El concepto etológico de comportamiento
The Ethological Concept of Behavior
GUSTAVO CAPONI
Universidade Federal de Santa Catarina (Brasil). Grupo de Investigación
en Ciencias Cognitivas de la Universidad de Málaga
Recibido: 19/06/2023 Aceptado: 26/09/2023
RESUMEN
El objetivo de este trabajo es caracterizar el concepto etológico de comportamiento. Un
concepto que no se aplica indiscriminadamente a cualquier respuesta que un ser vivo pueda dar
a los estímulos de sus medios externo e interno; sino que sólo se refiere a cierto tipo particular
de reacciones biológicas: aquellas pasibles de ser direccionadas, y funcionalmente optimizadas,
en virtud de procesos de aprendizaje guiados por cogniciones. Eso, además de exigirnos una
caracterización muy amplia, pero ciertamente muy poco exigente, de lo que hemos entender por
cognición; también contribuye a establecer la centralidad y legitimidad de la Etología Cognitiva
dentro el universo de los estudios etológicos.
PALABRAS CLAVE
COGNICIÓN - COMPORTAMIENTO - ETOLOGÍA - MEDIO AMBIENTE REACCIÓN ORGÁNICA
ABSTRACT
The aim of this paper is to characterize the ethological concept of behavior. A concept that does
not apply indiscriminately to all and any response that a living being can give to the stimuli
of its external and internal environments; but that only refers to a particular type of biological
reactions: those that can be directed, and functionally optimized, by virtue of learning processes
guided by cognitions. This, in addition to requiring a very broad, but certainly not very
demanding, characterization of what we understand by cognition, also contributes to establish
the centrality and legitimacy of Cognitive Ethology within the universe of ethological studies.
KEYWORDS
BEHAVIOR - COGNITION ENVIRONMENT – ETHOLOGY - ORGANIC REACTION
© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXIX Nº1 (2024), pp. 41-60. ISSN: 1136-4076
Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras
Campus de Teatinos, E-29071 Málaga (España)
Contrastes vol. XXIX-Nº2 (2024): 41-60
ISSN: 1136-4076
ISSN-e: 2659-921X
https://doi.org/10.24310/contrastes2922024
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I. pResentaCión
ConfoRme la suCinta fóRmula De Niko Tinbergen (1963, p. 411), «la Etología
es el estudio biológico del comportamiento»; y nadie parecería estar interesado
en cuestionar esa definición1. La misma, además, es pasible de ser satisfactoriamente complementada aludiendo a esos ‘cuatro tipo de preguntas’, que según
el propio Tinbergen (ibid., p. 426), pueden ser planteadas con relación a toda
y cualquier pauta comportamental: las preguntas ‘causales’, que aluden a los
mecanismos desencadenadores de las reacciones comportamentales asociadas a
dicha pauta (ibid., p. 413); las preguntas por su ‘valor de supervivencia’ (ibid.,
1963, p. 417); las preguntas por su ‘ontogenia’ (ibid., 1963, p. 423); y, por fin,
las pregunta por su origen evolutivo (ibid., 1963, p. 427)2. Las primeras son
esas preguntas que indagan respecto de «qué es lo que hace que el comportamiento ocurra en un momento dado» (Tinbergen 1985, p. 168). Las segundas,
por su parte, son preguntas que aluden a la manera en que un comportamiento
contribuye a la supervivencia del animal que lo ejecuta (ibid., p. 168); y las que
vienen en tercer lugar son las preguntas que se refieren a «cómo se desarrolla la
maquinaria del comportamiento cuando el individuo crece» (ibid., p. 168). Las
últimas, por fin, se diferencian de las demás porque ellas son preguntas relativas
a la historia evolutiva de los patrones o potencialidades comportamentales en
estudio (Tinbergen: 1963, p. 428; 1985, p. 168).
Con todo, si se busca una delimitación precisa del campo de los estudios
etológicos, es forzoso reconocer que la fórmula propuesta por Tinbergen resulta,
no incorrecta, pero sí insuficiente. Si consideramos todos los usos del término
‘comportamiento’ que son usualmente admitidos en las más diversas áreas de
la Biología, vemos que su universo de aplicación es mucho más amplio que el
tipo de fenómeno que de hecho es estudiado por las disciplinas adscribibles al
campo de la Etología; incluyendo en este último dominio a la Sociobiología,
a la Ecología Comportamental, a la Ecología Cognitiva, a la Primatología, y,
en general, a todo lo que hoy cae bajo la etiqueta ‘Animal Behavior’. Dichas
disciplinas se focalizan en lo que quizá cabría caracterizar como una clase particular de comportamiento; y, en lo que respecta a la delimitación de esa clase,
de nada nos sirve la referencia a las célebres ‘cuatro preguntas’. Éstas, conforme
1 La misma, puede decirse, es la definición estándar de ‘Etología’ (cf. Lorenz 1981, p. 1;
Alcock 2001, p. 490; Mai et al 2001, p. 177; Carranza 2010, p. 19; Olmos 2018, p. 22)
2 Al respecto de estas célebres ‘cuatro preguntas’ de Tinbergen y su pertinencia para
delimitar el campo de la Etología, véase: Yoergg y Kamil (1991, p. 286), Dewsbury (1992, p.
90), Krebs y Davies (1997, p. 4), Godfrey-Smith (1998, p. 462), Bekoff (2002, p. 62), Barnard
(2004, p. 10), Dawkins (2007, p. 3), Hogan y Bolhuis (2009, p. 25), Ryan (2009, p. 128), Carranza
(2010, p. 19), Gómez y Colmenares (2010a, p. 43), Breed y Moore (2012, p. 9), Olmos (2018,
p. 25), Dugatkin (2020, p. 2), y Andrew (2020, p. 67).
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Tinbergen (1963, p. 426) lo señaló, son pertinentes a cualquier estructura o
función biológica (Olmos 2018, p. 24). Lo que incluye, por supuesto, a todos
los fenómenos que suelen ser descriptos como ‘comportamiento’ en los más
diversos campos de las ciencias de la vida; independientemente de cualquier
especificación ulterior como la que aquí hemos de ensayar.
