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FANATISMO COMO FRENO A LA INVESTIGACIÓN NOLBERT BRICEÑO ΔCRΔCIΔ Viendo las redes sociales hoy en día (2024), veo con suma preocupación el nivel de fanatismo que muchísimos individuos exhiben en diversos temas. Y hay "genios" que dicen que el problema son las propias redes sociales. No, señores, el problema no está en las redes sociales, sino en la gente misma. Fanatismo ha habido desde que el hombre tiene ego. Hay gente que cree que, si unos individuos no muestran su fanatismo en público, es porque las redes sociales tienen una especie de "magia" que hace que salga lo peor de ellos y les haga comportarse de manera "inadecuada", es decir, que ellos no son fanáticos de nada, sino que las redes sociales les crean ese fanatismo. Muy lejos de la realidad. La razón principal por la que mucha gente no se atreve a mostrar su fanatismo en persona es por el temor a su integridad física. En público, mucha gente no se atreve a decir todo lo que piensa. El juicio por parte de la multitud y un posible linchamiento (cuando no es suficiente la cancelación, el boicot) es una medida bastante disuasiva como para que no se discutan ciertas ideas en público. Con el surgimiento de las redes sociales y la posibilidad de mayor anonimato en la expresión de las ideas, manifestar ideas polémicas y fanatizadas nunca fue más barato. Los riesgos de ser identificado se reducen considerablemente y eso impulsa a mucha gente que en público puede lucir "bastante decente y reservada", que en privado tienen unas ideas que asustarían a cualquiera. Al igual que con las empresas y su supuesta "creación" de necesidades, las empresas que suministran el servicio de redes sociales no hacen más que facilitar la expresión de ideas que en público no solemos tratar; pero no nos hacen fanáticos: llevamos el fanatismo por dentro, sólo que se manifiesta. Es risible cómo, una y otra vez, muchos defensores del Estado buscan culpables en los demás, sin siquiera hacerse un autoexamen de conciencia o un análisis crítico de la acción humana. Cuidado, que eso no significa que no haya gente que pone su rostro ante el público y dice lo que dice. Son capaces de hacer manifestaciones: pero eso es porque ya tienen un cierto grado de cooperación y conciencia de que no están solos y que pueden enfrentar a otros de similar tamaño que piensen distinto, u otro interés. El fanático no suele serlo de todo, sólo de uno que otro asunto, y los hay de distinto grado: unos son más dogmáticos que otros. El fanático no es aquel que puede hablar durante horas de lo que le gusta: un profesor te puede hablar de su materia durante días enteros, y demostrar que él sabe, con argumentos. El que es fanático puede estar días enteros, pero insultando a quienes no piensan como él y alabándose a sí mismo, a sus camaradas o a la posición que él juzga "moralmente superior"; sin siquiera dar un solo argumento de por qué su posición y hasta dudando de la capacidad intelectual de aquellos quienes sólo le piden si puede sustentar su posición. El fanatismo puede darse en cualquier materia: deportiva, artística, culinaria, ideológica, etc., y en diversos grados: no todos son igual de fanáticos en lo mismo. El grado de fanatismo es difícilmente medible a nivel objetivo, sólo perceptible y relativamente tolerable a nivel subjetivo. En Venezuela, por ejemplo, solemos comer caraotas negras, también llamados frijoles negros. Hay quienes le agregan azúcar para comérselas; una acción que en muchas ocasiones genera un debate que suele ponerse muy intenso, particularmente en las redes sociales, si no en los mismos comedores. Pondré este ejemplo para ahorrarme haters de otros temas más "polémicos"; y lo lamento por los sentimientos tan frágiles de aquellos fanáticos de este tema sobre el azúcar y las caraotas. Quienes moralizan el asunto lo hablan no como una preferencia (ética personal, subjetiva), sino como si fuese cosa de "correcto" o "incorrecto" (ética normativa, objetiva). Esto hace que el tema sea más espinoso de lo que realmente es, y ocasiona el llamado "tribalismo": la segmentación de pensamientos sobre el tema y la categorización de "buenos" a aquellos que piensan igual que uno, y de "malos" a aquellos que piensan distinto a uno. Traer el asunto a la mesa de discusión o investigación es considerado, para algunos, como poner en duda la maldad o bondad que los moralistas le atribuyen; y puede ser considerado como una ofensa el siquiera preguntar si puede discutirse. "Es bueno porque es bueno y punto", "es malo porque es malo y punto". No hay discusión. Es más, no sorprende que haya moralistas que recurran al Estado para imponer sus valoraciones mediante la agresión. "En este territorio es delito echarles azúcar a las caraotas"; y preguntarse por qué es delito o por qué es malo echarles azúcar a las caraotas es casi tan grave como cometer el delito per se. Así funciona la moralidad de los "ultras". Y no pongo ese epíteto porque sí; procedo a demostrar por qué: se ponen tan radicales que ya apenas te preguntas por qué es malo echarles azúcar a las caraotas y ya concluyen que estás, como mínimo, justificando el acto de echarles azúcar a las caraotas (equiparando preguntar con justificar, que no es lo mismo); que