Academia.eduAcademia.edu

LAS PARADOJAS DE LA CULTURA CRÍTICA. LAS CLASES CREATIVAS COMO INTELECTUALIDAD ORGÁNICA DEL CAPITALISMO POSTFORDISTA

LAS PARADOJAS DE LA CULTURA CRÍTICA. LAS CLASES CREATIVAS COMO INTELECTUALIDAD ORGÁNICA DEL CAPITALISMO POSTFORDISTA César Rendueles En un episodio en la serie The Good Wife, la abogada protagonista, Alicia Florrick, representa a unos informáticos que denuncian a su empresa por sus prácticas abusivas y exigen que se cumplan las condiciones que establece la legislación laboral. En el transcurso de un acto de conciliación, la letrada de la compañía informática trata de convencer a los trabajadores para que pongan fin a su reclamación. «El estatuto de los trabajadores está hecho para fontaneros, teleoperadores y albañiles», viene a decir. «Los programadores no podéis estar constreñidos por esas normas burocráticas del pasado, vosotros no sois obreros, sois creativos, sois… artistas». Los informáticos de la serie no se dejan engañar y demandan a su empresa. Con el sector cultural español ha pasado exactamente lo contrario. Aunque siempre ha sido evidente que se trataba de un entorno social lleno de precariedad laboral, clientelismo, alienación, clasismo y superficialidad, los creadores, los mediadores, los productores e incluso los espectadores nos hemos dicho a nosotros mismos una y otra vez que nada de eso importaba porque… «somos artistas». Un leve barniz de lugares comunes en torno a la creatividad y la cooperación han bastado para confeccionar un traje nuevo del emperador que durante un par de décadas hemos ensalzado con entusiasmo. De hecho, el sector cultural ha sido el último bastión de la fantasía del milagro económico español. En el agitado ciclo electoral de los últimos años se ha convertido en un lugar común en los programas de todos los partidos la caracterización del sector cultural como un «motor del cambio de modelo económico». Mediante un uso imaginativo de los datos, los expertos en las «industrias culturales» defienden que el sector cultural supone un 3,5 % del PIB y crea medio millón de empleos. Se trata del tipo de concupiscencia conceptual que llevó durante años a negar la existencia de la burbuja inmobiliaria y a defender la vitalidad del sector bancario español. En este caso, la operación consiste en meter en el mismo saco la industria de los videojuegos, los kioscos de prensa, una parte del turismo urbano, el teatro experimental, los libros de texto, la ópera, la producción de series de televisión y la edición independiente y tratar como si fuera la misma cosa a grandes empresas mediáticas cotizadas en bolsa y las estrategias de autoempleo que predominan en el sector (el 61 % de las empresas culturales no tienen empleados, el 92,9 % tienen menos de cinco). Esta autopercepción esencialmente conciliatoria del ámbito cultural explica el escasísimo impacto que está tenido la cultura en este periodo tan convulso política, social y económicamente. Si alguien que hubiera caído en coma en 2006 y despertara hoy abriera un periódico 19 César Rendueles recorrería alucinado las páginas políticas (¿dos nuevos partidos con más de 100 diputados?, ¿la portavoz de la PAH se ha convertido en Alcaldesa de Barcelona? ¿El vicepresidente de la Comunidad de Madrid está en la cárcel?), económicas (¿España tiene una deuda de más del 100 % del PIB?), sociales (¿uno de cada tres niños está en riesgo de exclusión?, ¿600.000 desalojos desde que empezó la crisis?). Si todas esas novedades le provocaran una cierta ansiedad podría acudir a las páginas de cultura, tendencias o tecnología mientras sintoniza Radio3. El lema allí es «business as usual». No hay prácticamente nada en la producción cultural contemporánea que permita adivinar qué es lo que ha estado pasando en la sociedad española en los últimos cinco años. La explicación no es que la cultura española viva de espaldas a la realidad social, que sea una especie de sala de meditación budista donde la gente desconecta de su vida cotidiana. Todo lo contrario: no se me ocurre ningún otro sector que haya hecho un esfuerzo tan denodado y exitoso por acompasar su ritmo a la mercantilización generalizada característica de los años noventa y el principio de siglo. El sector cultural desempeñó un papel relevante en la construcción del sometimiento consentido al Régimen del 78. No lo hizo, como a veces se dice, siendo acrítico y despolitizado, traicionando sus principios sino proporcionándonos una forma innovadora, crítica, emocionante y creativa de convivir con la especulación financiera, la corrupción, el clasismo extremo y el racismo. El postmaterialismo español Desde cierto punto de vista, el sector cultural español puede ser considerado un laboratorio privilegiado de la clase de procesos que diagnosticaba la teoría de Ronald Inglehart acerca de la transformación postmaterialista de las sociedades occidentales. Según Inglehart, la prosperidad material y la ausencia de enfrentamientos bélicos en las sociedades posteriores a la Segunda Guerra Mundial habrían producido un desinterés progresivo por los conflictos de clase que marcaron la modernidad capitalista. Una creciente cantidad