Porque ése es, en efecto, el objetivo de este trabajo: aproximarnos a la
elucidación de la noción de ‘comportamiento’ que efectivamente delimita la
órbita de interés propia y específica de los estudios etológicos. Considerando
los temas de ese universo disciplinar, y teniendo como base la caracterización
de comportamiento propuesta por Edward Stuart Russell (1938) en The behavior of animals, aludiré a lo que, sin incurrir en ningún pleonasmo, denominaré
‘concepto etológico de comportamiento’. Éste es un concepto que no se aplica
a cualquier respuesta que un ser vivo pueda dar a los estímulos de sus medios
externo e interno; sino que sólo se refiere a cierto tipo de reacciones biológicas:
aquellas pasibles de ser direccionadas y funcionalmente optimizadas en virtud
de cogniciones. Un comportamiento, en el sentido etológico del término, diré,
es una reacción orgánica cognitivamente pautada. Y eso, además de exigirnos
una caracterización muy amplia, pero ciertamente muy poco exigente, de lo
que hemos caracterizar por cognición, también nos servirá para establecer la
centralidad y legitimidad de la Etología Cognitiva dentro del dominio de los
estudios etológicos.
II. el Campo De los estuDios etológiCos
Abarcando mucho más que lo que aquí estamos llamando ‘estudios etológicos’, las investigaciones sobre el comportamiento animal constituyen un
universo heterogéneo. En él se desarrollan líneas y tradiciones de investigación
que, además de seguir pautas conceptuales y metodológicas diversas, también
remiten a filiaciones epistemológicas muy variadas. Así, en virtud de esa pluralidad, se generan diferentes dominios disciplinares cuyos perfiles y límites, por
otra parte, nunca son muy nítidos. Con todo, más allá de las peculiaridades y
múltiples imbricaciones de esas líneas y tradiciones de investigación, se puede
ensayar una clasificación que las agrupe en tres vertientes: la neurofisiológica,
la conductista y una última, a la cual, por no encontrar una designación mejor
y atendiendo a sus pioneros, podemos calificar como ‘naturalista’. Siendo en
el marco de esta tercera tradición que se desarrollaron los estudios etológicos
cuyo concepto de ‘comportamiento’ aquí pretendo elucidar. Campo, este último,
que también incluye lo que se denomina ‘Neuroetología’ (cf. Olmos op. cit.): un
dominio cuya especificidad también se ajusta al concepto de comportamiento
que aquí se pretende delimitar.
La primera de esas tres vertientes que acabo de mencionar, la que caractericé como neurofisiológica, siempre estuvo muy marcada por los recursos
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metodológicos de la Fisiología Experimental; y sus comienzos fueron analizados
por Georges Canguilhem (1955) en La formation du concept de réflexe3. Ya en
el Siglo XX, esa vertiente dio lugar a diferentes líneas de trabajo. Una fue la
iniciada por los experimentos de Jacques Loeb (1912) sobre tropismos (Bekoff
y Jamieson 1996, p. 66; Kreutzer 2017, p. 37; Pauly 1987, p. 52); y otra fue
aquella impulsada por los experimentos de Ivan Pavlov (1927) sobre reflejos
condicionados (Kreutzer 2017, p. 43). Pero también sería preciso considerar
aquellas líneas de trabajo que desembocaron en la Neurofisiología (Smith
1972), en la más reciente Neurociencia (Craver 2007), y en la Genética del
Comportamiento (De Fries et al 1989). Por su parte, la segunda vertiente, la
conductista, se desarrolló en virtud de recursos metodológicos y conceptuales
casi inéditos; y su programa, después de ser inicialmente esbozado por John
Watson (1924), fue objeto de reformulaciones importantes, como las propuestas
por Edward Tolman (1932) y Burrhus Skinner (1974). Por fin, la vertiente que
llamé ‘naturalista’, tiene orígenes mucho más inciertos. Aunque Frédérique
Cuvier (1808; 1810), el hermano menor de Georges Cuvier, quizá pueda ser
citado como uno de los primeros a trabajar en ella (Richards 1982); yendo
más allá de observaciones ocasionales y reflexiones genéricas, para así llegar
a producir resultados derivados de investigaciones mínimamente metódicas
(Flourens 1841).
Fue el propio Charles Darwin, entretanto, quien definió las coordenadas en
las cuales se desarrollaría esa tercera vertiente de los estudios comportamentales
que hoy convergen en el espacio de lo que cabe caracterizar como ‘estudios
etológicos’ (Bekoff y Jamieson 1996, p. 66; Bekoff et al 2002, p. ix). Darwin
estableció dos ejes que, a partir de fines del Siglo XIX, sirvieron como referencias para toda esa línea de trabajo: la presunción de que el comportamiento
siempre debe ser analizado en términos de su valor ecológico para el ser vivo
que lo ejecuta (Darwin 1859, p. 243); y la propia perspectiva evolutiva, que está
siempre imbricada a esa perspectiva ecológica (Darwin 1859, p. 242), aunque
no se identifique necesariamente con ella (Tinbergen 1972, p. 393). Desde los
estudios de George Romanes (1884a; 1884b), hasta la Ecología Comportamental
contemporánea (Alcock 2001), y pasando por la Etología de Konrad Lorenz
(1981), toda esa vertiente de estudios consideró el carácter adaptativo de los
comportamientos, y su posible filogenia, como temas cuya consideración era
inevitable (Marler 1999, p. 288; Bekoff 2002, p. 36); aunque la importancia
relativa efectivamente concedida a cada uno de esos asuntos, y el modo de
3 Sobre el desarrollo de esa vertiente de estudios, que de hecho es un capítulo de la Fisiología, cabe leer los trabajos incluidos en los libros organizados por Dupont y Cherici (2008;
2015). Pero, a ese respecto, también es muy recomendable el panorama histórico trazado por
Christopher Smith (1975) en The problem of life.
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articularlos, pudiese variar significativamente. Así ocurre en la Sociobiología
de Edward Wilson (1975), y también en los trabajos de Niko Tinbergen (1973).
