REVISTA CHILENA DE LITERATURA
Mayo 2023, Número 107, 17-55
DOCUMENTOS IMPREGNADOS: VESTIDO,
CUERPO Y NACIÓN
Cristina Burneo Salazar
Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador
Quito, Ecuador
[email protected]
RESUMEN / ABSTRACT
El vestido burgués de fines del siglo XIX es la materialización de un momento de alta
normatividad en los códigos de civilidad en las Américas. Dicha materialidad, registrada en
archivos fotográficos y textuales como retratos de familia, álbumes, revistas, da cuenta de
ello. El vestido de las burguesas puede examinarse como una tecnología de control para la
construcción y la representación de la categoría mujer en tanto gozne de la nación; y muestra
a la vez la jerarquización de clase dentro del género en relación con las mujeres indígenas y
afrodescendientes. Las vestiduras son también investiduras en tanto sitúan socialmente, regulan
moralmente, dan cuenta de una pertenencia y de un conjunto de privilegios y restricciones.
Este trabajo interroga un conjunto de cosas: los vestidos y, dentro de ese vasto campo, aquellos
que cubren los cuerpos de las mujeres de la burguesía quiteña entre 1870 y 1900, en contraste
con otras representaciones del signo mujer, a fin de ver cómo dicho signo es un núcleo de
organización de la nación decimonónica.
Palabras clave: mujeres siglo XIX, género y vestido, cuerpo femenino, género y nación,
historia de las mujeres.
CLOTHING, BODY AND NATION: IMPREGNATED DOCUMENTS
The bourgeois dress of the late nineteenth century is the materialization of a moment of high
normativity in the codes of civility in the Americas. This materiality, recorded in photographic
and textual archives such as family portraits, albums, magazines, advertisements, gives an
account of it. The dress of bourgeois women can be examined as a technology of control
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for the construction and representation of the category “woman”, hinge of the nation; and it
shows at the same time the class hierarchization within gender in relation to indigenous and
Afro-descendant women. Clothing is also an investiture insofar as it socially situates, morally
regulates, and gives an account of belonging and of a set of privileges and restrictions. Thus,
this work interrogates a collection of things: the dresses and, within this vast field, those that
cover the bodies of the women of the Quito bourgeoisie between 1870 and 1900, in contrast
with other representations of the sign “woman”, in order to see how this sign functions in the
organization of the nineteenth-century nation.
Keywords: nineteenth-century women, gender and fashion, female body, gender and nation,
women’s history.
Recepción: 15/06/2022
Aprobación: 28/07/2022
EL PLIEGUE COMO DOCUMENTO
Ciertas materialidades no siempre son consideradas documentos. Las cosas,
los objetos y artefactos con los cuales compartimos el espacio en ocasiones
parecerían hallarse al margen de los mundos de sentido que construimos.
Sin embargo, las cosas, el reino de aquello que nos rodea, pueden plantear
problemas interesantes en tanto habitan con nosotros la realidad en que
vivimos. Es lo que Bill Brown ha llamado nuestro “inconsciente material”
(The material).
Este trabajo interroga un conjunto de cosas: los vestidos y, en ese vasto
campo, aquellos de las mujeres de la burguesía quiteña entre 1870 y 1900,
en contraste con otras representaciones del signo mujer, a fin de ver el
funcionamiento de dicho signo en la organización de la nación decimonónica.
El período fijado se halla en función de los documentos localizados para la
investigación, ellos han dictado esta delimitación.
A fin de moldearse para ella un cuerpo socialmente viable en el contexto
del siglo XIX, una niña recién nacida será sometida a varios instrumentos
que la convertirán en una pieza funcional al proyecto nacional. La técnica de
su época, acompañada de los discursos que le darán sentido y sobre la base
de una biología, irá construyendo una psicología, una moral, un banco de
emociones, una estética. Así, la forma del cuerpo, su volumen, la apertura de
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sus caderas, la redondez de sus senos, se organizarán en pos de la compleja
arquitectura de lo que será la mujer.
¿Quiénes son las burguesas quiteñas? En general, son mujeres situadas
entre la blanquitud criolla y el sustrato indígena de la nación ecuatoriana, que
resistió el proceso colonial de genocidio. Pertenecen a las clases dominantes
que emergen entre la colonia y la república, y a la vez se hallan sujetas al
régimen patriarcal decimonónico. La europeización de la cultura les garantiza
ser vistas como sujetos valiosos al proyecto nacional al participar de sus
códigos, pero a la vez viven en pequeñas ciudades andinas de modernidad
desfasada. Por ello, los códigos civilizatorios se exacerban en sus cuerpos,
se estiran para alcanzar el ideal blanco, europeo y sumiso, más aún si son de
extracción rural o su marcador racial las sitúa en desventaja en la jerarquía de
los cuerpos. Estas mujeres coexisten en la historia con mujeres indígenas y
mujeres afrodescendientes que encarnan disputas de sentido propias respecto
del signo mujer, idealizado por la blanquitud, las cuales abrirán fugas al
encorsetamiento y que aparecen al final de este trabajo, como horizonte.
En su ensayo Poses de fin de siglo, Sylvia Molloy hizo visible la relación
entre género y nación en las Américas a través del vestido, entre otros
elementos visuales de lo que hoy constituye la imagen de la nación grabada
en nuestra retina: cuerpos normados, estratificados a través de textiles,
colores y poses muy estudiadas. El retrato de la nación de fines del siglo XIX
es, en buena medida, aquel de la mujer burguesa posando con hasta treinta
libras de vestido, corsé, polizones y cabelleras esculpidas. Su correlato es
el prócer erguido sobre su patrimonio. De hecho, escribe Molloy, hay una
“construcción paranoica de la norma con respecto a género y sexualidades”
(6) en los procesos de consolidación de los proyectos nacionales. A través
de los cuerpos, dicha norma hace visibles las “implicaciones ideológicas
de estas construcciones para los debates sobre identidad nacional y salud
nacional” (17). Aquello que se considera “salud nacional” se deposita en
los cuerpos de las mujeres y en su performance cotidiana. Ellas van a ser
las madres de la patria a través de sus hijos varones, ciudadanos plenos,
y de sus hijas mujeres, otras futuras madres. La imagen de estos cuerpos
ataviados, investidos, esconde otros cuerpos más expuestos, descorsetados
pero vulnerables de distintos modos en las jerarquías de género de la época.
Las subjetividades femeninas burguesas aprendidas conforman “un campo
de visibilidad dentro del cual la pose es reconocida como tal” (19). En este
campo visible, la pose como aparición danzada del cuerpo, expresión de una
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disciplina que ritma la respiración, el volumen de voz, la gracia de los dedos:
el arte de posar como modo de diseño de la historia nacional.
Se puede posar mejor con un cuerpo blanqueado, seleccionado en función
de sus marcadores: racial, de clase y funcionalidad. No solo el pigmento,
también la proveniencia, el porte, son valores de clasificación. Los cuerpos
con discapacidades, acentos “mal modulados” –bilingüismos indígenas, actos
de habla estridentes–, movimientos considerados toscos, son excluidos. El
catálogo de urbanidad es largo, va desde la forma de los dientes, pasa por el
control de la lengua para que no chasquee o suene, y llega hasta el largo de
una zancada. Al tiempo que excluye, la jerarquía de los cuerpos se considera
universal. En “Cuerpos de la nación: cartografías disciplinarias”, Beatriz
González Stephan lo explica así:
Pese a ello, es un hecho que el proyecto de nación y ciudadanía fue
un imaginario de minorías pero que se postuló como expansivo,
y que efectivamente tuvo la capacidad de englobar-domesticar a
comunidades diferenciales que ofrecían resistencia a costa de no fáciles
negociaciones. En una doble dirección (centrípeta y centrífuga), el
cuerpo escriturado de disciplinas –incluyendo las constituciones– tuvo
como tarea incorporar y modelar a los grupos sociales; y contrariamente,
expulsar a aquellos que no lograban mimetizarse con las normas. (87)
ARCHIVO TEXTIL Y TEXTUAL
La búsqueda de las cosas que dan sostén a esta reflexión hizo de la dispersión
una condición de trabajo. El primer paso para establecer el archivo material fue
ubicar vestidos en guardarropas privados, conventos, tiendas de antigüedades y
museos. De allí salió un conjunto de piezas que corroboraban en su materialidad
las representaciones de las mujeres en la literatura y en la fotografía. Por su
parte, el archivo de impresos estuvo conformado por retratos fotográficos
de mujeres y textos religiosos y seculares.
La conformación de este mínimo archivo mixto hizo posible establecer
una continuidad entre fotografía, literatura y piezas de ropa para seguir la
trayectoria del conjunto propuesto. En esta observación, darle relevancia a
dicha continuidad entre palabra e imagen permite ver qué pasa con las cosas
representadas en textos, con las cosas fotografiadas y con aquellas que han
sobrevivido el paso del tiempo y aún habitan museos, tiendas o bodegas. Al
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observar las cosas en palabras, fotografías o en sí mismas, queremos hacer
que nos hablen desde su materialidad en la historia y desde los espacios que
habitan hoy como documentos.