de personas, en cambio, están más preocupadas por la satisfacción de necesidades relacionadas con los afectos, la expresión individual o los valores estéticos. Por eso, para Inglehart, la erosión postmoderna de las instituciones sociales tradicionales conduce a una democracia más plena, en la medida en que los valores de la autoexpresión son intrínsecamente emancipadores. La decadencia de las organizaciones burocráticas del pasado estaría facilitando el surgimiento de nuevas formas de participación espontáneas y estrictamente electivas. Uno de los espacios sociales cuya autopercepción resulta más cercana a las tesis de Inglehart es el de los movimientos e instituciones culturales –muy especialmente aquellos recep- 20 Las paradojas de la cultura crítica tivos a las políticas culturales avanzadas– donde, de hecho, coinciden con mucha naturalidad las dinámicas autoexpresivas y las nuevas formas líquidas de intervención en la sociedad civil. Es más, desde los años noventa se ha producido una notable politización de los discursos culturales. Aún hoy es mucho más probable oír hablar de desigualdad, cooperación o respeto a la diferencia en un museo que en un centro laboral. Sólo a modo de ejemplo, en las dos últimas décadas los principales teóricos de la izquierda radical que han visitado nuestro país –Toni Negri, David Harvey, Immanuel Wallerstein, Angela Davis…– han hablado mucho más a menudo en museos y centros culturales que en sindicatos, sedes de partidos o centros sociales. Un poco como si la cultura hubiera asumido el rol de guardiana de la emancipación en el entorno postmoderno. Si ha sido así, ha desempeñado esa labor de forma muy negligente. Aunque, para ser justos, se trata de un problema más general. La gran limitación de la hipótesis postmaterialista es que los cambios valorativos que diagnostica no han conducido a la aparición de nuevos actores políticos transformadores sino que, más bien, son contemporáneos de procesos de desmovilización y desafección política. Es el caso de España, donde el desinterés por la vida pública no dejó de aumentar desde la Transición hasta el estallido de la crisis. Es decir, el postmaterialismo parece un modelo adecuado para sociedades con un alto grado de conformismo y baja conflictividad. Más que un tipo avanzado de valores políticos es una forma de postpolítica. En realidad, el lugar natural del tipo de transformaciones que intenta recoger la idea de postmaterialismo son los ámbitos del consumismo avanzado y de la industria del entretenimiento, así como el papel creciente que tienen las tecnologías de la comunicación en la articulación contemporánea de ambos. De hecho, un rasgo muy característico de la sociedad española de las últimas décadas es la rápida difusión de formas de consumo sofisticado. El sector cultural aportó a este proceso una cierta elaboración estética que contribuyó a difuminar la gestación de la crisis a través de formas avanzadas, complejas e incluso autocríticas de hedonismo individualista. La base material del consumismo español: gentrificación especulativa e industria cultural Hay pocas expresiones tan características del modo en que los valores procedentes del mercado y el consumo se incorporaron culturalmente a las formas de vida compartidas para convertirse en una fuente de cohesión social como las grandes intervenciones arquitectónicas y urbanísticas en las España de los años noventa y principios del siglo XXI. En 1997 se inauguró en Bilbao el Museo Guggenheim, un edificio de Frank Gehry concebido como el epicentro de un ambicioso proyecto urbanístico. Hasta entonces Bilbao era un caso paradigmático del de- 21 César Rendueles clive de los antiguos núcleos industriales del norte de España. La reconversión de los años ochenta arrasó la ciudad, que quedó convertida en una reliquia fabril contaminada, disfuncional y con un centro histórico degradado. Las autoridades municipales planearon una profunda renovación urbana que no sólo atrajera turismo sino que generara una dinámica económica modernizadora basada en las tecnologías de la comunicación, las profesiones creativas y las industrias culturales. El Guggenheim, con sus placas de titanio y su aire deconstructivo, era la imagen de marca de ese proyecto: un icono fácil de reconocer que ayudara a que los medios de comunicación difundieran la buena nueva de la resurrección de Bilbao. La operación funcionó a la perfección e hizo que prácticamente todas las ciudades españolas se lanzaran a seguir el ejemplo de Bilbao creando su propia versión de la intervención urbana singular con la guinda de un edificio de firma, a menudo muy por encima de sus posibilidades económicas y muy por debajo del sentido común. En realidad, la explosión del «efecto Guggenheim» era la conclusión de un trayecto que se había iniciado en 1992, con la trasformación de Barcelona durante los preparativos de los Juegos Olímpicos y la inauguración de la primera línea ferroviaria de alta velocidad, con motivo de la Exposición Universal de Sevilla. Las inversiones públicas en infraestructuras asociadas a megaeventos y a procesos de renovación urbanística fueron los anabolizantes de