Por otro lado, y más allá de esa referencia a lo ecológico y a lo evolutivo
que caracteriza a los desarrollos de los estudios etológicos del comportamiento
animal, ahí también hay imbricado otro elemento que, aunque no se manifieste
decididamente en todos esos estudios, también posee una filiación darwiniana;
y puede terminar siendo crucial para definir la especificidad de ese campo de
estudios. Aludo a la aceptación y al uso de explicaciones del comportamiento
animal que involucran factores mentales o cognitivos. Darwin (1872; 1879)
apeló asiduamente para ese tipo de explicaciones4; y así también lo hicieron algunos seguidores suyos como George Romanes (1884a), Conwy Lloyd Morgan
(1896), James Baldwin (1902) y Margaret Washburn (1908). Pioneros, todos
ellos, de la Psicología Comparada: un campo de estudios que, en algún sentido, puede ser considerado precursor de la actual Etología Cognitiva (Ristau:
1992, p. 126; 1999, p. 132)5, pero también de la Primatología desarrollada por
investigadores como Wolfgang Köhler (1925), Jane Goodall (1971) y Frans
de Waal (2016).
Ese recurso a la mente animal, entretanto, fue hecho con mucha más reserva
y circunspección, o está casi ausente, en las perspectivas que posteriormente
fueron adoptadas por Edward Wilson (1975), Konrad Lorenz (1981) o Niko
Tinbergen (1973); cumpliéndose más o menos lo mismo en la actual Ecología
Comportamental (Del Claro 2010, p. 99; Kreutzer 2017, p. 75). En este espacio disciplinar, que puede ser considerado una continuación de los trabajos
de Tinbergen (cf. Krebs y Davies 1997, p. 5; Cuthill 2009, p. 125), y también
como una retomada prudente de los trabajos de Wilson6, el recurso a factores
cognitivos no está totalmente ausente: la Ecología Cognitiva los considera,
en efecto, como dignos de meticulosa atención7. Pero ese recurso a lo mental,
o a lo cognitivo, siempre es hecho con mucha parsimonia, y apelándose a un
lenguaje que intenta ajustarse a los referenciales de la Neurociencia (Healy y
Braithwaite 2000; Dukas 2009). Con todo, y más allá de esa diferencia entre
los enfoques más claramente cognitivistas, y estos enfoques más atentos a la
4 Al respecto, véase: Bekoff (2002, p. 36); Griffin (2002, p. 471); Martínez-Contreras
(2012, p. 338); y Andrews (2020, p. 51).
5 La aproximación entre la Psicología Comparada y la actual Etología Cognitiva puede ser
contestada en virtud del excesivo apego al trabajo laboratorial de la mayor parte de la Psicología
Comparada. Ese no fue el caso de Romanes, pero sí de aquellos que siguieron la línea metodológica marcada por los trabajos de Morgan (1900; 1903). Ese enfoque estrictamente laboratorial
(Barnard 2004, p. 26) no consideraba la dimensión ecológica del comportamiento animal, que es
algo crucial para la actual Etología Cognitiva y para Etología en general (Tomasello 1999, p. 151).
6 Así lo señalan: Dumbar (1999, p. 783); Barnard (2004, p. 28); y Simmons (2014, p. 1).
7 Veáse: Real (1993); Shettleworth (2000); Dukas y Ratcliffe (2009); y Simmons (2014).
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‘censura’ conductista, lo que aquí quiero mostrar, insisto en eso, es que, en todos
los casos, la noción de comportamiento animal supone la referencia, explícita
o implícita, a una dimensión cognitiva.
III. pRimeRa apRoximaCión al ConCepto De CompoRtamiento
En 1938, Skinner (1938, p. 6) caracterizó al comportamiento como todo
aquello que el animal hace; y aunque se podría suponer que esa parquedad
está asociada a la parsimonia conductista, lo cierto es que los etólogos nunca
han ido muy lejos de ahí (Carranza 2020, p. 20). El propio Tinbergen (1955,
p. 2), incluso, se limitó a definir al comportamiento como «la totalidad de
los movimientos hechos por el animal intacto». Lo que parece admitir como
siendo un comportamiento a toda y cualquier reacción de un animal (Dugatkin
2020, p. 3). Y, más allá de algunos matices, esa homologación entre la noción
de comportamiento y la noción de reacción orgánica, también acaba estando
presente en todas las definiciones de comportamiento examinadas por Levitis,
Lidiker, y Freund (2009, p. 105). Cumpliéndose lo mismo en la definición que
ellos, por su parte, ensayan; y Lee Dugatkin (2020, p. 3) hace propia: «conductas son respuestas (acciones o inacciones) internamente coordinadas que los
organismos (individual o grupalmente) dan a estímulos internos y/o externos»
(Levitis et al 2009, p. 103).
Es digno de señalarse, entretanto, que, si se admite ese tipo definiciones
de comportamiento, sería preciso también considerar que prácticamente toda
y cualquier reacción fisiológica constituye un comportamiento (Dretske 1988,
p. 5; Barnard 2004, p. 3). Tanto el aumento de la sudoración resultante de un
incremento de la temperatura ambiente, como las alteraciones del ritmo cardíaco asociadas a cambios en la intensidad del esfuerzo físico, tendrían que
ser considerados comportamientos; valiendo lo mismo para las contracciones
y dilataciones de la pupila que son causadas por las alteraciones en la luminosidad. Pero, si es por la simple distinción entre lo que el organismo hace y
aquello que meramente le ocurre (Dretske op. cit., p. 3), también habría que
considerar como comportamientos al propio latido del corazón y a la transpiración en general, y no sólo a sus alteraciones (Millikan 1993a, p. 56). Al fin y
al cabo, esas son cosas que el ser vivo hace; tal como también lo es el respirar.
