Y esto implica dos cosas. Una es que la herencia no está excluida de la esfera de aplicación del método experimental y que si la Fisiología Experimental aun no había llegado hasta ahí, eso no implicaba que no pudiese hacerlo. Por el contrario, Bernard consideraba, como vimos más arriba, que la ciencia
experimental debía penetrar en ese orden de fenómenos en el que, hasta ahora,
solo había entrado el empirismo de la zootecnia. Pero la segunda cosa que los comentarios de Bernard sobre la herencia también nos indican es que ese recuerdo
de los estados anteriores de los seres vivos que llamamos herencia no se inscribe
en el orden de lo legislativo.
La herencia no es ley inmutable, es una fuerza ejecutora que transmite activamente la marca de las leyes morfológicas, que sí son invariantes. Pero es justamente por eso que ella también puede ser interferida y modificada como cualquier otro aspecto material de los seres vivos. Por eso, aunque leídas después de
1961, las referencias de Bernard a la idea directriz del desarrollo nos parezcan una
anticipación de la noción de programa genético, debemos resistirnos a confundirlas con cualquier cosa semejante. Para Bernard la herencia transmitía el arreglo
de las formas vivas a la idea directriz, transmitía el arreglo de las formas vivas a las
leyes morfológicas; pero ese recuerdo efectivamente activo en cada proceso de
desarrollo, pasible de modificación y capaz de producir modificaciones, no podía
estar nunca del lado de lo legislativo. No podía ser la propia idea directriz. Para
Bernard, ese “recuerdo” pertenecía al mismo mundo en el que actuaban los instrumentos que el fisiólogo usaba en sus experimentos y por eso el fisiólogo podía
controlarlo y perturbarlo para, así, hacerle revelar sus leyes y secretos.
28
Al respecto de las tesis de Morel, véase Caponi (2009).
La claudicación de Claude Bernard | 69
6. La claudicación de Claude Bernard
La pregunta que entonces nos tenemos que formular aquí es por qué Bernard
remitió la explicación última de las formas orgánicas a leyes morfogenéticas generales. Y la pregunta procede, porque aun cuando haya quedado claro que el
recurso a esas leyes morfológicas ni redundaba en una exclusión del dominio
de la Fisiología Experimental de los estudios sobre la herencia y el desarrollo ni
tampoco suponía un compromiso con el vitalismo, aun así no queda clara la razón de llevar tan lejos, tan fuera de nuestro alcance, la explicación última de por
qué los seres vivos son como de hecho son. Bernard, como vimos, pretendía que
la forma posible de todos los seres vivos efectivamente existentes, o capaces de
venir a existir por la mediación de procesos experimentales, o hasta quizá naturales, ya estaba preestablecida en esas leyes generales de la forma y también suponía que solo era necesario que ciertas condiciones materiales se cumpliesen,
por vía natural o experimental, para que esas formas pudiesen actualizarse. Pero,
aunque quedó claro que el relevamiento de las condiciones materiales responsables de la actualización de una morfología particular fuese asunto de la ciencia
experimental, también quedó claro que, en dicha explicación, las leyes morfológicas debían ser aceptadas como un dato último y como un límite infranqueable
para nuestro conocimiento. Y esa es la claudicación de Claude Bernard que nos
cuesta entender.
Aun cuando esa condición de límite infranqueable también les tocase, como
vimos, a las leyes de la Física y la Química, cuesta entender por qué razón Bernard se sintió impelido, u obligado, a postular un conjunto de leyes morfológicas que, a diferencia de las leyes de la Física y la Química, eran totalmente desconocidas y sobre cuya naturaleza él nada podía precisar o conjeturar. Hay ahí
un salto al vacío, de carácter marcadamente especulativo, cuyos motivos no están
claros y que mal llega a legitimarse por el hecho de aproximar el estatuto de esas
putativas leyes al estatuto de otras leyes ya conocidas. Evidentemente, y más allá
de todo lo que aquí se ha dicho, había algo en los seres vivos que Bernard consideraba muy difícil de explicar sin salirse de los límites de la ciencia experimental.
