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Tendencias contemporáneas del derecho
Directores: Carlos Arturo Hernández • Santiago Ortega Gomero
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J A G A
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Tendencias contemporáneas
del derecho
59
Directores
Carlos Arturo Hernández
Santiago Ortega Gomero
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Juan Antonio García Amado
2017
García Amado, Juan Antonio
Filosof ía política para juristas: doctrinas, debates y cuestiones prácticas /Juan
Antonio García Amado; Carlos Arturo Hernández Díaz, Santiago Ortega Gomero
directores. -- Bogotá: Universidad Libre, 2017.
175 p.; 22 cm. -- (Colección Tendencias Contemporáneas del Derecho)
Incluye referencias bibliográficas
ISBN 978-958-8981-56-7
1. Filosof ía del derecho 2. Justicia distributiva 3. Positivismo jurídico 4. Filosof ía
política I. Hernández Díaz, Carlos Arturo, dir. II. Ortega Gomero, Santiago, dir.
340.1
SCDD 21
Catalogación en la Fuente – Universidad Libre. Biblioteca
ISBN impreso 978-958- 8981-56-7
ISBN digital 978-958- 8981-57-4
Filosofía política para juristas: doctrinas, debates y cuestiones prácticas
© Juan Antonio García Amado
© Universidad Libre
Colección: Tendencias Contemporáneas del Derecho
Directores: Carlos Arturo Hernández y Santiago Ortega Gomero
Bogotá D.C. - Colombia
Primera Edición - julio de 2017
Queda hecho el depósito que ordena la ley.
Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra,
ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por
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previa y por escrito de los titulares del copyright.
Editorial: Universidad Libre
Coordinación editorial: Luz Bibiana Piragauta Correa
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Quien actúa solamente como impresor
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Tiraje de 1000 ejemplares
Impreso en Colombia
Printed in Colombia
comité científico
Bruno Celano
Doctor en Filosof ía Analítica y Teoría General del Derecho
Universitá degli. Studi di Milano, Italia
Alejandro Robledo Rodríguez
Doctorando en Filosof ía
Instituto de Humanidades
Universidad Diego Portales, Chile
Maximiliano Alberto Aramburo Calle
Doctorado Universidad de Alicante
Jorge Luis Fabra Zamora
M.A. Student, Mcmaster University
Xavier Díez de Urdanivia
Doctor en Derecho Universidad Complutense, Madrid
Silvina Pezzetta
Doctoranda del Doctorado de la Facultad de Derecho
De la Universidad Nacional de Rosario
Mario Jori
Universitá degli Studi di Milano
Enrico Diciotti
Universitá degli Studi di Siena -Mario Jori, Italia
Francesco Viola
Catedrático de Filosof ía del Derecho
Universidad de Palermo Italia -Marc Van Hoecke
5
Par Evaluador
Rafael Santa Cruz Lima
Universidad del Estado de México
Jorge Fabián Villalba
Universidad Católica de Córdoba Argentina
Néstor Orlando Varón
Universidad Libre
directivas universidad libre
Presidente Nacional: Jorge Alarcón Niño
Vicepresidente Nacional: Jorge Gaviria Liévano
Rector Nacional: Fernando Enrique Dejanón Rodríguez
Secretario General: Floro Hermes Gómez Pineda
Censor Nacional: Ricardo Zopó Méndezo
Director Nacional de Planeación: Omeiro Castro Ramírez
Directora Nacional de Investigaciones (e): Elizabeth Villarreal Correcha
Presidente Seccional: Julio Roberto Galindo Hoyos
Rector Seccional: Jesús Hernando Álvarez Mora
Decano Facultad de Derecho: Carlos Arturo Hernández Díaz
Secretario Académico: Nelo Armando Cañon Suarez
Director Centro de Investigaciones: John Fitzgerald Martínez Vargas
6
contenido
Introducción
Impuestos, igualdad y estado social
9
1. Justicia distributiva y política fiscal
11
2. ¿Deben los impuestos servir para que los ricos sean
menos ricos?
13
3. ¿Sólo son justos y sociales los impuestos progresivos?
19
4. ¿Obliga el estado social a una política fiscal
determinada?
24
Capítulo I. Justicia distributiva y Estado social.
¿Debe ser el Estado social un Estado igualitario?
33
1. Presupuestos y exigencias del Estado social
35
2. El Estado social no exige la igualdad económica y la
igualdad económica no implica el carácter social del
Estado
38
3. Justicia distributiva e igualdad
39
4. Sobre el significado de los derechos sociales y el Estado
social
55
5. Qué teoría de la justicia distributiva presupone el Estado
social o con cuáles es compatible
59
6. Sobre exigibilidad y garantía de los derechos sociales
7
81
: ,
Capítulo II. ¿Qué queda de lo público?
95
1. La gran pregunta: ¿cuándo se echó a perder la
izquierda?
97
2. Recapitulación sobre el sentido posible del Estado
y de lo público
107
3. Bien, pero insistamos: cuándo y cómo se echó a
perder así la izquierda
112
4. La síntesis de los engaños
124
Capítulo III. Positivismo jurídico
129
1. A cada cosa por lo que es y con su nombre
131
2. Las dos notas con que el positivismo caracteriza
el derecho
144
3. A qué no compromete el positivismo
157
4. Las normas jurídicas,¿aplicables, pero derrotables?
171
Bibliograf ía
175
8
introducciÓn
,
9
1. Justicia distributiva y política
fiscal
Cuando justificamos los impuestos podemos dar dos tipos de
razones a su favor:
(i) Razones de justicia distributiva. Al hablar de justicia distributiva aludimos al reparto de bienes, beneficios o cargas entre
los integrantes de la sociedad de referencia y presuponemos una
pauta o regla de reparto que, correcta e íntegramente aplicada,
daría idealmente lugar a una distribución plenamente justa.
Sociedad justa sería, pues, aquella en la que rigiera dicha pauta
de distribución; y, para cada teoría de la justicia distributiva una
sociedad será tanto más justa cuanta mayor sea la proporción en
que esa pauta de justa distribución sea efectivamente aplicada.
Por poner un ejemplo, si la pauta de justa distribución es la plena
igualdad material entre los ciudadanos, una sociedad será tanto
más justa, cuantas menores sean las desigualdades materiales
entre los ciudadanos; o, con un ejemplo más, gráfico y absurdo,
si el criterio fuera el de que cada cual recibiera en el reparto en
proporción a su estatura, sería mayor la justicia cuantas menos
fueran en la práctica las desviaciones de esa correspondencia.
En relación con la justicia distributiva, los impuestos suelen
mencionarse como herramientas para hacer valer un patrón
igualitario de distribución. En ese sentido, el lema de que pague
más el que más tenga quiere decir que ese pago mayor del más
rico sirve para acortar la diferencia de riqueza con el más pobre
11
: ,
y, según tal punto de vista, de esa manera se coadyuva a que la
sociedad sea más justa por ser más igualitaria.
(ii) Razones de costes de servicios públicos y prestaciones
públicas. Puesto que el Estado tiene unos gastos derivados de los
muy diversos servicios que presta y funciones que desempeña,
debe procurarse unos ingresos, que en gran parte provienen
de los impuestos, como es obvio. Y a la hora de establecer
impuestos, hay que fijar un criterio: a quién, en razón de qué y
en qué proporción se cobran.
Si se trata de recaudar para gastar y se considera, además,
que de traerle a alguien de lo que es suyo constituye un mal
para ese sujeto pasivo del impuesto, la justificación aquí se
relacionará muy estrechamente con la eficiencia: el mejor
impuesto es aquel que tiene un mejor efecto recaudatorio
global y, al tiempo, “daña” lo menos posible. A esto es a lo que
se puede llamar eficiencia impositiva.
Determinadas prestaciones estatales pueden reducir, amortiguar, los efectos de la desigualdad, muy en particular las que
satisfagan derechos sociales. Pero, aquí, ese efecto indirecto no
es el fin que justifica el impuesto, aunque sea complementario de
esa justificación, si se quiere.
Las tesis que pretendo defender primeramente son las
siguientes. Una, que se puede respaldar un modelo de Estado
fuertemente social sin necesidad de abogar por que los impuestos
sirvan a la reducción de la desigualdad económica como tal. La
otra, que el modelo que llamaré igualitarista tiende, en cuanto
construcción teórica, a colapsar. Sobre esto último se puede
afirmar, muy resumidamente, que si la de reducir la desigualdad
fuera la justificación única o principal de los impuestos, habría
dos consecuencias teóricas importantes:
12
• Primera. Que, alcanzada hipotéticamente la plena igualdad
social, ya no habría justificación para que siguieran existiendo
impuestos.
• Segunda. Que, en un contexto de desigualdad todavía no
eliminada, entre dos estados uno de los cuales tuviera mayor
desigualdad, pero con más alta realización de los derechos
sociales, y otro que tuviera menos desigualdad, pero con
menores derechos sociales, este segundo sería preferible.
En otras palabras, y respecto de este último aspecto: que si
un sistema impositivo logra reducir la desigualdad a base de
restar bienes a los más ricos, se justifica tal sistema, aunque
no se consiga mejorar la situación en sí de los más pobres.
Justicia distributiva contra eficiencia, esas podrían ser
las etiquetas para las alternativas en juego. Con importantes
consecuencias adicionales, como la de que si lo que importa
es más la eficiencia que la justicia distributiva, cabe cuestionar
ciertos dogmas de la filosof ía “progresista” de los impuestos,
como el de que son preferibles, por más justos, los impuestos
directos que los indirectos, o el de que la justicia exige que sean
progresivos los impuestos directos como, paradigmáticamente,
el impuesto sobre la renta.
2. ¿deben los impuestos servir para que
los ricos sean menos ricos?
Tomemos tres personajes y llamémoslos Esquilo, Sófocles y
Eurípides. Luego traeremos un cuarto y le daremos el nombre
de Terencio.
Esquilo es fontanero. La suya fue una vida dura hasta que,
a base de trabajo y trabajo y debido a su enorme habilidad e
inteligencia a la hora de cumplir con su oficio, se fue abriendo
camino y ganando cada vez más. Es de los pocos en el país que
13
: ,
son capaces de manejar ciertas instalaciones de fontanería muy
complejas y en las que se emplean materiales especiales. Ahora
tiene cincuenta años y varias empresas importantes del ramo de
la construcción se lo disputan a golpe de talonario. A día de hoy
está contratado por una de las mayores y gana ciento veinte mil
euros al año.
Sófocles es un afamado novelista de mucho éxito. Cuarenta
y cinco años. Cotiza como autónomo y como tal paga sus
impuestos. En verdad, es un muy sacrificado peón de la pluma,
pues no dedica a la escritura menos de ocho horas diarias, de
lunes a sábado. Poco a poco, el éxito de público y crítica fue
llegando y el último año ha ingresado ciento veinte mil euros,
especialmente por derechos de autor, aunque también percibe
algo por algunas conferencias que ha impartido.
Eurípides es un albañil sin especial cualificación profesional.
Se desempeña como peón. Cuarenta y dos años. No es muy
habilidoso, aunque sí esforzado, razón por la cual es apreciado
en las empresas del ramo y hasta hoy no le ha faltado tajo. En el
último año sus ingresos totales fueron de doce mil euros, a razón
de mil al mes.
En impuestos directos Eurípides no paga nada, dado lo bajo
de sus rentas. Pongamos que Esquilo y Sófocles tributan en su
impuesto sobre la renta lo mismo, veinticuatro mil euros cada
uno, equivalentes al veinte por ciento de los ingresos de cada cual.
Sé de sobra que estoy jugando con tipos impositivos irrealmente
bajos, pero acépteseme así para mayor claridad.
Si nos preguntamos por qué pagan tanto, responderemos que
porque ganan mucho. Y que Eurípides no paga nada porque su
sueldo es realmente bajo. Las cuestiones pertinentes, aunque no
muy habituales, son dos. Primera, por qué deben pagar más los
que ganen más, aun cuando sea completamente lícito y honesto su
14
modo de ganar y, más todavía, resulte proporcional a su esfuerzo,
inteligencia y capacidad. Segunda, por qué quienes perciben
servicios sociales con cargo al erario público los perciben en todo
caso con total prescindencia de su disposición y esfuerzo.
Respecto de la pregunta primera, creo que suele haber un
prejuicio subyacente, el de que quien mucho gana algo indebido
ha hecho o hace. Se asume más o menos conscientemente que
nadie puede hacerse rico con el fruto nada más que de su honrado
esfuerzo y sin aprovecharse reprochablemente de alguien. En
cuanto a la segunda cuestión, el prejuicio acostumbra a ser el
inverso, el de que toda persona gravemente pobre está en esa
situación o bien de resultas de las malas artes del prójimo y la
injusticia social, o bien como consecuencia de su pésima suerte,
pero siempre y en todo caso sin rastro de culpa del propio sujeto.
Creo que, al menos en el terreno de la ciencia social y la filosof ía
política y jurídica, deberíamos superar esos dos prejuicios y
admitir que hay también ricos inocentes y pobres culpables,
y que a lo mejor no estaría de más discriminar entre tipos y
orígenes de la riqueza, cuando de gravarla o darle tratamiento
jurídico se trata; y entre clases de pobreza, a la hora de brindar
ciertos servicios a quien no puede pagarlos. Y en esto último
convendrá también diferenciar entre clases de servicios públicos
y prestaciones, pues, por ejemplo, se puede defender que deba
ser universal e incondicionadamente gratuita la sanidad pública
básica, pero que los perceptores de ayudas sociales en metálico
deban hacer algo para merecerlas o “ganárselas”.
Pero la pregunta que pretendo poner sobre la mesa es esta:
¿por qué han de pagar tanto Esquilo y Sófocles, si cuanto ganan
a nadie se lo quitan ilegítimamente y es resultado de su esfuerzo
y habilidad? Insisto en ese dato, no hablamos de personas de
las que alguien pueda decir que se aprovechan del trabajo ajeno
o de la plusvalía generada por la labor de otros ni nada de ese
15
: ,
estilo. ¿Realmente es más justo un Estado en el que pagan más
impuestos los que ingresan mayores rentas, y más si esa obligación
tributaria es radicalmente independiente del tipo de actividad
por la que las rentas se ingresan? Y si en lugar de ponernos
en clave de justicia distributiva, nos ubicamos en el campo del
utilitarismo o el puro eficientismo social, tendremos que inquirir
si es socialmente conveniente, en término de riqueza y bienestar
colectivos, un sistema fiscal que desincentiva fuertemente el
aumento de rendimiento de los más laboriosos y capaces.
Llevo toda la vida creyendo algo que me contaron cuando
era estudiante, la teoría de que es más justo, se mire como
se mire, un sistema fiscal basado en impuestos directos y de
carácter progresivo. Empiezo a tener dudas. ¿No deberíamos
manejar, como hipótesis, la mayor justicia y eficiencia de, por
ejemplo, la combinación de un tipo impositivo único, bajo y
de aplicación casi universal, algo así como el 5%, y una carga
mayor sobre los impuestos al consumo, tipo IVA, ahí sí con
una clara discriminación entre clases de productos y tipos
aplicables? O sea, que si Esquilo y Sófocles quieren comprarse,
ya que pueden, el Mercedes más caro del mercado, que paguen
un IVA bien alto, pero que ninguno de los tres personajes pague
nada, por ejemplo, como IVA del pan o la leche. O que abone un
impuesto específico el que elija mandar a sus hijos a un colegio
privado (en lugar de que los subvencionemos entre todos) o a
una universidad privada.
Pongamos que uno es o se siente progresista y comprometido
con el Estado social de Derecho, como es mi caso. ¿Por qué no
debemos considerar derechista, neoliberal, antiprogresista y,
sobre todo, socialmente injusta una propuesta como la anterior?
¿Por qué hemos acabado tomando como sinónimo de justicia
social de la buena la cantaleta esa de que tiene que pagar más –en
impuestos directos, repito– el que más tenga y al margen de que
16
lo tenga de bóbilis y porque lo heredó y nada más que administra
sus inversiones, o de que lo consiga trabajando de sol a sol y
sacrificándose para dar mejores posibilidades vitales a los suyos?
Porque lo chirriante del caso es que cuando llega un partido que
dice que por fin va a ser verdad que pagarán más los que más
tengan, el pato lo van a financiar Esquilo y Sófocles (y otros como
ellos que ganan la mitad o una tercera parte que ellos), no los
rentistas que no aplicaron nunca el sudor de su frente. ¿Es eso lo
que demandan la justicia distributiva y el progreso?
Pensemos, repito, por qué parece a menudo que es muy
justo que Esquilo y Sófocles hayan de tributar tanto, y en mayor
proporción cuanto más ganen, con independencia completa de
que deban sus ingresos únicamente a su inteligencia y su mérito
grande, todo ello honestísimamente aplicado y, sobre todo, por el
mero hecho de ganar ese dinero así y antes de cualquier decisión
suya sobre consumo o inversión. La contestación al uso será
que han de pagar todo eso ellos porque alguien ha de asumir
las cargas financieras del Estado y ellos son de los que mejor
pueden. ¿Y a cuento de qué el poder se transforma, así, en deber?
¿Por qué debe ser mayor la proporción de ingresos socializados
o “expropiados” del que más trabaja y más gana honestamente?
Ahora metamos en liza a Terencio. Terencio es un sujeto
bastante perezoso, que nunca quiso ni estudiar ni trabajar
mayormente y que se da a la vida reposada con fruición digna de
mejor causa. No es un incapaz propiamente, no es alguien con
algún tipo de tara intelectual o limitación f ísica, es un vago puro y
simple. Haberlos haylos, aunque puede que no sea políticamente
correcto señalarlos. Terencio no tiene rentas de trabajo ni de
actividad productiva de ningún tipo, pero percibe una pensión
por pobre, quinientos euros mensuales.
No seré yo quien mantenga que a Terencio deba el Estado
social que tenemos y que defiendo dejarlo morir de hambre.
17
: ,
Para nada. Pero apretarle las clavijas un poquito, sí. Que haga
algo. Lo que sea, que tenga alguna obligación que vuelva un poco
onerosa su vida descansada; vida descansada de pobre, pero
descansada. Pues, insisto en lo peculiar de Terencio: no es pobre
por desgracias del destino, sino por su nulo deseo de dar palo
al agua o esmerarse para mejorar su suerte con algo parecido
al trabajo. ¿Qué tal algún tipo de servicio social a cambio de los
quinientos eurillos? ¿Y si le pedimos que a cambio de la renta
estudie alguna cosa que le enseñamos gratis?
Pensemos en las curiosas simetrías; o asimetrías, según se
mire. Primera. La diferencia entre lo que percibe Terencio por no
dar golpe a posta y lo que gana Eurípides por trabajar en jornada
laboral completa de lunes a viernes no es ni muchísimo menos
proporcional al esfuerzo de cada uno, que en el caso de Terencio
es cero y en el del peón de albañil Eurípides es muy alto. Si quiere
el amable lector verlo más claro, que imagine que Eurípides no
recibe el salario que hemos dicho antes, doce mil euros, sino el
salario mínimo interprofesional vigente en España ahora mismo,
lo que vendría a hacer unos ocho mil euros anuales (frente a los
seis mil de Terencio, en nuestro ejemplo).
Segunda. Para financiar lo que percibe Terencio sin hacer
nada (ni querer hacerlo) contribuyen en mayor medida los que
más hacen porque quieren, como era el caso de Esquilo y Sófocles
en nuestros ejemplos.
¿Estoy insinuando que no debe haber ayudas sociales, rentas
para personas sin ingresos o algo por el estilo? En modo alguno, ni
de lejos. Debe haberlas para el que, por dificultades o situaciones
que no le sean imputables y que no pueda remediar por sí, no
pueda por sí lograr ingresos. Pero para los otros, no.
¿O hemos los progresistas olvidado que antes del “a cada cual
según sus necesidades” iba el “de cada cual según sus capacidades”
(Karl Marx, Crítica del Programa de Gotha)?
18
3. ¿sÓlo son Justos y sociales los
impuestos progresivos?
Analicemos otro caso hipotético que voy a plantear enseguida.
No perdamos de vista que estamos examinando si hay alguna
regla racional de justicia distributiva o de justicia fiscal que
justifique el principio de capacidad contributiva, entendido como
fundamento de los tipos progresivos en los impuestos directos,
como fundamento de que cada uno pague en proporción
creciente a su nivel de riqueza.