las grandes empresas constructoras y, además, desempeñaron un papel esencial en la legitimación de la burbuja inmobiliaria. La arquitectura de marca y los proyectos de smart cities ayudaron a difundir la idea de que existía una especulación de rostro humano, comprometida con valores cívicos y dotada de su propio léxico acerca de la participación. Miles de toneladas de acero cromado y hormigón pulido proporcionaron un atrezo chic a la usura hipotecaria generalizada. Los centros históricos gentrificados –auténticos no-lugares clónicos– parecían la versión amable y cosmopolita de los aeropuertos internacionales desiertos y las autopistas a ninguna parte. El correlato de estas inversiones públicas fue la proliferación de políticas culturales «avanzadas». La burbuja inmobiliaria se vio complementada por una auténtica burbuja cultural que dio legitimidad a los procesos de mercantilización. En toda España se compitió por dar una imagen de dinamismo cultural a través de museos de arte contemporáneo, centros culturales de nueva generación, medialabs y festivales de música, arte y teatro. Estas estrategias –cuyo modelo más exitoso era, de nuevo, Barcelona– se basaban en la idea de que en un mundo crecientemente globalizado la clave de la supervivencia es la innovación y de que el semillero social en el que podía prosperar era un entorno urbano culturalmente sofisticado que atraería a las clases creativas. Los medios de comunicación españoles consiguieron establecer una conexión entre estas prácticas culturales minoritarias y ajenas a los intereses de la mayor parte de la gente y el consumo ostensible de masas que despegó a mediados de los años noventa en España. Los periódicos, las revistas de tendencias, la televisión y la radio crearon un entorno discur- 22 Las paradojas de la cultura crítica sivo en el que desempeñaron un papel central estos dispositivos culturales y que funcionó como ideología explícita del nuevo consumismo refinado vinculado a la gentrificación urbana. Nadie sabía muy bien (y a nadie le importaba) quiénes eran los videoartistas que se exponían en los museos de arte contemporáneo, pero se sobrentendía que había una continuidad entre su obra y los videojuegos, el mundo de la moda y los bares y discotecas del consumo de masas. En la época dorada de la economía española los jóvenes no podían acceder a una vivienda y tenía empleos precarios y subcualificados pero disponían de opciones de ocio y consumo con un aire cool y cosmopolita que glorificaba la creatividad y la individualidad. Un medioambiente cultural donde la distancia entre cultura avanzada, consumo y entretenimiento se llegó a difuminar. Tecnología y medios de comunicación Todo este proceso es difícilmente comprensible si no se atiende a un vector adicional: la enorme potencia que ha tenido el tecnoutopismo contemporáneo para articular estas corrientes mediáticas y culturales y rebajar sus tensiones e incongruencias. Por supuesto, el ciberfetichismo, el culto a las tecnologías de la comunicación como solución a cualquier problema político, económico o social, es una realidad global que constituye un elemento medular del neoliberalismo desde los años setenta. Pero en España esta ideología irrumpió con enorme fuerza en los años noventa y ha seguido desempeñando un papel esencial después de la crisis. España es, por ejemplo, líder europeo en penetración de smartphones desde hace años. Más en general, una de las mayores fuentes de unanimidad entre un espectro de fuerzas políticas cada vez más amplio es la convicción de que las tecnologías de la comunicación son, igual que el sector cultural, cruciales para superar la crisis económica. Hay una profunda afinidad ideológica entre las esperanzas depositadas en la denominada «economía del conocimiento» y en las «industrias creativas» como fuentes de un modelo productivo alternativo a la construcción y el turismo. El ciberfetichismo desempeñó un papel esencial en esa construcción de una subjetividad consumista culturalmente avanzada. Lo que diferenciaba las smart cities era su capacidad para destacar en un escenario globalizado donde el estado nación habría perdido protagonismo y cuyas interconexiones básicas eran, en cambio, las redes digitales. Del mismo modo, lo distintivo de las profesiones creativas no era necesariamente su cualificación ni mucho menos su remuneración sino su dimensión de vanguardia sociocultural que, a su vez, quedaba legitimada por su alto nivel de penetración tecnológica. El star system de Silicon Valley y, por extensión, buena parte de los empresarios y proficténicos del sector tecnológico cultivan valores que casi rondan la contracultura: tolerancia ideológica, estilos de vida poco convencionales, sensibilidad medioambiental… Nada que ver con las élites corporativas tradicionales, conservadoras y aburridas. 