No habiendo motivos a la vista, entonces, para no hacer extensivo ese tratamiento a fenómenos como el movimiento peristáltico de los intestinos. Siendo
esa la dificultad que Ruth Millikan (op. cit., p. 136) intenta superar al esbozar
una definición de comportamiento capaz de circunscribir el modo en que esa
noción opera dentro de los estudios etológicos (Lazzeri 2013, p. 60). Según
la misma, un comportamiento debe presentar, como mínimo, estas tres notas:
[1] Ser «un cambio o actividad externa exhibida por un organismo o por
una parte externa de un organismo» (Millikan op. cit., p.137).
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[2] Tener «una función en el sentido biológico del término» (ibid.).
[3] «Normalmente, dicha función es, o sería, cumplida por la mediación
del ambiente o por la alteración de la relación del organismo con el ambiente»
(ibid.).
El requerimiento [2] es ciertamente incontrovertible; incluso rechazando
la noción etiológica de función propuesta por Millikan (1993b), y sosteniendo
una concepción más amplia de las adscripciones funcionales (Caponi 2020,
p. 131). El punto [3], por su parte, es de importancia crucial; y, aunque quizá
con algunas precisiones adicionales a las que aludiré más adelante, ese requerimiento debe estar presente en cualquier delimitación del ‘concepto etológico
de comportamiento’. El problema, entretanto, está, justo, en el primer requerimiento. Millikan (1993a, p. 137) lo describe como un modo tosco de «distinguir
comportamientos de procesos fisiológicos»; pero creo que es demasiado tosco,
y no llega a dar en el blanco. Piénsese en la sudoración, o en la alteración del
ritmo respiratorio. Esas son, sin duda, reacciones o cambios, funcionales, que
el organismo exhibe. Son alteraciones exteriores que, en algún sentido, incluso,
cambian la relación del organismo con el ambiente; como también puede decirse
que ocurre con las contracciones y dilataciones de la pupila que son causadas
por las alteraciones en la luminosidad. Un fenómeno que, además, no está tan
lejos del movimiento de miembros que puede generar la contracción muscular
resultante de un shock eléctrico. Todos fenómenos ciertamente muy interesantes;
pero que no parecen caer dentro del ámbito de los estudios etológicos.
Claro, si lo que nos interesa es una caracterización general de comportamiento que pueda contemplar todo lo que es designado por ese término en las
más diversas disciplinas biológicas; entonces, es posible que tengamos que
resignarnos a no encontrar un criterio general que nos permita decir que esas
reacciones fisiológicas no son comportamientos (Dretske, loc. cit, p. 5). Y, en
última instancia, si pasamos a considerar a los discursos científicos en su totalidad, tendremos que admitir que no tendríamos ningún criterio valido para
decir que, cuando un físico alude al ‘comportamiento’ de una variable física,
él está haciendo un uso indebido del término. Tal como también lo estaría
haciendo un meteorólogo que alude al ‘comportamiento’ de un ciclón que se
acerca al continente viniendo desde el océano; o un economista que se refiere al
‘comportamiento’ del precio del petróleo como ‘respuesta’ a una crisis política.
No debemos perder de vista, entretanto, cuáles son los términos que
definen nuestro problema. Lo que nos interesa no es la elucidación de un
supuesto concepto general de comportamiento. Esa búsqueda, en realidad,
sólo nos llevaría hasta el simple concepto de cambio (Lazzeri loc. cit., p. 47).
Lo que nos interesa es el concepto de comportamiento que delimitaría los
intereses, o los problemas, de los estudios etológicos; y es con referencia a
esa cuestión que cualquier superposición, total o parcial, entre el concepto de
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comportamiento y el concepto de reacción fisiológica resulta insatisfactoria.
No aludimos a la Biología en general; ni tampoco a lo que pueda ocurrir, o
no ocurrir, dentro de los enfoques neurofisiológicos y conductistas del comportamiento. Por eso, más allá de lo que ocurra en el marco de esas otras
vertientes de los estudios comportamentales, e independientemente de las
insuficiencias de las que adolecen las definiciones de comportamiento que
encontramos en la literatura etológica, lo que aquí debe servirnos como punto
de partida, es que los intereses y problemas que son característicos de las
investigaciones etológicas, no abonan la homologación entre comportamiento
y reacción fisiológica.
Eso lo podemos ver con sólo examinar los índices de los libros de Etología. Vayamos, por ejemplo, a Animal Behavior de Chris Barnard (2004).
Según la definición que allí propuesta, un comportamiento es «todo proceso
observable por el cual un animal responde a un cambio percibido en el estado
interno de su cuerpo o en el mundo exterior» (Barnard 2004, p. 2). Sin embargo, cuando nos remitimos a los temas efectivamente discutidos en el libro, nos
encontramos con algo mucho más restringido y también mucho más complejo
que eso. Los asuntos son: la elección de hábitat (ibid, p. 309); los comportamientos migratorios (ibid, p. 319); el forrajeo (ibid, p. 358) y la depredación
(ibid, p. 381); los comportamientos defensivos de las presas (ibid, p. 386); los
comportamientos sociales que impone la vida en grupos (ibid, p. p.430); los
comportamientos territoriales (ibid, p. 438); la cooperación (ibid, p.448); las
conductas de apareamiento (ibid, p. 473); el cuidado parental (ibid, p. 519);
y la comunicación (ibid, p. 533). Nada encontramos ahí sobre sudoraciones,
movimientos cardíacos, pupilas que se contraen o movimientos intestinales.
Sobre esos asuntos los etólogos guardan un discreto silencio.
Dándose lo mismo en los libros de Krebs y Davies (1997), Alcock (2001),
Dugatkin (2020), y, en general, con todo lo que cabe dentro de los estudios
etológicos. Como ocurre con el Cambridge Dictionary of Human Biology
and Evolution, el comportamiento puede ser definido como «cualquier acción
o reacción observable que un organismo hace en respuesta a un estímulo»
(Mai et al 2001, p. 55); pero, a la hora de hablar de comportamientos sólo
se mencionan cosas como la «locomoción, el forrajeo, la conducta de apareamiento, etc.». Ahí ya nadie se acuerda de la sudoración: algo que muchos
animales ciertamente hacen. Para saberlo sólo se trata de subir al metro una
tarde de verano.