Por eso postuló un conjunto de leyes que, una vez descubiertas, nos relevarían
de tener que enfrentar ese desafío insuperable.
Ese elemento inexplicable, ya lo vimos, no era el desarrollo ni tampoco tenía que ver con los fenómenos hereditarios: buscándolo por ahí, los comentaristas de la obra de Bernard nos hicieron mirar en la dirección equivocada. Lo que
Bernard consideraba inexplicable era otra cosa: algo que Kant (KU §61, pp. 268269)29 ya había decretado como estando fuera del alcance de la ciencia de la naturaleza.30 Aludo, precisamente, a la organización (Pichot 1993, pp. 704-5) y no a la
29
Siguiendo la traducción de Pablo Oyarzún (Kant 1991[1790]), estas referencias a la Crítica de la Facultad de Juzgar son hechas mencionando la obra con la abreviatura KU, indicando el parágrafo correspondiente y remitiendo, después de la coma, a la paginación de la primera edición de la obra (1790).
30
Nótese que en las Lecciones, Bernard (1878, p. 25) cita, pero sin subscribir, esas consideraciones sobre la teleología que Kant realizó en su Crítica de la Facultad de Juzgar.
70 | Gustavo Caponi
mera conformación o constitución, de los seres vivos; aludo, en suma, al ya referido ajuste funcional de sus partes (KU §66, p. 292) y de sus procesos de morfogenéticos (KU §65, p. 288). Solo que, en lugar de poner esa explicación definitivamente más allá del alcance de la ciencia natural, y en esto disiento con André
Pichot (1993, p. 709 y p. 755), Bernard imaginó algo así como una salida intermedia o “negociada”: hacer depender esa organización de leyes tan fundamentales, y a su vez tan inexplicables, como las leyes más generales de la Física (Chazaud 1997, p. 176). Para Bernard, el Newton de la brizna de hierba que Kant (KU
§75, pp. 333-334) había reputado imposible, se daría a conocer cuando, por la
acumulación y correlación de múltiples resultados experimentales, pudiésemos
llegar a una ley de la organización tan última, tan fundamental, pero también
tan inexplicable, cuanto la ley de gravitación.
Algunos vitalistas habían legitimado de una manera semejante el recurso que
ellos hacían a la fuerza vital (Lenoir 1989, p. 20; Duchesneau 1999, p. 78) y,
como también vimos, Bernard no dejó de hacer algo parecido. Pero, de un modo
u otro, siempre intentó privilegiar el recurso a la ley por sobre el recurso a la fuerza.
En ocasiones, habló de la idea directriz del desarrollo como siendo una fuerza vital; pero a la hora de introducir precisiones prefirió asimilarla a un principio legislativo. Eso era más acorde con ciertos principios del positivismo (Comte 1838,
p. 39) que Bernard nunca dejó totalmente de lado (Grmek 1997, p. 42) y también más coherente con su crítica al vitalismo. Esto último, sin embargo, ya lo
examinamos más arriba; ahora nos toca justificar la afirmación de que el recurso
de Bernard a las leyes morfológicas está relacionado con el problema de la organización en el sentido preciso, si se quiere kantiano, que he dado al término. Y que
es el mismo que le dio Bergson (1938, p. 233) cuando, refiriéndose al mismo aspecto del pensamiento de Bernard que nos ocupará en la próxima sección, dijo:
“no es fisiólogo aquel que no tiene sentido de la organización; es decir: de esa coordinación especial de las partes al todo que es característica del fenómeno vital”.