23 César Rendueles Simétricamente, el sector cultural español ha hecho una interpretación extremadamente generosa de la capacidad de la tecnología para dinamizar la innovación sociocultural contemporánea. Ha desempeñado un papel esencial en la domesticación de las tecnologías de la comunicación, subrayando su cara más amable y su importancia a la hora de impulsar nuevas formas de cooperación y altruismo. Durante décadas ha sido difícil encontrar un museo de arte contemporáneo o un centro cultural de nueva generación que no diera una enorme importancia en su programación a las redes sociales, la colaboración digital, la mente colmena… Incluso cuando se alertaba de los riesgos asociados a la tecnología se prefería explorar aquellos problemas tecnológicos que era posible solucionar tecnológicamente: la vigilancia panóptica (que resolverían los hackers), las restricciones de acceso a la información (que remediarían las licencias abiertas)… En cambio, la descualificación y la precarización laboral a través de la tecnología o el ultraconsumismo digital han pasado prácticamente desapercibidos. Antagonismo cultural y elitismo social Seguramente, buena parte de los productores, mediadores y consumidores culturales rechazarán mi caracterización del sector cultural español. Es perfectamente comprensible. En las últimas décadas muchos agentes culturales han estado sinceramente preocupados por la democratización de la cultura y han desarrollado altos niveles de autocrítica y reflexiones importantes sobre la producción cultural colaborativa, la mediación cultural no burocrática, la participación ciudadana o la financiación no clientelar. La cuestión es precisamente por qué ese ingente esfuerzo reflexivo ha resultado inservible para evitar que el sector cultural se convirtiera en un dispositivo de subordinación, en una especie de aderezo crítico de la aceptación generalizada de la desigualdad social. Las políticas culturales están varadas en una bajamar consensual de la que parece imposible escapar. El problema de fondo es que el discurso cultural crítico ha sido asimilado por la ideología dominante en un sentido que no siempre se entiende. Muchos agentes culturales denuncian los intentos más groseros por mercantilizar la cultura, por transformar a los productores y los mediadores en empresarios y al público en consumidor. En realidad, esa estrategia destructiva es relativamente marginal y mayormente ideológica porque, a diferencia de lo que ocurre con la sanidad, las oportunidades de negocio en el sector cultural propiamente dicho –no así en el del entretenimiento– son muy reducidas. Lo que ha ocurrido es más bien lo contrario: el mercado en general y el laboral en particular han asumido con entusiasmo los discursos críticos procedentes de la cultura. Los ganadores del capitalismo desregulado han construido un discurso muy poderoso que apela a la creatividad, la reinvención personal, las dimensiones relacionales y colaborativas del trabajo… 24 Las paradojas de la cultura crítica La ideología de la precarización es asombrosamente afín a los discursos culturales dominantes. El problema no es el inexistente negocio de la cultura sino la nueva cultura de los negocios. Antonio Gramsci creía que el capitalismo había propiciado la aparición de nuevos tipos de intelectual orgánicamente vinculados a sus prácticas sociales y conscientes de ello: ingenieros, economistas, empresarios, abogados, publicistas… En cambio, los intelectuales tradicionales –novelistas, poetas, filósofos, artistas, músicos…– que se veían a sí mismos como jueces imparciales independientes de las clases dominantes y cuya capacidad crítica estaba al servicio del conjunto de la sociedad se habían convertido en elementos marginales sin ninguna capacidad para transformar el sentido común dominante. Para Gramsci esta ilusión de neutralidad es un residuo histórico que se produce a medida que un grupo dominante es desplazado y sus intelectuales orgánicos pierden la función social a la que estaban asociados. El neoliberalismo ha retorcido esta lógica gramsciana. El sector cultural ha sido incorporado orgánicamente a los procesos de mercantilización, desigualdad y subordinación de las clases dominantes globales preservando su vocación crítica y sus fantasías de independencia. De hecho, el maridaje sólo funciona si los sectores culturales implicados están genuinamente convencidos de su antagonismo, si creen sinceramente en su capacidad crítica. Por eso los debates en torno al sector cultural y su papel en el cambio social han quedado encapsulados desde hace décadas en un juego de espejos identitario. En el ámbito educativo, laboral, sanitario, inmobiliario, energético o fiscal existen propuestas de democratización radical que tratan de llegar a una mayoría social: renta básica, dación en pago, impuestos ecológicos, banca pública, presupuestos participativos, cooperativismo… En cultura, en cambio, ni siquiera alcanzamos a imaginar en qué podría consistir una interpelación universalista de ese tipo. En el mejor de los casos, las propuestas transformadoras suelen consistir en pequeñas reivindicaciones profesionales sectoriales envueltas en un abigarrado ropaje teórico e ideológico. En el peor, en una autoparodia del elitismo crítico cuyo epítome bien podría ser la intervención del videoartista Isac Julien en la última Bienal de Venecia: una performance que consistía en una lectura ininterrumpida de los tres libros de El capital de Marx. 25