En el período 1870-1900 se pone especial atención en la difusión de
códigos de civilidad1 que se inscriben en la moda. Publicaciones como La
Revista Ecuatoriana (1889), Revista de Quito (1898) y El Sastre Quiteño
(1898) son de mi interés porque sus líneas editoriales –establecidas por
hombres– diseñaban los códigos para las mujeres.
Por su parte, la fotografía en este período es reveladora porque la figura de
las mujeres domina en los retratos. El archivo familiar de María Augusta Urrutia,
alojado en el museo del mismo nombre en Quito, comprende una cantidad
significativa de retratos fotográficos de ese tiempo. Un solo álbum familiar de
la élite habla de una clase emparentada, asociada y aliada socialmente. María
Augusta Urrutia (1901-1987) fue una noble quiteña, filántropa y mecenas.
Los álbumes de familia de sus antepasados muestran cómo el parentesco, la
idea de clase y el poder configuran un orden social que domina el sentido del
signo nación, le da significados y excluye e incluye a ciertos cuerpos. Los
retratos de burguesas considerados aquí provienen, sobre todo, de archivos
familiares en que aparecen en sus hogares, espacios privados, rodeadas de
los objetos de su época; o en retratos de estudio arreglados como salones.
Los retratos del fondo Urrutia, varios de ellos del fotógrafo Enrique
Morgan, son de las mujeres de las familias Klinger, Aguirre, Barba y Urrutia,
todas ellas emparentadas, y también de hombres aristócratas o religiosos de
Quito. Los retratos de mujeres, fechados sobre todo en las dedicatorias, se
ubican entre 1874 y 1902. El fondo Urrutia guarda también piezas de vestir
del siglo XIX, probablemente del último cuarto, según han sido analizadas en
el museo. Las piezas que más destacan son un vestido victoriano de viudez
1
Es bien conocido el amplio trabajo de Norbert Elias sobre la civilidad en los
procesos de civilización en Occidente como fundamento de la constitución de un sujeto
moderno forjado en la represión y el control del cuerpo. Über den Prozeß der Zivilisation.
Soziogenetische und psychogenetische Untersuchungen, data de 1939 (Basilea: Verlag Haus
zum Falken). Asimismo es muy conocido el trabajo de Roger Chartier Lectures et lecteurs
dans la France d’Ancien régimen (1987) en que trabaja con los manuales de urbanidad. A
fin de no redundar en referencias omnipresentes en lo académico, he preferido aprovechar el
espacio de este trabajo para dialogar con autoras que elaboran explícitamente perspectivas
de género para la urbanidad y con autores y autoras que producen conocimiento desde las
Américas, donde hay mucho que decir sobre la desgarrada constitución del sujeto moderno.
Asimismo, espero haber propuesto herramientas analíticas renovadas como las que se hallan
en perspectivas materialistas del siglo XXI.
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en encaje negro, polizón y joyas negras y una chaquetilla de seda. Es curioso
ver estos vestidos, que no se consideran documentos, frente a los uniformes
de los próceres de la independencia, que se encuentran en casi todos los
museos históricos vestidos con medallas y otras distinciones.
Asimismo, me fue posible visitar el archivo privado de una familia de la
aristocracia quiteña, y apreciar álbumes familiares y prendas de vestir del siglo
XIX. Entre las posesiones hay faldones, lencería, ropa de dormir, sombreros
y ropa masculina de fines del siglo XIX (dos chalecos y una chaqueta). Una
de las piezas más expresivas de este conjunto es un faldón de alambre y capas
de tul en color negro. Su peso aproximado es de diez libras (4,5 kilos), se
colocaba bajo el vestido para darle volumen a la falda y acentuar el contraste
con la cintura. Al colocarme el faldón y tratar de moverme, pude comprobar
cómo el peso de esta pieza, solo una del atuendo decimonónico, limitaba mi
movimiento y forzaba mi columna vertebral debido al peso, lo que dificultaba
mi equilibrio al caminar.
Así, este trabajo se sitúa en lo privado, en lo material y en las superficies
de la subjetividad femenina que nos llevan a sus profundidades, si acaso
fuera posible conocer hasta dónde llega una superficie y dónde inicia una
profundidad. Para conocer la historia de las mujeres, es necesario mirar lo
concreto, pues “los criterios de construcción de los hechos históricos centrados
en la vida pública se han referido a una humanidad genéricamente neutra,
pero en realidad se refieren a la parte masculina de la misma”, explica Ana
Lidia García (201). De ahí mi interés por los espacios privados, domésticos
y cotidianos. “La historia de las mujeres acepta las distintas lecciones que
ofrece su múltiple vecindad con otros campos del conocimiento. Por ello
su originalidad no estriba en sus métodos únicos sino en las preguntas que
plantea y en las relaciones de conjunto que establece”, continúa García (201)
Las tiendas de antigüedades son archivos extraoficiales; las colecciones de
prendas, los manuales de patronaje, objetos de higiene, toilette y del hogar,
quieren comunicarnos en su acumulación desordenada los sentidos de las cosas
en el pasado de las mujeres. Quizás sea en las tiendas de antigüedades y en
los desvanes, caracterizados por la resistencia a la clasificación museológica,
donde mejor se pueda poner en marcha esta mirada, lo que Arjun Appadurai
llamó “fetichismo metodológico” a partir del concepto marxista del fetichismo
de la mercancía.
documentos imPregnados: vestido, cuerPo y nación
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EL ESTADO VOMITA LA LEY DIVINA
En 1791, José Pérez Calama, obispo de Quito, publica su “Edicto para la
Santa Visita”2, que contiene “una exortacion en quanto à la Modestia, Decoro
y Recato del Vestido Mugeril”. Moda y modestia tienen la misma raíz latina:
modus, medida. La raíz de decoro, decus, es adorno, pero también significa
decencia. Recato, del latín más tardío, recaptare, quiere decir retirar de la
vista pública aquello que no se debe mostrar.
La exhortación a las mujeres no es una mera recomendación. La violación
del código religioso las sanciona con uno de los mayores castigos para una
católica: la excomunión. Los cuerpos de las mujeres se hallan constantemente a
prueba. Un ejemplo de ello es el mandato para entrar a una iglesia: “mandamos
estrechamente, bajo de precepto formal de obediencia, que todas las mujeres
de cualquier clase que sean, así ricas, como pobres, españolas, indias o castas,
hayan de entrar y estar en la iglesia con la cabeza cubierta, no con sombrero,
sino con el manto o cobija mujeril, con que cada cual pueda”.
La gracia y la bondad se visten. Vestido y virtud son atavíos indisociables
y serán nacionales. En su sugerente Historia de la mierda, Dominique Laporte
mira esta convergencia de manera más concreta:
Evidentemente el Estado es una cloaca. No solo porque vomita la
ley divina por su boca devoradora, sino también porque se instituye
como ley de lo limpio por encima de sus vertederos. La tríada
higiene-orden-belleza que Freud definió como la de la civilización
se reconoce en la asunción de la figura del Estado. (59)
Tanto la Iglesia como el Estado se consideran por encima de los ruedos
del vestido que las mujeres arrastran por el suelo. Justamente, una de las
funciones originales de los tacones y las plataformas es mantener el vestido
unos centímetros arriba de las heces regadas por la ciudad. Durante largo
tiempo, las mujeres se ven obligadas a cargar con el peso de esos vestidos
y elevar a la vez sus largas colas o velos al caminar, a fin de mantenerlos
a salvo de la suciedad. “No puede admitirse en ninguna mujer el llevar la
falda arrastrando, porque la limpieza es la primera y más exquisita de las
Localizado en 2015 por la historiadora Malena Bedoya en el Fondo de Ciencias
Humanas del Ministerio de Cultura en Quito, gracias a cuyo trabajo de archivo pude acceder
a él.
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coqueterías” (189), recomienda la Baronesa Staffe en su manual Secretos
para ser amada (1876), y dice, como Calama antes, que los trajes demasiado
cortos “no son ni elegantes ni convenientes. Desde la edad de doce años debe
llevar la mujer lo bastante largos los vestidos para no pecar de indecorosa ni
de grotesca” (199). Aporías de la moda.
El clero y la sociedad secular colaboran en estos discursos de control del
cuerpo, más detallados con el paso del tiempo. En el orden republicano, el
mandato sobre el cuerpo es más estricto. En 1840, en “Carta a las timoratas”,
será el religioso Carlos Quadrupani quien diseñe el código de vestir. En este
manual, entre capítulos como “Obediencia”, “Mansedumbre” o “Escrúpulos”,
aparece el número XX: “Vestidos y adornos”. Allí, Quadrupani diseña la
virtud del pudor: se debe ser consciente de no perturbar el espacio social
con vestidos indecentes ni llamativos. Deben llevarse con modestia para no
llamar la atención, ostentar las formas del cuerpo ni tentar a los hombres.
Solo cumplen estas funciones: 1. la guarda de la modestia; 2. arroparnos
en las molestas estaciones; 3. adornarnos con sobriedad y vergüenza según
explica San Pablo”(64).