7. La organización
En el Informe, Bernard (1867, pp. 127-128) dice que “las leyes especiales de Fisiología son las leyes de la organización” y que “ellas abarcan el conocimiento exacto de las condiciones bajo cuya influencia se cumple la evolución vital, y se crea
y nutre la materia organizada”. Pero el término “organización” siempre ha tenido una ambigüedad demasiado grande como para que esa cita resulte respaldo
suficiente para mi afirmación. Creo, por eso, que debo justificar lo que estoy diciendo por otra vía y a ese respecto me parece que lo primero que cabe observar
es que, por lo menos en la Introducción, la problemática de la idea directriz aparece planteada en la misma sección en la que se discute la temática de la teleología orgánica; aludo a la sección que se titula: “En el organismo de los seres vivos
hay que considerar un conjunto armónico de fenómenos” (Bernard [1865]1984,
p. 135). Allí, un poco antes de formular la tesis que hasta aquí nos ha ocupado,
Bernard afirma que:
La claudicación de Claude Bernard | 71
El fisiólogo y el médico no deben olvidar jamás que el ser vivo forma un organismo y una individualidad. El físico y el químico, no pudiendo colocarse
por fuera del universo, estudian los cuerpos y los fenómenos aisladamente, en
sí mismos, sin estar obligados a remitirlos necesariamente al conjunto de la
naturaleza. Pero el fisiólogo, encontrándose, por el contrario, emplazado por
fuera del organismo animal del cual ve el conjunto, debe tener en cuenta la
armonía de ese conjunto al mismo tiempo en que procura penetrar en su interior para comprender el mecanismo de cada una de sus partes. De ahí resulta que el físico y el químico pueden dejar de lado toda idea de causas finales en los hechos que ellos observan; mientras que el fisiólogo es llevado
a admitir una finalidad armónica y preestablecida en los cuerpos organizados
cuyas acciones particulares son solidarias y generadoras las unas de las otras.
(Bernard [1865] 1984, p. 137)
Con una claridad que no deja de ser sorprendente, Bernard nos está indicando
cómo es que el análisis puramente causal y la síntesis funcional deben integrarse, estrechamente, en el trabajo del fisiólogo (Alquié [1934]2002, p. 150). Este
nunca debe dejar de estudiar el mecanismo que rige la operación de los distintos
componentes del organismo y, para ello, el mejor procedimiento es intentar reproducir aisladamente, in vitro, eso que, in vivo, siempre ocurre entrelazado e integrado con el resto de los fenómenos orgánicos. Debemos, por eso, y en la medida de lo posible, “transportar los actos fisiológicos fuera del organismo”; porque “ese aislamiento nos permite ver y capturar las condiciones íntimas de los
fenómenos” (Bernard [1865]1984, p. 138).
Pero, y en ese punto Bernard es terminante, “si se descompone el organismo viviente aislando sus diversas partes, eso solo se hace para facilitar el análisis
experimental y no para concebirlas aisladamente” Bernard ([1865]1984, p. 137)
porque, “cuando se quiere dar a una propiedad fisiológica su valor y su verdadera significación, siempre es necesario reportarla al conjunto y no sacar ninguna
conclusión definitiva si no es con relación a sus efectos en ese conjunto” (Holmes 1974, p. 449; Rodríguez de Romo 2006, p. 181). Hay ahí un movimiento
interminable, de ida y vuelta entre la probeta y el organismo, del cual el fisiólogo nunca puede substraerse (Bernard [1865]1984, p. 138; 1947, p. 197) y pretender, como André Pichot (1993, pp. 996-7), que al apuntar esa dialéctica Bernard
muestre una cierta indecisión epistemológica es desconocer un rasgo inherente a la
indagación fisiológica.