Pongamos que una persona, A, tiene 100, otra, B, tiene 500
y la tercera, C, tiene 1000. Aceptado que no hay ahí razón para
que ninguno de estos tres esté exento de tributar, las alternativas
más claras para asignar a cada uno la correspondiente obligación
son tres:
(i)
Que cada cual aporte una misma cantidad fija; por ejemplo,
10. El coste relativo de aportar 10 cada uno será diferente
para A, B y C, pues para A es el 10% de lo que tiene, para B
es 2% y para C representa el 1%.
(ii) Que cada cual pague un mismo porcentaje sobre su riqueza;
por ejemplo, 10%. Entonces, A deberá abonar 10, B pagará 50
y C aportará 100. En este caso cada uno paga en proporción
a lo que tiene y, por tanto, se paga más cuanto más se tenga,
pero no hay progresividad del impuesto.
(iii) Que exista un tipo progresivo, de manera que, por ejemplo,
A paga un 10%, B tributa un 15% y C, 20%. Lo cual implica
que la aportación de A es de 10, la de B es de 75 y la de C es
de 200. Aquí no solo se paga más a medida que se tiene más,
sino que se paga en proporción mayor respecto de lo que se
tiene.
Lo que andamos preguntándonos es cuál es la razón, si la hay,
que hace más justo (iii) que (ii) y que (i), como se suele creer
19
: ,
y decir hoy en día casi sin cuestionamiento; o, al menos, sin
cuestionamiento entre los que nos consideramos progresistas.
Ahora vamos con otro caso que deseo presentar. Como es un
supuesto puramente hipotético, una hipótesis de escuela, pido
que se trabaje teniendo siempre en cuenta las condiciones que
paso a estipular.
a) En la sociedad o estado de referencia, se valora muy
positivamente algo a lo que vamos a llamar X, pues X es muy
importante para la vida de las personas y del grupo entero.
Puede entender el lector que con X hacemos referencia a
cierto tipo de cosas, como medicinas o vacunas, o que se trata
de una actividad importante así descrita en abstracto, como
pueda ser el trabajo, o que se alude a un conjunto heterogéneo
de cosas que proporcionan genuino bienestar y que tienen un
valor común.
b) X se puede medir en unidades o por algún tipo de pauta. Así,
podemos decir que Fulano hizo el pasado mes dos X y que
Mengano hizo cinco X.
c) Hacer X es costoso, en cuanto que requiere trabajo y esfuerzo,
y también previa formación o adiestramiento. A esto se une
que, por razón del tipo de habilidades naturales o talentos de
cada cual, unas personas tienen más facilidad que otras para
producir X.
d) X se puede valorar en dinero y los X se pagan en dinero o
mediante bienes traducibles a dinero. Da igual aquí que sea el
mercado el que establezca el valor de los X en cada momento
o que haya algún tipo de precio puesto por el Estado.
e) En el tiempo T que consideramos en nuestro caso, el valor de
cada X está en 100 unidades monetarias, pongamos que 100
euros.
20
f ) De entre todos los que en ese estado hacen X, vamos a
tomar como representativos a los tres siguientes: J, K y L. Su
producción anual de X es la siguiente, con la consiguiente
remuneración:
- J hace 100 X. 10.000 euros.
- K hace 500 X. 50.000 euros.
- L hace 1.000 X. 100.000 euros.
g) Rige un impuesto sobre la renta de carácter progresivo y con
los siguientes tipos:
- A partir de 5.000 euros y hasta 40.000: 5%. Así que J paga
500. Le restan, pues, 9.500.
- Entre 40.001 y 90.000 euros: 10%. Por consiguiente, K paga
5.000. Le quedan 45.000.
- Entre 90.001 y 125.000 euros: 15%. A L le toca pagar, así,
15.000. Se queda con 85.000.
Ahora vamos a dar unas vueltas a todo esto.
Para empezar, fijémonos en que, tal como está construido el
caso, no sólo no hay nada de ilícito en lo que J, K o L perciben,
sino que, además, a la sociedad le conviene lo que hacen, para la
sociedad resulta beneficioso que se produzcan las más unidades
de X que sea posible. En esto X se puede asimilar, en abstracto,
al trabajo. Toda sociedad será más próspera y se beneficiará más
cuanto más sea el trabajo de sus miembros. Adicionalmente,
veamos que, si reducimos X a productos del trabajo de los sujetos,
resulta que lo que el estado por vía fiscal está quitando a cada
uno es parte del producto o valor de su trabajo, y eso nos acerca,
curiosamente, a la idea marxista de plusvalía. La diferencia entre
lo que vale el trabajo de cada uno (que es, aquí, lo que cada uno
percibe por los X que produce con su trabajo) y lo que a cada
uno le queda después de pagar ese impuesto directo sería algo
21
: ,
bien similar a la plusvalía según Marx, que, como se sabe, es la
diferencia entre lo que vale el trabajo (para el empresario) y lo
que, como remuneración, el trabajador percibe por su trabajo.
Pero dejemos este perverso detalle de lado.
La cuestión bien interesante es por qué nos parece justo, de
mano o a primera vista, que J, K y L paguen lo que pagan. La
contestación que primero se le vendrá a la cabeza a casi todo
el mundo será la siguiente: porque hay que mirar lo que, según
lo que ha ganado y lo que debe pagar, a cada uno le queda para
vivir y ejercer su autonomía personal. Vimos que a J le quedan
9.500, a K 45.000 y a L 85.000. Pero, tal como he presentado el
ejemplo, las rentas de nuestros tres protagonistas no provenían
de que, por ejemplo, les hubiera tocado el primero, segundo y
tercer premio de una lotería, o que hubiera cada uno recibido
una herencia por ese importe. No, cada uno había ganado lo suyo
legítimamente y en proporción a su trabajo y su esfuerzo. Si, para
simplificar por el momento, suponemos que las habilidades y
talentos naturales de J, K y L son idénticos y que en esa sociedad
han tenido los tres iguales o muy similares oportunidades para
desarrollar tales talentos y habilidades, resultará que lo que cada
uno ha ganado produciendo X se corresponde con su diferente
grado de merecimiento.
A lo anterior hay que añadir algo no menos relevante. Hemos
quedado en que los X son muy importantes para esa sociedad,
que por eso los paga, y que es mejor para tal sociedad cuantos
más sean los X que se produzcan. Así que si dejamos de poner la
vista en lo que cada uno recibe por sus X y atendemos a lo que
la sociedad recibe, en X, de cada uno, vemos que L (que produce
1.000 X) aporta a la sociedad diez veces más que J (quien hace 100
X) y el doble que K (que produce 500 X). Cierto que, pagándose
cada X al mismo valor, más remuneración percibe el que más X
hace, en proporción a la producción de cada cual. Por supuesto
22
que sí, pero si, vía impuestos, no solo se hace que tribute más
el que más ha ganado produciendo de esos X que benefician a
todos, sino que el que más ha trabajado y producido paga según
un tipo más alto, resulta que se está tratando proporcionalmente
peor al que tiene más mérito y proporcionalmente mejor al que
tienen un mérito menor.
Sabemos de sobra que al establecer los tipos impositivos no
se contempla el mérito. Pero la cuestión interesante, en sede
teórica, es la de cuánto de defendible o racionalmente justificable
hay en una política fiscal que, por un lado, sea directamente
opuesta al mérito o merecimiento de los contribuyentes y que,
por otro, amenace con desincentivar al que socialmente puede
por su actividad resultar más beneficioso. Si, en un supuesto
hipotético como el que aquí manejamos, lo que un sujeto
gana se corresponde con su merecimiento, pero se le quita
en proporción progresiva a su ganancia, arribamos a la gran
paradoja: a cada uno se le quita más cuanto más merece tener;
o sea, cuanto menos merece que se le quite, y en especial si
tales cantidades se detraen completamente al margen de sus
preferencias y sus decisiones de consumo, por ejemplo. Mientras
que, por el otro lado, es posible que un individuo que nada quiso
hacer, pudiendo, y por tanto nada ha ganado merecidamente,
sea subvencionado al pagársele ciertos servicios y prestaciones
con cargo a lo que a los otros se les detrajo.
Ni soy un ultraliberal ni estoy contra el estado social ni me
opongo a que el estado preste servicios públicos que satisfagan
derechos sociales a quienes no puedan pagarlos. Porque me
parece fuera de discusión que, como derecho social, el derecho a
una vivienda digna compromete al estado a facilitar la adquisición
de vivienda o a proporcionársela gratuitamente a quien no tenga
con qué pagarla, no a todo el mundo. Todos sabemos que tanto los
servicios públicos más elementales y que ni los más ultraliberales
23
: ,
discuten, como el de seguridad pública o el del mantenimiento
de un sistema penal, como esos servicios mediante los que se
satisfacen derechos sociales, tienen un coste económico y que
por eso hace falta una política fiscal y recaudatoria de los estados.
Lo que aquí estoy sometiendo a reflexión no es si tiene que haber
impuestos o no, sino cuál es la política fiscal más justa y eficiente.
Y al mencionar ahora la eficiencia aludo a que la política fiscal no
debe servir para empobrecer a la sociedad, sino para maximizar
el bienestar colectivo con simultáneo aseguramiento de los
derechos, sociales y no, de cada ciudadano.
Sobre esa base, la tesis que presento a debate es esta: un
sistema impositivo que sea totalmente ajeno al mérito individual
a la hora de gravar, y que también sea indiferente al mérito a la
hora de repartir, de brindar los servicios públicos, es un sistema
que, por una parte, tenderá a la ineficiencia y que, por otra parte,
no satisface, en mi opinión, requisitos básicos de una justicia
distributiva que se pretenda un poco racional.
Nada de lo que acabo de plantear en esta entrada se opone a
impuestos como los que graven las herencias, los premios de la
lotería o similares, o a los que se apliquen a algunos bienes de
consumo y en especial a los que graven el consumo “lujoso”.
4. ¿obliga el estado social a una
política fiscal determinada?
Creo que más de un posible lector de esta ponencia alegará
que mis planteamientos son incompatibles con las características
y los requisitos de un estado social. Argumentaré a continuación
contra esa idea.
Antes que nada, convendría que se llegara a un acuerdo
básico sobre lo que por estado social puede y debe entenderse.
Propongo la definición más sencilla, elemental y abarcadora
24
de estado social de derecho: es aquel estado constitucional y
democrático en el que se da satisfacción a los derechos sociales
o, al menos, a los más importantes e indiscutidos de tales,
como salud, educación y vivienda. Con los siguientes matices:
La satisfacción de tales derechos la procura el estado ante
todo para aquellos ciudadanos que no dispongan de medios
económicos para sufragar sus costes, lo cual se lleva a cabo por
el estado sobre la base de políticas públicas y, de modo muy
relevante, mediante la prestación de servicios públicos. Esa
actividad organizativa y, sobre todo, prestacional del estado
tiene costes económicos que van a cargo del erario público.
Aun cuando, evidentemente, un estado prestador de
servicios (y más de servicios tan costosos como pueden ser
los orientados a la realización de los derechos sociales de los
ciudadanos) ha de llevar a cabo una imprescindible política
fiscal y recaudatoria, lo que define un estado como social no es
un tipo determinado de política fiscal ni que esta cumpla alguna
condición en particular, sino, precisamente, el que dicho estado
logre la mejor realización posible de tales derechos. Sobre el
papel, también puede un estado nada social y que no ampare
ninguno de esos derechos mantener una política fiscal con
importantes impuestos directos de carácter progresivo. Es esta
tesis la que quiero desarrollar ahora.
El llamado principio de capacidad contributiva o, dicho más
elementalmente, el principio de que pague más impuestos el
que más tenga, el que sea más rico, no es, en mi opinión, ni
condición necesaria ni condición suficiente para que estemos
ante un estado social que merezca ese nombre por razón de
sus políticas y sus logros “sociales”. Lo cual no significa que
no pueda darse también un estado social efectivo si se aplica
dicha política de mayor presión fiscal sobre los que más tengan
o ganen. Siendo esto último sobradamente claro, me importa
25
: ,
explicar lo de que el principio en cuestión no es ni condición
suficiente ni condición necesaria.
Pero, antes, una precisión. Hablaré en lo que sigue del principio
de que pague más el que más tiene, y lo representaré en adelante
así: PT. Pero con el detalle añadido de que me referiré solamente
al pago en proporción creciente o idea de progresividad fiscal.
Si A gana 1.000 y B gana 10.000 y a ambos se aplica un tipo
impositivo del 5%, A paga 50 y B paga 500. No aludo con PT a ese
caso, sino a cuando legalmente se determina que A debe pagar,
por ejemplo, el 5% de sus 1.000 (50) y que B debe contribuir con
el 15% de sus 10.000 (1.500) y, manteniéndose iguales las demás
circunstancias personales y vitales de uno y otro. Ya sabemos que
la razón que a menudo se aduce para esa diferencia es que, por
imperativo de justicia fiscal, a cada uno hay que aplicarle un tipo
impositivo proporcional a su riqueza o poder adquisitivo (y no
el mismo tipo a ambos, con resultados obviamente diferentes
puesto que no es igual su poder adquisitivo).
Voy a intentar justificar mi afirmación de que el PT no es ni
condición suficiente ni condición necesaria para que haya estado
social real y efectivo.
Imaginemos que podemos evaluar la efectividad o grado de
realización de los derechos sociales y que usamos una escala de 0
a 10. No es tan raro ni tan dif ícil eso. Y comparemos dos estados,
E1 y E2. Para simplificar la exposición, añadamos que tanto en E1
como en E2 la mitad de los ciudadanos (los llamaremos los A)
tienen una riqueza o poder adquisitivo de 1.000 y la otra mitad
(los B) tienen una riqueza o poder adquisitivo de 10.000.
Con esos datos, comparemos.
E1: se aplica a todos, los A y los B, un tipo impositivo idéntico,
supongamos que del 10%, y el nivel de satisfacción de los derechos
sociales es de 7.
26
E2: se aplica a los A (los que tienen 1.000) un tipo del 5% y a los
que tienen 10.000, uno del 15%, y el nivel de satisfacción de los
derechos sociales está en 6.
Ahora unas pocas observaciones al respecto.
En primer lugar, planteémonos si esa comparación tiene
conceptual o teóricamente sentido o no. Esto es, si cabe que en
la práctica alguna vez pueda ser verdad que un estado con una
política fiscal no progresiva o menos progresiva tenga un grado
superior de protección o realización de los derechos sociales.
A mí me parece que está fuera de duda que sí cabe. Porque ese
grado puede depender de otras variables que también son muy
determinantes y que cualquier política pública ha de tener en
cuenta, como, por ejemplo, la eficiencia en la gestión y el nivel
de corrupción. Lo que debemos de mano descartar, por empezar
por lo más elemental, es que mayor recaudación signifique
automáticamente mayor cantidad de recursos destinados a
servicios públicos sociales (o no sociales, incluso) y a derechos
sociales (o de cualquier tipo), y, por lo mismo, tampoco más
progresividad implica con necesidad “lógica” mejores derechos
sociales; ni siquiera implica más igualitaria distribución de la
riqueza.
Si en lo anterior estoy en lo cierto, bastaría eso para que
tengamos que aceptar que, por sí, el PT no es condición suficiente
para el estado social o para su mejor realización. Con propósitos
aclaratorios de lo que ya parece bien evidente, podemos imaginar
un tercer estado, E3, en el que, siendo iguales aquellos repartos
iniciales entre los A y los B, tuviéramos esto:
- Los A están exentos de tributación.
- A los B se les aplica el 50%.
- La realización de los derechos sociales en ese estado es de 3,
en una escala de 0 a 10.
27
: ,
¿Es más justo E3 que E2 o E1? Solo puede creerlo así quien
parta del axioma de que un estado es tanto más justo cuanta
menor sea la diferencia de riqueza entre sus ciudadanos, con
independencia de cuáles sean las situaciones efectivas y las
oportunidades vitales de esos ciudadanos y los derechos que se
les satisfagan. A mi modo de ver, ese es uno de los más graves
prejuicios de los que, lamentablemente, han hundido o están
hundiendo el pensamiento progresista o de izquierda en gran
parte del mundo. Es probable que sea eso lo que hace que más
de cuatro crean que es más justo el actual estado cubano que el
actual estado alemán o francés o danés o español.
El estado constitucional y democrático de Derecho que es
definido por tantas constituciones actuales no tiene una teoría
de la justicia distributiva densa o completa que le sea propia,
que sea específica de él. Lo que sí hace, en sus constituciones, es
estipular unas ciertas condiciones cuyo incumplimiento o cuya
insatisfacción hacen que no se pueda hablar de que ese estado
sea efectivamente democrático o efectivamente social. Así, si no
hay elecciones políticas democráticas o están amañadas, no será
un estado democrático; y si sus ciudadanos económicamente
menos solventes no tienen acceso a la educación de calidad o a
la sanidad de calidad, o si se mueren de hambre o de frío en la
calle, no estaremos ante un estado social, se diga lo que se diga
en el texto constitucional. Los ejemplos son tan obvios, que casi
da vergüenza mencionarlos: Venezuela, hoy, no es ni un estado
democrático ni un estado social; ni lo sería si de verdad hubiera
plena igualdad en la radical pobreza y no estuvieran los corruptos
dirigentes amasando extraordinarias fortunas a costa del hambre
de la inmensa mayoría de los ciudadanos.
En suma, lo que hace más o menos social un estado “social”
de Derecho no es que exista mayor o menor igualdad económica
entre sus ciudadanos, sino la medida en que los derechos
28
sociales encuentren satisfacción para todos. Con un añadido
nada desdeñable: a lo que resulta comprometido el estado social
es a brindar esos servicios públicos esenciales y de carácter social
a los que no puedan con sus medios económicos pagarlos. Por
tanto, a proporcionárselos a esos ciudadanos o gratuitamente o
a un precio asequible (en el contexto de su poder adquisitivo y
teniendo en cuenta las otras necesidades vitales que debe cada
uno atender). Pero nada en el concepto de estado social fuerza
a que esos servicios públicos deban ser para todos gratuitos o
para todos con el mismo coste. Que un Botín bien integrado en
la poderosa familia de origen santanderino pague al matricularse
en una universidad pública española lo mismo que el hijo de un
modesto funcionario o de un trabajador con elementales ingresos
no es un logro del estado social, sino una rémora para el mismo
y un escarnio.
Alguien puede objetar con buen sentido que hay en lo anterior
una cierta trampa. Se dirá que de acuerdo, que admitamos que
un estado con PT cabe que sea más ineficiente en sus políticas y
resultados en términos de derechos sociales que un estado sin PT
y que eso puede y hasta suele deberse a la deficiente organización
y gestión de los servicios públicos o a la corrupción, que desvía
los dineros de los impuestos hacia ladrones y de acuerdo con sus
estrategias torcidas y fraudulentas. Pero podrá ese interlocutor
reclamar que en nuestras comparaciones entre E1 y E2 demos
por sentado y admitido que la calidad de la gestión es en los
dos estados igual y que es el mismo el nivel de corrupción
administrativa en ambos. Supongamos, incluso, que ese nivel de
corrupción es en los dos bajo, casi inapreciable. Así puestas las
cosas, concluirá ese nuestro crítico que ya no será imaginable
que pueda ser más alta la satisfacción de los derechos sociales en
el estado sin PT que en el estado con PT. Recordemos que, en el
ejemplo con el que antes jugamos, el estado sin PT (E1) alcanzaba
29
: ,
un 7 en la satisfacción de los derechos sociales, mientras que el
estado con PT (E2), quedaba en 6.
Reconozco que con esto nos damos de bruces con el gran debate
de los economistas. Para que nuestro crítico imaginario tuviera
razón, tendría que ser en todo caso verdad, en los hechos reales,
que nunca con una política fiscal de carácter no progresivo y que,
por tanto, no obligue a los que más tienen o ganan (lícitamente,
claro) a pagar impuestos directos en una proporción mayor (con
tipos más altos) que los que tienen menos, podrá alcanzarse una
situación social y económica en que la garantía de los derechos
sociales de los ciudadanos (tanto en términos de promedio como
de satisfacción de mínimos irrebasable hacia abajo) sea más alta
que en un estado con PT, con una política fiscal progresiva.