En el Nuevo Testamento, el apóstol Pablo le dicta una carta a su ayudante
Timoteo que se refiere a la organización de la iglesia. Aquí aparecen los
célebres fragmentos de la carta que las religiones abrahámicas han usado
para controlar los cuerpos de las mujeres. En Timoteo 2:9, dice: “que las
mujeres se adornen con atavío decoroso, con vergüenza y modestia; no con
cabellos encrespados, u oro, o perlas, o vestidos costosos” (“Timoteo 2” 64).
El peso de este mandato determina su lugar en la congregación. Cuerpo,
vestidos, virtud, conforman una visualidad de sujeción. En ella, los fluidos,
las funciones fisiológicas, el sudor, la excitación, el palpitar del corazón, los
sonidos de los intestinos desaparecen bajo capas, pliegues y encajes.
Por otro lado, la histerización de las mujeres, donde confluyen el cuerpo
controlado por el corsé, la movilidad limitada, el temperamento sofocado,
la represión de la risa escandalosa, se convierte en un dispositivo científicoreligioso eficiente. Uno de los modos de verificar la histeria es el vestido: si
sucio, si revelador, puede ser un signo de descontrol, igual que el rubí en el
rostro. En 1870, la congregación del Buen Pastor es llevada a Ecuador por
el régimen conservador de Gabriel García Moreno para “que se ocupen en la
reforma de las mujeres delincuentes y en preservar a las que están expuestas
a ser víctimas de la corrupción del siglo”, ha explicado Ana María Goetschel
en Cartas públicas de mujeres ecuatorianas (134). Uno de los mecanismos
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de “protección” a las mujeres es la reclusión forzada, práctica que continuó,
por lo menos, hasta mitad del siglo XX.
En varias cartas de este volumen se encuentran órdenes escritas por padres,
esposos o patronas para encerrar a las mujeres de su familia por exhibir una
mala conducta. El tiempo de encierro depende de quién mande en la familia.
Los cuerpos rebeldes tendrán que enfrentar, así, todo un universo que hará
del vestido, la pulcritud y la mesura una prueba de cordura y obediencia. La
iglesia y el Estado colaboran en la reclusión de las mujeres a fin de que su
autonomía se retrase lo más posible, como lo prueba esta carta:
Quito, agosto 17 de 1873
Comisaría de Policía
A la R. M. Superiora de las Monjas del Buen Pastor
Hallándonos autorizados por el S. E. Presidente de la República mandar
en clase de corrección a la casa de su cargo a todas las mujeres que
tengan una vida relajada, tengo a bien remitir hoy a Mariana Romero
hasta que enmiende su vida inmoral.
Dios guíe a V. R.
José I. Grijalva (138)
Las acciones vistas como inmorales por lo general son expresiones de
autonomía. Las fugas, los amoríos, la lectura secular o de novelas, se castigan
para disuadir de la creatividad en el vestir: la perniciosa moda causa estragos
de libertad. Ha escrito Eve Sedgwick en Epidemics of the Will: “La integridad
de los bordes nacionales (nuevos o disputados), las reificaciones de la voluntad
y la vitalidad nacionales estaban ya organizadas alrededor de estas narrativas
de la introyección” (135). Los bordes nacionales marcan también los bordes
del cuerpo individual para que sus tormentas se desencadenen hacia dentro.
La introyección es el único equilibrio posible de los sujetos nacionales.
Las mujeres interiorizarán actitudes y creencias específicas, diseñadas para
ellas en términos de su bello sexo, para identificarse y crear un sentido de
pertenencia con sus entornos. En esos procesos de introyección, los desvíos,
las rebeliones, son controlados o sofocados bajo los vestidos.
El vestido es muestra de cordura y estratifica. Dice Quadrupani que el
gusto extravagante se opone al orden, “el cual pide que cada uno viva y vista
conforme a su grado: Ester de reina, Judit de matrona, Abigail de señora, Agar
de esclava” (65). La jerarquía de género que otorgan las vestiduras hace que
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los cuerpos circulen por espacios delimitados. Afortunadamente, Agar sabrá
transgredir esos límites y rebasarlos.
LA MIRADA FETICHISTA: LO QUE NOS DICEN LAS COSAS
Los vestidos de la burguesía dan cuenta de las maneras en que la mujer se
modela en función de la nación. El vestido puede verse como una hebra
que articula visualidades y espacialidades de distinta escala: la del cuerpo
llamado femenino, la del hogar, la de la nación. Una sola imagen de varias
capas, plisada, bordada, es determinada a la vez por la superposición de
sentidos en el signo cuerpo, también de distintas escalas: las élites como un
cuerpo de espíritu civilizatorio, guías del cuerpo social, hechas de cuerpos
encorsetados, descorsetados, aterciopelados o desabrigados.
En “Thing Theory”, Bill Brown indaga en nuestra relación con las cosas
y en cómo estas nos hacen sujetos con ellas: “La historia de los objetos
afirmándose a sí mismos como cosas es, pues, la historia de una relación
modificada con el sujeto humano y, por ende, la historia de cómo las cosas
nombran más bien una relación particular sujeto-objeto y no tanto un objeto”
(4). En el caso del vestido, esta existencia relacional toma forma en un cuerpo
que no se entiende sin atavíos. Socialmente, ningún cuerpo occidental halla
legitimidad en su desnudez, sino a través de las capas que se suceden sobre
él como pieles. Pensemos, por el contrario, en las situaciones del cuerpo
desnudo fuera del arte: nacimiento, humillación pública, pornografía,
reducción a objeto de estudio, ejecución sumaria. Al cuerpo que circula
desnudo le hemos llamado nudista, exhibicionista, demente, criminal,
impúdico. Es una excepción, una disidencia o un acto ilegítimo. Después de
Eva, la desnudez será siempre una falta o una concesión en la intimidad. El
vestido redime, viste e inviste, dignifica y ordena. Las élites decimonónicas
ocultaron fieramente su desnudez.
El siglo XIX se preocupará por administrar con precisión los “paisajes
del cuerpo”, como bellamente los llamó Walter Benjamin en su Libro de los
pasajes. Las breves zonas de piel desnuda que bordean las áreas cubiertas del
cuerpo, marcadas por la línea del encaje, el doblez, filo que separa lo desnudo
de lo vestido, son de una geometría precisa. El paso del rostro al cuello, el
trapecio del escote, las circunferencias de la manga, el círculo amplio que
forma el ruedo de las faldas, la seda del empeine, todo está calculado. “El
sello distintivo de la moda de entonces: insinuar un cuerpo que nunca jamás
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conocerá la desnudez total” (96), escribe Benjamin. La silueta burguesa del
siglo XIX, que ciñe la cintura en su lugar natural, eleva el busto y amplía las
caderas con faldones, es también una promesa: la fertilidad.
El diario de la joven Virginia Aguirre (1877) describe esta relación con
el vestido y la desnudez. Es un ejemplo de la aristocracia quiteña: habita un
palacete de Quito, es católica, se relaciona con familias de su clase y parte
de su educación tendrá lugar en Europa. En una entrada de su diario, la joven
narra que acaba de llegar de un baile. Son las 5 de la mañana. “Mientras
me desvestía, que es largo, me acosté a las 11” (s.p.). Desvestirse significa
desmontar el cabello, volver a enrollarlo para el día siguiente, desanudar corsés,
camisillas interiores, medias y faldones, conservar una de las enaguas, sobre
la que va la lencería de noche. Virginia no será Virginia sin el camerino diario
en que debe convertirse, cada vez, en Virginia. Las cosas hablan para que un
cuerpo cobre sentidos en el espacio, la moda es una expansión del presente.
Bill Brown se apoya, a su vez, en La vida social de las cosas (1991), de Arjun
Appadurai, que hace de la observación detenida de las cosas una metodología:
“aunque desde un punto de vista teórico los actores humanos codifican las
cosas con significado, desde un punto de vista metodológico son las cosas
en movimiento las que iluminan su contexto humano y social” (Appadurai,
La modernidad 5). Las cosas en movimiento nos dirán quiénes somos: hay
que dirigir la mirada y seleccionarlas a fin de incursionar en el fetichismo
como método. Aparentemente, reinamos por sobre las cosas, pero a la vez
son ellas, más allá de su función, las que desbordan sentidos del mundo. Bill
Brown lo ha llamado un giro material: ver las transformaciones del mundo
concreto sustrayéndonos de divisiones ya aprendidas de la mirada (la ciencia,
la etnografía, el arte, la literatura, la pornografía, la medicina). ¿Cómo mirar
un cuerpo con una mirada individida, desmedicalizada, erótica, científica y
sensible, a fin de comprenderlo en todas sus inscripciones?
Más allá de su aparente banalidad, la construcción del gusto faculta el
ejercicio del poder civilizatorio. “Los gustos de la élite, en general, tienen
esta función de ‘molinete’, seleccionar de entre las posibilidades exógenas y
proveer de modelos, así como de controles políticos, para los gustos internos
y la producción” (Appadurai, La vida social 31). En La filosofía de la moda,
Georg Simmel se detiene en lo que la imitación significa en relación con la
estratificación de la sociedad: “el instinto de imitación es característico de
un cierto grado de desarrollo, donde el deseo de una actividad personal y
eficiente está ya formado, pero donde aún hace falta la aptitud para definir
los contenidos individuales” (Simmel 10).