estás promoviendo el acto de echarles azúcar a las caraotas (que tampoco es igual preguntar que promover) o que, incluso, eres de los que realiza el acto de echarles azúcar a las caraotas (cuando preguntar no equivale a realizar). Y los fanáticos más sectarios no se contentan siquiera con expulsarte de su secta (que es lo que termina siendo, vale la redundancia); sino que pueden buscar el apoyo del Estado o por ellos mismos (en caso de una sociedad de libre mercado o si no obtienen el apoyo del Estado) agredir tu propiedad para que ni en tu casa puedas buscarle una justificación, defenderla, realizarla o siquiera preguntarte por qué es bueno o malo echarles azúcar a las caraotas. Por otro lado, tenemos a quienes se enfocan no tanto en las aseveraciones per se, sino en saber quiénes las dicen. Es muy común entre los intelectuales de las academias mainstream el preguntar "¿y quién dijo eso?", "¿Dónde lo dijo?", en situaciones donde no es relevante hacer esas preguntas. Si estuviésemos hablando sobre la veracidad de si X o Y individuo lo dijo, o si quien lo dijo lo escribió en X o Y documento, sería pertinente hacer esa pregunta. Es común que se hagan este tipo de interrogantes —generalmente, en un tono altivo y retórico— con el fin de desviar el tema, ya que quien hace ese tipo de preguntas no tiene argumentos para rebatir el asunto principal y está buscando otro tópico para ver dónde atacar. En las redes sociales, donde el anonimato abunda, es frecuente observar el desprecio que hacen muchos intelectuales hacia los individuos que no usan su rostro como foto de perfil, ni sus nombres reales; y, al leer las aseveraciones que los ponen contra la espada y la pared, optan por no enfocarse en la argumentación esgrimida, ni se prioriza la búsqueda de la verdad sino el quién te lo está diciendo. Este tipo de intelectuales se preocupan más en el saber quién es el que los está dejando en ridículo, quién es el que está rebatiendo una a una sus argucias, en lugar de preocuparse por la veracidad de sus propias aseveraciones. ¿Con qué finalidad? Con la finalidad de vengarse en persona. Ya hablé en varios artículos la necesidad de los intelectuales de mantener a raya a quienes piensan distinto. Para ello, buscan, por todos los medios, evitar que otros usen el anonimato cuando son ellos las "víctimas"; pero no dudan, ni por un instante, en servirse del anonimato para hacer exactamente lo que ellos critican o, peor aún, vengarse personalmente de aquellos que les han dejado al descubierto como los ignorantes que son. Recurren a todo tipo de discursos para hacer que los anónimos sean ignorados, burlados, bloqueados, etc.; pero son capaces de emplear el anonimato para defender su propia posición como intelectuales mainstream, cuando no pueden identificar a los anónimos, sin contar con las otras medidas que utilizan para excluir a sus colegas disidentes, las cuales ya expliqué en otros artículos. Esto no es más que reforzar su puesto de trabajo como legitimadores del Estado, demostrando que su fanatismo e intereses llegan a tales niveles de maquiavelismo, hipocresía y agresión a la propiedad. Y no sorprendería que, bajo Estado, el fanatismo, que también alcanza a políticos y científicos, haga que el "ultramoralista" se disfrace de científico (cuando antes era de religioso) y, por medio de esta organización agresora, se sirva para imponer sus valoraciones al resto, siendo los cuerpos de policía los "correctores morales" de lo que está bien y lo que está mal, pero no de una manera objetiva (porque lo objetivo requiere de una discusión e investigación transparente), sino una imposición por medio de la agresión a la propiedad; relacionando la ciencia con la moral al tachar de "enfermos" (cuando antes eran "herejes") a quienes siquiera se pregunten sobre si tal acción debe considerarse valorado moralmente, y enviándolos a reformatorios o instituciones mentales para su "curación", como ha pasado en tantas ocasiones desde que el Estado ha servido de instrumento para ello. Para pensadores más deshonestos, la discusión puede convertirse en un campo de batalla, donde ya no se busca la verdad sino "aplastar al enemigo" por medio de la persuasión, de buscar aliados, gente que los apoye con este objetivo; y, de no funcionar, por medio del boicot y hasta de la agresión. La indiferencia, o sea, un aparente "silencio sepulcral", el ignorar olímpicamente, el hacerse el desentendido; luego, si no funcionan, la burla, el insulto y luego la agresión, son generalmente los medios utilizados por los fanáticos de una doctrina. Ya no se trata de encontrar los argumentos que refuten el echarles azúcar a las caraotas; se trata de convencer a la gente con todo tipo de medios (bajo el pensar que "en la guerra todo se vale") para que aquel que siquiera lo cuestione sea "aislado" o "destruido" (según el grado de enemistad). El admitir estar equivocado es una deshonra para estos fanáticos: equivocarse pasa a significar "derrota", "humillación". El darse cuenta de que la otra visión estaba en lo correcto sería un sacrilegio, una herida mortal para el inflado ego que tienen. El fracaso no constituye un freno a su erróneo razonamiento, sino a un incentivo para su mutación. Y aunque algún fanático —así sea en su