Claro, todas esas conductas que los etólogos estudian son siempre analizadas en virtud de las cuatro preguntas de Tinbergen. Lo que incluye el estudio de los mecanismos fisiológicos involucrados en ellas; que es lo propio de
Neuroetología (Olmos op. cit., p. 32; Barth, 2021, p. 239). Pero, lo que recorta
el objeto, o el explanandum, de esos estudios neuroetológicos es esa noción
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de comportamiento que aquí queremos asir. Nadie hablaría de ‘neuroetología’
para referirse a los aspectos neuronales de los procesos digestivos. Otra vez,
parece haber en juego un concepto tácito de comportamiento, que define lo que
cabe y lo que no cabe dentro de los estudios etológicos. Un concepto que los
etólogos, como le ocurría a Agustín de Hipona con el tiempo, parecen conocer,
pero sólo hasta que alguien les pregunta por él. Indiscreción, esta última, en
la que, desde que Sócrates interrogó a Laques sobre la valentía, los filósofos
suelen insistir (ver: Platón 1871[circa 420 a.e.c.]).
IV. RegReso a e. s. Russell
Por supuesto, para aproximarnos a un concepto que nos permita entrever la
diferencia entre un comportamiento y una simple reacción fisiológica, como lo
es la contracción de la pupila ante un incremento de la luminosidad, es necesario
no considerar conductas demasiado complejas. Los rituales de reconciliación
que ocurren entre los perros (Smut 2014, p. 121), por ejemplo, son ciertamente
demasiado sofisticados como para, a partir de ahí, identificar aquellos rasgos más
básicos y generales de lo qué es o puede ser un comportamiento. En cambio,
el comportamiento de una larva de tricóptero sí puede servirnos. Este orden de
insectos, cuya forma adulta se asemeja a algunas moscas o a algunas polillas,
se caracteriza por la vida acuática de su fase larval; y, en el caso de las larvas
del género Limnophilus de dicho orden, se puede observar un comportamiento
muy simple que Edward Stuart Russell (1938, p. 2), el no siempre bien ponderado precursor de la Ecología Comportamental, supo escoger como un ejemplo
muy ilustrativo del concepto cuyos contornos aquí procuro entrever. Dichas
larvas viven en pequeños tubos que ellas mismas, valiéndose de pequeñísimos
trozos de hojas y tallos de plantas acuáticas, tejen en torno de sí; y es cuando,
por alguna causa, ellas se desprenden de ese tubo, que puede observárselas
desplegando el comportamiento descripto por Russell.
Apenas eso ocurre, dice Russell (1938, p. 2), la larva nada alrededor
del tubo vacío, buscando su orificio anterior; es decir, aquél por el cual ella
asomaba su cabeza y sus extremidades. Busca ese orificio porque es por allí
que ella debería volver a enfundarse dentro del tubo, metiendo su cabeza. El
orificio posterior sería demasiado estrecho como para como para permitirlo.
Y una vez hecho eso, la larva ensancha la entrada posterior hasta poder mover
tanto su cabeza, como sus patas, sin mayores restricciones. Luego, conseguido
ese ensanchamiento, ella se retrae y gira dentro del tubo; de forma tal que su
cabeza y patas puedan volver a asomarse por el orificio anterior. «A partir de
ahí todo está bien y ella continua con el principal asunto de su vida, que es
comer» (ibid.). Lo más interesante, entretanto, ocurre en el caso de que, por
alguna causa, el tubo vacío no quede a su alcance. Ante esa eventualidad,
la larva no persistirá nadando indefinidamente en su búsqueda hasta morir
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extenuada o ser devorada por algún depredador. En lugar de eso, ella construirá una nueva funda en torno de sí. Es decir, ella adoptará una línea de
acción alternativa a la primera; resolviendo, de ese otro modo, el problema
generado por la pérdida de su vaina protectora (ibid.). Y con eso, conforme
Russell nos quiere indicar, se completaría el cuadro que tipifica aquello que,
según él, caracteriza a todo comportamiento: la condición de resultar de «un
esfuerzo continuado, persistente y variado» (ibid., p. 1) para alcanzar un fin
(end) (ibid., p. 2).
Lo importante, o lo problemático, no está, entretanto, en la idea de fin o
meta. De la forma en que Russell la usa, eso no tiene nada que ver con la idea
de intención. Lo que él quiere indicar, en todo caso, es que «el comportamiento
está determinado, en gran medida, por su resultado» (ibid., p. 2). No causado
por la búsqueda de un resultado final; pero sí pautado por dicho resultado.
Cada etapa del comportamiento se puede caracterizar funcionalmente en virtud
de su papel causal en la consecución de ese resultado; y, además de eso, «la
acción continúa hasta que la meta es alcanzada» (ibid., p. 4). La actividad
de la larva de Limnophilus, dice Russell, sólo cesa «cuando, por un método
u otro, ella consigue cubrir su desnudez en un tubo adecuado» (ibid., p. 4).
Y, en cierto sentido, ahí no tenemos nada muy distinto de lo que podemos
encontrar en cualquier reacción fisiológica de carácter funcional: cada una de
las etapas y mecanismos involucrados en el aumento de la sudoración resultante del incremento de la temperatura corporal, también puede ser objeto de
un análisis funcional articulado en virtud del logro de un punto de equilibrio
móvil pasible de ser considerado como su blanco o meta. La verdadera clave
del asunto está en la referencia a caminos o procesos alternativos para llegar
a ese punto final o resultado. Lo que no significa, empero, la referencia a una
deliberación.
Edward Tolman (1932, p. 21) ya se había referido a esa idea al decir que
un movimiento, o cambio de estado de un animal, podría ser considerado un
comportamiento, en la medida en que el mismo tendiese a un objeto-meta
y ocurriese en virtud de un medio, o camino, escogido entre otros posibles.