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La moda prefigura futuros sobre el apoyo de un modelo dominante, en este
caso, eurocentrado. Las referencias a la moda europea en las revistas de Quito
son constantes, así como las suscripciones a revistas parisinas, londinenses
o neoyorquinas. Esa ansiedad por el modelo civilizatorio dice también de
la pose de la nación ecuatoriana del siglo XIX. “Las apariencias exteriores
de la toilette […] atraen hacia sí el gusto, la convicciones teóricas y aun los
fundamentos morales de la vida y les imprime su forma propia: la forma
del cambio” (24). Si hemos de trabajar con superficies como el cuerpo, que
sea lo superficial lo que nos convoque para la exploración. A partir de ellas,
podemos desentrañar capas y pliegues, aprovechar la potencia de lo textual/
textil y ver qué cuerpos excluyen estos modelos para perpetuar opresiones.
ENCUENTRO ENTRE LAS COSAS
Y LAS TECNOLOGÍAS DE GÉNERO
La tecnología de la indumentaria del siglo XIX se desarrolla bajo un dictado
que proviene de la religión, la naciente psiquiatría y la política. Las mujeres,
cuyo deseo sexual no se reconoce ni se considera normal hasta mediados
del siglo XX, estaban destinadas a reproducir la vida sin ser dueñas de su
cuerpo. Es ampliamente conocido que la histeria se consideraba un estado
al que las mujeres tendían fuertemente, por lo cual tanto la religión como la
psiquiatría usaban los vestidos como mecanismo de control. La pulcritud,
la perfección del peinado, el modo armonioso de llevar las capas de vestido
–bragas, enaguas, corsé, polizón–, el volumen suave de la voz, eran pruebas
de cordura. Igualmente, es ya parte de la cultura popular el conocimiento
sobre las tecnologías del entonces llamado paroxismo, que era la provocación
del orgasmo femenino con vibradores y masajes vulvares dados por médicos
a las mujeres para que recuperaran su equilibrio. Una de las funciones de
las capas inferiores del vestido era cubrir las manos del médico durante
el masaje. ¿Qué tiene que ver esto con la política? La sumisión del sujeto
mujer por medio del fantasma de la histeria era uno de los mecanismos de la
producción de ciudadanía, nada menos. Las ciudadanas eran buenas mujeres,
bien vestidas, pulcras.
Los vestidos son documentos impregnados porque conservan los
desprendimientos de la piel, las formas del cuerpo, las proporciones de una
silueta, restos de fluidos como sangre, sudor o semen. Guardan huellas de la
vida vivida. En un retrato de 1882 realizado en París, Virginia Klinger posa
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sin mirar a la cámara ni sonreír, el torso erguido y las piernas juntas. Debe
portar un peso aproximado de 30 libras (13,6 kilos) en los vestidos. Lleva en
el cuerpo el peso de la civilización que la constituye como sujeto.
Virginia Klinger de Barba, 1882. Archivo del Museo María Augusta Urrutia
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En cuanto a las fotografías, fueran de estudio o, con menor frecuencia,
en los hogares, se cuidaba que mostraran salones, bibliotecas o lugares de
civilidad. Libros, grandes jarrones, muebles tallados, telas pesadas fungían
como vestidos del espacio y acompañaban a los vestidos del cuerpo. Eran
parte de la moda del presente, que se extendía a mobiliario, arquitectura, y
jardines, toda una visualidad colonial civilizatoria.
La lectura de novelas, la escritura a solas, los ritos cotidianos del vestir,
conformaban a la vez la otra moda, lo pernicioso, por cambiante. Si bien
este trabajo trata del vestido como modo de organización de la clase regente
en el siglo XIX, cabe dejar esta nota: la moda es también una estrategia de
movilidad social, una fuga. Recorto la dimensión del vestido usada por el
clero y el Estado para describir cómo se forja esta esfera de la opresión de
las mujeres.
Las formas de estas subjetividades y su manera de desplegarse en el
espacio con sus contradicciones y cambios han sido conceptualizadas por
Teresa de Lauretis como “tecnologías de género”. El género toma formas
concretas que se manifiestan mediante técnicas que constituyen una manera
de saber. Aquello que conocemos como el cuerpo de una mujer es el resultado
de la confluencia de esas tecnologías. Por ello, De Lauretis propone que “el
género también, tanto como representación y como autorrepresentación,
es el producto de varias tecnologías sociales, como el cine, y de discursos
institucionalizados, epistemologías y prácticas críticas, y también prácticas
de la vida cotidiana” (2). Interesa mirar cómo esas tecnologías aterrizan en
la performance cotidiana. Las maneras en que un cuerpo se desplaza en el
espacio, se sitúa en la plaza pública, se expresa o se contiene, están dadas
por dichas tecnologías –la literatura, la imagen, la moda–.
En cuanto a la autorrepresentación y transmisión de una feminidad que
contribuye a mantener el orden moral y la opresión por vía de madres,
chaperonas, educadoras, son fundamentales los manuales de urbanidad,
donde se aprecian los aspectos cotidianos de las tecnologías de género del
siglo XIX. La Baronesa Staffe esculpe verdaderas poses en Secretos para
ser amada, uno de los manuales de urbanidad que atravesó el Atlántico. Los
cuerpos femeninos ejemplares estaban a cargo del gran teatro civilizatorio
cuidando cada gesto y torsión. Respecto de la pose, un aprendizaje de
verdadera represión de impulsos y movimientos, la Baronesa escribía: “Debe
evitar gestos y contorsiones que tras de desfigurarle el rostro sin beneficio
ninguno para ella, desagradan y entristecen a los que la rodean. El arte de
padecer consiste en no abandonarse nunca, ni dejar de preocuparse por la
documentos imPregnados: vestido, cuerPo y nación
31
conservación de la hermosura, de la bondad y de la gracia” (26). Padecer
era un arte porque de su aprendizaje dependía el éxito social. Por ello se
construyó todo un aparato de educación que se puede percibir en los retratos
desde temprana edad.
Teresa Valdiviezo, 1884. Reverso: “Un recuerdo de cariño a mis amadas primas”.
Estudio Pérez Básconez. Archivo: Casa Museo María Augusta Urrutia
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revista chilena de literatura Nº 107, 2023
En el espacio de las mujeres siempre hay cosas que cuidar. Sobre tocar el
piano en casa, la Baronesa recomienda no hacerlo porque desfigura las yemas
de los dedos, aunque “en América (¡gracias a Dios!) se ha descubierto el
remedio, por medio de una máquina que deshace de noche los tuertos que las
teclas hicieron de día” (121). Cuando se hace ejercicio, que sea sin ser vista
y cuidando de practicar “solo aquellos ejercicios que dan ritmo y armonía a
los movimientos y que no exigen esfuerzos musculares” (126). El siguiente
pasaje sintetiza la relación entre vestido, moral y género: “Vistámonos de
blanco. Lo externo incluye en lo interno, lo visible en lo invisible. Así como
se temen las manchas materiales en un vestido blanco, se temen también
las manchas morales en la conciencia. Vestirse de blanco es envolverse en
juventud y en inocencia” (207). Dedos suaves, ausencia de musculatura,
feminidad bondad: una escultura.
MUÑECAS RUSAS: EL CUERPO FEMENINO
EN EL CUERPO DE LA NACIÓN
En la Revista de Quito, publicación de fin de siglo dirigida por Manuel J.
Calle, se reedita en 1898 un texto de Juan Montalvo de 1877. Se titula “La
mujer en la política”. Un año antes, en 1876, José Ignacio de Veintemilla
ha sido proclamado Jefe Supremo de la Nación. Su sobrina, Marieta de
Veintemilla, considerada su primera dama, actúa como tal e inicia una activa
vida política. Al final, el texto de Montalvo parece recomendarle a Marieta:
“Mujeres, oh mujeres, timidez, pudor, modestia, son los ángeles más bellos
de la corte celestial: que en vuestros ojos brille la inocencia” (391). “Las
mujeres verdaderamente educadas no opinan ni levantan la voz”3, reza el
manual de Carreño (en Bermúdez 68). La mujer que alce su voz en la arena
pública proferirá un grito destemplado: “Para ser furias infernales creced
los dientes, rompeos y dilatad la boca, ennegreceos los labios y despertad
en vuestra lengua esa electricidad que requiere la locura” (391), prosigue
Florencia Campana, Ana María Goetschel, Alexandra Astudillo, Isabel Bermúdez,
se han referido ampliamente al espacio para la voz de las mujeres a lo largo del siglo XIX.
Florencia Campana, Escritura y periodismo de las mujeres en los albores del siglo XX (2002);
Alexandra Astudllo, La emergencia del sujeto femenino en la escritura de cuatro ecuatorianas
de los siglos XVIII y XIX (2015); Isabel Cristina Bermúdez Escobar, La educación de las
mujeres en los países andinos (2015); Ana María Goetschel, Cartas públicas de mujeres
ecuatorianas (2014) y Orígenes del feminismo en el Ecuador (2006).