Reconozco mi incompetencia al llegar a ese punto en que hay
que apelar a la ciencia económica más dura y tendríamos que
habérnoslas con abundantes y variadísimos datos históricos y
del presente. Y por las mismas que reconozco mi incompetencia,
exijo acreditación de competencia al que sostenga en este debate
cualquier hipótesis que requiera conocimiento económico serio y
manejo de datos empíricos abundantes. Sea como sea, me parece
que las tesis principales que yo quería defender se mantienen
incólumes. Esas tesis las menciono de nuevo, aunque no todas
hayan sido convenientemente desarrolladas:
a) Que un estado no es más social por ser más igualitario, por
acortar las diferencias de riqueza entre sus ciudadanos.
b) Que un estado social no está socialmente comprometido, por
ser “social”, a la o a una mayor redistribución de la riqueza
de sus ciudadanos, como fin en sí mismo o fin definitorio de
lo social. Esas políticas de redistribución como fin en sí o fin
moralmente loable al margen de otros objetivos no tienen más
amparo que el de la envidia o el resentimiento, siempre que
hablemos de riqueza lícitamente obtenida.
30
c) Que una política fiscal no progresiva y de tipos impositivos
únicos en los impuestos directos también es redistributiva,
aunque menos, evidentemente. Sabemos que, con un tipo del
5%, paga 50 el que tiene 1.000 y 500 el que tiene 10.000.
d) Que, en términos de justicia social o distributiva, las exacciones,
por el estado, de dinero a los ciudadanos, por vía fiscal, solo
se justifican en proporción al uso y los logros para el interés
general y los derechos de las personas. Hay algo todavía más
injusto que un estado no social: un estado falsamente social
en el que a muchos se quita de lo suyo para enriquecer a
delincuentes y sátrapas, sin mejorar (o empeorando) la vida
de los más débiles.
e) Que, moral o constitución en mano, es preferible un estado
menos recaudador o con políticas sociales menos (re)distributivas en el que estén mejor satisfechos los derechos sociales
(en promedio y en mínimos) que uno con políticas fiscales
más agresivas en el que sea más baja esa satisfacción.
f ) Que cuando está sentado y bien demostrado que para
satisfacer los mínimos ineludibles de derechos sociales o para
aumentar el promedio de satisfacción de los mismos no hay
alternativa menos agresiva para otros derechos (empezando,
evidentemente, por el derecho de propiedad) que la del
incremento de la recaudación fiscal coactiva o la del aumento
de la progresividad de los impuestos directos, dichas políticas
están justificadas; pero solamente bajos esas condiciones.
31
capítulo i
.
1. presupuestos y exigencias del estado
social
Las nociones de Estado social y de derechos sociales
tienen bastante que ver con la cuestión filosófico-política de
la igualdad entre los ciudadanos. En su primera configuración
histórica, como Estado absoluto, el Estado moderno se legitima
por su capacidad para imponer la paz entre sus súbditos.
Ulteriormente, el Estado liberal de Derechos tiene una fuente
de legitimación adicional, consistente en el mantenimiento de
la libertad personal, política y económica de los ciudadanos,
libertad que se ve como íntimamente unida a la propiedad. El
Estado social de Derecho, presuponiendo esas bases anteriores
de legitimación del poder estatal, asume un compromiso más,
que lo legitima también, el compromiso de que todos los
ciudadanos tengan acceso a determinados bienes que dan satisfacción a necesidades cruciales de los individuos, bienes como
sanidad, vivienda y educación, entre otros1. Este compromiso
inmanente al Estado social tiene unas cuantas implicaciones
muy relevantes:
1
Podemos asumir las palabras de Carlos Santiago Nino: “las necesidades
cuyo reconocimiento es relevante analizar son las categóricas o absolutas,
o sea, aquellas que están supeditadas a fines que no dependen de los
deseos o preferencias de los agentes. Dado que el valor básico de una
concepción liberal de la sociedad es la autonomía personal, esas necesidades deberían identificarse como estados de cosas que son prerrequisitos
de esa autonomía” (Carlos Santiago Nino, “Autonomía y necesidades
básicas”, Doxa, 7, 1990, p. 22).
35
: ,
- El Estado asume algún tipo de responsabilidad sobre la
prestación de determinados servicios públicos, aquellos
necesarios para que los derechos sociales sean satisfechos2, al
menos en el grado que se estime como mínimamente exigido
por esa cláusula de “social” que al Estado califica.
- El Estado carga con unos costes económicos derivados de la
prestación de tales servicios, en particular de la prestación
de los mismos a aquellos ciudadanos que no tengan medios
económicos propios con los que pagarlos. No va en el concepto
de Estado social ni en el de derechos sociales que servicios
públicos como los de sanidad o educación deban ser gratuitos
para todos los ciudadanos, pero sí el que todos los ciudadanos
han de poder acceder a las correspondientes prestaciones,
para que no se vean frustrados sus correspondientes derechos.
- Tales costes fuerzan al Estado a incrementar su actividad
recaudadora, fundamentalmente por vía de impuestos,
mediante la pertinente política fiscal. Ya no se trata meramente de que deba el Estado nutrirse de dineros con los que
pagar la seguridad pública y los costes de un sistema jurídicoburocrático, político y de administración de Justicia. Ahora
también se necesitarán recursos para, por ejemplo, construir
escuelas y hospitales y abonar el salario de profesores de la
enseñanza pública y médicos de la sanidad pública.
- Por pura “lógica” operativa, el Estado social está comprometido,
por tanto, con una cierta política redistributiva de la riqueza
entre sus ciudadanos, ya que no tendría sentido ni viabilidad
que tratara de extraer aquellos recursos económicos necesarios
2
Sobre la relación entre Estado social, derechos sociales y servicios
públicos, véase, por ejemplo, Santiago Muñoz Machado, Servicio público
y mercado. I. Los fundamentos, Madrid, Civitas, 1998, en particular pp.
107ss.
36
para prestar los esos servicios de los mismos ciudadanos a
los que, sin coste o con costes bajos, se deben prestar dichos
servicios y no tienen capacidad para pagarlos.
En consecuencia, la relación entre Estado social y derechos
sociales, por un lado, e igualdad y desigualdad económica,
por otro, se hace patente. Por definición, un Estado social no
es realmente tal o como tal fracasa cuando la gran riqueza de
algunos se da al mismo tiempo que una falta de satisfacción
mínima razonable de los derechos sociales más básicos de otros
ciudadanos.
Veamos lo anterior con un ejemplo. Imaginemos un Estado
que constitucionalmente se defina y deba funcionar como
Estado social y en el que los derechos sociales más básicos estén
formalmente garantizados en la Constitución; entre ellos, el
derecho a la sanidad y el derecho a la educación. Imaginemos
que son diez millones los habitantes de ese Estado y que, de
esos, un quinientos mil viven en la absoluta pobreza y sin
acceso ni a un sistema sanitario mínimamente aceptable ni a
la enseñanza para niños y adolescentes. Sin embargo, cien mil
personas de ese Estado tienen una grandísima fortuna. Los que
quedan, nueve millones cuatrocientos mil, están un poco por
encima del nivel de pobreza y pueden pagarse a duras penas
una mínima sanidad y una básica educación. E imaginemos
también que con el treinta por ciento de esas grandes fortunas
alcanzara para garantizar un cierto nivel digno de educación
y sanidad para todos. Si tal Estado no presta esos servicios,
teniendo la posibilidad de hacerlo mediante de una política
fiscal que detraiga ese treinta por ciento de riqueza de los más
pudientes y de unas políticas públicas de eficaz gestión de los
servicios, ese Estado no podrá calificarse de Estado social en
modo alguno.
37
: ,
2. el estado social no exige la igualdad
econÓmica y la igualdad econÓmica no
implica el carácter social del estado
Lo que acabo de decir no supone de ninguna manera que el
Estado social requiera políticas de igualación económica como
objetivo en sí o porque la igualdad económica sea en sí misma
un valor o un bien que tenga que alcanzarse en tal Estado. Un
Estado no es más Estado social si la desigualdad económica
entre sus ciudadanos es menor, y el ideal del Estado social no
se consumaría, sin más, allí donde la igualdad económica fuera
plena. Veámoslo con unos ejemplos y diferentes escenarios.
Supóngase que el nivel de riqueza de cada ciudadano se
representa en una escala de 0 a 10, y aceptemos también aquí
que el grado de satisfacción de los derechos sociales está en
perfecta correspondencia con las cifras de esa misma escala
para cada ciudadano. Es decir, asumamos que un ciudadano con
un nivel de riqueza de 2 tiene un grado 2 de satisfacción de sus
derechos sociales, y que uno con riqueza 7 tiene sus derechos
sociales satisfechos en grado 7. Acéptese también que el umbral
de pobreza está por debajo de 2. Con un nivel de 5 se vive con
holgura y pudiendo cada uno satisfacer por sí mismo y con
calidad sus necesidades básicas. Un nivel de 10 equivale a altísima
riqueza, algo así como lo que en la España de ahora mismo sería
tener un patrimonio de unos mil millones de euros y unas rentas
anuales por encima de los cinco millones de euros
Ahora comparemos dos estados, E1 y E2, cuyas magnitudes
aquí son las siguientes:
- E1: El 10% de la población está en 2 y el 25% está en 3 y el 65%,
en 4.
- E2: El 10% de la población está en 5, el 65% en 6 y el 35%, entre
8 y 10.
38
En E2 hay una mayor desigualdad, pues, en esa escala de diez,
la diferencia entre los que tienen menos y los que tienen más es
de entre 3 y 5 puntos, mientras que en E1 esa diferencia es de
2 puntos. Pero si entendemos que un Estado cumple tanto más
con su condición de Estado social cuanto más alto es en él el
grado de satisfacción de los derechos sociales de sus ciudadanos,
E2 es un mayor o mejor Estado social que E1. Para no verlo así
no tendríamos que hacer depender el grado en que un Estado es
social del nivel absoluto de satisfacción de los derechos sociales,
diciendo que hay más Estado social cuanto mejor realizados están
esos derechos en la población, sino de un nivel comparativo. En
este caso, estimaríamos que hay más Estado social donde hay
mayor igualdad económica aunque sea a costa de una menor
satisfacción de los derechos sociales.
3. Justicia distributiva e igualdad
Podríamos, sin embargo, preguntarnos si es más justo E1 o E2.
En la filosofía política contemporánea las teorías de la justicia
social o justicia en la distribución que compiten son básicamente
de tres tipos:
(i) Teorías libertaristas. Así se conocen habitualmente, aunque
tal vez sería más preciso denominarlas teorías de la justa adquisición o de titularidad. Un ejemplo bien claro lo ofrece la doctrina
de Robert Nozick3. Lo justo es que cada cual tenga en plenitud lo
que adquirió legítimamente, bien sea porque lo tomó cuando no
era de nadie, bien sea porque le fue libremente transferido por
quien era su titular. Contrario a la justicia social, para una teoría
así, es la exacción coactiva de los bienes a quien es su titular
legítimo y sea cual sea la razón con que esa exacción quiera justi3
Robert Nozick, Anarquía, Estado y utopía, Buenos Aires, Fondo de
Cultura Económica, México, 1988.
39
: ,
ficarse. Bajo tal punto de vista, no es admisible ninguna política
fiscal del Estado con propósitos redistributivos de la riqueza o
de financiación de servicios sociales brindados por los poderes
públicos a los que no puedan pagárselos.
(ii) Teorías de justicia pautada. Según este tipo de doctrinas, la
justicia social imperará cuando en los repartos se respete cierta
pauta. La estructura es del tipo “a cada cual según su X”, pudiendo
X ser cosas tales como el trabajo, el rendimiento o el mérito, entre
otras. La pauta más común es la del mérito, de modo que esas
teorías meritocráticas de la justicia se estructuran según el patrón
de a cada cual según su mérito. Eso que a cada uno se ha de dar
según su X (mérito, trabajo, rendimiento…, según los casos) son
aquellos bienes cuya distribución social importe, a efectos, precisamente, de justicia social.
(iii) Teorías igualitaristas. Para el igualitarismo la norma básica
de justicia social establece que nadie está legitimado para tener
más que nadie de los bienes cuya distribución social importe a
efectos de justicia social.
Hablaremos en lo que sigue de “bienes que importen” para
referirnos a aquello que, según la doctrina o autor de que se
trate, constituya el objeto cuya posesión o disfrute debe igualarse
en alguna medida. Unos autores hablan más concretamente de
riqueza o de recursos, mientras que otros hacen referencia a
aquello que se logra con la posesión de ese objeto primero del
reparto, como bienestar o felicidad, por ejemplo. Para simplificar,
repito que aquí usaré la expresión “bienes que importen” y que
presupondré que, sean los que sean, tienen en última instancia un
valor económico o son traducibles a valor dinerario4.
4
Nada tiene que ver este igualitarismo al que aludo con ideas como las de
que todos los humanos poseemos idéntica dignidad, igual valor moral,
igual merecimiento de respeto, etc.
40
Dentro de esas corrientes que genéricamente se denominan
igualitaristas, las divergencias y las discusiones son grandes.
Podemos aquí, sucintamente y para lo que nos interesa en este
trabajo, diferenciar las siguientes variantes del igualitarismo.
a) Igualitarismo radical. Sociedad justa es aquella en la que todos
sus miembros tienen la misma cantidad de bienes que importen.
Por tanto, habrá injusticia social cuando unos tengan más y otros
tengan menos.
Una de las más serias objeciones al igualitarismo radical (y a
algunas teorías igualitaristas no radicales) es la llamada objeción
de la igualación por abajo o levelling down5. No puedo entrar en
detalle en la exposición de ese debate6, pero la idea es la siguiente:
el igualitarista puro preferirá una sociedad más igual en la que
todos tengan menos que una sociedad menos igualitaria en la
que tengan más incluso los menos afortunados. Si en la sociedad
A la distribución es entre 10 y 1000 y en la sociedad B, igualitaria,
la distribución es para todos de 5, será preferible la B porque la
igualdad en ella es plena. Como bien explica O. Page Depolo,
siguiendo los pasos de Derek Parfit, que fue el forjador principal
de esta objeción, “adherir al principio de igualdad estricta implica
5
“The Levelling Down Objection is, perhaps, the most prevalent and
powerfull anti-egalitarian argument, and it underlies the thinking of most
non-egalitarian as well as many who think of themselves as egalitarians”
(Larry Temkin, “Equality, Priority, and the Levelling Down Objection”, en:
Matthew Clayton, Andrew Villiams (eds.), The Ideal of Equality, London,
New York, Macmillan, 2000, p. 126.
6
Una buena exposición del debate puede verse en Oscar Horta, “Igualitarismo, igualación a la baja, antropocentrismo y valor de la vida”, Revista
de Filosof ía, 35, 2010, pp. 133ss. Entre las muchas tentativas para
superar la objeción del levelling dawn posiblemente merece especial
consideración, por su pormenor y sutileza, la de Thomas Christiano y
Will Braynen, “Inequality, Injustice and Levelling Dawn”, Ratio, 21, 2008,
pp. 392 y ss.
41
: ,
considerar como moralmente bueno quitarle recursos a alguien
única y exclusivamente con el fin de igualarlo al resto, incluso
en aquellos casos en los que tal operación no haga que nadie
esté mejor”7
b) Igualitarismo condicionado. El representante bien conocido
de la postura que así denomino es John Rawls8. Sabido es que,
además del principio de libertad, que establece que todos han
de tener el grado mayor de libertades que sea posible en compatibilidad con el disfrute igual de esas libertades por todos, Rawls
consagra el principio de igualdad. A tenor del principio rawlsiano de igualdad, las desigualdades en el reparto de los bienes
que importen solamente serían admisibles si se dan dos condiciones: que las desiguales posiciones sean accesibles a todos
bajo un régimen estricto de igualdad de oportunidades y que el
que esté peor en la sociedad desigual de que se trate esté, pese
a todo, mejor de lo que estaría en una sociedad perfectamente
igualitaria. Ese es el conocidísimo y muy debatido principio de
diferencia del que habla Rawls.
Vemos, pues, que, en Rawls, lo que podríamos llamar la
sociedad justa por defecto es la sociedad igualitaria, ya que
los repartos desiguales deben legitimarse acreditando que
benefician más que la igualdad a los menos favorecidos. En una
sociedad igualitaria, obviamente, nadie tendría menos que otro,
mientras que en una sociedad desigual siempre habrá quien
tenga más y quien tenga menos. Pues bien, para que la sociedad
desigual sea aceptable habrá que hacer ver que el que en ella
menos tenga tiene, sin embargo, en ella más de lo que tendría si
fuera igualitaria esa sociedad.
7
Olof Page Depolo, “Igualdad, suerte y responsabilidad”, Estudios Públicos,
106, 2007, p. 159.
8
John Rawls, Teoría de la justicia, México, FCE, 2ª ed., 1995.
42
Lo anterior fuerza a que, con los esquemas de Rawls, una
sociedad desigual nada más que puede legitimarse como justa
con una política fuertemente redistributiva, no solo para que
las oportunidades sean las mismas para todos y cada uno de
los ciudadanos, sino también para que la posición de ningún
ciudadano caiga por debajo de cierto nivel de bienes, nivel que
viene marcado por lo que ese ciudadano (y todos los demás,
naturalmente) disfrutarían en si dicha sociedad fuera igualitaria.
El choque con las teorías de justa adquisición y con las
de justicia pautada es inevitable. Para que los que estén peor
en la sociedad desigual no queden más abajo de aquel límite
deslegitimador del reparto será necesario transferirles bienes de
otros, de los que se encuentren por encima (o muy por encima)
de tal límite. Y eso tendrá que ser así con total independencia
de que esos otros, de los que tales bienes se detraen para su
transferencia a los más pobres, los hubieran adquirido y los
estuvieran utilizando con total y absoluta legitimidad y sin
abuso ni nada que reprocharles. Y al margen también de que
eso que tenía cada uno de quienes se ven privados en aras de la
redistribución se correspondiera exactamente con alguna pauta
de reparto que se considere en principio o adicionalmente
apropiada, como su mérito, su rendimiento, su trabajo, etc.
Recuérdese que, según Rawls, ninguno de nosotros propiamente
merece los atributos con que nace y los talentos suyos que le
permiten, por ejemplo, ser muy laborioso y concienzudo, o ser
un gran inventor o un gran científico y obtener legítimamente
grandes bienes. Puesto que no es mérito de cada uno venir al
mundo con ciertos dones, a nadie se hace injusticia al socializar
de algún modo los rendimientos que gracias a esos dones
obtiene cada uno.
c) Luck egalitarianism o igualitarismo de la suerte. Hay acuerdo
general en que la primera y formulación, todavía algo elemental,
43
: ,
de este punto de vista fue obra de Dworkin9. Después ha seguido
una ingente bibliografía y un amplio debate.
El núcleo básico y común de esta teoría de la justicia social
podría resumirse del siguiente modo. Las posibilidades que cada
cual tiene de conseguir más o menos de los bienes que importan
están condicionadas por o son dependientes de dos tipos de
factores: hechos o circunstancias sobre cuyo acaecimiento y
efectos el individuo no posee ningún control y sucesos o eventos
dependientes de decisiones individuales, sometidos al dominio
del individuo y cuyos riesgos el individuo con su acción asume.
Ejemplos de lo primero pueden ser el nacer con una minusvalía
física, el venir al mundo en un ambiente social que determine una
gran desventaja, el sufrir un accidente sin culpa propia, el padecer
los efectos de alguna catástrofe natural, etc. Ejemplo extremo de
lo segundo se da cuando el sujeto decide jugarse sus bienes al
bingo o la ruleta. Supuesto menos radical de lo mismo lo tenemos
cuando alguien en lugar de aplicase al estudio y a su formación
para ejercer una profesión bien remunerada, prefiere abandonarse
o darse a la pereza. Pues bien, para el igualitarismo de la suerte
“importa cómo ocurren las desigualdades. Dicho brevemente, el
igualitarismo de la suerte proclama que la desigualdad es mala o
injusta si refleja diferencias derivadas de factores que se hallan
fuera del control o la elección de los que están peor. También
afirma que la desigualdad no es mala o injusta si es el resultado de
elecciones calculadas del individuo”10.
9
Ronald Dworkin, “What is Equality? Part 1: Equality of Welfare”,
Philosophy and Public Affairs, 10, 1981, pp. 185-246 y “What is Equality:
Part 2: Equality of Resources”, Philosophy and Public Affairs, 10, 1981,
pp. 283-345. Estos dos trabajos fueron después recogidos en R. Dworkin,
Sovereign Virtue. The Theory and Practice of Equality, Cambridge,
Harvard University Press, 2000.
10
Iwao Hirose, Egalitarianism, London, New York, Routledge, 2015, p. 41.
Similarmente, Kasper Lippert-Rasmussen, Luck Egalitarianism, London,
etc., Bloomsbury, 2016, p. 4.