El comportamiento, decía Tolman, tiene siempre un ‘propósito’ (purpose); y
presupone una elección entre medios posibles (Ristau 1992, p. 126-7). Pero,
en lo que atañe a su idea de ‘propósito’, también vale lo dicho en relación a
Russell. Lo importante, y lo que cabe discutir, es la referencia a medios, o
caminos, alternativos posibles. Algo ausente en una simple reacción fisiológica pero que, según Tolman y Russell sostenían, sí está presente en todo lo
que podemos reconocer como comportamiento. La reacción fisiológica puede
repetirse indefinidamente mientras no se cumpla su estado-meta; pero su camino, el mecanismo o el proceso que ella sigue, siempre será el mismo. En el
comportamiento, en cambio, siempre está presente la posibilidad de revisar o
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ajustar la pauta que lo rige. Si el caballo no puede alcanzar el lugar que le pica
con su pata derecha, puede intentar hacerlo con la izquierda; y si eso tampoco
funciona, puede recurrir a un palenque, o a algo parecido.
Fue considerando eso que, en The directiveness of organic activities, Russell (1945) delineó una noción de ‘actividad dirigida a meta’ cuya extensión,
entiendo, es todo lo que la Etología asume como asunto de sus indagaciones.
Según Russell (1945, p. 110), «existen ciertas características generales o normales de toda actividad dirigida a una meta que pueden resumirse como sigue»:
[1] «Cuando se alcanza la meta, la acción cesa; la meta es normalmente
el fin de la acción» (ibid).
[2] «Si no se alcanza la meta, la acción suele persistir» (ibid).
[3] «Dicha acción puede variar: (a) Si la meta no es alcanzada por un
método, pueden emplearse otros métodos; (b) Cuando la meta es normalmente
alcanzada por una combinación de métodos, la deficiencia de un método puede
compensarse con un mayor uso de otros métodos» (ibid).
[4] «La misma meta puede alcanzarse de diferentes maneras y a partir
de diferentes comienzos; el estado final es más constante que el método para
alcanzarlo» (ibid).
[5] «La actividad dirigida a un objetivo está limitada por las condiciones,
pero no está determinada por ellas» (ibid).
Es decir, la actividad se caracteriza como dirigida en virtud de que ella
cesa cuando alcanza un determinado estado; persistiendo si eso no ocurre. Pero,
también es importante que esa persistencia no se manifieste como la reiteración
de una misma secuencia o proceso; sino como una serie de ensayos o tentativas
que siguen caminos más o menos diferentes. No es, conforme ya dije, que ahí
intervenga, necesariamente, una deliberación. No se está diciendo que la mísera
larva de Limnophilus elija entre dos caminos posibles para remediar su desnudez.
Se trata, simplemente, de que la persistencia en la acción de lo que consideramos un comportamiento, vaya ocurriendo por distintos caminos alternativos,
hasta dar con aquél que, en esas circunstancias, resulte en la consecución del
objetivo. Por eso mismo, la simple observación de una única reacción de un
organismo muy difícilmente será suficiente para saber si se trata, o no, de un
comportamiento. Para llegar a determinar eso, hay que observar una secuencia
de ensayos cuya terminación, además, permita individualizar el estado meta
que operaba como organizador de todas las tentativas. Y es claro que, si esa
secuencia se observa en distintas oportunidades, su condición de ‘comportamiento’ puede ser más conclusivamente establecida. Cabiendo siempre, de
todos modos, las inferencias por analogía que puedan permitirnos reconocer
el carácter comportamental de una reacción, o concatenación de reacciones,
aun cuando la estemos observando por primera vez.
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GUSTAVO CAPONI
V. un poCo más allá De Russell
Entiendo, sin embargo, que en esas observaciones debe poder registrarse
otro elemento que también es dable considerar como constitutivo de la noción
etológica de comportamiento. Aludo a la posibilidad de considerar que la
adecuación o inadecuación funcional de los diferentes ensayos sea pasible de
ser registrada por el organismo que ejecuta esos intentos; incidiendo eso en
la forma que tomarán los ensayos subsiguientes. Es decir, un comportamiento
es una reacción, o respuesta, de un ser vivo cuya adecuación funcional puede
ser registrada por ese mismo ser vivo; permitiéndole también que, en el caso
de una respuesta inadecuada, dicho registro instruya los siguientes ensayos.
Es decir: donde hay comportamiento debe poder haber aprendizaje. Por eso,
donde sólo hay variación ciega de respuestas, y los resultados de los primeros
ensayos en nada afectan u orientan a los subsiguientes, no hay aprendizaje; y,
consecuentemente, no hay comportamiento. Y decir esto no implica entrar en
la discusión sobre la aplicabilidad de la noción de instinto. La idea sería, en
todo caso, que hasta las ejecuciones de una pauta comportamental instintiva
siempre son pasibles de ser optimizadas en virtud del aprendizaje.
Por lo general, y conforme William Thorpe (1980, p. 144) bien lo explicó,
cuando se ha caracterizado a un comportamiento como instintivo, es porque se
presupuso que el mismo presentaba las siguientes características:
[A] Sigue un patrón reconocible y predecible en casi todos los miembros
de una especie, o al menos en todos los miembros de uno de los dos sexos de
una especie. [B] No se trata de una mera respuesta a un simple estímulo, sino
de una secuencia de conducta que normalmente sigue un curso predecible, es
decir, que muestra una secuencia pautada en el tiempo. [C] Sus consecuencias,
o al menos algunas de ellas, poseen un valor obvio al contribuir a la conservación de los individuos o la continuidad de la especie, es decir, es adaptativo.
[D] La conducta instintiva surge a menudo cuando todas las oportunidades
de aprender y de practicar patrones elaborados de conducta están ausentes, es
decir, es espontanea o endógena.
Entretanto, la noción de instinto fue frecuentemente asimilada a la de comportamiento innato (Gómez y Colmenares 2010b, p. 106). Tal como lo hicieron
Conwy Lloyd Morgan (1896, p. 27), Edward Stuart Russell (1938, p. 129) y
Konrad Lorenz (1984[1961], p. 22). Y esa asociación que, si se presta atención,
puede verse que está ausente en la caracterización de Thorpe, motivó una serie
de críticas que hicieron que la idea de comportamiento instintivo fuese puesta
en entredicho8, entrando así en un discreto cono de sombra (Dawkins 1986, p.