Sin embargo, de los dos polos de esa dialéctica aquí solo debe importarnos
el de la síntesis funcional: ese en el cual el mecanismo, la operación de la parte
o de la reacción orgánica, tomada antes aisladamente, es reintegrada en el funcionamiento total del organismo, mostrando cómo es que ella contribuye a dicho funcionamiento. Ahí, en ese momento crucial de su indagación, el fisiólogo,
conforme puntualiza Bernard, debe “admitir una suerte de finalidad particular,
de teleología intraorgánica” (Bernard 1878b, p. 340): él debe presuponer que
“todo acto de un organismo viviente tiene su fin en el interior de ese organismo” (Bernard 1878b, p. 340) que está siendo estudiado (Grmek 1965, p. 230;
Mazliak 2002, p. 303). Su indagación, en suma, debe estar orientada por la presunción de que cada elemento y cada reacción orgánica tienen un papel a desem-
72 | Gustavo Caponi
peñar en la constitución y la persistencia del todo orgánico (Dutra 2001, p. 148)
y su objetivo debe ser el de detectar ese papel que habitualmente llamamos “función” (Cummins 1975).
En efecto, “el agrupamiento de los fenómenos vitales en funciones”, como
lo dice el propio Bernard (1878b, p. 340), “es la expresión de ese pensamiento”:
es la expresión de esa perspectiva teleológica (Caponi 2002, p. 67 y ss.; 2003, p.
28 y ss.), o funcional –si se prefiere una palabra menos polémica–, que hoy (Weber 2004, pp. 38-40), no menos que en la segunda mitad del siglo XIX, fines
del siglo XVIII (KU §66, pp. 292-293), o primeras décadas del siglo XVII (Harvey [1628]1970, pp. 166-167), sigue orientando el trabajo del fisiólogo (Caponi
2010a, p. 76). “La función”, como se lee en la última de las Lecciones:
Es una serie de actos o de fenómenos agrupados, armonizados, en vistas de
un resultado determinado. Para la ejecución de la función intervienen las actividades de una multitud de elementos anatómicos; pero la función no es la
suma brutal de actividades elementares de células yuxtapuestas; esas actividades componentes se continúan las unas por las otras; ellas están armonizadas, concertadas, de manera a concurrir a un resultado común. Es ese resultado entrevisto por el espíritu que establece el nexo y la unidad de esos fenómenos componentes, es él que hace la función (Bernard 1878b, p. 370).
Es decir: “es el espíritu que establece el nexo funcional de las actividades elementares, que presta un plan, un objetivo a las cosas que él ve ejecutarse” (Bernard
1878b, p. 371). Es el investigador, el fisiólogo, que establece el nexo funcional
en virtud de su presunción de que el organismo “un microcosmos, un pequeño
mundo, donde las cosas son hechas las unas por las otras” (Bernard 1878b, p.
340). Pero, independientemente de esa inevitable dependencia que la imputación funcional guarda con una perspectiva previamente adoptada por el investigador (Weber 2004, p. 38), lo cierto es que ella no deja de aludir a algo objetivo:
las actividades orgánicas convergen de hecho en la constitución y preservación
de esa totalidad que es el organismo. Si no fuese así, la indagación fisiológica
fracasaría siempre o muy a menudo y eso no deja de plantear un problema que
puede formularse así: ¿Qué es lo que le garantiza o le permite al fisiólogo que su
perspectiva funcional o teleológica sea fértil y lo conduzca a descubrir conexiones causales efectivas entre la operación de los subsistemas estudiados y el funcionamiento total del organismo? ¿Qué es lo que le promete que en el laboratorio realmente lo esperen, inermes, seres organizados que efectivamente se presten a sus análisis teleológicos o funcionales?