44
Según esta doctrina del luck egalitarianism, las desventajas
o desigualdades “competitivas”, por así decir, que alguien
padezca por su pura mala fortuna, por azares totalmente ajenos
a su control y su responsabilidad, deben ser compensadas y, por
supuesto, esa compensación o igualación será con bienes que se
habrán de detraer de otros, independientemente de que estos
otros los hubieran logrado legítimamente y los tuvieran con justo
título. En cambio, aquellas desigualdades perjudiciales o peores
condiciones que alguien tenga como efecto de la mala suerte
habida en acciones que dependían de su control y habiendo él
asumido los riesgos correspondientes no merecen compensación
ninguna.
Parece, pues, que según el igualitarismo de la suerte cada
persona ha de ser colocada inicialmente en una posición igual que
todas las demás, lo que puede interpretarse como necesidad de
igualar las oportunidades de todos11. Solo que las desigualdades
que a partir de esa equiparación inicial se produzcan deberán
corregirse si son puro resultado de la mala suerte como azar ajeno
al control del sujeto, y no deberán ser corregidas si se deben a la
mala suerte derivada de acciones debidas a la responsabilidad del
mismo.
d) Igualitarismo de las oportunidades. Aquí se trata de que cada
persona debe ser inicialmente dotada de los medios para competir
con plena igualdad por los puestos sociales desiguales; es decir,
por la desigualdad en la tenencia de los bienes que importen.
Así, si, por ejemplo, un elemento que condiciona el éxito a la
hora del futuro acceso al más alto grado de tenencia de esos
bienes es un buen nivel educativo, el acceso a ese buen nivel de
educación ha de proporcionarse por el Estado a todos aquellos
11
Véase, entre muchos, Peter Vallentyne, “Brute Luck, Option Luck, and
Equality of Initial Opportunities”, Ethics, 112, 2002, pp. 529 y ss.
45
: ,
que por sus propios medios no lo puedan conseguir. Pero,
a partir de esa igualación en las posibilidades iniciales o en el
punto de arranque, lo que cada cual consiga ya no dará pie a más
compensaciones; o sea, ni habrá que compensar al que no sacó
mejor partido a sus iguales oportunidades ni, para compensar
a ese, se deberá detraer del que sí aprovechó mejor o fue más
capaz de exprimir sus oportunidades. En otras palabras y más
claramente: si parten todos de 20, que es el mínimo requerido
para que cualquiera pueda llegar a 100, y luego unos tienen 99,
otros se quedan en 20 y otros bajan a 10, nada hay que igualar,
salvo en lo referido a restaurar lo igual de las oportunidades para
la generación siguiente. Y nada habrá que compensar no sólo si
la mala situación de los que quedaron peor obedece a sus propias
decisiones y acciones o eventos sometidos a su control, sino
tampoco si es por la pura mala fortuna, brute luck.
Retornemos ahora a la comparación entre los estados E1 y E2,
recordando los datos con los que jugábamos en el ejemplo, que
eran estos:
- E1: El 10% de la población está en 2 y el 25% está en 3 y el 65%,
en 4.
- E2: El 10% de la población está en 5, el 65% en 6 y el 35%, entre
8 y 10.
Para el igualitarismo radical o igualitarismo puro, ambas
sociedades son injustas, y, dentro de eso, es más injusta la más
desigual, E2. Para el igualitarismo condicionado, del tipo del que
establece el principio de diferencia de Rawls, es claro que es
preferible12 E2 porque ahí están mejor los que menos tienen, pero
de inmediato hay que aclarar que la comparación decisiva no es
entre alternativas de sociedades con desigualdad, sino entre la
12
Supuesto también, en el caso de Rawls, que a las posiciones desiguales se
pueda acceder bajo condiciones de igualdad de oportunidades.
46
sociedad desigual en la que estén mejor los que menos tengan y
la igualdad en esa misma sociedad. Es decir, puesto que en E2 los
que menos tienen están en 5, habría injusticia en E2 si cupiera una
distribución igualitaria en esa sociedad y resultara que cada uno
tuviera, con tal organización igualitaria, 6 o más.
Pero véase el siguiente matiz muy importante. Hemos dicho
que en E2 el 10% de los ciudadanos tienen 5 y el 65% tiene 6 y
que el 35% tienen entre 8 y 10. Si igualamos a todos en 6, esa
sociedad, para Rawls, sería más justa que la de E2, pero habría una
pérdida neta de bienes que importan o del bienestar que brindan.
Veámoslo con un supuesto más sencillo, que podemos llamar
el de E2´. En E2´ hay un millón de ciudadanos. De ellos, mil tienen
3 y 999.000 tienen 9. Si, en igualdad, resultara que todos y cada
uno tuvieran 4, esa sociedad sería preferible, por más justa, para
Rawls. Pero habría mil que habrían pasado de 3 a 4 y 999.000 que
habrían perdido 5. De donde resulta que:
1000 x 1 = 1000: esa es la ganancia total con la igualdad.
999.000 x 5 = 4.995.000: esa es la pérdida total con la igualdad.
Si miramos promedios, el promedio de bienes que importan
que tiene esa sociedad con la distribución desigual con la que
estamos jugando es la siguiente:
1.000 x 3 + 999.000 x 9 = 8.994.000.
8.994.000 : 1.000.000 = 8,994
En cambio, el promedio con una división igualitaria que
diera a todos 4 estaría en 4, evidentemente. La pérdida total en
el promedio de bienes sería de 4,994.
(iv) Teorías del bienestar mínimo o “suficientistas”.
Se alude en este apartado a las teorías de la justicia social que
no calificamos como igualitaristas porque no tienen carácter
47
: ,
relacional. Quiere con eso decirse que a estas doctrinas no
atienden a que haya diferencia mayor o menor entre unos que
tienen más y otros que tienen menos de los bienes que importan,
sino que solamente se preocupan de que no esté por debajo de un
cierto mínimo los que tengan menos de los bienes que importan.
Llamemos M a ese mínimo imprescindible de los bienes que
importan. Puede incluso suceder, bajo este punto de vista, que
una sociedad que fuera plenamente igualitaria y en la que todos
tuvieran, por igual, una cantidad de bienes que importan inferior
a M, resultara una sociedad radicalmente injusta debido a que
el mínimo marcado por M por nadie es alcanzado. Cuantas más
personas se encuentren por debajo de ese umbral, más injusta
será esa sociedad.
En el debate americano, las teorías que más claramente se
agrupan en este apartado son las que reciben el nombre de
suficientismo (sufficientarianism) o teorías suficientistas. El
principio que está en la base de esta teoría y que se puede llamar
principio de suficiencia, es presentado por uno de sus defensores
más destacados, Robert Huseby, en los siguientes términos: “es
en sí mismo malo que una persona no tenga un nivel suficiente
de bienestar. Es peor cuanto más lejos está una persona de
un suficiente nivel de bienestar (y especialmente malo si las
necesidades básicas de la persona no están satisfechas), y es
peor cuantas más sean las personas que no tienen suficiente
nivel de bienestar”13.
13
Peter Huseby, “Sufficiency: Restated and Defended”, The Journal of
Political Philosophy, 18, 2010, p. 180. Otra definición del “Sufficiency
Principle” es la que proporciona Roger Crisp, que junto con Harry
Frankfurt es seguramente el más sobresaliente expositor del
suficientismo: “compassion for any being B is appropriate up to the
point at which B has a level of welfare such that B can live a life which
is sufficiently good” (Roger Crisp, “Equality, Priority, and Compassion”,
Ethics, 113, 2003, p. 762).
48
Naturalmente, la dificultad grande consiste en delimitar
ese mínimo o señalar qué tipo de bienes en concreto se deben
disfrutar, y en qué grado o medida, para que ese mínimo
determinante sea satisfecho. De momento no voy a entrar
en esas precisiones o en el análisis de las propuestas que
al respecto se han hecho, y nos quedaremos con lo que de
intuitivamente hay de comprensible en estos planteamientos.
O, dicho de otra forma, si bien no es fácil señalar exactamente
qué cantidad de cada bien determinante se ha de poseer por
cada cual para sobrepasar el umbral de referencia, sí parece más
sencillo ponerse de acuerdo en que la carencia completa o muy
fuerte de cosas tales como alimentación, vivienda, educación
o sanidad implica un tal grado de privación, que podemos
comprender que, en tales casos, ni con mucho se satisface ese
umbral mínimo de lo que se puede considerar una vida digna.
No escasean los autores que han explicado lo mismo resaltando
que se trata de que cada ciudadano tenga aceptablemente
satisfechas sus necesidades básicas, de forma que pueda organizar
su existencia y vivir su vida como ser realmente autónomo y dueño
en buena parte de sus decisiones y su destino14. Como explica
George Sher en un libro reciente, se trata de que a cada persona
se le dé la posibilidad de vivir efectivamente su propia vida15. Eso
no se consigue eliminando mediante compensaciones todas las
consecuencias negativas resultantes de circunstancias azarosas
de las que el sujeto no es responsable (dotación genética, ausencia
innata de tal o cual talento, accidentes o catástrofes naturales
que afectan al individuo…), sino simplemente brindando a cada
uno los medios que le permitan ser dueño de sí mismo y no estar
a merced de cosas tales como la falta de alimento, la ausencia de
14
Vid., por ejemplo, George Sher, Equality for Inegalitarians, Cambridge
University Press, 2014, pp. 103-105, 132.
15
Ibid., p. 10.
49
: ,
educación o la enfermedad16. Como el propio Sher subraya, ese
planteamiento es compatible con la existencia de desigualdades
sociales. No sólo con las que son efecto de las elecciones
responsables de los sujetos, sino también de las que provienen
de circunstancias sobre las que el individuo no tiene control y
que los luck egalitarians dicen que habría que corregir. Como
este autor indica, el criterio que debe regir la distribución no es
el de la igualdad, sino el de la suficiencia. “Tan pronto como cada
uno tenga suficiente de cada bien, no necesitaremos reclamar
igualdad en la distribución”17.
Uno de los más claros representantes del “suficientismo” es
Harry G. Frankfurt. En su reciente librito titulado On Inequality18
resume Frankfurt las ideas que al respecto venía defendiendo
desde hace décadas19. Lo que Frankfurt destaca es que la igualdad
no tiene un valor moral intrínseco, no es, en sí y por sí, un valor
con relevancia moral. “La igualdad económica no tiene, como
tal, particular importancia moral. Por lo mismo, la desigualdad
económica no es en sí misma moralmente objetable. Desde el
punto de vista de la moralidad no es importante que cada uno
tenga lo mismo. Lo que es moralmente importante es que cada
16
“… hay ciertos niveles de riqueza y oportunidad que una persona debe
tener a fin de que pueda vivir algún tipo de vida efectivamente. Esos
niveles están determinados, en parte, por el hecho obvio de que aquellos
que son desesperadamente pobres no pueden mirar más allá de sus
necesidades inmediatas, no pueden razonablemente hacer y seguir
planes a largo plazo y tienen pocas oportunidades para gobernar su
propio destino” (ibid., p. 12).
17
Ibid., p. 13.
18
Princenton, Princeton University Press, 2015. Hay traducción al castellano: Sobre la desigualdad, Barcelona, Paidós, 2016, traducción de
Antonio F. Rodríguez Esteban.
19
Harry G., Frankfurt, “Equality as a Moral Ideal”, Ethics, 98, 1987, pp.
21-43; “Equality and Respect”, Social Research, 64, 1997; “The Moral
Irrelevance of Equality”, Public Affairs Quarterly, 14, 2000, pp. 87-103.
50
uno tenga suficiente”20. De ahí que a esta su doctrina, alternativa
al igualitarismo, la llama Frankfurt “doctrina de la suficiencia”21.
En lo que Frankfurt insiste es en que la igualdad, como
igualdad económica, no tiene un valor intrínseco. Eso no quita
para que la igualdad pueda ser un objetivo importante o que
haya de perseguirse cuando tiene un valor instrumental; es
decir, cuando la igualdad económica es un medio necesario, una
“condición necesaria”, para la realización de fines que sí tienen
importancia en sí, valor intrínseco22.
Me permitiré aquí un ejemplo de mi propia cosecha para
ilustrar esta diferencia entre valor intrínseco y valor instrumental
de la igualdad. Supongamos que Juan y Pedro tienen el mismo
trabajo y han seguido una trayectoria vital similar. Sus recursos
económicos también vienen siendo casi idénticos, hasta que un
día a Pedro le toca un gran premio de la lotería. Ahora la riqueza
de Pedro es cien veces mayor que la de Juan y, consiguientemente,
podrá permitirse también un muy superior nivel de bienestar.
Si la igualdad económica tiene un valor moral en sí, deberemos
conceder que es sumamente inmoral o injusta esa diferencia de
riqueza que ahora se ha creado entre los dos. Si hablamos de
justicia social y la ligamos con los compromisos que legitiman
al Estado, tendremos que decir también que el Estado debería
hacer cuanto estuviera en su mano para reducir esa desigualdad
y, a ser posible, conseguir que lo que los dos tengan vuelva a ser
igual. Más aun, podría pensarse que el Estado no debería permitir
loterías con premios importantes, ya que el efecto inmediato es
el de que los más afortunados tengan mucho más que los otros,
que la gran mayoría de sus conciudadanos.
20
Harry G. Frankfurt, On Inequality, cit., p. 7.
21
Ibid., p. 7.
22
Ibid., p. 9, pp. 16-17, 68.
51
: ,
Pero podemos también imaginar otros escenarios muy
distintos. Pongamos que hay una sociedad en la que las mujeres
padecen una muy fuerte discriminación social. Son discriminadas
en lo económico, lo profesional, lo familiar, lo artístico, la
vida ordinaria de relación, etc. Muy pocas mujeres, ahí, logran
vencer tantas trabas y hacerse médicos o juristas o exponer sus
obras de arte y publicar sus trabajos literarios o participar en la
vida científica del país, etc. Es muy posible que, si se pretende
terminar con tales discriminaciones, se concluya que una buena
herramienta sería la de equiparar económicamente las mujeres a
los hombres, hacer que su situación económica y el dinero del que
pueda cada una disponer no esté por debajo del que disfrutan los
varones. Presuponiendo que ese fuera un medio apropiado para
ir acabando con las discriminaciones sociales y las consiguientes
opresiones a las que las mujeres se ven sometidas, tendríamos
ahí que la igualdad económica entre mujeres y hombres tendría
un valor instrumental. Allí donde socialmente hubiera entre
damas y varones igualdad y ninguno oprimiera o marginara al
otro, ninguna razón habría para sostener que deben una mujer
cualquiera y un hombre cualquiera tener igualdad económica
plena, del mismo modo que no hay razón para exigir igualdad
económica plena entre rubios y morenos o entre gentes con
los ojos azules o con los ojos marrones. Pero donde la igualdad
económica entre unos y otras sea condición necesaria para evitar
la opresión, la igualación en lo económico adquiere ese valor
instrumental.
Volvamos al hilo de Frankfurt. Según Frankfurt, lo que hace
que intuitivamente nos resulte ofensiva la desigualdad no es que
unos posean menos dinero que otros, sino el hecho de que los
que tienen menos tengan demasiado poco23. El problema no está
en la diferencia cuantitativa, sino en la deficiencia cualitativa
23
Ibid., p. 41.
52
absoluta24. Cuando los que tienen menos tienen sin duda más
que suficiente, no es moralmente rechazable que otros tengan
mucho más25. “Aquellos que están considerablemente peor que
otros pueden, sin embargo, estar muy bien”26.
Imaginemos nosotros un caso para ilustrar esto que se acaba
de explicar. Pongamos que en la España de ahora mismo y con los
costes que los bienes y servicios aquí ahora mismo tienen, por un
milagro resultara que los más desfavorecidos de los que en este
país viven obtuvieran unos ingresos anuales de cien mil euros y
que, además, los servicios públicos esenciales, como educación
y sanidad, estuvieran muy bien cubiertos por el Estado. Un diez
por ciento de los españoles, los más pobres, ingresan esos cien
mil euros anuales. El resto de la ciudadanía, de ahí hacia arriba.
Hasta llegar al uno por ciento de los más ricos, cuyos ingresos
al año superan los mil millones de euros. La desigualdad sería
tremenda, pero, según lo que Frankfurt nos ha hecho ver, nada
de inmoral hay en la misma, presuponiendo (añado yo) que
cada uno, incluidos esos riquísimos, consiga sus ingresos de
modo perfectamente legal y legítimo, con pleno respeto a las
reglas de juego comunes y no siendo esas reglas objetables por
tendenciosas o parciales.
Dice Frankfurt que, en sentido moralmente relevante, una
persona no es pobre por tener menos que otra, sino porque no
tiene lo suficiente27. E insiste en que “no hay conexión necesaria
entre estar en la parte baja de la sociedad y ser pobre, en el sentido
en que la pobreza es una barrera seria y moralmente objetable
para tener una buena vida”28.
24
Ibid., pp. 41-42.
25
Ibid., p. 43.
26
Ibid., p. 71.
27
Ibid., p. 45.
28
Ibid., p. 70.
53
: ,
Como ya he indicado, el problema está en definir lo que
sea esa suficiencia. Frankfurt considera que una persona tiene
suficiente cuando es razonable que esté contento con no tener
más de lo que tiene29. Apenas desarrolla este criterio, pero
podemos pensar que la clave está en el elemento objetivo que se
introduce al mencionar la “razonabilidad”. Yo puedo tener una
gran holgura económica y, sin embargo, sentirme desdichado
porque mi riqueza es mucho menor que la de Amancio Ortega,
Carlos Slim o Bill Gates, pero seguramente se me podría
reprochar que no soy razonable y que, si miro lo que yo tengo y
qué vida puedo vivir con ello, si dejo de buscar comparaciones
con los más afortunados y si dejo de evitar comparaciones
con los más desgraciados, captaré enseguida que me sobran
motivos para sentirme bien satisfecho, ya que soy libre para
manejar mi vida y elegir entre una multitud de opciones vitales
importantes30.
Así concluye Frankfurt: “Si una persona tiene recursos
suficientes para proveer a la satisfacción de sus necesidades y
sus intereses, sus recursos son completamente adecuados; su
29
Ibid., p. 48. Similarmente, Huseby propone que el mínimo nivel de
bienestar viene dado por aquel con el que una persona está contenta,
teniendo en cuenta que contenta no significa ausencia de todo deseo
de tener más, sino “satisfacción con la calidad en general de su vida”
(Robert Huseby, Sufficiency: Restated and Defended”, cit., p. 181).
30
En verdad Frankfurt no lo explica así y no aclara mucho su tesis. Dice:
“Hay dos tipos de circunstancias en las la cantidad de dinero que una
persona tiene es suficiente; es decir, en las que más dinero no le permitiría ser significativamente menos desdichado. Por un lado, puede
suceder que una persona no sea en modo alguno desdichada: no padece
ningún grado apreciable de angustia o insatisfacción con su vida. Por
otro lado, puede suceder que aunque una persona sea infeliz por cómo
su vida transcurre, el tener más dinero no le aliviaría los inconvenientes
resultantes de su infelicidad”, como pasa, por ejemplo, si alguien está
enamorado y no es correspondido (Ibid, p. 50).
54
adecuación no depende adicionalmente de cuántos sean los
recursos poseídos por otras personas”31.
4. sobre el significado de los derechos
sociales y el estado social
Como segunda parte, quisiera brevemente plantear cuál
es la relación entre igualdad, por una parte, y Estado social y
derechos sociales, por otra. Dicho de otra manera, lo que me
pregunto es si el Estado social de Derecho, con el que nuestra
Constitución compromete a España desde su artículo 1, y los
derechos sociales, también constitucionalmente acogidos, ligan
necesariamente a nuestro Estado con alguno de los mencionados
modelos de justicia social y, más particularmente, con algún tipo
de planteamiento igualitarista.
Los puntos de partida, bien conocidos, pueden ser sucintamente enumerados, por referencia a preceptos de nuestra
Constitución.
- El art. 1.1 CE dice que “España se constituye en un Estado
social y democrático de Derecho, que propugna como valores
superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia,
la igualdad y el pluralismo político”.
- Art. 9.2 CE: “Corresponde a los poderes públicos promover las
condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y
de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover
los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar
la participación de todos los ciudadanos en la vida política,
económica, cultural y social”.
- Art. 10.1 CE: “La dignidad de la persona, los derechos
inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la
31
Ibid., p. 74.
55
: ,
personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás
son fundamento del orden político y de la paz social”.
- Art. 14 CE: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda
prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento,
raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o
circunstancia personal o social”.
- Art. 27 CE: derecho a la educación.