3
documentos imPregnados: vestido, cuerPo y nación
33
Montalvo cuando se refiere a las mujeres que hablan en espacios de debate
político.
Las muñecas rusas o matrioskas se tallan vacías, su espacio se llena con
otra muñeca. Un cuerpo de mujer se llena con nociones del ser mujer que lo
anteceden; las viste, las luce y las actúa. En el siglo XIX, esto va de la mano
de la identidad nacional. “Tener una nacionalidad también involucra estar
situados física, legal, social y emocionalmente: significa estar situados en
una patria, que a la vez está situada en el mundo de las naciones” (Billig 8-9).
Otro juego de muñecas rusas. Situarse emocionalmente: nuestra afectividad
también se construye en función del sentido de pertenencia nacional. En 1875,
es asesinado el ultraconservador Gabriel García Moreno por un grupo de
jóvenes liberales. Convertido en mártir católico, fue fundamental para pensar
la salud nacional y uno de los mayores vigilantes de la conducta de las mujeres:
ofrecía recompensas a quien denunciara a las prostitutas, encarcelaba a las
adúlteras, las humillaba en la plaza pública y llegó a hacer cacería personal
de mujeres durante alguna noche de insomnio. Esta necesidad de “higiene”
es la dimensión misógina del proyecto de nación.
Al mismo tiempo que García Moreno manifestaba su ansiedad por “limpiar”
el país de mujeres contrarias a la moral religiosa, su poder se expresaba
también en la violencia hacia sus esposas: fue acusado de envenenar a su
primera cónyuge, Rosa Ascázubi, para tomar como novia a su sobrina, Mariana
Alcázar. Así lo narra su contemporáneo Roberto Andrade:
la multitud de inmoralidades y delitos domésticos, como el
envenenamiento de su esposa, el matrimonio clandestino con una
sobrina de aquella, á poco de acaecido aquel horrendo atentado, y
cuando la dicha sobrina estaba encinta; raptos, adulterios, acciones
que en un santo como él son tenidas por insignificantes fragilidades
humanas. Por si los amigos de García Moreno vuelvan á negar el
envenenamiento de la esposa, anticiparéles que lo supe por boca del
médico que curaba á esta anciana señora. (75).
En la imagen de Mariana Alcázar viuda se aprecia otro código. La
vestimenta conservadora de duelo consistía en una túnica negra, amplia,
que no marcara la cintura ni el busto y que se juntara con un velo. Los
protocolos de la muerte, el duelo y el retiro espiritual eran estrictos. Estas
túnicas, similares a vestimentas femeninas de otras culturas religiosas, como
el chador iraní, no son la única moda de luto. Las mujeres quiteñas usaban
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también vestidos de viudez victorianos: corsé, faldones y cuellos altos, color
negro, joyas negras, manto. Aunque muy distintos entre sí, en ninguno de
los casos se podían exhibir el cuerpo ni el lujo.
Mariana Alcázar, viuda de García Moreno. Retrato tomado en 1892.
Estudio B. Rivadeneira. Archivo: Casa Museo María Augusta Urrutia
documentos imPregnados: vestido, cuerPo y nación
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Una mujer capaz de intervenir con opiniones en el espacio público debía
cuidar mucho que su feminidad, si era exacerbada, no fuera un obstáculo
para ser escuchada. La belleza cortesana, por llamarla de alguna manera,
era ofensiva y despreciada. A través de Marie Corelli (1855-1924), Rebecca
Bennette ilustra cómo era vista una mujer en relación con su cuerpo. La
frivolidad, que se igualaba a la incapacidad de pensar, era juzgada a través
de la moda:
Hablo de las mujeres pues las encuentro –y me inclino a decir que
encuentro a la mayoría de ellas profundamente interesadas, si no por
completo absortas– en el estudio de la vestimenta. Siendo este el caso,
mantengo que no están hechas para lidiar con la política. Cualquier
mujer que se pase toda la mañana con su modisto, no puede tener
el seso para entender ni siquiera la más pequeña parte de un asunto
político… (Corelli cit. en Bennette 5)
Los excesos de la moda burguesa condenados por Corelli tienen que ver
también con el mundo de la mercancía: es cada vez mayor la circulación
de objetos provenientes de Europa a como gritos de la moda, son gritos de
pertenencia al mundo civilizado. Una de las consecuencias de esta fetichización
de la mercancía es surgimiento de cierta idea de la mujer a la moda, lejos del
pasado y con el ojo puesto en el disfrute del presente. Las revistas quiteñas
promocionan suscripciones a la Weldon’s Laydes Journal; El espejo de la
moda, de Nueva York, o Femme chic, de París (Caricatura s. p.). Mes a mes,
ya no año a año, el cuerpo se cubre de nuevos pliegues, texturas y encajes. En
cuanto a los valores domésticos, entrado el siglo XX, Rosa Andrade Coello
condena los excesos de la burguesía respecto de la moda y cómo estos se
reproducen en las hijas:
Los males de la sociedad provienen de la defectuosa educación que
dais a vuestras hijas. Desde pequeñas, les inspiráis amor al lujo; y
si sois pobres, y no tenéis para sostenerlo, os veis en mil aprietos;
deudas por aquí, deudas por allá, escaso alimento, porque el dinero
que pudiera serviros para la nutrición lo empleais en vestidos; por eso,
se ven tantos colores amarillentos, pálidos: la anemia hace estragos
en algunas niñas. (cit. en Goetschel, Cartas 301)
Las mujeres están a cargo de hogares virtuosos porque estos son la unidad
de medida nacional, el escenario necesario. Tendrán que equilibrar adorno y
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modestia, sobriedad y belleza, gracia y pudor. Una mujer es atenta. Si está de
pie, está ligeramente ladeada. Si sentada, está erguida. Antes del siglo XX, no
hay divanes ni poses lánguidas, a menos que se trate de sicalíptica. La pose
de la mujer del siglo XIX está dada por un rígido eje corporal.
Mientras se trata todo el tiempo la educación del cuerpo, del cuerpo en sí
no se habla. Las mujeres hacen de la moda su forma de estar en el presente
aunque esto tenga un costo anatómico, físico, médico, incluso psiquiátrico.
Los corsés4 pueden romper costillas, provocan abortos involuntarios, dañan
vértebras, no permiten buena oxigenación y, en esa circulación precaria del
oxígeno, causan desde rubores hasta asfixias interpretadas como histeria.
En un fragmento de Alphonse Karr que Walter Benjamin recoge para el
Libro de los pasajes se lee esta imagen: “Si una mujer con gusto, al desvestirse
por la noche, se encontrase hecha en realidad tal como ella ha simulado ser
durante todo el día, me gusta pensar que la encontraríamos a la mañana del día
siguiente ahogada y bañada en sus lágrimas” (92). En el solazamiento voyeur
de Karr aparece, deshecha, la pose. Cuando esa mujer se suelta el cabello
está quizás un poco más cerca de su desnudez. El cabello suelto era privado,
estaba reservado a la noche: “una mujer con cabello largo y suelto enfatizaba
su pobreza espiritual y su intelecto reducido, pues se había popularizado la
idea decimonónica ‘más cabello, menos cerebro’. El cabello no solo era un
arma femenina de atracción física, sino también un medio para ‘envolver’
al hombre y mantenerlo prisionero” (García Lescaille 441).
A principios del siglo XX, vemos los hombros descubiertos, el cabello
suelto, una mayor sensualidad. En un retrato del fotógrafo Enrique Morgan,
que debe ser de los primeros años de 1900, una mujer posa con el cabello
relajado sobre la espalda, con cierta languidez.
4
En un ensayo en la misma línea, he descrito la relación entre el corsé y la salud de
las mujeres y los escritos de Juan Montalvo sobre la moda. “Cuerpo roto: cuerpo femenino y
espacio civilizatorio”.
documentos imPregnados: vestido, cuerPo y nación
Retrato de Enrique Morgan. Nombre de la mujer desconocido.
Archivo: Casa Museo María Augusta Urrutia
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ENTREGA, ALIENTO FRESCO Y CIVILIDAD:
“BUENAS COSTUMBRES” EN LA REVISTA DE QUITO
La Revista de Quito suele incluir en sus números breves textos normativos
para educar a las mujeres en la cotidianidad y contrarrestar los peligros del
presente. Los manuales de urbanidad no solo se editan como tal, también están
dispersos en publicaciones, sermones, en la iglesia, en la calle, en aquello
que los hombres, las madres, los sacerdotes les repiten a las mujeres. Hay
una prescriptiva diseminada en todos los ámbitos y capas de lo social, que
se exterioriza y se interioriza sin cesar.
no se ruboriza
Un texto que llama la atención se titula “Fisiología del baile”, del escritor
español José María de Pereda: solo en el baile y en los brazos de un hombre
una mujer puede liberar su cuerpo (1898, 386). La primera frase advierte:
“El baile es un círculo cuyo centro es el diablo”. Se infiere que la mujer,
si abandona el autocontrol, se puede convertir en la encarnación de la
voluptuosidad. Este no puede ser, de ninguna manera, su estado normal: “La
mujer, ordinariamente, es meticulosa y pulcra: la vista de una araña la hace
temblar; al contacto de un hombre en un paseo se ruboriza; y en un carruaje
público se marea” (387).