8. Otras respuestas posibles
al problema de Bernard
En la Biología contemporánea esa pregunta tiene una respuesta conocida: es la
selección natural la que produce esos seres austeros, pero por lo mismo viables,
en los que casi no hay estructuras superfluas y en los que casi todo tiene una función, fisiológica o autoecológica, a desempeñar (Caponi 2002, p. 82 y ss.; 2010b,
La claudicación de Claude Bernard | 73
p. 134 y ss.; 2011, p. 52 y ss.).31 El fisiólogo, claro, puede hacer sus imputaciones
funcionales con total independencia de esa teoría y, para justificarlas él, al igual
que el naturalista que trabaja en Autoecología, solo deberá mostrar cómo la operación del supuesto ítem funcional contribuye causalmente a la realización del
ciclo vital del organismo en análisis. Pero, si antes de entrar al laboratorio ese fisiólogo se pregunta por el fundamento de su confianza en que ahí realmente lo
esperen seres organizados, en el sentido kantiano de la palabra, o si al irse se pregunta por qué no salió defraudado, la única respuesta que la ciencia contemporánea le permitirá darse es aquella que Darwin propuso en 1859.32
Bernard, sin embargo, mal conocía esa respuesta33 y todo indica que, de haberla conocido mejor, tampoco se habría interesado mucho por ella. Para él,
Darwin no era un personaje muy distinto a Goethe, Oken, Carus y Geoffroy
Saint-Hilaire (Bernard [1865]1984, p. 140). Todos ellos simples naturalistas comprometidos con una ciencia de observación que poco podían contribuir al progreso efectivo de la Fisiología Experimental (Prochiantz 1990, p. 113; 1991, p.
12). Y en 1876, él todavía podía decir que, en Fisiología, no hacía gran diferencia ser “cuvierista o darwinista”: una y otra posición solo eran “dos formas diferentes de comprender la historia del pasado y el establecimiento del régimen
presente” (Bernard 1878b, p. 332) y “eso no puede proveer ningún medio para
reglar el futuro” (Bernard 1878b, p. 332), que era lo que al fisiólogo le competía hacer (Bernard 1947, p. 89). Pero, además de eso y en lo que respecta al tema
que ahora nos ocupa, lo cierto es que Bernard (1878b, pp. 340-341), jamás habría aceptado que las inabarcables contingencias de las relaciones entre el viviente y su mundo circundante pudiesen ser, como pretendía Darwin (Caponi
2010b, p. 133; 2011, p. 152), el fundamento de esa teleología intraorgánica que
el fisiólogo debía suponer como fundamento y norte de su trabajo (Conry 1974,
p. 374).
Bernard tampoco podía aceptar, por otra parte, la respuesta que Paul Janet,
uno de sus filósofos de referencia, proponía para la cuestión. Según este último
decía en Las causas finales:
Las correlaciones orgánicas evidencian de manera notoria el principio al cual
Kant remite la finalidad, a saber, la pregerminación de las partes por la idea
del todo. Esta preordenación de las partes al todo, ese gobierno anticipado
de las partes por el todo, y el acuerdo de ese mismo todo con ese fenómeno
general que se llama vida, parece indicar que el todo no es un simple efecto,
sino también una causa, y que las partes no habrían adoptado esa disposición,
si el todo no lo hubiese ordenado antes. (Janet 1882, p. 68)
31
Se equivoca, por eso, Paul Mazliak (2002, p. 314), y como él muchos otros, cuando dice que el problema que
abrumaba a Claude Bernard fue resuelto por la Biología Molecular. En realidad, ese problema fue resuelto
por la Teoría de la Selección Natural.
32
Nótese que no estoy diciendo que la teoría de la selección natural justifique las imputaciones funcionales:
no me estoy comprometiendo con la concepción etiológica del concepto de función (Caponi 2010c). Solo estoy diciendo que, hoy, aunque no en la época de Harvey, por ejemplo, la expectativa de encontrar seres que
se presten al tipo de perspectiva teleológica apuntada por Bernard se justifica por la adopción de esa teoría.
33
Al respecto, véase Pi-Sunyer (1944, p. 39), Toulmin & Goodfield (1962, p. 336) y Prochiantz (1991, p. 19).
74 | Gustavo Caponi
Y para explicar por qué no podía aceptar esa tesis, en las Lecciones, Bernard
(1878b, p. 335, n. 1), inmediatamente después de aludir a las leyes morfológicas,
se refiere a la edición de 1876 de esa obra de Janet y puntualiza que:
El papel actual de los órganos no es la causa que determinó su formación.