- Art. 31.1 CE: “Todos contribuirán al sostenimiento de los
gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica
mediante un sistema tributario justo inspirado en los
principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso,
tendrá alcance confiscatorio”. Art. 31.2 CE: “El gasto público
realizará una asignación equitativa de los recursos públicos,
y su programación y ejecución responderán a los criterios de
eficiencia y economía”.
- Art. 33.1 CE: “Se reconoce el derecho a la propiedad privada
y a la herencia”. 33.2: “La función social de estos derechos
delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes”. 33.3:
“Nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por
causa justificada de utilidad pública o interés social, mediante
la correspondiente indemnización y de conformidad con lo
dispuesto por las leyes”.
- Art. 35.1 CE: “Todos los españoles tienen el deber de trabajar
y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio,
a la promoción a través del trabajo y a una remuneración
suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia,
sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por
razón de sexo”.
- Art. 37.1: “La ley garantizará el derecho a la negociación
colectiva laboral entre los representantes de los trabajadores
y empresarios, así como la fuerza vinculante de los convenios”.
56
37.2: “Se reconoce el derecho de los trabajadores y empresarios
a adoptar medidas de conflicto colectivo…”.
- Art. 38 CE: “Se reconoce la libertad de empresa en el marco
de la economía de mercado. Los poderes públicos garantizan
y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de
acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su
caso, de la planificación”.
- Art. 41 CE: “Los poderes públicos mantendrán un régimen
público de Seguridad Social para todos los ciudadanos que
garantice la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante
situaciones de necesidad, especialmente en caso de desempleo.
La asistencia y prestaciones complementarias serán libres”.
- Art. 43.1: “Se reconoce el derecho a la protección de la salud”.
Art. 43.2: “Compete a los poderes públicos organizar y tutelar
la salud pública a través de medidas preventivas y de las
prestaciones y servicios necesarios…”.
- Art. 47: “Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una
vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán
las condiciones necesarias y establecerán las normas
pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la
utilización del suelo de acuerdo con el interés general para
impedir la especulación”.
- Art. 49 CE: “Los poderes públicos realizarán una política de
previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los
disminuidos f ísicos, sensoriales y psíquicos, a los que prestarán
la atención especializada que requieran y los ampararán
especialmente para el disfrute de los derechos que este Título
otorga a todos los ciudadanos”.
- Art. 50 CE: “Los poderes públicos garantizarán, mediante
pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad.
Asimismo, y con independencia de las obligaciones familiares,
57
: ,
promoverán su bienestar mediante un sistema de servicios
sociales que atenderán sus problemas específicos de salud,
vivienda, cultura y ocio”.
No son todos los preceptos que podrían tener relación con
nuestro tema, pero son los más relevantes al respecto.
Recordemos que hace un momento repasamos cuatro
concepciones actuales de la justicia social o justicia distributiva,
que eran la libertarista, la de justicia pautada, la igualitarista y la
suficientista, y que dentro de las doctrinas igualitaristas diferenciamos entre igualitarismo radical, igualitarismo condicionado,
igualitarismo de la suerte e igualitarismo de las oportunidades.
Pues bien, lo que ahora quiero preguntarme es si el Estado
social, tal como prototípicamente aparece pergeñado en la
Constitución Española, está conceptual o pragmáticamente
comprometido con alguna de esas concepciones de la justicia
social o si, al menos, alguna de esas concepciones refleja los
requisitos primigenios de un Estado social.
Hay que empezar por unas elementales precisiones. Llamaré
aquí Estado social a aquel que por imperativo constitucional
está abocado a la protección y realización de los derechos
sociales, como derechos fundamentales y al margen del tipo
de garantías que para los derechos sociales u otros tipos de
derechos fundamentales se dispongan. Y al hablar de derechos
sociales estaré aludiendo exclusivamente a aquellos que aúnan
las siguientes características: a) sirven a la satisfacción de
alguna necesidad individual de las que podemos considerar
necesidades básicas; b) al menos en lo que a ciertos ciudadanos
se refiere, su satisfacción requiere directamente alguna acción
positiva del Estado, no una mera abstención o tolerancia; c) esa
acción positiva requerida tiene unos costes económicos que el
Estado debe asumir, razón por la que la satisfacción de tales
58
derechos depende, entre otras cosas de la política fiscal y la
capacidad recaudatoria del Estado.
No pretendo indicar que solamente tenga sentido denominar
derechos sociales a los que encajen en ese cuadro, sino que nada
más que puntualizo que aquí me voy a referir tan solo a los que
tengan esos caracteres. Fueran quedan otros que la doctrina,
con buenas razones, suele incluir entre los derechos sociales,
como el derecho a la sindicación, el derecho de libertad sindical
o el derecho a la huelga, o como el derecho al medio ambiente,
por ejemplo.
5. qué teoría de la Justicia distributiva
presupone el estado social o con
cuáles es compatible
Hechas esas precisiones conceptuales y tomada la Constitución
Española como patrón ejemplificativo del diseño de un Estado
social, 32 pongamos en relación ese Estado social y las teorías de
la justicia distributiva y veamos qué resulta.
5.1 Teorías libertaristas y Estado social
Las teorías libertaristas son incompatibles con el Estado
social. Esto es bien sabido y no merece la pena extenderse
en explicaciones de sobra conocidas. El Estado mínimo o
ultramínimo que reclaman y que sería un Estado sin más política
fiscal y recaudadora que la imprescindible para mantener, si acaso,
un exiguo servicio público de seguridad para la vida, la integridad
f ísica, la libertad y la propiedad, es un Estado que por definición
carecería de medios para financiar políticas públicas y servicios
32
Evidentemente, no entro aquí en el debate sobre cuánto se cumpla en la
realidad de los hechos, en España, el modelo de Estado social constitucionalmente dibujado.
59
: ,
públicos que dieran satisfacción a derechos como el derecho a la
educación, el derecho a la vivienda o el derecho a la sanidad.
5.2 Justicia pautada y Estado social
Cualquier teoría de las que he llamado de justicia pautada
tiene un carácter en cierto sentido formal y una función que
nada más que puede ser complementaria de otros esquemas
de distribución de los que impone el Estado social, con sus
derechos sociales. Explicaré esto y comenzaré con un ejemplo.
Si hablamos de fútbol y futbolistas y nos preguntamos cuál
puede ser el sueldo adecuado para los futbolistas profesionales,
podemos muy razonablemente proponer diversas pautas, como
que cada uno cobre en proporción a los goles que meta, a los
minutos que juegue durante el campeonato de liga, a su antigüedad en el equipo, a su edad, etc. Para fijar los sueldos, pautas
así podrían también combinarse. Pero, sea como sea, lo que
esos patrones no resuelven son cuestiones como la de cuántas
deben ser las vacaciones anuales de los futbolistas, cuáles sus
horarios máximos de entrenamiento o qué tipo de seguro de
salud hayan de tener.
Muy similarmente, tiene perfecto sentido que opinemos
que, en términos generales, el nivel de riqueza o de bienestar
de los ciudadanos debería ser proporcional a cosas tales como
su trabajo y esfuerzo, su aportación a la riqueza colectiva
o su mérito. Pero no parece nada razonable que pensemos
que cualquiera de esas pautas ha de gobernar el derecho
a la educación o el derecho a la sanidad, de manera que los
tengan satisfechos en mayor medida los que más trabajen o más
méritos acumulen33. Por ejemplo, que se diga que el derecho de
33
En ese sentido, y refiriéndose al criterio del mérito como guía de la justicia
distributiva, dice Macleod que los defensores de tal criterio pueden
60
un niño a recibir de la sanidad pública un tratamiento contra
la leucemia depende de cuánto de laborioso sea ese niño o de
cuánto hayan trabajado sus padres o de cuáles sean los méritos de
esos progenitores. O que se opine que la calidad de la educación
pública que se proporcione a un niño pobre tiene que depender
de cuánto de esmerados o perezosos o de activos o apáticos sean
sus familiares.
Así pues, las teorías de la justicia pautada ofrecen útiles
criterios de distribución social y a mí, particularmente, me agrada
mucho la que usa el mérito como referente primero, pero esas
teorías nada resuelven en relación con los derechos sociales. En
otras palabras, y con algo más de precisión, las teorías de justicia
pautada pueden tener aplicación allí donde los derechos sociales
ya están satisfechos al menos en el grado mínimo razonablemente
requerido en un Estado democrático real, y se refieren a lo que
podríamos denominar el reparto de los excedentes; es decir, a la
distribución de la riqueza que resta una vez que se han detraído
los medios económicos necesarios para dar satisfacción a los
derechos sociales. Pues, como ya se ha dicho, toda pretensión de
que una de esas pautas de justa distribución (a cada cual según
su trabajo, su mérito, su esfuerzo…) gobierne también el grado
de realización de los derechos sociales para cada cual conduce
a absurdos y a flagrantes desigualdades de trato que niegan la
esencia misma de esos derechos.
5.3 Igualitarismo y Estado social
Veamos ahora la relación entre teorías igualitaristas y Estado
social.
presentarlo como único metro de la distribución o como un elemento a
tomar en cuenta en la distribución, y tal autor considera rechazable el
primero de tales enfoques. Vid. Alistair M. Macleod, “Distributive Justice
and Desert”, Journal of Social Philosophy, 36, 2005, p. 422.
61
: ,
5.3.1 Igualitarismo radical y Estado social
El Estado social y democrático de Derecho, tal como, entre
muchas, aparece perfilado en la Constitución Española, no
es un Estado que apueste por el igualitarismo radical; bien al
contrario. Por mucho que la igualdad se mencione en el art. 1.1
como valor superior del ordenamiento jurídico y que en el art.
9.2 se diga que “corresponde a los poderes públicos promover
las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo
y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas” y
“remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud”,
la Constitución está presuponiendo una sociedad en la que hay
desigualdades económicas, en la que esas desigualdades no son
ilegítimas y en la que, además, cualquier política para suprimirlas
radicalmente e imponer la equiparación económica supondría
la vulneración de derechos constitucionalmente protegidos.
Ningún ciudadano español tiene reconocido un derecho a que
otros conciudadanos no tengan más dinero o más bienes que él,
pero sí está constitucionalmente amparado el derecho de cada
uno a no ser privado de lo que legítimamente es suyo y por
causa solamente de igualación de la riqueza entre todos.
Es claro al respecto y apenas necesita comentario el art. 33 de la
Constitución, con su reconocimiento del derecho a la propiedad
privada. Se matiza que tiene ese derecho una función social,
ciertamente, pero que para que alguien pueda ser privado de lo
que es de su propiedad se requiere “causa justificada de utilidad
pública o interés social” y, además, deberá ser indemnizado.
Por consiguiente, mecanismos como el de la expropiación para
nada se justificarían como vías para disminuir la desigualdad
económica y, si van acompañados de justiprecio, tampoco
sirven a ese objetivo cuando se usan por motivos genuinos de
utilidad pública o interés social. Reparemos también en que la
Constitución está presuponiendo y tácitamente admitiendo
62
la desigualdad en riqueza cuando dice cosas tales como que el
sistema tributario ha de tener carácter progresivo (art. 31.1 CE).
Lo anterior suena obvio, pero quisiera mantener una tesis
adicional, que puede parecer más discutible: un Estado no es más
social por el mero hecho de que sean menores las diferencias
económicas entre sus ciudadanos.
Por supuesto, podemos definir estipulativamente Estado
social como aquel Estado en el que no hay diferencias económicas
entre los ciudadanos o en el que tales diferencias no sobrepasen
un determinado umbral. Pero ni es esa la noción habitual de
Estado social ni se sigue que constituciones como la española
presupongan una idea de ese estilo cuando califican como social
el Estado constitucional que organizan. Más común y razonable
parece caracterizar el Estado social como aquel en el que se da
satisfacción a los derechos sociales, sean los que aquí estamos
considerando y que implican acciones positivas y costes directos
para el Estado, sean esos otros como los derechos fundamentales
de los trabajadores (sindicación, huelga, negociación colectiva,
descanso, etc.).
Bastaría remitirse a ejemplos del estilo de los que hace un rato
se mencionaron, pero usemos alguno más. Imaginemos que el
grado de satisfacción de los derechos sociales se puede calificar
en una escala entre 0 y 1 y que el umbral mínimo razonable (en
un Estado E en un tiempo T) se coloca en 0,4 . El nivel de riqueza
de los ciudadanos se representa en una escala de 0 a 10. Ahora
comparemos los estados Ex y Ey.
- En Ex los derechos sociales están satisfechos en 0,4 (nadie ve
realizados sus derechos en medida menor) y los márgenes de
riqueza se mueven entre 3 y 9.
- En Ey los derechos sociales están satisfechos en 0,3 (nadie ve
realizados sus derechos en medida menor) y los márgenes de
riqueza se mueven entre 3 y 5.
63
: ,
Creo que se puede acordar que tiene más de Estado social Ex,
aunque en él la desigualdad sea mucho mayor.
Con todo, el debate podría ser más interesante con una
comparación como esta otra:
En los estados Ew y Ez el grado de satisfacción de los derechos
sociales es el mismo, pongamos que 0,4 (o cualquier otra
magnitud por encima del mínimo asumible), pero en Ew la
riqueza de sus ciudadanos oscila entre 5 de unos y 7 de otros,
mientras que en Ez varía entre 5 y 9. ¿Podríamos pensar que
es más social el Estado Ew que el Estado Ez porque es menor la
desigualdad de riqueza en Ew, siendo idéntica la satisfacción de
los derechos sociales en ambos?
Me parece que no hay ninguna razón para afirmar tal cosa.
Habría que preguntarse cuáles son las razones para preferir que
los que tienen más tengan menos (7 en vez de 9), permaneciendo
igual lo que tienen los que tienen menos (tienen 5 en todo caso).
Podría aducirse que de nuevo el ejemplo es sesgado y que lo
que hay que hacer es sumar a lo que tienen los más pobres lo
que se quita a los más ricos. Es decir, la comparación habría
de ser entre Ex (3 y 9) y un Estado Ew´ en el que los 4 de menos
que tienen los más ricos se suman a los 3 que tenían los más
pobres o, al menos, procurando que se quite a los más ricos en
la medida justa para que los otros tengan lo mismo.
Lo anterior tiene un problema “constitucional”, por así
decir, un problema de derechos: ¿con qué argumento se
podría justificar en nuestros estados constitucionales el que
se quitara a los más ricos de lo que es suyo en medida mayor
de la necesaria para la satisfacción de los derechos sociales de
los otros, y puesto que no hemos visto en ese ejemplo que los
derechos sociales mejoren, y por el único motivo de reducir la
desigualdad económica?
64
5.3.2 Igualitarismo condicionado y Estado social
El igualitarismo condicionado, del que el claro modelo se
expone en la Teoría de la justicia de John Rawls, tampoco
parece que pueda tener fácil encaje en un Estado social como
el que se dibuja en la Constitución española y tantas otras de
esta época. Sin duda estas constituciones amparan los derechos
de libertad y, como luego veremos, dan importancia grande a
la igualdad de oportunidades, pero el problema surge respecto
del principio de diferencia. Recordemos que con dicho principio
de justicia se refiere Rawls a que las desigualdades económicas
sólo serán admisibles allí donde, además de darse la igualdad de
oportunidades para el acceso a las distintas posiciones, se pueda
acreditar que los que menos tienen, en la sociedad desigual de
que se trate, tienen ahí más de lo que tendrían si en esa misma
sociedad rigiera una distribución plenamente igualitaria.
Qué duda cabe de que en sede teórica las tesis de Rawls plantean
un reto interesantísimo, gracias antes que nada a su sofisticada
y original fundamentación. De ninguna manera pretendo poner
en solfa la enorme importancia de Rawls para la filosof ía política
contemporánea, pero sí sostengo que su principio de diferencia
tiene complicado acomodo en los esquemas constitucionales de
hoy, tanto por razones operativas como por razones normativas.
Por razones operativas, porque es quimérico el cálculo de
cómo estarían los más pobres o menos aventajados de nuestros
estados si estos mismos estados y en este mismo tiempo se
organizaran con un reparto totalmente igual de la riqueza, de
los beneficios y las cargas. Si acaso, podría pensarse que hay
un impulso teórico relevante para activar los mecanismos del
Estado social y para hacer efectivos los derechos sociales, pues
si se constatara que es muy alta la pobreza y el desvalimiento de
alguna parte de la población, sería mucho más sencillo suponer
65
: ,
que esos ciudadanos vivirían mejor con un reparto igualitario de
la riqueza. Aunque es engañoso jugar nada más que a imaginar
distintos tipos de reparto de una cantidad global constante de
riqueza, pues siempre restará la molesta duda de si el monto
total de riqueza generada puede ser el mismo en una sociedad
desigual y fuertemente competitiva bajo esquemas de libertad
de mercado y en una sociedad igualitaria en la que la mano
bien visible del Estado reemplace a la famosa mano invisible
del mercado. Las experiencias habidas hasta hoy no son muy
estimulantes ni invitan al optimismo.
Además, las comparaciones siempre pueden hacerse en dos
direcciones. Pongamos que el Estado E es no igualitario y tiene
un 5% de la población en situación de pobreza extrema, mientras
que un 1% de sus pobladores son sumamente ricos. Igual que
puede razonablemente pensarse que ese 5% viviría mejor bajo
una pauta de distribución perfectamente igualitaria, también se
puede razonar verosímilmente que viviría igual de bien o mejor
todavía bajo una diferente pauta de distribución no igualitaria e,
incluso, aunque ese 1% de los muy ricos fuera más rico aún.
Debido a razones normativas, el principio de diferencia
rawlsiano es de muy complicado encuadre en nuestros esquemas
constitucionales, por los mismos motivos que hace un momento
expuse al referirme al igualitarismo radical. No perdamos de
vista que lo que podríamos llamar la distribución por defecto en
Rawls es la distribución igualitaria, por lo que toda alternativa
a la igual distribución tiene que justificarse mostrando que
tiene superiores rendimientos para los más desfavorecidos en
ella. Ese igualitarismo condicionado rawlsiano halla su más
fuerte fundamento en la idea de que los dones, capacidades y
méritos de cada individuo son resultado del puro azar, de las
loterías de la vida, empezando por la lotería natural. Que alguien
haga legalmente fortuna aprovechando su gran inteligencia, su
66
laboriosidad y el empuje de su carácter no convierte tal fortuna
en merecida, ya que tener esos dones que la han hecho posible no
es mérito del sujeto, sino fruto del azar, del azar por el que sujeto
nació así y no con menores aptitudes o con serias incapacidades.
En consecuencia, al socializar lo que es de los que tienen más, en
el fondo nada merecidamente suyo se les quita, ya que el mérito
no es atributo individual, sino patrimonio común. Cuando el azar
natural repartió las cartas, a unos le tocaron mejores y a otros
peores, pero la baraja es de todos y los resultados de la partida
entre todos se pueden distribuir a partes iguales, sin que ello
suponga merma de los derechos morales de nadie. Ese enfoque
no casa con el respeto que la Constitución exige para la propiedad
privada (art. 33 CE) y para “la libertad de empresa en el marco de
la economía de mercado” (art. 38 CE), entre otras cosas.
5.3.3 Igualitarismo de la suerte y Estado social
El luck egalitarianism o igualitarismo de la suerte es una
doctrina tan apasionante en la teoría como imprecisa o inviable
a la hora de regir la práctica. Sabemos que el núcleo del enfoque
es que todos debemos estar protegidos frente a los perjuicios
o desgracias derivados del azar, de sucesos o eventos que no
están bajo nuestro control, pero que cada cual debe cargar con
su suerte cuando los males derivan de decisiones responsables
suyas. El régimen por defecto me parece que vuelve a ser el de
igualdad, al menos como igualdad de oportunidades. Puesto
que nadie tiene culpa o es responsable de los resultados de la
lotería natural (haber nacido con unos dones o atributos o con
otros) y de la lotería social (haber venido al mundo en una u otra
cuna, en tal o cual ambiente favorable o desfavorable, propicio
o problemático), procede igualarnos a todos, y eso solo podrá
hacerse compensando a los más desfavorecidos por la suerte
y a costa de restar de los más afortunados. Detengámonos un
instante en este punto.
67
: ,
En una escala de 0 a 10 y como resultado puramente de la
brute luck, A tiene 1 y B tiene 9. Lo apropiado será compensar a
A, igualándolo, puesto que no merece estar por debajo, debido
a que su mala suerte no fue merecida, no fue responsabilidad
suya. Pero esa compensación que supone transferir a A hasta un
máximo de 4, para que queden todos igualados en 5, o, al menos,
lo necesario para igualar las oportunidades de todos, se tiene
que hacer con cargo a B. Como lo que se reparte no es maná ni
se trata de que el Estado haga girar la manivela para fabricare
billetes, aquello que se suma a unos se les resta a otros34. No
estoy aquí insinuando, al estilo “libertarista”, que eso sea por sí
necesariamente ilegítimo, sino que nada más que puede ser así.