¿Cómo creer decente a una mujer si “no se marea; sufre un pisotón que
le aplasta un par de dedos y no se queja; […] rozan su terso cutis las patillas
de su adjunto, y no se ruboriza” (387)? En adelante, Pereda describe una
fantasía: el cuerpo fogoso de una mujer en medio de un salón donde el roce,
el movimiento y la cercanía encienden el deseo. Por supuesto, la fantasía
incluye cabello suelto y sudor, el inconfundible y delator fluido que no mana
de los poros sino en situaciones indecorosas: “¿Qué pensamiento será capaz
de dominar á una mujer hasta el extremo de que no se duela al contemplar
desgarrado su vestido, desgreñada su cabellera, sudosa su piel, desencajadas
sus facciones, ni se caiga desmayada, viéndose abrazar y resobar por un
hombre ante un público numerosísimo?” (387).
La fiesta es un espacio de subversión, un pacto que aceptan quienes
asisten. Esa subversión es vigilada por Pereda, pero también evocada en
su fantasía, en la que insiste: “Reparad en esa esbelta morena, con la frente
documentos imPregnados: vestido, cuerPo y nación
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inclinada sobre el hombro de su pareja; mirad sus ojos de fuego velados por
sus lánguidos párpados, sus labios entreabiertos, encendidas sus mejillas,
palpitante el seno” (387). El relato continúa con un fundamento de la cultura
de la violación. En el baile, las mujeres temporalmente dejan de pertenecer a
sus amos para ser entregadas a la multitud, sin posibilidad de resistirse. En el
baile no tienen autoridad los padres ni maridos. Ellas pertenecen al público:
“Deberes de la mujer: Esta, sin faltar á la buena educación, no puede negarse
al que primero lo solicite” (389).
El deber “de no negarse” se hace extensivo a otros ámbitos de la vida
cotidiana: el deber doméstico; el deber religioso; el deber sexual conyugal
son esferas donde se reproduce la dominación. En cuanto al baile y el sexo,
la violación se legitima a través de una pedagogía de la sumisión. Frente a
estos deberes femeninos, el derecho masculino:
El hombre es dueño de elegir la mujer que más le guste y, ya en la
arena, puede estrechar entre sus brazos; poner en íntimo contacto
con ella […] romperle el vestido y limpiarle el sudor de la cara con
las patillas, sino con el bigote, sin faltar a las leyes de la decencia;
pues contando con la agitación y la bulla de la fiesta, no es posible
establecer un límite á los puntos de contacto, ni amojonar el cuerpo
para decir al hombre “aquí no se toca”. (389)
“La fisiología del baile” inicia describiendo la soltura del cuerpo de las
mujeres cuando bailan, avanza hacia la fantasía sexual y concluye con la
enseñanza de la violación. El baile se convierte en un fenómeno social de
doble filo, donde la relajación temporal de la mujer le permite mover su
cuerpo al tiempo que le exige entregárselo a la multitud, sin resistencia.
un vicio más
“Si hoy las mujeres se arrogan uno de los derechos de nuestra soberanía,
el derecho de fumar, mañana pueden muy bien limitarnos todas nuestras
prerrogativas...” (1898 XXXVIII, 338). En otro número de la Revista de
Quito, Luis E. Bueno describe a través del tabaco la dominación económica
y cultural de los hombres:
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Dígase lo que se quiera, los hombres somos en la colmena de la vida
industriosas abejas que sostenemos á los zánganos que son –con
perdón de ustedes– las mujeres. Un vicio más de estas, significa, pues,
un gravamen más a nuestros bolsillos […] Que se contenten con el
polvo que nos hacen costear para su rostro. Que estén satisfechas
con el carmín que nos obligan á comprar para sus mejillas. (338)
Cabe mirar la imagen del carmín como metonimia: el rostro, la superficie.
Según la advertencia de Bueno, las fumadoras y las mujeres son nocivas. Es
interesante la analogía que establece entre un vicio como el cigarro y el vicio
de las mujeres: ambas, la nicotina y la mujer, están del lado del objeto, en
una relación donde él se presenta como sujeto: “el hombre ama el cigarro á
pesar de la nicotina, ese veneno activo que lentamente destruye el organismo;
adora á las hijas de Eva á pesar también del veneno que muchas de ellas
encierran en sí” (339).
ni záParos ni guajiros
Hacia el fin de siglo, la sastrería ocupa un lugar importante en la cotidianidad
burguesa. En el número X de la Revista de Quito, se acusa recibo de una
nueva publicación: El sastre quiteño. “Acusamos recibo de una nueva
revista quiteña, fundada, dirigida y redactada por el simpático sastre de
esta capital Sr. D. Manuel Chiriboga Alvear, que desde hace años viene
trabajando con notable tesón y laudable entusiasmo en pro de la clase
obrera” (1898, 337).
La desnudez es primitiva, escandalosa y animal, dice la revista. “Solo los
indígenas fueron representados desnudos o semidesnudos en la fotografía de
inicios del siglo XX en Ecuador” (Laso 134). El vestido inviste: legitima,
indica clase, jerarquía y da derecho al espacio. Por eso la plaza pública del
siglo XIX es un escenario tenso y problemático, junta las exclusiones y
las hace más visibles. Los sastres de Quito dicen: seremos un cuerpo bien
vestido o no seremos, pues somos “la luz de América”, proclaman. Aquí
su manifiesto:
Sin embargo, el amor al terruño donde nacimos y el deseo de que
figure nuestra Patria en el rol de las naciones cultas y civilizadas, y
de que se sepa que los habitantes del Ecuador no somos los záparos
documentos imPregnados: vestido, cuerPo y nación
41
o guajiros como la mala fe de muchos nos ha pintado, nos hemos
propuesto á lanzarnos á la luz pública como periodistas del arte, y dar
reglas de estética para la confección de vestidos. (337-338)
“No somos záparos”: he ahí la misión del arte del buen vestir. La sastrería
se convierte así en un oficio funcional a la racialización de la población. La
dimensión simbólica de la vestimenta se ve aquí de manera nítida, no solo
la femenina. La nación se levanta sobre patrones –culturales y textiles–
misóginos y racistas.
En Poses de fin de siglo, Sylvia Molloy señala la importancia que José
Martí le da al vestir cuando escribe sobre el carácter del nuevo continente.
Se aprecia en esta cita de Nuestra América que ella recupera: “Éramos
charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los
pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la
caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la
toga” (21). Martí da varios ejemplos que proceden del vestido para hablar
de la síntesis deseada para cultura americana: “Las levitas son todavía de
Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América” (137).
En 1918, la revista Caricatura publica una semblanza sobre una prenda
que organiza a la sociedad quiteña por clase, trabajo y privilegio colonial.
“Y todo el mundo tiene en Quito su chaquet. Hay de todos los modelos […]
desde el primero que lo llevó el elegante conde D’Orsay, hasta el del último
cri de los modistos de París” (11). Las élites quiteñas, en una metonimia
opaca, pasan por “todo el mundo”, en consonancia con el objetivo de El sastre
quiteño de negar la existencia de población indígena en la ciudad. Simmel se
refiere precisamente a este universal “todo el mundo”: “cada comportamiento
individual es un simple ejemplo del universal que impone” (11-12). Allí no
entran los guajiros ni los záparos. El desfile al que se refiere el autor de la
semblanza, Ramiro de Sylva, traza una pasarela donde se listan los abismos
de clase de la segregada sociedad quiteña:
Ya viene el primero, es el chaquet aristocrático del hombre elegante;
amplio, desabotonado, chaquet de hombre obeso y potentado; sigue del
empleado público que no es entallado ni muy interesante; raspatintas,
bastante raído por el diario roce con las mesas de la Escribanía. Vienen
los últimos, los pobres, los inverosímiles chaquets vagabundos, tristes
y descoloridos. Los viejos, los enfermos, los decrépitos. (11)
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Los chaquets decrépitos: los cuerpos al margen, raídos, descoloridos. La
ausencia de chaqueta es un despojamiento y los desposeídos quedan fuera
del orden: “¡Ay! Del que no lo tiene. Ese nunca pasará de ser un desgraciado.
Porque sin chaquet no se concibe hombre respetable, ni honrado, ni serio, ni
empleado. No se puede visitar, ni bailar, ni enamorarse, ni asistir a comidas, ni
siquiera a honras fúnebres le invitan” (11). La desnudez es exclusión social.
JUANA MARTÍNEZ UNGA
Clasificada como “Mujer indígena (enana y embarazada)”, ca. 1930,
fotógrafo: Carlos Moscoso. Datos del Archivo Histórico del Ministerio de Cultura y
Patrimonio, Quito. En realidad, se llama Juana Martínez Unga.
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La primera vez que vi esta imagen en su versión original fue en el documental
Memoria de Quito (2008), de Mauricio Velasco. La ficha del fondo del
Ministerio de Cultura y Patrimonio la clasifica con número de inventario
01197, “persona no identificada”. La descripción: “retrato de estudio: mujer
indígena (enana y embarazada) parada sobre taburete de cocina”. La imagen
original es una fotografía en blanco y negro impresa sobre papel gelatina.