Paul Janet ha presentado todos los argumentos para demostrar que las cosas
están arregladas, armonizadas en vistas de un fin determinado. Nosotros estamos de acuerdo con él, porque sin esa armonía la vida sería imposible, pero
esa no es una razón para que el fisiólogo procure la explicación de la morfología en causas finales actualmente activas. (Bernard 1878b, pp. 335-336)
Aunque Janet destaca la misma teleología de las correlaciones orgánicas que él
considera centrales, Bernard se recusa a aceptar que esa “harmonie préétablie”, a la
que Janet (1882, p. 57) también se refiere para hablar de la organización, pueda
ser considerada como un principio ejecutivo y creo que es por esa misma razón
que él tampoco habría podido aceptar la solución que Johannes Müller propuso para el problema del origen de la organización (Waisse-Priven 2009, p. 113).
Esta última, de todos modos, me parece una cuestión difícil de decidir y, de algún modo, secundaria. Tal vez la posición de Müller, que analizaré a continuación, no haya sido tan diferente de la de Bernard. Pero, más allá de eso, lo que sí
me parece cierto es que Müller se enfrentó con el mismo problema que Bernard
y que lo hizo de un modo más claro y directo. Y eso puede darnos a lugar a que
podamos aclarar y delimitar mejor las razones de esa claudicación de Claude Bernard que aquí estoy analizando.
Pienso, en efecto, que Müller, cuyo Manual de Fisiología (Müller 1851) Bernard ciertamente frecuentó, se plantea en esa obra la misma cuestión que, según
vengo diciendo, este último había querido resolver por el recurso a esas putativas leyes morfológicas a las que aquí tanto se ha aludido. Pero aunque el lenguaje que ambos usan para delimitar y tratar el problema es notablemente semejante, Müller, pese a su pretendido kantismo (Müller 1851, p. 16), propone una
solución que parece apoyarse en una posición francamente vitalista (Albarracín
Teulón 1983, pp. 91-92),34 que Bernard no habría estado dispuesto a asumir.
“Los cuerpos organizados”, dice Müller en los prolegómenos de su ya referido
Manual:
[…] no difieren de los cuerpos inorgánicos únicamente por la manera en la
cual se configuran los elementos que los constituyen; la actividad continua
que se despliega en la materia orgánica viviente goza también de un poder
creador ajustado a las leyes de un plan razonado, de armonía, porque las partes están dispuestas de suerte que ellas responden a un fin en vistas del cual
el todo existe, y es eso precisamente lo que distingue al organismo. (Müller
1851, p. 16)
Para Müller (1851, p. 18), como podemos ver, la “armonía preestablecida entre
la organización y las facultades” que constamos en los seres vivos nos llevaría a
34
Tiendo a pensar que considerar a Müller como un teleomecanicista, tal como Lenoir (1989, p. 3) y otros después de él lo han hecho (Waisse-Priven 2009, p. 117), puede inducirnos al error de negar ese compromiso
con el vitalismo que, según digo, parece insinuarse en su obra.
La claudicación de Claude Bernard | 75
aceptar que “la fuerza orgánica del todo, que es la condición de existencia de las
partes, también posee la propiedad de producir, con la materia orgánica, los órganos necesarios al conjunto” (Müller 1851, p. 18) y la evidencia más clara de
que Müller está entendiendo esa fuerza orgánica como un factor ejecutivo, y no
legislativo como pretendía Bernard, creo que está en su afirmación de que “la
vida no es […] una simple consecuencia de la armonía y de la acción recíproca
de sus miembros”, sino que “ella comienza a manifestarse con una fuerza, o una
substancia imponderable, que actúa en la materia del germen” (Müller 1851, p.