Y lo que podría retadoramente pensarse es que igual que los A
no son culpables de su mala suerte, los B ni son “culpables” de
la suya ni, sobre todo, son culpables o responsables de la mala
suerte de los A, como para que tengan que pagar por ella35. De
todos modos, no se debe olvidar que el origen de las teorías
del luck egalitarianism está en una corrección o matización de
la teoría de Rawls, con la que comparte lo referido a la lotería
natural y la lotería social.
Lo que diferencia ambas doctrinas es lo que se refiere a la
option luck o suerte debida a factores bajo control del sujeto
y de cuyos riesgos puede el sujeto considerarse responsable.
Supóngase que A y B han sido igualados en el arranque y que
(en una escala de 0 a 10) ambos poseen 5. A es prudente e
invierte con tino y cuidado sus bienes en actividades productivas
34
Y se produce así una transferencia del impacto de la suerte. Muy aguda
y sugerentemente está expuesta esta cuestión en Olof Page Depolo,
“Igualdad, suerte y responsabilidad”, cit., pp. 168-169.
35
Para el igualitarismo de la suerte “no es injusto que algunos tengan más
que otros de resultas de su buena suerte” (Kasper Lippert-Rasmussen,
Luck Egalitarianism, cit., p. 4).
68
y bastante seguras, y le va bien, de modo que pasa de 5 a 8. B
tiene una fuerte propensión al juego, arriesga lo que posee en los
juegos de casino y pierde mucho, con lo que se queda en 2. Como
esa diferencia ya no se debió a brute luck o suerte incontrolable,
sino a option luck, como es el resultado de decisiones del sujeto
que estaban bajo su control, la desigualdad que entre A y B ha
surgido ya no tiene por qué ser compensada.
El luck egalitarianism es posiblemente la teoría de la justicia
social sobre la que más se ha escrito en las últimas dos o tres
décadas. Los debates han sido variados y las críticas y objeciones,
abundantes. No haré aquí ni siquiera un resumen de las críticas
al uso, sino que mencionaré nada más que otras tres cuestiones.
En primer lugar, resulta muy dif ícil marcar la frontera entre
resultados puramente azarosos y resultados sobre los que se
tiene alguna responsabilidad. En principio, es claro que yo no
tengo ningún control sobre los terremotos y que si un terremoto
derriba mi casa yo no soy responsable de tal consecuencia, por lo
que, según el igualitarismo de la suerte, debería ser compensado.
Ahora bien, quizá el terremoto ocurrió en una zona de alta
actividad sísmica en la que ha habido antes unos cuantos seísmos
fuertemente destructivos, pese a lo cual yo elegí vivir y hacer mi
casa allí, pudiendo tranquilamente y sin mayor perjuicio haberme
ido a zona mucho más segura y sin antecedentes de movimientos
telúricos preocupantes. ¿Se me debe compensar igualmente
o hay que descender al detalle y ver cuánta proporción de
responsabilidad o control de cada uno existe en cada caso?
Volvamos ahora a A y B, los del ejemplo de hace un par de
párrafos. B decidió jugarse su dinero a la ruleta. Podía haber
ganado un montón, pero perdió mucho. B decidió quizá invertir
en acciones de una empresa tecnológica o de un banco. También
él asumió riesgos, pues a veces tales empresas se hunden o el valor
69
: ,
de sus acciones cae en picado. Si B hubiera tenido gran suerte en
el juego y hubiera ganado hasta 8 y A se hubiera arruinado con su
actividad empresarial o inversora y hubiera bajado a 2, ¿debería
A ser compensado? Si decimos que no, necesitaríamos elaborar
una buena teoría de los tipos de riesgos y de los niveles de riesgo
que se vinculan a la brute luck (y, por tanto, a la justificación para
compensar las pérdidas o perjuicios) y a la option luck (no siendo
ahí compensables las pérdidas o perjuicios). Si contestamos que
sí habría que compensar a A en el supuesto descrito, tendríamos
también que trazar el límite entre una inversión razonable y una
inversión imprudente, tan imprudente como para que pueda
pensarse que meter el dinero en eso es tan incierto como jugárselo
a la ruleta. ¿Y si A hubiera echado a suertes en qué empresa de
las que cotizan en Bolsa metía su capital? La casuística puede ser
infinita y con cada cuestión se delata más y más la imprecisión y
la dif ícil operatividad del luck egalitarianism.
No olvidemos un detalle más, este muy destacado en las
críticas más habituales a esta doctrina. Al elaborar el ejemplo,
he dicho que B tenía una fuerte propensión al juego y arriesgó
sus recursos económicos en el casino. Si hay algún tipo de
determinación genética, psíquica, ambiental o similar y tal
determinación hace que la decisión de B no esté enteramente
o preferentemente bajo su control, en verdad B no habría sido
víctima de option luck, sino de brute luck, y en ese caso merecería
que el Estado le compensase por sus pérdidas en el juego. Y si, de
una manera mucho más pedestre, proclamamos que hace falta
ser muy tonto para jugarse la fortuna de ese modo y que B la
arriesga porque es así de tonto, estamos expresando lo mismo,
pues nadie elige propiamente ser tonto o torpe ni tiene ninguno
la responsabilidad por su propia estulticia o torpeza, sino que
con eso se viene “de fábrica”, si se me permite la expresión. A lo
que se agrega que igual que puede ser ajeno al control subjetivo
lo que lleva a uno a hacer malas elecciones, igual de azaroso y
70
de pura suerte puede ser el que otro posea habilidades o talento
para hacer elecciones buenas36.
Adicionalmente, hay un problema si incorporamos al
razonamiento la situación de las generaciones siguientes.
Quedamos en que A ha quedado en 8 por ser un inversor muy
ponderado y prudente y que B se ha hundido a 2, por jugarse
sus recursos en la ruleta. Aceptemos que, por haber sido B
víctima de la option luck, responsable de su suerte, no hay por
qué indemnizarlo con cargo a A. Ahora añadamos que A y B
tienen un hijo cada uno. B muere treinta años antes que A. El
hijo de B queda en la pobreza y él ninguna culpa tiene de la mala
cabeza con que su padre gestionó la vida. Para el hijo de B tener
2 es brute luck. Así que al hijo de B habrá que compensarlo y
tendrá que ser con cargo a A, de manera que, idealmente, pasen
a 5 tanto el hijo de B como A (y el hijo de A). Esto dará lugar a
perplejidades como las que surgen de lo siguiente:
- A los efectos, para A viene a resultar como si tuviera que pagar
por la mala suerte electiva u option luck de B, sin bien no le
paga a B, sino al hijo de B. Con una paradoja más, ya que el
que A tenga que compensar al hijo de B por los efectos de la
suerte electiva de B dependerá de un elemento de brute luck,
de puro azar: que B muera.
- El hijo de A ha sido víctima de la mera casualidad, de brute
luck. Desde luego, él no es responsable ni tenía control alguno
sobre los hechos que determinaron que en lugar de heredar
de su padre 8 le toque heredar 5: que B fuera un jugador y
perdiera y que B se muriera antes que el padre de A. Aunque,
ciertamente, si B y A se hubieran muerto a la vez, sería el
hijo de A el que tendría que compensar al hijo de B y aunque
ninguna culpa tenga el hijo de A de la pobreza del hijo de B.
36
Sobre esto, George Sher, “Talents and Choices”, Noûs, 46, 2012, pp. 402ss.
71
: ,
En realidad, lo que estamos mostrando es que todas las
desigualdades que permite el luck egalitarianism son desigualdades nada más que provisionales o temporales y están llamadas
a le re-igualación, al menos en la generación siguiente. Y que,
para la generación siguiente, los eventos de esa re-igualación
suponen brute luck. De lo que se desprendería, también por este
lado, que todo el mundo está a merced del azar, que de ese azar
determinante forma parte lo que los demás hagan con su vida
y sus decisiones y que, a la hora de la verdad, por mucho que
yo tome las mejores decisiones, no tendré lo que por mi buena
cabeza merezco, ya que se me habrá de quitar no solo lo que sirva
para compensar a los que han tenido mala suerte del todo (a la
víctima del terremoto, por ejemplo), sino también a los que han
tenido la mala suerte de que sus progenitores y demás personas
de las que su destino depende no hayan sido tan prudentes como
yo o hayan sido unos necios.
Veamos la tercera objeción, más directamente relacionada con
nuestro tema del Estado social y los derechos sociales. Ciñámonos
nada más que al ejemplo de A y B, otra vez sin hijos. Supongamos
que el umbral de pobreza está en 3 y que con menos de 3 no le es
posible a un ciudadano pagarse una vivienda digna, una educación
apropiada o una atención sanitaria que garantice dignamente el
derecho a la salud. Sabemos que, por sus malas decisiones y su
vicio, B tiene 2, mientras que, por el mérito de su buen decidir (o
por su buena suerte), A tiene 8. Como las pérdidas de B, que ha
pasado de 5 a 2, son fruto de option luck y no de brute luck, no
deben ser compensadas, según el luck egalitarianism. Entonces,
puesto que no hay por qué compensar a B y dado que B no puede
por sí financiarse vivienda, educación o sanidad, habremos de
decir que a B no hay por qué satisfacerle esos derechos sociales.
Pues si se le satisfacen, habrá de ser a cargo de A, en cuyo caso
A estaría compensando a B por los resultados de su mala suerte
electiva. En otras palabras, si los derechos sociales son derechos
72
universales, derechos de cada ciudadano del Estado y que a todo
ciudadano del Estado se le han de hacer efectivos (al menos si no
puede por sí pagarse las correspondientes prestaciones), el luck
egalitarianism o es una doctrina incongruente (si admite que A
financie los derechos sociales de B) o es una doctrina incompatible con el Estado social.
5.3.4 Justicia como igualdad de oportunidades y Estado
social
Se ha dicho, con bastante razón que “probablemente, la
concepción de la justicia más ampliamente defendida en las
sociedades avanzadas es la de la igualdad de oportunidades”37.
En la sociedad donde rigiera una distribución igualitaria de los
bienes materiales, estaría por definición excluida la oportunidad
de que uno pudiera tener más que otro, sin perjuicio de que
pudiera quizá cada cual tener la oportunidad para ser una cosa u
otra (músico, escritor, fontanero, monje de clausura, cultivador
de la vida contemplativa…). Cuando en teoría de la justicia se
habla de igualdad de oportunidades, se presupone que hay en la
sociedad puestos desiguales entre los que se produce un reparto
diferente de bienes. Es decir, el nivel de riqueza o ingresos de la
población se mueve en una cierta escala y hay quienes tienen
más que otros, sea cual sea el criterio de reparto que se emplee
(asignaciones por la mano invisible del mercado, un criterio de
justicia pautada -a cada uno según su X- , un sistema de respeto a
la legítima adquisición de la propiedad, etc.; o una combinación
de varios).
Sentado ese presupuesto de que en la sociedad no rige una
distribución igualitaria de bienes, lo que el principio de igualdad
37
John E. Roemer, “Equality of Opportunity: A Progress Report”, Social
Choice and Welfare, 19, 2002, p. 455.
73
: ,
de oportunidades demanda es que esos distintos lugares en el
reparto sean accesibles a todos los ciudadanos bajo idénticas
condiciones competitivas38, lo que implica que:
- Ha de estar eliminada toda discriminación jurídico-formal. No
puede haber normas que excluyan de algunos de los puestos
a ciudadanos que posean o no posean ciertas características
sobre las que ellos no tengan control. Por ejemplo, se podrá
excluir de ser notario a quien no tenga la carrera de Derecho,
pero no a quien sea mujer u hombre o blanco o negro, etc.
- Ha de estar excluida toda discriminación material de origen
social que fácticamente haga imposible para alguna persona
o grupo acceder a cualquiera de los puestos, de modo que la
posibilidad formal o jurídica de todos no se combine con la
imposibilidad material de algunos debido a causas sociales.
Por ejemplo, si formalmente a nadie le está vedado ser notario
o presidente del consejo de administración de un banco o
presidente de la nación, pero para alcanzar esos puestos se
requiere una seria formación universitaria y los X (las mujeres,
los hombres, los gitanos, los mormones, los homosexuales,
los campesinos, los hijos de obreros…) no tienen posibilidad
material de conseguir tal educación, porque no se le pueden
pagar y porque el Estado no compensa esa carencia económica
impeditiva, no existirá igualdad de oportunidades.
38
Así explica Arneson lo que la igualdad de oportunidades supone: “when
an age cohort reaches the onset of responsable adulthood, they enjoy
equal opportunity for welfare when for each of them, the best sequence
of choices that it would be reasonable to expect the person to follow
would yield the same expected welfare for all, the second-best sequence
of choices would also yield the same expected welfare for all, and so on
through the array of lifetime choice sequences each faces” (Richard J.
Arneson, “Equality of Opportunity for Welfare Defended and Recanted”,
Journal of Political Philosophy, 7, 1999, p. 488).
74
En realidad, en lo que a tales condiciones materiales se refiere,
las oportunidades no dependen generalmente de factores aislados,
sino de conjuntos o ramilletes de factores. Rarísimamente
habrá alguien que no tenga posibilidad económica de estudiar,
pero que sí cuente con una vivienda digna, una buena atención
sanitaria y posibilidad de desempeñar un trabajo dignamente y
con remuneración apropiada. Es el conjunto de pobreza, falta de
vivienda apropiada, condiciones sanitarias insuficientes, falta de
garantías laborales y dif ícil acceso a una buena educación lo que
a algunas personas excluye de la competición igualitaria y con
fair play por los mejores puestos.
Es fácil captar el sentido de esta noción de igualdad de
oportunidades que manejo si usamos la imagen de una carrera
olímpica. Se corren los mil metros lisos en las olimpiadas. Cada
corredor sale de un punto que está exactamente a mil metros de
la meta, la calle de la que cada uno arranca está en las mismas
condiciones que las otras y ninguno es obligado a correr con un
calzado peor o con las manos atadas, por ejemplo. El que gane se
llevará la medalla de oro, el segundo la de plata y el tercero la de
bronce. Los premios son desiguales, pero, aceptado eso, el reparto
se considera justo porque se ha competido bajo esas condiciones
de igualdad. Ganará el que tenga las mejores cualidades atléticas
y más haya entrenado, pero eso ya no se considera óbice para la
asignación desigual de premios, aun cuando nadie es dueño o
responsable de haber nacido con mejores o peores aptitudes para
el atletismo o con más voluntad para entrenarse.
No hay igualdad de oportunidades si, al dar el juez de pista
la señal de salida, de esos corredores en la competición de mil
metros lisos, unos salen a una distancia de mil quinientos metros
de la meta y otros parten a cien metros de ella. Para que las
oportunidades de ganar se equiparen, en lo que a las condiciones
de la competición (y no a las condiciones subjetivas de los
75
: ,
competidores, como su tipo de musculación o su capacidad de
entrenamiento) se refiere, aquel que está a cien metros de la meta
debe ser atrasado hasta el punto debido, y al que se halla a mil
quinientos metros hay que avanzarlo medio kilómetro. Apenas
hará falta que expresemos cómo sería en lo que a la competición
social por los distintos puestos se refiere.
Los mecanismos para que un Estado vele por la igualdad
de oportunidades son dos, como corresponde a esa doble
dimensión que se ha indicado. Por una parte, se ha de eliminar
toda discriminación jurídica de personas y grupos. Eso es
lo que pretenden las cláusulas de igualdad ante la ley (y en la
aplicación de la ley) que figuran en preceptos como el art. 14 de
la Constitución española. Por otra parte, el Estado tendrá que
ofrecer a los que carezcan de medios económicos suficientes
aquellas condiciones cuya ausencia se traduce en exclusión o
en seria desigualdad competitiva: alimento, vivienda, salud,
educación… Es decir, satisfacción de los derechos sociales.
Fuera de una hipotética sociedad perfectamente igualitaria en
el reparto, en la que por definición las oportunidades de tener
más no existen, no es pensable la igualdad de oportunidades
sin garantía de satisfacción de los derechos sociales. Y donde
falte la igualdad de oportunidades se vicia cualquier criterio de
justicia en la distribución que no sea, tal vez, el que propugna el
libertarismo más extremo. Porque no tiene apenas sentido que,
por ejemplo, tratemos de aplicar un reparto en proporción al
mérito allí donde no todos cuentan con la misma posibilidad de
hacer ciertos méritos o de hacerlos valer; o no cabría una pauta
de distribución según el trabajo cuando algunos están en verdad
excluidos de los canales normales y oficiales del trabajo. Y así
sucesivamente. Tampoco un igualitarismo de la suerte tendría
sentido en una sociedad en la que algunos carecen prácticamente
de toda posibilidad de influir con sus decisiones libres sobre
76
su propio destino y siendo este destino suyo una especie de
condena impuesta desde fuera y sin remisión posible, al modo de
incontrolable azar o brute luck. Sin igualdad de oportunidades
cualquier sociedad se torna estamental o sociedad poco menos
que de castas, digan lo que digan el Código Civil o la Constitución
sobre el igual derecho de todos a regirse en libertad y a no ser
formalmente excluidos de nada.
Es evidente, pues, la estrecha relación entre igualdad de
oportunidades y Estado social, pues en el Estado social se excluye
la discriminación jurídica y se consagran derechos sociales que,
en la práctica de la competición en el seno de una sociedad con
repartos no igualitarios, deben servir para que ninguno esté de
antemano excluido o en peor condición para llegar a las mejores
posiciones. De eso seguramente está hablando el art. 9.2 CE
cuando dice que “Corresponde a los poderes públicos promover
las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y
de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover
los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar
la participación de todos los ciudadanos en la vida política,
económica, cultural y social”.
5.4 Teorías del bienestar mínimo y Estado social
En mi opinión, las doctrinas suficientistas, de la mano de la
justicia como igualdad de oportunidades, constituyen la visión
más acorde con el modelo de Estado social que aparece en
constituciones como la española. El suficientismo indica que no
hay Estado justo allí donde, existiendo recursos bastantes, no
están atendidas las necesidades básicas de todos los ciudadanos. Y
los derechos sociales vienen, precisamente, a dar a la satisfacción
de esas necesidades primarias de cada individuo el estatuto de
auténticos derechos individuales y reclamables ante el Estado,
que es quien ha de realizar las correspondientes prestaciones.
77
: ,
El suficientismo no exige del Estado social que sea un Estado
igualitario ni supone que es más social el Estado en el que hay
mayor igualdad económica entre sus ciudadanos39, siempre que
lo que cada uno tenga haya sido lícita y legítimamente obtenido.
El suficientismo tiene, como antes se dijo, el problema de
que no es fácil fijar cuánto sea ese mínimo que es condición
de justicia. La teoría de los derechos sociales se topa con un
problema similar, el de saber cuál es el grado de satisfacción
de los mismos que ha de garantizarse y resultar exigible en un
Estado social que en verdad quiera serlo.
Pues bien, la combinación con la idea de igualdad de
oportunidades da alguna pista interesante a ese respecto.
Ciertamente, las oportunidades nunca podrán ser exactamente
las mismas, idénticas, allí donde los repartos sociales no sean
igualitarios. El más rico siempre podrá procurarse algo más que
mejore su posición competitiva40. Pero la igualación absoluta
de oportunidades forzaría a una igualación económica plena
en la que, paradójicamente, son las oportunidades de ascenso
social las que por definición se excluyen, seguramente con los
39
Hasta la mejor doctrina suele mantenerse en la indefinición o en un cierto
equívoco a este respecto. Así lo apreciamos por ejemplo en el siguiente
fragmento de Abramovich y Courtis: “Ciertamente, un rasgo común de
la regulación jurídica de los ámbitos moldeados a partir del modelo de
derecho social es la utilización del poder del Estado, con el propósito de
equilibrar situaciones de disparidad, -sea a partir del intento de garantizar
estándares de vida mínimos, mejores oportunidades a grupos sociales
postergados o de compensar las diferencias de poder en las relaciones
entre particulares-. De ahí que el valor que generalmente se resalta cuando
se habla de derechos sociales es la igualdad, en su vertiente material o
fáctica” (Víctor Abramovich, Christian Courtis, Los derechos sociales
como derechos exigibles, Madrid, Trotta, 2002, pp. 56-57).