Muestra una mujer de estatura baja en estado avanzado de gestación. Está
completamente desnuda, la han subido así a un taburete blanco, redondo, de
unos 50 centímetros de alto. La han colocado de perfil para escrutar su cuerpo.
Ella desafía a la cámara de frente mientras el lente la convierte en objeto.
Durante el desarrollo de este artículo había incluido la imagen original
de Juana Martínez Unga de cuerpo entero, consciente de que debía citarla
de otro modo a fin de interrumpir la exposición de su cuerpo al escrutinio
en el presente. “Lo que se ha llamado desnudez etnográfica era común.
Esa exhibición del cuerpo no permite ver que ella siente ira y a la vez está
asustada, se pierde su mirada, mientras que, observando su rostro, podemos
rescatar esa ira” (Karina Marín, entrevista personal) por tanto, su humanidad,
a fin de buscar otros relatos posibles de esta vida. Ahora incluyo la imagen
intervenida5. Volver sobre la mirada de Juana Martínez Unga y su historia
abre otras derivas para comprender no solo el vestido, con enorme valor
normativo en el ámbito burgués, con valor reducido a la taxonomización de
los otros cuerpos en su estudio como casos; esta imagen abre una deriva de
la historia eugenésica de Ecuador, insuficientemente narrada.
En el marco del proyecto colectivo de investigación Irruptoras. Las
mujeres en la universidad ecuatoriana (1921-2021), desarrollado por el
Museo Universitario de la Universidad Central del Ecuador, Wendy Madrid
y Juliana Centeno hallaron el informe médico de Juana Martínez Unga. Es el
único documento que existe sobre su vida. La mujer sin nombre, ficha 01197,
fue restituida en su biografía a partir de datos que la convertían en objeto
5
A partir de una idea gestada junto con Rosemarie Terán Najas, investigadora de
la biografía de Juana Martínez Unga, recreamos la imagen del personaje. La hemos situado
entre chuquiraguas, flores de páramo y símbolo de los Andes, tierra de donde fue arrancada
y secuestrada. Su cuerpo ha sido velado a fin de devolverle una dignidad simbólica y, a la
vez, dejar entrever la desnudez a la que la forzaron con el fin de estudiarla. Como se puede
ver, se trata de un gesto artesanal, apenas una provocación para desnaturalizar la desnudez
etnográfica, paralela a la violencia con que Juana Martínez Unga es desnudada y expuesta
a lo largo de su informe médico. Hemos colocado un abrigo sobre su cuerpo como quien le
alcanza a una mujer una manta, una respuesta alterna a la exhibición pública, ante la muerte
de su bebé y un duelo no llorado.
44
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patológico de estudio y fueron contextualizados a partir de este hallazgo
por las investigadoras junto a Rosemarie Terán Najas y María José Garrido.
En 2019, Madrid y Centeno localizaron en el archivo del Ministerio de
Cultura y Patrimonio la Revista del Centro de Estudiantes de Medicina. Allí,
el artículo “Operación Cesárea por Pelvis Pigmea y Raquítica”, firmado
por “L. L. D. D.”, publicado en 1920, describe el procedimiento médico
realizado a Juana Martínez Unga el 13 de abril de 1919. Resumo aquí el
relevante hallazgo: Juana Martínez Unga fue requerida en Quito por Isidro
Ayora (médico y político, presidente de Ecuador, 1926-1931), pues se
conoció en la prensa local que existía una “enana” en estado de preñez, de
90 centímetros de estatura. Se decidió que fuera trasladada desde Sillahua,
Chimborazo, en un “vagón de equipajes” (L.L.D.D. 266). Su cirugía inicia
esa tarde a las 5:05 pm A las 5:35 pm, Juana ha sido esterilizada sin haber
sido consultada (L.L.D.D. 270), expuesta frente a un auditorio de más de
50 personas. El único consentimiento para intervenirla lo dan su patrón y su
padre (269). El bebé muere ese día “por no ser viable” (270), Juana habla
por primera vez en castellano y no en kichwa, su primera lengua y, por eso,
el informe le otorga mayor desarrollo intelectual. En 1919, Juana es soltera y
tiene 40 años, el texto dice que ha sostenido relaciones sexuales durante tres
domingos seguidos (266). De estos detalles se infiere que es muy probable
que Juana haya sido violada.
A continuación, Wendy Madrid: “La fotografía original del Ministerio
marca el año 1903 con un signo de interrogación, aunque la ficha diga 1930.
Al ver lo incierto del dato, decidimos buscar en la Revista del Centro de
Estudiantes de Medicina. La esterilización forzada ya se practicaba en Ecuador,
la criminalización de la población indígena ya se daba por fisionomía y los
principios eugenésicos regían la vida” (Wendy Madrid, entrevista personal).
En su tesis, Madrid precisa: “sobre el cuerpo de Juana, la disciplina médica
dejó de lado la confidencialidad, es más, se la retrata como un fenómeno
y se describe a su maternidad como ‘corrupta y anormal’, se le acusa de
‘fenómeno’, ‘mala madre’, por no preguntar por el fallecimiento de su bebé,
y se le condena de ‘imbecilidad’ o ‘pocas facultades intelectuales’ por hablar
en quechua y resistirse a la sedación en la práctica médica” (35).
Los códigos hasta aquí descritos se rompen, se estrellan contra la violencia
con que el cuerpo de Juana Martínez Unga es convertido en objeto de curiosidad
científica. “Hacer que un indio de la Sierra se desnude, es ejercer una violencia
más y nos demuestra nuevamente el poder que ejerce el fotógrafo sobre los
sujetos retratados” (Abram cit. en Chiriboga y Caparrini 40). Los cuerpos más
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expuestos y menos cubiertos de las mujeres indígenas, que tenían relación
de opresión con el movimiento, el trabajo, el agua, estaban a merced de la
violación de un modo particular, a merced de la mirada deshumanizante que
creaban la ciencia y la fotografía.
En la recopilación La temprana fotografía del indio de los Andes, las
autoras incluyen otra imagen que pareciera ser de Juana Martínez Unga. Se
titula “Rezagos de servidumbre” (ca. 1900) (Chiriboga y Caparrini 82). Si
la fecha con que el archivo del Ministerio de Cultura y Patrimonio (1930)
fuera correcta, entre ambas imágenes mediarían treinta años. Sin embargo,
el hallazgo histórico que es el informe médico está fechado en 1919, lo que
deja sin consistencia la datación del archivo –además de la fecha escrita a
mano, 1903–.
En ambas fotografías, la mujer capturada por la cámara es catalogada como
“enana”. En ambas ocasiones aparece este rasgo espectacular y clasificador
en el proceso deshumanizante que ya supone el registro de sus cuerpos. Qué
les dijeron, qué indicaciones les dieron, cómo las dispusieron en los retratos
de estudio, cómo encuadraron la cámara, son vacíos que nos confirman, en
su resonancia, un proyecto de deshumanización para controlar la vida en
función de la jerarquía racial. ¿Eran dos, son una misma mujer todas ellas,
anonimizadas? “Estamos hablando de la dignidad del sujeto fotografiado
[…] porque vemos ‘un algo’ que no tenemos derecho de mirar y porque
tenemos conciencia de que allí el indígena ha sido herido en su dignidad”
(Abram cit. en Chiriboga y Caparrini 41) “La cámara como arma de violencia
simbólica”, dice Velasco.
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“Rezagos de servidumbre”, ca. 1900. Fotógrafo no identificado.
Taller Visual, Corporación Centro de Investigaciones Fotográficas, Ecuador
documentos imPregnados: vestido, cuerPo y nación
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En el mismo filme, Memoria de Quito, aparece una imagen del volumen
Contribución al estudio de las realidades entre las clases obreras y
campesinas (1934), de Pablo Arturo Suárez. Allí, Suárez divide a las clases
obreras ecuatorianas, en su mayoría indígenas y mestizas, según variables
como ingreso, analfabetismo, alimentación, vestimenta. Sobre la mortalidad
infantil en este grupo social, Suárez escribe: “Cuando los hijos de la mujer
pobre mueren, esta experimenta una sensación de alivio en su economía […]
Para nuestra mujer india, mestiza, al menos en su gran mayoría, la muerte
de sus hijos constituye pues, una felicidad” (73). A Juana Martínez Unga la
acusaron de mala madre por no haber llorado a su bebé muerto, por estar
en shock, por defenderse de la sedación, por no hablar la lengua del amo.
En su interpretación de las clases obreras a partir de encuestas, Pablo
Arturo Suárez analiza la vestimenta como factor para medir higiene, salud,
grado de educación. Incluye una pregunta sobre la frecuencia de cambio de
ropa interior y sobre el baño. La ropa es muchas veces de segunda mano, un
porcentaje importante va descalzo, tanto hombres, mujeres y niños (8-43).
La tendencia es igualar el hábito en la vestimenta, marcado por la necesidad
o la costumbre, con la probidad del sujeto. Suárez fija sus categorías según
el higienismo del siglo XIX y desarrolla así una dimensión higienista de la
racialización de la población indígena.