8 Al respecto de la asociación entre lo instintivo y lo innato, véase: Bekoff y Jamieson
(1996, p. 67); Bekoff y Allen (1997, p. 31); y Gómez y Colmenares (2010a, p. 61). Sobre las
dificultades de la propia noción de innato, consúltese Griffiths (2002) y Barberis (2013).
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El concepto etológico de comportamiento
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67; Carranza 2010, p. 33). Con todo, e independientemente de esa crítica, es
claro que al caracterizar un comportamiento como siendo instintivo, no se está
excluyendo que su ejecución pueda verse optimizada por el aprendizaje. Por el
contrario, esa posibilidad es explícitamente admitida. Lo que nos pone ante el
hecho de que el aprendizaje puede optimizar tanto una pauta comportamental
cuyo surgimiento ya supuso un proceso de aprendizaje anterior, como también
puede optimizar una pauta comportamental en cuya ontogenia el aprendizaje
no desempeñó ningún papel.
Permitiéndose usar la noción de instinto, John Alcock (2001, 491), la define
diciendo que un instinto «es un patrón de comportamiento que se desarrolla de
forma estable en la mayoría de los individuos [de un linaje] y que promueve
una respuesta funcional a un estímulo, o señal de activación, la primera vez
que en que dicho estímulo provoca la respuesta». Y esa definición, como la
descripción de Thorpe, tampoco alude a la idea de lo innato. La misma no niega que en la ontogenia de ese patrón comportamental exija la disponibilidad
de recursos ontogenéticos no hereditarios facilitados por el ambiente. Ella no
desconoce, para decirlo de otro modo, lo señalado por Daniel Lehrman (1953)
en su crítica a Lorenz y Tinbergen. Pero lo que sí esa definición postula, es la
posibilidad de que, entre esos recursos dependientes del ambiente en el que
ocurre la ontogenia de dicha pauta comportamental, no se cuente el aprendizaje.
Es decir: lo instintivo no se homologa a lo innato sino a lo no aprendido. Pero
que una pauta comportamental se instale o se manifieste sin la mediación inicial
del aprendizaje, no impide que, después, ella no pueda ser progresivamente
calibrada y funcionalmente ajustada por esa vía. Y eso es algo que Tinbergen
(1972, p. 397) y Lorenz (1981, p. 8) no dejaron de subrayar.
Puede decirse, entonces, que un comportamiento, por simple que él sea,
siempre supone la posibilidad de ser mínimamente optimizado, funcionalmente
ajustado, por una cognición; y eso puede ser pensado en términos de un gradiente: cuanto mayor sea la flexibilidad para ser cognitivamente ajustada que
presenta una reacción orgánica, cuanto mayor sea el grado de aprendizaje que
pueda estar involucrado en la rectificación u optimización de esa reacción, mayor
será su carácter comportamental. Valiendo esto, incluso, para las reacciones
reflejas; y pudiendo surgir de ahí, además, una posible delimitación de la noción
de cognición. Cogniciones serían, primariamente, esos registros, más o menos
precisos, de la adecuación o conveniencia funcional de sus reacciones y estados,
que un ser vivo puede tener, y que permiten que él mejore esa adecuación o
conveniencia en virtud de comportamientos posteriores a dicho registro. Tener
una cognición es haber aprendido algo (Gould 2002, p. 41).
Es claro, entretanto, que aquí estoy apuntando en la dirección de una concepción no representacional de la cognición; que es diferente, por ejemplo, de la
admitida por Antonio Diéguez (2014, p. 53) en La evolución del conocimiento.
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Diferente, aunque no necesariamente contradictoria. Las cogniciones estrictamente representacionales, a las que allí se alude, quizá puedan considerarse
como formas derivadas de esas cogniciones no-representacionales. Lo que más
importa, entretanto, es que la referencia a esas cogniciones ‘no-represencionales’
nos permite decir que, donde hay comportamiento, en el sentido etológico
del término, hay cognición; cabiendo también afirmar, entonces, que toda la
Etología supone o implica a la Etología Cognitiva. Y cuando digo esto lo hago
considerando que, para la Etología Cognitiva, la atribución de estados mentales
no sólo vale para chimpancés, babuinos o perros; sino que también vale para
peces, insectos y moluscos9. Siendo razonable también pensar que la concepción
de mente allí implicada sea más accesible a partir de las perspectivas de Gilbert
Ryle (2009[1949]) que a partir de las de autores más próximos a los puntos de
vista de Jerry Fodor (1989). La mente, en la acepción más general y básica del
término, quizá sea más fácilmente pensable en términos de habilidades, que
en términos de representaciones.
Ese, con todo, es un asunto que ya excede los límites de este trabajo. Aquí,
me parece, lo más importante para decir es que la referencia a lo que estamos
llamando ‘cognición’ quizá no nos esté dando todo lo que precisamos para
delimitar la noción etológica de comportamiento. Puede estar faltándonos
considerar un elemento más. Un elemento que siempre parece estar presente
en todo aquello que, atendiendo a las consideraciones anteriores, podemos
caracterizar como un comportamiento. Se trata de algo ya señalado por Ruth
Millikan (1993a, p. 137) y que cité más arriba, en este mismo trabajo. Aludo al
hecho de que el comportamiento siempre tiene como resultado una modificación
de alguna variable del ambiente del ser vivo, o una alteración en la relación de
ese ser vivo con tales variables.
Cuando un ser vivo suda, o sus pupilas se contraen o dilatan en virtud de
los cambios de luz, estamos ante una acomodación pasiva a las condiciones
o estímulos del entorno. En cambio, cuando hay comportamiento, el ser vivo
modifica algún parámetro de su ambiente, como cuando la araña teje su tela;
o, por lo menos, modifica su posición en él, como cuando nosotros, ante un
estímulo luminoso intenso, además de contraer nuestras pupilas sin siquiera
percibirlo, también intentamos acomodar la posición de nuestra cabeza, o
procuramos hacernos una visera con la mano, para así evitar la molestia que
los rayos de sol nos generan. Cabiendo considerar, incluso, la extensión de la
noción de ambiente a ciertos estados internos del ser vivo a los que es dable
responder conductualmente; tal como ocurre cuando, aún dormidos, cambiamos de posición en la cama para evitar un dolor que sentimos en la espalda.