40
Por ejemplo, si dominar idiomas mejora las expectativas de ascenso social,
el rico siempre podrá pagarse más viajes a los países donde se hable y se
pueda practicar el idioma que está tratando de aprender.
78
perjuicios colectivos, para todos, que acarrea la falta de estímulo
económico de los ciudadanos. La igualdad de oportunidades
exige, eso sí, que se liquiden las exclusiones tanto formales como
materiales, entendiendo que es víctima de una exclusión material
quien, por no tener mínimamente satisfechas sus necesidades
básicas carece de toda posibilidad de competir por las posiciones
más ventajosas con probabilidades serias de alcanzarlas.
Dado que no está descartado que las oportunidades de los más
ricos sean mejores, como consecuencia de que siempre cuentan
con recursos adicionales frente a los menos ricos, podemos
pensar en una especie de principio de compensación en lo que
tiene que ver con la satisfacción de las necesidades básicas de los
más pobres por la vía de los derechos sociales. Ese principio de
compensación podría enunciarse así: los servicios que el Estado
brinde para satisfacer derechos sociales deben ser de una calidad
no inferior al promedio de calidad de los servicios privados
que los más favorecidos económicamente puedan contratar.
Por ejemplo, si en una escala de 1 a 10 la calidad media de los
colegios privados y de la atención médica privada está en 7, ese
es el umbral del que no puede bajar la calidad de los colegios
públicos o de la atención médica pública41. Sólo de esa manera
41
Con este principio se da satisfacción también al llamado problema
de la saciabilidad de los derechos sociales. Se ha dicho a veces que los
derechos sociales son “insaciables” porque siempre cabe demandar “más
bienes y servicios y mejores resultados”, con lo que nunca podrían ser
plenamente satisfechos y los recursos a ellos destinados tendrían que
ser potencialmente ilimitados (Leticia Morales, Derechos sociales constitucionales y democracia, Madrid, Marcial Pons, 2015, p. 92). Como dice
Leticia Morales, “[p]oner el acento en esta cuestión para distinguir entre
naturalezas de derechos es incorrecto porque nada impediría establecer
un criterio de satisfacción (o criterio de saciabilidad) de las exigencias
positivas que surgen de ciertos derechos sociales. La justificación del
límite hasta el cual se deben destinar recursos para satisfacerlas dependerá
de los argumentos normativos que sustenten el criterio. Sin embargo,
79
: ,
la desigualdad no se traducirá en una discriminación que haga
inviable la mínima igualdad de oportunidades compatible con el
no igualitarismo.
Un último matiz merece la pena comentar. Que esos derechos
sociales sean universales por imperativo constitucional no
quiere decir que el Estado haya de proporcionar gratuitamente
los correspondientes servicios a todos los ciudadanos, sino
meramente a todos los ciudadanos que no puedan pagarlos42.
Un Estado no es social si el precio de la educación universitaria
impide estudiar una carrera a algunos jóvenes que no disponen
de los recursos necesarios, pero no deja de ser social ese Estado si
a los más ricos de sus ciudadanos, a los Botín del lugar, pongamos
por caso, les hace abonar el coste íntegro de la carrera en una
universidad pública, en caso de que en ella quieran estudiar. Se
puede añadir que ese Estado será más congruente y eficazmente
social, pues no destinará recursos a financiar servicios de lo
que los pueden pagar y podrá concentrar esos recursos para
conseguir una mayor calidad de los servicios que se prestan a los
menos pudientes. Un Estado en el que los costes de los servicios
públicos que satisfacen derechos sociales sean idénticos para los
más pobres y los más ricos y en el que, además, la parte más
sustanciosa de la recaudación pública no se haga mediante
impuestos directos, sino por vía de impuestos indirectos, es un
Estado muy escasamente social43.
su caracterización como saciables o insaciables no previene a que sea
posible concebir conceptualmente que los derechos sociales imponen
obligaciones a la satisfacción de cierto nivel de las exigencias sociales que
encarnan” (ibid., pp. 92-93).
42
Cfr. Luigi Ferrajoli, Derechos y garantías. La ley del más débil, Madrid,
Trotta, 4ª ed., 2004, pp. 46-47.
43
Una defensa de la progresividad de los impuestos en el marco de una
concepción suficientista de la justicia distributiva puede verse en Gottfried
Schweiger, “Taxation and the Duty to Alleviate Poverty”, en Helmut P.
80
6. sobre exigibilidad y garantía de los
derechos sociales
Es muy vasta la literatura actual sobre la posibilidad,
conveniencia o necesidad de tratar los derechos sociales como
derechos subjetivos garantizados y exigibles, de modo similar
a como lo son los derechos fundamentales de otros tipos. No
entraré en el análisis de las doctrinas en pugna ni en el cotejo
de las variantes teóricas sobre el asunto, sino que únicamente
trataré de explicitar cómo se podría enfocar tal cuestión desde la
perspectiva que aquí he defendido, la de que el modelo de Estado
social, que tiene en la satisfacción de los derechos sociales su
eje, debe entenderse en cuanto exigencia de que todos tengan
suficientemente satisfechas determinadas necesidades básicas,
como fundamento para que puedan competir en una sociedad
no igualitaria bajo condiciones de igualdad de oportunidades.
Es variada la tipología de los derechos fundamentales y, en
correspondencia, diferente es también el tipo de comportamiento
que, para su efectividad, requieren de los poderes públicos, así
como la clase de regulación que el Estado ha de brindar para su
garantía. En primer lugar, hay derechos fundamentales que para
ser efectivos requieren ante todo abstenciones del Estado, que
el Estado no emita regulaciones represivas de ciertas conductas
y que el Estado respete el ejercicio de esas conductas por los
ciudadanos. Sería el caso de la libertad de expresión o la libertad
de información. La libertad de información compromete al Estado
a no regular positivamente la censura de las informaciones y a no
permitir que cualesquiera grupos o sujetos por su cuenta ejerzan
censura o limiten la libertad de informar.
Gaisbauer, Gottfried Schweiger, Clemens Sedmak (eds.), Philosophical
Explorations of Justice and Taxation. National and Global Issues, Cham,
etc., Springer, 2015, pp. 41ss.
81
: ,
En segundo lugar, hay derechos que demandan regulaciones
directas específicamente protectoras como condición de su
eficacia. Aquí no es que el Estado deba dejar hacer e impedir que
no se deje hacer, sino que en el hacer del Estado está una parte
esencial de la posibilidad del derecho mismo. Es decir, debe el
Estado producir normas que delimiten lo mejor posible el alcance
de esos derechos y que permitan sancionar sus vulneraciones.
Tal sucede, por ejemplo, con los derechos a la intimidad, a la
inviolabilidad del domicilio, al secreto de las comunicaciones, al
honor, etc.
El contraste entre esas dos primeras clases de derechos parece
claro. Así como los del primer tipo, los que exigen abstenciones
represivas del Estado se satisfacen a base de que el Estado permita
determinadas acciones, como expresarse con libertad o informar
libremente, los del tipo segundo se tornan eficaces cuando hay
una regulación legal que sanciona negativamente determinadas
conductas de los sujetos, como puedan ser la intervención de las
comunicaciones, la calumnia o injuria, la entrada no autorizada
en domicilio ajeno, etc.
Una tercera clase de derechos fundamentales viene constituida por los que solo pueden ser eficaces si el Estado produce
determinadas normas constitutivas de instituciones y de ciertas
prácticas. Es el caso del ramillete de derechos procesales que
giran en torno al debido proceso judicial. Lo mismo vemos si
pensamos en el modo como la efectiva protección de muchos
derechos pide que se constituyan y se regulen instituciones como
la policía. Por supuesto, el funcionamiento de tales instituciones
públicas tiene unos costes económicos que se deben sufragar en
todo o en su mayor parte con cargo al erario público.
Los derechos fundamentales de esa tercera variante son
puramente instrumentales de los otros, pues sin instituciones
como las judiciales y sin una adecuada regulación de los procesos
82
judiciales, sería inviable la protección de derechos sustantivos
como los de libertad de expresión o de información o el derecho
al honor o al secreto de las comunicaciones. Igualmente, sin la
constitución y adecuada regulación de los cuerpos y fuerzas de
seguridad del Estado no cabría la eficaz protección de derechos
fundamentalísimos, los que amparan la vida, la propiedad y las
libertades básicas.
Por último, ciertos derechos son esencialmente prestacionales
y su prestación corre de cuenta del Estado, al menos para quienes
no puedan sufragar su coste individual. Tal sucede con los
derechos sociales prototípicos, como el derecho a la educación44.
44
Bien clara es la diferencia que traza Ferrajoli, para quien los derechos
de libertad “consisten en expectativas negativas a las que corresponden
límites negativos”, mientras que los derechos sociales “a la inversa,
consisten en expectativas positivas a las que corresponden vínculos
positivos por parte de los poderes públicos”. Esto da lugar a dos posibles
vicios: que existan normas infraconstitucionales contrarias a las prohibiciones constitucionales referidas a los derechos de libertad y que falten
normas que permitan que se colmen esas expectativas positivas en que
consisten los derechos sociales, que haya lagunas que impidan que se
lleven a cabo las correspondientes prestaciones que satisfagan tales
expectativas positivas (Luigi Ferrajoli, Derechos y garantías. La ley del
más débil, cit., p. 24). Añade Ferrajoli en la misma obra lo que sigue:
“Es indudable que la ciencia del derecho no ha elaborado aún —frente
a las violaciones que derivan de la omisión de prestaciones— formas
de garantía comparables en eficacia y sencillez a las previstas para los
demás derechos fundamentales, tanto de libertad como de autonomía.
A diferencia de estos últimos derechos, que asumen la forma de expectativas negativas frente a las que corresponde el deber de los poderes
públicos de no hacer (o prohibiciones), los derechos sociales imponen
deberes de hacer (u obligaciones). Su violación no se manifiesta por
tanto, como en el caso de los de libertad, en la falta de validez de actos
—legislativos, administrativos, o judiciales— que pueden ser anulados
por vía jurisdiccional, sino en lagunas de disposiciones y/o carencias en
las prestaciones que reclamarían medidas coercitivas no siempre accionables”. Pero puntualiza al mismo tiempo que “Ello no quiere decir que
nunca se hayan elaborado técnicas de garantía para estos derechos, y
83
: ,
Bien mirado, en cierto sentido la diferencia entre las cuatro
variedades de derechos que se acaban de señalar es una diferencia
de grado. En todos los casos hay costes económicos para el Estado
y en todos los casos se requiere una actividad reguladora del
Estado. Los derechos que se hacen posibles si ciertas conductas
(como la libre expresión o la libre información) no son reprimidas
exigen del Estado una actividad de regulación y represión de
la represión, valga la paradoja. Los derechos que solo pueden
ser efectivos si hay regulaciones directa y específicamente
protectoras, como pasa con el derecho a la intimidad o el derecho
al honor, presuponen el coste de las regulaciones y el coste de la
aplicación de esas regulaciones. Los derechos de la tercera clase
son imprescindibles para el amparo de los anteriores y suponen
los costes necesarios para mantener instituciones y aparatos
como los judiciales, policiales, etc. Que los derechos sociales, a
su vez, implican costes elevados es una obviedad irrebatible45.
Pero si la conclusión es que todos los derechos suponen algún
tipo de actividad protectora y, directa o indirectamente, alguna
labor prestacional del Estado, las diferencias de los derechos
sociales no son tan radicales.
Para que sean efectivo mi derecho a la libertad de expresión,
por ejemplo, el Estado ha de organizar instituciones competentes para declarar la ilicitud jurídica de la norma o práctica
menos aun que sea irrelevante, no vinculante o puramente <<programático>> su reconocimiento constitucional como derechos” (ibid., p.
109).
45
Pero oigamos a Mark Tushnet: “The difference between the costs
associated with enforcing first-generation rights and second-generation
rights is not that the former are small and the latter large, but that the
former are generally invisible because they are diffused across the society
as a whole without figuring openly in government budgets, while the latter
are immediately visible in budget statements” (Mark Tushnet, “Reflections
on Judicial Enforcement of Social and Economic Rights in the TwentyFirst Century”, Nujs Law Review, 4, 2011, pp. 179-180).
84
institucional que me censure o reprima mi libertad expresiva
que no dañe claramente derechos de otros; para hacer efectivos
derechos míos como mi derecho al honor o a la inviolabilidad de
mi domicilio tiene el Estado que montar todo un aparato judicial
y represivo de las conductas vulneradoras de esos derechos.
Resulta, pues, bastante evidente y generalmente admitido en
nuestro tiempo que una justificación esencial de la existencia de
instituciones del Estado como la judicial se halla en su servicio a
la protección de los derechos de los ciudadanos, empezando por
los derechos fundamentales.
Podemos, pues, preguntarnos por qué en la enumeración de
tipos de derechos fundamentales que en los párrafos anteriores
hice, del modo usual se han puesto en tercer lugar, y no en
cuarto, al final, los derechos procesales, el derecho a acceder
a un sistema de Justicia y de acuerdo con las reglas del debido
proceso. Al organizar así la clasificación, parece que se da
por sentado que los derechos procesales sirven para dotar de
efectividad a los derechos de los dos tipos anteriores, pero no así
a los derechos sociales, por ser diferente la naturaleza sustantiva
y, derivadamente, la naturaleza jurídica de estos.
En otros términos, ¿por qué se consideran básicamente
distintos el derecho de los ciudadanos al acceso a la Justicia y al
debido proceso y el acceso a la educación? Costes económicos
tiene tanto el sistema judicial público como el sistema educativo
público46. Y al igual que la educación podría, en teoría, dejarse
46
Algo así señala Mark Tushnet cuando, al propugnar la protección judicial
de los derechos económicos y sociales y rebatir la que llama objeción de
la separación de poderes (que vendría a decir que los derechos sociales
son puramente ideológicos y se mueven en un campo de intereses
contrapuestos, por lo que suponen un grado de discrecionalidad que
solo puede colmar la decisión política y nunca la decisión judicial),
escribe lo siguiente: “The objections assumed that first-generation
85
: ,
exclusivamente en manos privadas y al albur del mercado, otro
tanto cabría hacer con la resolución “judicial” de conflictos.
¿Por qué, pues, es menos “social” el derecho de los ciudadanos a
acceder a la Justicia que el derecho de los ciudadanos a acceder a
la educación? ¿Por qué, en fin, no ha de entenderse que el Estado
está idénticamente comprometido con la garantía de los derechos
sociales y por qué no puede pensarse que estos pueden y deben
disfrutar de los mismos mecanismos de garantía, empezando
por su garantía judicial?
Hoy en día es dominante ya la doctrina constitucional que
propugna una misma o similar protección para los derechos
sociales y para los demás tipos de derechos fundamentales,
con aplicación de los mismos mecanismos protectores y de
garantía, empezando por la garantía judicial de los mismos.
Pero posiblemente una buena parte de esas bienintencionadas
doctrinas se está deslizando por derroteros arriesgados y hasta
incongruentes. Diré ahora mismo por qué.
rights were categorically different from second-generation ones, for
otherwise separation of powers would have blocked the enforcement
of first-generation rights, a result no one thought correct. Yet, no such
categorical distinction exists. The right to vote is an obvious first-generation right, but the government must provide the facilities for voting,
and one can without much difficulty generate substantial arguments
that protecting the right to vote requires that the government devote
significant resources toward making it possible for people who have the
franchise to exercise their right to vote – by making polling places accessible, for example. Rights to fair process in criminal proceedings are
first-generation, and they too require government action, most notably
in the provision of counsel for defendants who cannot afford to pay for
representation on their own. There are of course differences between
the rights the government must provide in criminal proceedings and
second-generation rights, but the distinctions are not the sharp ones the
separation of powers objection requires” (Mark Tushnet, “Reflections
on Judicial Enforcement of Social and Economic Rights in the TwentyFirst Century”, cit., 4, 2011, pp. 178-179).
86
El instrumento por antonomasia de protección de los derechos
fundamentales es la ley general y abstracta47, si en verdad
queremos pensar que los derechos han de serlo de todos y estar
para todos amparados y desarrollados en igualdad, y no que todos
están llamados a ser titulares de los derechos fundamentales,
pero que cada uno los tendrá solamente en la medida en que lo
quiera el azar o la buena suerte. No hay verdadera protección
general e igualitaria del derecho al honor de cada ciudadano sin
una correcta tipificación penal de delitos como el de injuria y
calumnia y sin apropiados mecanismos para hacer efectiva la
indemnización de la víctima de la vulneración de ese derecho,
en clave de responsabilidad civil por daño extracontractual. Si
usted y yo, ciudadanos españoles, tenemos adecuadamente
amparado ese derecho al honor, será gracias a la regulación en
el Código Penal de delitos como los de injuria y calumnia y por
obra de la Ley Orgánica 1/1982 de protección del derecho al
honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen,
47
En palabras de Luigi Ferrajoli, “los derechos fundamentales, al consistir
en normas téticas, requieren siempre, como observancia primera y prejudicial, una legislación de desarrollo, primaria y secundaria, que introduzca
las correspondientes garantías, respectivamente primarias y secundarias
(…), en ausencia de las cuales están destinados a lo que se ha llamado
<<inefectividad estructural>> (…). Esta necesidad es evidente para los
derechos sociales, cuya garantía comporta la institución de aparatos
–escuelas, hospitales, entes de previsión y de asistencia– encargados de
su satisfacción. Pero vale también para los derechos individuales, tanto
civiles como de libertad, que exigen la introducción de las correspondientes prohibiciones de lesión por obra de específicas normas téticas y
de las sanciones conectadas por obra de las apropiadas normas hipotéticas, además de la institución de los aparatos policiales y judiciales aptos
para prevenir o sancionar sus posibles violaciones” (Luigio Ferrajoli,
Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la
democracia, Madrid, Trotta, 2013, traducción de P. Andrés Ibáñez, C.
Bayón, M. Gascón, L. Prieto Sanchís y A. Ruíz Miguel, p. 77).
87
: ,
y ello suponiendo que tales regulaciones penales y civiles sean
apropiadas y eficaces.
Los tribunales constitucionales u órganos judiciales con
competencia para el control de constitucionalidad pueden y
deben entrar en juego y declarar la inconstitucionalidad de las
regulaciones de los derechos fundamentales o bien cuando la
regulación legal de los mismos sea inadecuada por excesivamente
restrictiva de esos derechos o por negar su esencia misma o las
claves de su básica efectividad, o bien cuando dicha regulación
no exista y nos hallemos ante inconstitucionalidad por omisión48.
Será entonces cuando en puridad pueda y deba operar la eficacia
directa de los derechos fundamentales y hayan los jueces de
suplir en lo posible al legislador reticente. El problema está en
que nunca la jurisprudencia puede ser capaz de brindar una
protección general e igualitaria de los derechos, una protección
para todos sus titulares, ya que los jueces sentencian caso a caso y,
como quien dice, tapan de uno en uno los agujeros de un colador.
Solo el legislador puede hacer que el colador se cambie por un
recipiente no agujereado.
Creo que esto mismo que se acaba de decir vale para los
derechos sociales, como el derecho a la educación o el derecho
a la sanidad. Solo mediante ley general puede regularse su
satisfacción general, y a los tribunales constitucionales o la
judicatura competente les corresponde tanto velar porque la
ley en cuestión no sea inconstitucional como instar al legislador
a acabar con su omisión cuando esa ley no existe. Igualmente,
tocará a los jueces resolver caso por caso en favor de los derechos
sociales y en ausencia de ley constitucional que los regule, pero
esto es nada más que el mal menor, un puro parche incapaz de
48
Sobre la variada problemática de la inconstitucionalidad por omisión,
véase Ignacio Villaverde Menéndez, La inconstitucionalidad por omisión,
Madrid, McGraw-Hill, 1997.