mente— admitiera finalmente estar equivocado, sus deseos de venganza pueden llevarlos a acometer todo tipo de actos, antes mencionados. Por eso llevan el asunto al campo bélico: porque la defensa de su posición no la pueden hacer desde la argumentación, sino desde el más puro troleo. La actitud infantil que toman no es más que el reflejo de haber sido completamente refutados. Las falacias, el boicot y la agresión pasan a ser las herramientas en su inútil intento de mantener su reputación. Buscan aliados no para buscar la verdad; sino para consolidar su cuento chino. No importa la verdad, sino mantener sus beneficios aún a costa de ella, a costa de poder explicar la realidad. A este punto, el fanatismo y la ética no se la llevan bien. El fanatismo puede contaminar estudios, análisis, investigaciones de todo tipo, y si la gente no tiene forma de corroborar por su cuenta, puede terminar tragándose el cuento entero del investigador fanático. ¿Cuántos estudios no tienen sesgos? ¿Cuántos libros no han sido escritos sólo por sesgo de confirmación o persuasión y no por solidez argumentativa? Los intelectuales más mediocres podrían simplemente atacar a la persona y no al argumento, descartando por completo su esquema de razonamiento sólo con tacharlo de "fanático"; pero así no se desmonta, eso es un trabajo chapucero. Por lo menos, desde el punto de vista lógico, cualquiera puede aprender a identificar falacias y razonamientos erróneos; así se descarta rápidamente un razonamiento que pretenda constituirse en argumento. Más difíciles son los razonamientos que están inmersos en el campo de las ciencias exactas, en los que implica tener conocimientos de física, química, matemáticas, etc., donde, en muchos casos, para poder comprobar que efectivamente lo dicho es cierto, ameritaría que cada uno no sólo tuviera conocimientos de esas materias, sino tener hasta su propio laboratorio; situación imposible en muchísimos escenarios y donde a nosotros, los individuos "de a pie", no nos queda de otra que confiar o desconfiar de los datos suministrados. Y la cuestión aquí no es "válido hasta que se demuestre lo contrario", porque eso tan sólo es una presunción; y una presunción jamás es igual a certeza. Estos nefastos efectos fácilmente ocurren también en el Estado, y se enquistan más fácilmente al ser éste un sistema monopólico. Los problemas de redacción o aplicación de leyes no son una cuestión principal sino accesoria: el fanatismo influye tanto en la legislación —contenido de las leyes— como en su ejecución. Aquí, claramente, se observa que el problema está en el Estado, no en el mercado. El lector quizás se pregunte por qué no apunto la responsabilidad al fanatismo sino al Estado. El humano es susceptible de caer en el fanatismo —al igual que la corrupción—, y el fanatismo per se no es agresión a la propiedad; en cambio, el Estado sí es una organización per se antiética (en mi obra Estado y Propiedad explico por qué). En toda organización social encontraremos fanáticos y corruptos; la diferencia entre el Estado y el mercado es a nivel ético, y a partir de allí difieren en cuanto al tratamiento que se aplica a asuntos como el fanatismo, la corrupción y otros problemas que el Estado no puede resolver y que más bien puede potenciarlos. Y hay que hacer una aclaratoria. El término "fanático" también puede ser usado por aquellos que, no pudiendo rebatir con argumentos las aseveraciones expresadas por el rival, entonces tachan a sus razonamientos como "dogmas", y califican al rival como "dogmático". Esto es precisamente porque, al ser incapaces de refutar debidamente la aseveración planteada, no les queda de otra que descalificarlo, como si fuese cuestión de que gana "quien logre convencer al otro" y no aquel que "presenta argumentos y no argucias". Todo fanatismo retrasa la investigación sobre la mente y la acción humana. Es evidente la hipocresía de algunos que dicen estar "a favor de la investigación y del progreso", que dicen "estar en contra de las religiones"; pero comportarse, al mismo tiempo, de forma tal que sólo los más acérrimos religiosos podrían igualarse en su obstinado pensar. Esto pasa, generalmente, porque el fanático ha puesto su autoidentificación en esas ideas que defiende; por lo que refutar las ideas que defiende sería equivalente a refutar su identidad. De esto hablo más en mi libro Estado y Propiedad. Que en unos años haya gente que cambie de idea y decida debatir y descubrir por su lado, se dará cuenta de las atrocidades cometidas por los fanáticos a través del Estado; lo cual simplemente quedará como una fuente de material de burla al "primitivismo" que caracteriza actualmente (2024) a unos cuantos autoproclamados "ejemplos de civilización humana". Este artículo fue corto, porque es el preludio de lo que vendrá. Los análisis que he realizado apenas son una muestra de lo que viene en los próximos. Si usted, estimado lector, los ha considerado duros de digerir, probablemente los que vengan los serán aún más. Autor Nolbert Briceño es bachiller Summa Cum Laude del Liceo Ávila y abogado de la Universidad Central de Venezuela. Tiene conocimientos en Filosofía, Economía y Ciencias Políticas. Si te gustan mis escritos, apóyame en binance.com, cuenta: [email protected]