9 Véanse los trabajos de Barth (2002), Gould (2002), Wilkox y Jackson (2002), Webb
(2012) y Godfrey-Smith (2017).
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No raramente, allí ensayamos varias posiciones hasta encontrar aquella que se
muestra menos incómoda.
VI. ConClusión
Así, entendiendo por reacción orgánica a todo cambio de estado, o movimiento, de un ser vivo al cual cabe atribuirle un valor o desvalor funcional
para dicho ser vivo, se puede decir que un comportamiento es: una reacción
orgánica que altera algún parámetro del ambiente externo o interno de un ser
vivo, o que altera la relación del ser vivo con dicho ambiente; y cuyo ajuste o
desajuste funcional es pasible de ser registrado por ese mismo ser, de forma tal
que dicha registro pueda contribuir al ajuste de las siguientes ocurrencias de la
reacción. Dicho de otro modo, un comportamiento es una reacción de un ser vivo
tendiente a controlar variables de su ambiente externo o interno, o a modificar
el modo en que esas variables lo están afectando; y cuyo grado de adecuación
funcional puede ser registrado por dicho ser vivo, permitiendo que él ajuste la
adecuación funcional de su patrón respuesta en las subsiguientes ocurrencias
de esa misma reacción. El comportamiento, en suma, es una reacción orgánica
optimizable por la mediación del aprendizaje. Cabiendo un margen indefinido
de variación respecto de la durabilidad de ese registro cognitivo que estamos
llamando aprendizaje; y siendo posible pensar que las reacciones comportamentales de los seres vivos individuales, pueden darse de forma articulada,
generando comportamientos colectivos o grupales (Taylor, 2002).
Ahí, además, está involucrada una idea muy simple de cognición. Primeramente, podemos considerar como cogniciones a los registros que un ser
vivo puede tener del ajuste funcional de las pautas que orientan algunas de sus
reacciones; posibilitando, tales registros, la optimización de dichas pautas en
futuras ocurrencias de esas mismas reacciones. Y eso nos permite caracterizar
al aprendizaje como una modificación cognitiva de un tipo de reacción orgánica
o de un patrón comportamental. Es decir: el aprendizaje no es otra cosa que
el refuerzo, el ajuste funcional, la ampliación, o la eliminación, de una pauta
comportamental en virtud de la adecuación o inadecuación funcional de las
previas ocurrencias de comportamientos que obedecían a ella. Pero, además
de eso, esa idea básica de cognición que acabo de presentar, y que nos permite
definir qué es un comportamiento y qué es aprendizaje; también nos sirve para
pensar en lo que cabría considerar como cogniciones de segundo grado.
Dichas cogniciones de segundo grado serían registros de su ambiente
externo o interno que un ser vivo puede tener; y que pueden pautar, de forma
funcional, las respuestas o reacciones de ese ser vivo ante esos estados. Tales
cogniciones de segundo grado serían un decantado de las más básicas: un producto del aprendizaje que, vale subrayarlo, no tiene por qué darse en todos los
animales, o en todos los sistemas, vivos o no, a los que pueda atribuírseles comContrastes vol. XXIX-Nº2 (2024)
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portamientos en el sentido aquí delimitado. Y es posible que esas cogniciones
de segundo grado ya sean pasibles de ser consideradas como representaciones.
Es decir, como cogniciones en el sentido que, conforme ya lo señalamos, Antonio Diéguez (2014, p. 54) le ha dado al término. Y eso nos llevaría a admitir
que la representación es un resultado, un producto posible, de las interacciones
conductuales que el ser vivo entabla con su entorno.
Importa entender, además, que la aplicabilidad de las nociones de comportamiento, cognición y aprendizaje aquí presentadas, es una cuestión a resolverse
por la vía de la investigación científica. Que ellas sean atribuibles a tal o cual
grupo taxonómico, de mayor o menor amplitud, sea él parte o no de Animalia,
no es una cuestión conceptual, sino empírica. Valiendo lo mismo para la posibilidad de aplicarlas en máquinas, o en sistemas biológicos colectivos tales como
colonias o tapetes microbianos. Entiendo, sin embargo, que las elucidaciones
aquí propuestas aluden, aunque quizá no de manera del todo clara y precisa,
a los conceptos que, explícita o implícitamente, deben ser presupuestos en las
indagaciones y polémicas sobre esas cuestiones. No es posible discutir si cabe,
o no, atribuir comportamientos a las plantas, o cogniciones a las máquinas,
sin antes contar con delimitaciones razonablemente amplias, y mínimamente
aceptables, de esas nociones. Y es a esa delimitación que quise aproximarme
en la reflexión aquí desarrollada.
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Contrastes vol. XXIX-Nº2 (2024)
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GUSTAVO CAPONI
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gustavo Caponi es catedrático del Departamento de Filosofía de la Universidade
Federal de Santa Catarina y becario del Conselho Nacional de Desenvolvimento
Científico e Tecnológico del Brasil. Actualmente está realizando una estancia en
el Grupo de Investigación en Ciencias Cognitivas de la Universidad de Málaga,
España.
Líneas de investigación:
Filosofía de la Biología e Historia de la Biología.
Publicaciones recientes:
CAPONI, G. (2023), «Function, adaptation and design in Biology», en J. Gayon; A.
Riclès; A. Dussault (eds.), Functions, from organisms to artefacts. Springer:
London, pp. 115-134.
CAPONI, G. (2023), «¿Qué es un sesgo ideológico», Revista de Humanidades de
Valparaíso, 21, pp. 65-82.
CAPONI, G. (2022), «How to Read Ameghino’s Filogenia?», en A. Barahona (ed.),
Handbook of the Historiography of Latin American Studies on the Life Sciences
and Medicine. Springer: Cham, pp.183-203.
Email:
[email protected]
Contrastes vol. XXIX-Nº2 (2024)