25). Müller parecía no tener pruritos en postular un agente ajeno a las fuerzas físicas que fuese responsable de generar lo que él caracterizaba como la “armonía”
o el “acoplamiento” funcional de las partes orgánicas (Müller 1851, p. 19) y por
eso se permitía decir, taxativamente y sin reticencias, que “la fuerza orgánica, la
causa primera del ser orgánico, es una fuerza creadora, que le imprime cambios
armónicos a la materia” (Müller 1851, p. 22).
9. La solución de Bernard
Pero insisto en que esa me parece una cuestión secundaria. Las posibles diferencias entre Müller y Bernard son aquí menos reveladoras que sus posibles coincidencias y creo que, en este sentido, lo que más importa señalar es que, tanto el
uno cuanto el otro consideran que la simple constatación de la teleología orgánica es insuficiente para establecer los fundamentos de la Fisiología. Esta debería
poder dar razón, en algún sentido, de la existencia de seres organizados. Es a eso
que apunta Müller (1851, p. 20) cuando dice que: “la armonía entre los miembros, necesaria para constituir el todo, no subsiste sin la influencia de una fuerza que actúa también sobre el todo, no dependiendo de ninguna de sus partes, y
preexiste a estas últimas, porque ellas solo son creadas, por la fuerza del germen,
en el momento en que el embrión se desarrolla”. Y es a eso que apuntaba Bernard cuando decía que:
Hay algo así como un diseño vital que traza el plan de cada ser y de cada órgano, de manera que, si considerado aisladamente, cada fenómeno del organismo es tributario de las fuerzas generales de la naturaleza, si tomados en su
sucesión y en su conjunto, ellos parecen revelar un nexo especial; ellos parecen dirigidos por alguna condición invisible en la ruta que ellos siguen, en el
orden que los encadena. (Bernard [1875]1878, p. 209)35
La peculiaridad de la solución que Bernard insinúa para el problema del origen
de la organización, que creo que se distingue claramente de la formulada por
Müller pero también de otras soluciones que fueron propuestas para esa cuestión, como la teológica o la darwiniana, está en que él procuró dar razón de esa
organización, aunque quizá no explicarla, remitiéndola a “leyes preestablecidas
que reglan los fenómenos en su sucesión, su concierto, su armonía” y que deben
distinguirse de “las condiciones físico-químicas determinadas que son necesarias
35
Una formulación prácticamente idéntica puede encontrarse en Bernard (1878b, p. 51).
76 | Gustavo Caponi
a la aparición de los fenómenos” (Bernard 1878b, p. 66).36 Bernard no apeló a
un impulso formador, como lo hicieron Blumenbach (1999, p. 78 y ss.) y quizá
Müller; ni tampoco recurrió a un artífice sobrenatural.
Pero en lugar de procurar un proceso natural, efectivo, que fuese capaz de generar esa organización, tal como lo es la selección natural, prefirió remontarse a
una legalidad que la preestablecía antes de que cualquier fenómeno orgánico pudiese ocurrir. Una legalidad que, dada las condiciones adecuadas, era capaz de
pautar la producción de seres organizados, tan ciega y mecánicamente como las
leyes de cristalización pautan la forma de los diamantes. Para Claude Bernard,
creo que puedo decirlo, la organización no era un fenómeno improbable: él ya
estaba inscripto, desde siempre, en las leyes de la naturaleza. Estas estaban virtualmente preñadas de formas organizadas prontas a actualizarse cuando se diesen las condiciones cósmicas que las hiciesen viables.37
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36
Formulaciones muy semejantes a esta pueden encontrarse en varios pasajes de las Lecciones, incluso en el resumen final (Bernard 1878b, p. 345). Y eso es una prueba más de la importancia que Bernard daba a la cuestión y la centralidad que adjudicaba a esas leyes de la forma.
37
Un último comentario: esa es una idea que ya estaba en Buffon (Caponi 2010d, p. 103).
La claudicación de Claude Bernard | 77
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