En su trabajo sobre la fotografía de José Domingo Laso (1899-1927),
François Laso se refiere a imágenes de personas indígenas desnudas, hombres
y mujeres, que aparecen en el estudio de ese fotógrafo en Quito. El autor
distingue un tipo de desnudez que objetualiza ciertos cuerpos para perpetuar
el orden de dominación en que existen:
La exhibición del cuerpo como dato científico para la fotografía
antropométrica y antropológica fue central en la construcción de
su objeto de estudio. Para los indígenas amazónicos la desnudez se
articula a la vivencia en un entorno […] la exigencia de la desnudez
en un estudio fotográfico ubicado en la montaña y a 2.800 metros
de altitud, se presenta como una nueva forma de violencia hacia el
cuerpo del Otro. (145)
Dicha forma de violencia es más patente aún frente a la conciencia de
la norma respecto del cuerpo de las mujeres, la vestimenta, el control y
autocontrol, el control social descrito hasta ahora. En ese contexto, marcado
por el hecho de hacer de las mujeres la superficie siempre cubierta y limpia que
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refleja la salud de una nación, aparecen al mismo tiempo estas fotografías. El
cuerpo de la mujer indígena embarazada del hospital San Juan de Dios parece
sumar todas las violencias en la mirada con que enfrenta a la cámara. Hay
un fotógrafo detrás que la ha desnudado. Su desnudez permanece, siempre
habrá estado desnuda en ese momento y está desnuda ahora porque una
imagen la expone en cada momento, ahora mismo, en el minuto que viene,
sin posibilidad de que se resguarde.
EL CUERPO QUE DESAPARECE
En el trabajo de José Domingo Laso, el vestido de la mujer decimonónica es
un elemento de composición, aparece en lugar de. Cuando se quería borrar a
un hombre o una mujer indígena de una fotografía en el espacio público, se
recurría a un cuerpo de mujer. “Esta práctica del encubrimiento y del retoque
a partir de la imagen de una mujer con vestidos voluminosos a la francesa
considerados de buen gusto (Goetchel 1998) fue común en las fotografías
que Laso publicó en sus libros” (Laso 110).
documentos imPregnados: vestido, cuerPo y nación
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“Atrio de la catedral”, José Domingo Laso, ca. 1922, Archivo de Laso-Iturralde.
Como se ve en la imagen, las figuras con faldones, polizones y grandes
sombreros servían muy bien para este propósito: la mujer adorna y sustituye.
No solo se margina la figura del indígena, se la cubre con el otro sujeto
subordinado. La borradura de indígena y la sustitución con la figura femenina
dan cuenta de las capas con las que se construye el imaginario nacional.
En este recurso de José Domingo Laso, François Laso ve la ciudad como
un cuerpo femenino. La toilette, preparación para el espacio social, arreglo
del rostro y del cuerpo, disimulo de malos olores, cobertura de cicatrices,
moretones, todo forma parte del largo ritual cotidiano para salir al gran teatro
de los acontecimientos. Cabe notar la coincidencia de la ciudad entendida
como cuerpo y como rostro sobre la cual se ejecuta este maquillaje. Es decir,
como la ejecución de una fotografía higienista que vendría a evidenciar la
buena salud de la ciudad como cuerpo (social) y como rostro (para el turismo,
para las élites): el rostro limpio de la ciudad sin defectos y bien maquillada
(Laso 111-112).
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En distintos períodos, pero sobre todo a lo largo del siglo XIX y tras
la declaración de independencia, las ciudades se engalanan a la llegada de
los patriotas, los balcones se adornan con flores, se visten las carrozas. Así
como hacen las mujeres, el adorno más vivo y galante de este cuadro. Con
el avance del siglo se irán disimulando cada vez mejor los “pecados” de la
urbe: las prostitutas, los morfinómanos, los homosexuales, los mendigos, las
curanderas –así llamados en el siglo XIX–. Me pregunto con cuántas capas de
vestido se puede maquillar una fotografía, excluir otros cuerpos, otros relatos.
Asimismo, es curioso pensar en que las telas, los encajes, las cosas blandas,
para volver a la teoría de las cosas, siguen trayectorias también blandas. Para
las mujeres, se mandaban los materiales suaves y los colores pastel. Para los
dandis “acusados” de afeminamiento que vemos llegar en el siglo XX en
la figura de algunos poetas modernistas, el terciopelo, de virilidad dudosa,
decadente. Y para los grandes hombres, los únicos en gozar el privilegio de
la posteridad: el mármol, el bronce, en la forma de monumento.
En otro texto de la Revista de Quito, se celebra la inauguración de algunos
monumentos en espacios públicos de la ciudad. Uno de ellos es la estatua de
Bolívar. Sobre eso, dice el redactor de la nota: “Además, el lienzo animado
por el pincel está lejos de reunir las condiciones del mármol y el bronce para
resistir a los embates de los siglos y para asociarse a la idea de inmortalizar a
los grandes hombres”. Si seguimos la trayectoria de esas cosas, veremos que
ellas se bifurcan entre lo duro y lo blando: el monumento erecto en bronce
que nunca conocerá la flacidez en el gran espacio de la plaza, frente a la
mujer engalanada detrás del balcón, vestida de encajes, ligera, pálida, fina.
Ese cuerpo de mujer, como un comodín, aparece y desaparece a capricho de
la mirada patriarcal.
Resulta curioso que los dos Otros de inicios del siglo XX, indígenas y
mujeres, se presenten en la fotografía como ocultamiento y manifestación,
como las dos caras de una misma moneda. Las mujeres por un lado eran
mostradas como las “bellezas del Ecuador”, y por otro eran útiles para encubrir
lo que no se quería ver (Laso 111). Más allá de esa dualidad, Juana expuesta,
pero mirando de frente a la cámara, preguntándonos hoy por este presente de
capas, vestidos y desnudeces. Ella, mirándonos, más allá de toda investidura.
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LAS CAPAS DE MARÍA CHIQUINQUIRÁ DÍAZ
En los años noventa, María Eugenia Chaves localizó el expediente de un
juicio del siglo XVIII entablado por María Chiquinquirá Díaz contra su amo
donde exigía ser reconocida libre. El documento reposa en “Esclavos”, del
Archivo Nacional en Quito (Chaves 10). La autora narra: “María Chiquinquirá
Díaz, negra esclava, era hija de una esclava de origen africano. Estaba casada
con un sastre libre y tenía una hija, que a pesar de ser esclava igual que ella,
había asistido a la escuela”. (10) María Chiquinquirá persiste en su juicio y
logra su libertad.
Interesa aquí cómo se construye a María Chiquinquirá en este expediente.
Su esposo, en su calidad de sastre, empieza a tener un ingreso con el cual la
familia alcanza cierto bienestar. También empieza a vestir a María Chiquinquirá,
así como a su hija, María del Carmen. Ambas empiezan a llevar vestidos
que imitan la costumbre burguesa. Antes de este período, cuando María
Chiquinquirá trabaja en la casa de Doña Estefanía, su segunda ama, se la
retrata racializada y sexualizada:
El movimiento de sus caderas, transparentadas por la falda que húmeda
del sudor del mediodía se le pegaba al cuerpo, y el brillo áureo de
su piel clara le dieron fama rápidamente entre los mercaderes y los
negros jornaleros. Doña Estefanía, asustada por esa incontenible
sensualidad, no se cansaba de azotarla, no en vano su casa era un
lugar decente, las esclavas […] debían parecer tan decentes como
ellos. (Chaves 26, cursiva mía)
La mujer burguesa no exhibe ni sugiere sensualidad, no se destapa ni
transpira. La rabia de Estefanía refleja su propio aprendizaje de la represión,
que debe transmitir a sus criadas pues deben reflejar la decencia de la casa,
en otro juego de muñecas rusas donde las mujeres son controladas por
otras mujeres en una jerarquía de género y raza que opera como un corsé
civilizatorio de blanquitud.
En otro momento de la narración, Chaves retrata esta oposición entre
la mujer contenida, encorsetada, y María Chiquinquirá. La primera, arriba,
en el balcón, la otra en el baile durante las fiestas de Corpus en Guayaquil:
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las señoritas de pieles blancas como mármol engalanadas con las
modas de París y con toneladas de joyas se sentaban en los balcones
flanqueadas por los hombres elegantes y perfumados. En las calles,
las mozas de color canela y carnes desbordantes bailaban en ropas
ligeras, tocadas de flores y adornos de oro y plata (Chaves 31).
Las mujeres adornadas miran desde su quietud a otras, más conectadas
con su sensualidad y a la vez expuestas al castigo y a la violencia sexual, pero
en ese instante fugaz del baile, más liberadas que aquellas sentadas en los
balcones. La subversión del baile aparece una vez más, pero con otro signo,
designa otras cosas: es ritual, se resignifica y produce otras comunidades, otras
posibilidades de emancipación. La exposición de las mujeres como María
Chiquinquirá a la violencia, su performance descorsetada y su apropiación
de los códigos burgueses como estrategia de libertad produce un lugar
intrincado pero decisivo para la emergencia de subjetividades femeninas
alternas, marginadas y a la vez disidentes del corsé nacional.
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