88
solucionar debidamente la vulneración que del derecho social
en cuestión implica la inexistencia de una ley reguladora que
extienda ese derecho con alcance general y asegure eficazmente
su satisfacción. Mas en nuestro tiempo y en algunos países se
están sumando la crisis de la ley como instrumento regulador y
el descrédito del legislador parlamentario mismo, por un lado,
y, por otro, la fe desmesurada en las capacidades justicieras y
casi taumatúrgicas de cortes constitucionales y jueces como
instituciones directamente llamadas a proteger todos los
derechos fundamentales y hasta a protegerlos con prescindencia
del legislativo y hasta de espaldas a la ley, caso por caso y mediante
un sistema de decisión más basado en la equidad o justicia del caso
concreto que en la norma general y abstracta. Los resultados son
bien evidentes para quien quiera verlos: estados con tribunales
constitucionales y judicaturas extraordinariamente activistas,
ponderadores y supuestamente generosos con los derechos
fundamentales, incluidos los sociales, pero en los que ni un ápice
se avanza respecto de la injustísima distribución de la riqueza, de
la vulneración generalizada de cualesquiera derechos (y, desde
luego, de los derechos sociales), de la radical inseguridad jurídica,
de la rampante corrupción y, para colmo y paradójicamente, del
servilismo de los jueces ante los poderes políticos y económicos
dominantes. Eso sí, esos mismos jueces se legitiman ante cierta
opinión pública y ante determinada opinión académica a base
de ejercer lo que podríamos llamar la jurisprudencia simbólica,
de dictar en algunas ocasiones sentencias sumamente llamativas
por su generosidad al amparar algún derecho a un ciudadano
particular demandante, pero solo a ese ciudadano o a cada uno
de los pocos que logren acceder a la justicia y dar con un juez
que así quiera legitimarse o que de buena fe ejerza su misión
protectora de los derechos.
Me parece que no es descaminado volver a comparar los
derechos habitualmente llamados sociales, como el derecho
89
: ,
a la educación, con los derechos fundamentales de carácter
procesal, con lo que genéricamente se llama derecho al debido
proceso judicial. Todos damos por sentado que para que
el ciudadano pueda realizar su derecho al debido proceso
judicial, su derecho a acceder al sistema de Justicia y recibir
de los jueces y tribunales una sentencia fundada en derecho,
es imprescindible que el Estado haya organizado un sistema
judicial y haya regulado los procesos judiciales en todos sus
detalles. A nadie se le ocurriría, creo, indicar que la ley procesal
es prescindible, y más si la afición a legislar es un resabio del viejo
y ciego positivismo decimonónico, y que lo que importa para
hacer efectivo el derecho al debido proceso judicial es que haya
quien ponga fin a cada conflicto decidiendo equitativamente y
sin ataduras normativas sobre cosas tales como legitimaciones
activas o pasivas a la hora de demandar, plazos, competencias
jurisdiccionales, pruebas lícitas e ilícitas, formas de la sentencia,
sistemas de recursos, etc., etc. Si, por tanto, imprescindible nos
parece que exista una legislación procesal general, respetuosa
con el haz de derechos fundamentales ahí en juego y sometida
al control de su constitucionalidad en razón de su servicio a la
previsión constitucional de esos derechos, ¿por qué no nos ha de
resultar igual de evidente que la protección de derechos como
la educación o la sanidad tiene que venir antes que nada de la
mano de una adecuada legislación y no ser obra imposible de
la jurisprudencia, por muy buenas que sean, cuando lo son, las
intenciones de los jueces?
Flaco favor se hace a los derechos sociales, al modelo de
Estado social y a la justicia social si, como en algunos países
ocurre, la insistencia en colocar a la judicatura en el centro de
la garantía de los derechos sociales sirve para librar al legislador
del reproche por no cumplir su crucial papel respecto de esos
derechos y si, de propina, tal omisión del legislador vale como
90
excusa para justificar un activismo judicial desmesurado y a la
postre impotente en términos de mejora de la situación social del
conjunto de los más débiles dentro de esos estados49.
49
Véase, sobre el caso brasileño, el contundente artículo de Octavio Luiz
Motta Ferraz, “Harming the Poor Through Social Rights Litigation:
Lessons from Brazil”, Texas Law Review, 89, 2011, pp. 1643ss. Partiendo
del análisis de la jurisprudencia sobre el derecho a la salud en Brasil y con
manejo de abundantes datos empíricos, este autor adopta una postura muy
crítica y que resume él mismo así: “My main contentions are these: (1) when
pushed to enforce some social rights assertively, courts have a tendency
(and an incentive) to misinterpret these rights in an absolutist and individualistic manner; (2) such interpretation unduly favors litigants (often a
privileged minority) over the rest of the population; (3) given that state
resources are necessarily limited, litigation is likely to produce reallocation
from comprehensive programs aimed at the general population to these
privileged litigating minorities; and (4) contrary to the contention of some
scholars, enhancing access to courts would not solve the problem” (ibid., p.
1646). Puntualiza Ferraz que no está en contra de la constitucionalización
de los derechos sociales ni pretende sostener que sea inútil o contraproducente toda protección judicial de los mismos, sino que su tesis es más
bien que “in some places, such as Brazil (and perhaps other countries with
similar contexts, legal cultures, and structures), the judicialization that
followed constitutionalization has likely been detrimental (and certainly
not helpful) to furthering the interests that social and economic rights
are supposed to protect” (ibid., p. 1647). Cabe discutir cuál haya de ser el
alcance de la intervención judicial para la garantía de los derechos sociales
constitucionalmente reconocidos y hasta dónde llega la legitimidad de la
judicatura para interferir en este punto con las decisiones del legislador
(“When social rights are constitutionalized, it seems possible for courts
to go further. The difficult question, of course, is how much further?” -p.
1654), pero, según este autor, tal legitimidad sí desaparece cuando el modo
en que los jueces intervienen no mejora o acaba por empeorar la situación
del conjunto social en lo que a esos derechos se refiere (ibid., p. 1650). Para
los interesantísimos ejemplos que de esto último estudia en el caso de la
protección del derecho a la salud por vía judicial en Brasil, véanse páginas
1651ss. Ahí se muestra que desde que el Supremo Tribunal Federal de
Brasil en nombre del derecho a la salud ampara toda pretensión de que
el Estado financie un tratamiento en el extranjero y aunque sus costes
supongan un considerable tanto por ciento del presupuesto de sanidad,
tal política judicial ha privado de recursos sanitarios a la mayoría de las
91
: ,
capas sociales más humildes y necesitadas del gasto público, mientras que
quienes litigan para demandar del Estado la financiación de los costosísimos tratamientos y los consiguen del erario público son siempre las
clases sociales más adineradas (vid. ibid., pp. 1661-1662). La conclusión es
tremenda y ha de hacernos pensar: “Given that resources are necessarily
limited, such “protection” can be dispensed only to some individuals (the
litigating minority) at the same time and at the expense of the needs of
others (the nonlitigating majority). When litigants are already privileged
in terms of living standards—as they tend to be, given that access to courts
is costly in most places—social rights litigation serves to reinforce these
privileges rather than improve the living standards of the poor or diminish
inequalities” (ibid., p. 1663). El escepticismo de Ferraz se torna radical y
razonable al tiempo cuando señala lo muy improbable de que llegue por
vía del activismo judicial un cambio social importante en Brasil y una
verdadera efectividad de los derechos sociales y de garantía de mínimos
vitales, resultante de mecanismos reales de distribución de la riqueza, pues
“Judges are among those who benefit most from the unequal distribution
of wealth in Brazil (they are the highest paid public servants) and have
no historical record of complaining, or being minimally uncomfortable,
about this situation. Raising taxation on those who, like judges, are among
the top 1% of income earners in Brazil, in order to fund the social rights
of the por would likely muster little support from the judiciary. It is not
absurd to suggest that right-to-health litigation has been so “successful” in
great part due to its insignificant effects on redistribution from the rich to
the por” (ibid., pp. 1665-1666).
En una línea similar a la de Ferraz y también en referencia al derecho
a la salud y la jurisprudencia brasileña, véase Virgilio Alfonso da Silva,
Fernanda Vargas Terrazas “Claiming the Right to Health in Brazilian
Courts: The Exclusion of the Already Excluded”, Law & Social Inquiry,
vol. 36, nº 4, 2011, pp. 825-853.
Sorprendentes y aleccionadoras resultan igualmente las conclusiones
de David Landau, después de estudiar detenidamente la jurisprudencia
colombiana, ante todo, y también los casos de Brasil, Argentina, Hungría,
Sudáfrica e India. Tal conclusión es que no resulta cierto que allá donde
los tribunales adoptan estrategias de fuerte defensa de los derechos
sociales acaben beneficiando a las clases más desprotegidas, sino a las
clases medias y altas. Dice este autor que los tribunales son mucho más
propicios a proteger el derecho a las pensiones de los servidores públicos
o ciertos subsidios para las clases medias que a transformar las vidas de
los grupos marginados. Véase David Landau, “The Reality of Social Rights
92
Además de que materialmente no pueden, tampoco deben
los jueces ser quienes dirijan la política social de un Estado.
Los derechos sociales tienen que ser satisfechos con carácter
general y de manera que ningún ciudadano esté por debajo
de un apropiado umbral en lo que concierne a cosas tales
como educación, sanidad, vivienda… o acceso a la justicia,
entre otras cosas. Pero, cumplido ese mínimo, no es al poder
judicial a quien corresponde establecer las políticas públicas
ni sentar preferencias entre cosas tales como construir más
escuelas nuevas o más hospitales. Esas son las decisiones que
competen al legislador democrático, por razón de su legitimidad
democrática, precisamente. Y por eso las políticas públicas
deben hacerse con base en la legislación y a los jueces nada
más que pertenece una importante y doble misión de control
y garantía: velar por la constitucionalidad de esa legislación,
declarando inconstitucional, por la vía que corresponda, la ley
que no ponga los medios para asegurar los mínimos para todos
debidos, y amparar a los ciudadanos individuales tanto cuando
Enforcement”, Harvard International Law Journal, 53, 2012, pp. 401-459.
Lo que dice de Colombia, por ejemplo, es muy llamativo: “In the case
of Colombia, the problem of populism has arisen at the Constitutional
Court level itself. Post-Court career paths contribute significantly to this
problem. Magistrates are often appointed at a fairly young age, serve one
eight-year term, and then are looking around for more opportunities.In a
weak, fragmented party system like Colombia’s, political entrepreneurship
has been an appealing option—magistrates make a name for themselves
with several “big name” decisions and then run for political office” (ibid.,
pp. 456-457).
En un detallado trabajo reciente, Brinks y Gauri investigan si, en los
países con mayores niveles de pobreza de buena parte de la población,
el activismo judicial en torno a los derechos sociales favorece o no a los
pobres. Concluyen que sí tiene ese efecto en India y Sudáfrica y no en
Indonesia o Brasil, pues son esos los cuatro casos que detenidamente
analizan. Véase Daniel M. Brinks, Varum Gauri, “The Law´s Majestic
Equality? The Distrubutive Impact of Judicializing Social and Economic
Rights”, Perspectives on Politics, Vol 12, nº 2, 2014, pp. 375 y ss.
93
: ,
la ley, si la hay, no se respeta, como otorgarles ese derecho en la
debida proporción cuando el legislador no ha hecho honor a su
responsabilidad y no ha legislado sobre el derecho en cuestión50.
50
Luigi Ferrajoli, después de apuntar las severas dificultades técnicas
que plantea al control de la inconstitucionalidad por omisión, tal como
la prevén, por ejemplo, las constituciones portuguesa y brasileña,
señala que, sin embargo, “nada impediría reforzarla, previendo por
ejemplo la obligación del parlamento de decidir en breve plazo sobre
la recomendación del tribunal e induciéndolo así a asumir una abierta
responsabilidad política por el eventual incumplimiento. El campo
privilegiado de tales omisiones –añade Ferrajoli– es obviamente el de los
derechos sociales, a los que corresponden obligaciones de prestación.
Pero en estos casos, a los fines de un control de constitucionalidad,
sería mucho más eficaz la transformación de la laguna proveniente de
la omisión en una antinomia, mediante la introducción en las cartas
constitucionales (…) de rígidos vínculos presupuestarios idóneos para
anclar en cuotas mínimas el presupuesto estatal, o mejor todavía el
producto interior bruto, los diversos capítulos del gasto social” (Luigi
Ferrajoli, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría
de la democracia, cit. p. 95). Más adelante, insiste Ferrajoli en que “Es
en realidad claro que la garantía constitucional no puede extenderse,
en aplicación de la separación de poderes, hasta usurpar la función
legislativa” (ibid., p. 218). Sobre aquellas posibles medidas constitucionales para la efectividad de los derechos sociales y consistentes en
la introducción de vínculos presupuestarios en materia de gasto social
“mediante la estipulación para cada derecho social constitucionalmente establecido de la cuota mínima del presupuesto del Estado que
debe destinarse a su garantía”, lo cual “permitiría al tribunal constitucional censurar las leyes financieras que derogasen esos límites”, ibid.,
p. 388. Agrega Ferrajoli que “Menos problemáticas son las garantías
sociales secundarias, una vez introducidas las garantías primarias —por
ejemplo, la escolarización obligatoria, la asistencia sanitaria gratuita o
la renta mínima de subsistencia— y por tanto la posibilidad de detectar
y eliminar sus posibles violaciones. La experiencia jurisprudencial,
al desmentir el lugar común de la no accionabilidad de los derechos
sociales, ha mostrado los ulteriores espacios de justiciabilidad de los
mismos y de exigibilidad de las prestaciones que forman su contenido
ante las tradicionales jurisdicciones civil, penal y administrativa” (ibid.,
p. 388).
94
capítulo ii
95
1. la gran pregunta: ¿cuándo se echÓ
a perder la izquierda?
Es famosa y muy repetida la pregunta que Mario Vargas Llosa,
en el inicio su novela Conversación en la catedral, pone en boca
del personaje Zavalita: ¿cuándo se jodió el Perú? Pues aquí, si
se me permite, parafraseo y me pregunto cuándo se jodió la
izquierda y, con ella, el sentido de lo público.
Para que esta pregunta encaje con la que se contiene en el
título de este escrito, habrá que explicar que una de las señas de
identidad del pensamiento y la doctrina política que podemos
denominar de izquierda o progresista se halla en la confianza en
“lo público”, en el Estado y sus medios, como instrumento para
la promoción y gestión de reformas sociales que conduzcan
a una mejor protección de la libertad y a una mayor garantía
del ejercicio de las libertades de modo equitativo, es decir, en
condiciones de igualdad de oportunidades. Son muchas las ideas
implicadas en esta afirmación y convendrá que las vayamos
desglosando, a fin de que se entienda cabalmente tanto aquella
pregunta como la tesis que mantendré al responderla.
1.1 ¿Derecha e izquierda? ¿Conservadores y
progresistas?
En primer lugar, se impone dar sentido a esa dicotomía entre
derecha e izquierda o entre conservadores y progresistas, para que
no se piense que simplemente sucumbimos a los esquematismos
97
: ,
propios de la propaganda electoral y de unos partidos que
ocultan mediante vacíos eslóganes su íntima desideologización
y su perfecta equivalencia e intercambiabilidad en la práctica
política concreta.
Por supuesto, cualquier clasificación que se haga de doctrinas
políticas estará referida a modelos o tipos ideales, sin perjuicio
de que en la realidad de cada caso puedan los contornos ser
menos nítidos, y al margen de que el panorama práctico no nos
ofrezca contraposiciones tan diferenciadas, sino un continuum
y una cierta fluctuación. Por hacer una comparación a efectos
aclaratorios de esto, es como cuando en nuestra vida ordinaria
clasificamos a las personas con las que tratamos en simpáticas
o antipáticas. Pondremos a unos o a otros a este a aquel lado y
entenderemos que las diferencias son de grado, no terminantes.
Pero si alguien no nos entiende bien y nos pide que explicitemos
los fundamentos de esa catalogación, seguramente le daremos
sentido a base de construir un modelo teórico o ideal de sujeto
simpático y de sujeto antipático, caracterizando a cada uno de
esos modelos por una serie de notas que se pretenden definitorias.
Cuestión distinta es que algunas de esas notas puedan contener
márgenes de vaguedad y que, en consecuencia, resulte dudosa
su aplicación en un caso y, por tanto, la ubicación de tal o cual
individuo en un punto preciso dentro de esa escala que va de la
perfecta simpatía a la completa antipatía.
Hecha esa precisión y no perdiéndola de vista en las
calificaciones políticas que estamos usando aquí, es preciso
que situemos la izquierda –tal como ha venido entendiéndose
en los últimos siglos, prácticamente desde que el concepto de
izquierda surge en la vida política moderna y contemporánea–
por referencia a una doble contraposición: la que se da frente a
los conservadores y la que se manifiesta respecto a los enemigos
del Estado.
98
1.1.1 Conservadores y progresistas
El conservadurismo tiene su esencia obvia en el propósito
de conservar, de mantener algo tal como es y como fue hasta
ahora. Al conservadurismo político pertenecerán, pues,
aquellas doctrinas que arrancan de una valoración positiva de la
configuración social, económica, moral y política del presente,
razón por la que el objetivo es mantenerla en lo principal y evitar
su crisis o transformación. En otras palabras, al conservador le
gusta sustancialmente la sociedad tal como es ahora mismo, por
lo que no desea que cambie. El conservador tiende a pensar o
temer que cualquier cambio sea para peor, salvo, si acaso, el que
se dirija a recuperar esencias del pasado, como tradiciones, ritos,
ceremonias, etc.
A lo que acabamos de decir debemos añadir una excepción:
cuando se encuentra en una sociedad que ha mutado mucho
o rápidamente y que ha dejado atrás sus señas de identidad y
sus modos tradicionales, el conservador no quiere conservar lo
que ahora mismo existe, sino romper con ello para retornar a
ese pasado que se habría abandonado. En suma, el conservador
es alguien que tiende a valorar el presente por lo que éste se
parezca al pasado; cuanta más inmovilidad y permanencia de las
estructuras sociales, mejor.
Lo opuesto al conservadurismo es el progresismo. Progresista
es el que cree en el progreso; es decir, quien piensa que la
sociedad debe cambiar, evolucionar hacia nuevas formas de
relación y organización que rompan con las tradicionales y las
hoy establecidas, pues tanto las antiguas como las presentes se
consideran injustas o claramente mejorables en lo que a su justicia
se refiere. Así como el conservador mira al pasado para legitimar
el presente, presente que tendrá por tanto mejor cuanto menos
rompa con lo de antaño, el progresista se fija en el futuro para
99
: ,
justificar el presente, y éste valdrá como paso hacia ese porvenir
que se quiere mejor.
Los partidarios del progreso y los partidarios de la inmovilidad
o, incluso, y si así se puede decir, del “regreso”, se diferenciarán
en su manera de entender la función del Estado. Mientras
que los progresistas lo contemplan como un instrumento de
transformación social y piensan que la acción política ha de
servir para dirigir desde el Estado esos cambios sociales que,
rompiendo con las estructuras sociales, económicas, morales y
políticas heredadas, avancen hacia modos de vida colectiva más
justos que los presentes, los conservadores asignan al Estado el
cometido principal de respaldar, sea mediante la educación, sea
a través, incluso, de la coacción, el orden tradicional y sus bases
morales, jurídicas, económicas y políticas. Al conservador le
interesa sobremanera que el Estado contribuya a la “conservación”
de asuntos tales como los viejos usos, las costumbres ancestrales,
la moral tradicional, la religión de los antepasados, el folklore
heredado, los ritos arcaicos, etc., etc., pues en ese conjunto ve el
cemento principal que mantiene aglutinada a esa sociedad y que
impide su transformación, tan temida.
Una pregunta empieza a inquietarnos, y luego daremos
cuenta de ella: ¿por qué en nuestros días se considera progresista
la política conservadora de tradiciones, formas de vida, lenguas,
usos sociales, folklores, etc.?
1.1.2 Liberalismo económico vs. Estado social
Si ya empezamos a sospechar, visto lo anterior, que existe una
(autodenominada) izquierda que es profundamente conservadora
y que le va comiendo el terreno al conservadurismo de toda la
vida, ahora vamos a comprobar que también hay una derecha no
conservadora. Aquí la contraposición se traza entre partidarios
de un Estado mínimo, pasivo, con muy pocas funciones, y los
100
defensores de un Estado activo y que dirija y gestione (o al menos
controle la dirección y gestión) de asuntos muy relevantes de la
vida social.
Como siempre, en el lenguaje político actual fallan las
etiquetas, para empezar. A los que no quieren apenas Estado
podemos llamarlos liberales, pero, como liberales los hay de
muchos tipos, tal como más adelante comprobaremos, será
mejor que los denominemos ultraliberales. Estiman que la
única forma de organización social que es respetuosa con las
libertades fundamentales de los sujetos, la única que no engendra
esclavitudes y opresión, es la que se basa en los mecanismos del
mercado, de un mercado no interferido y en el que los resultados
del libre intercambio de oferta y demanda no son alterados por
ningún tipo de intervención o medida coactiva de los poderes
públicos, del Estado. Todo para el mercado, nada para el Estado,
ése podría ser el lema que resumiera esta postura. O casi nada
para el Estado, pues lo único que a los poderes públicos les ha
de competir es el mantenimiento del orden social básico, del
que permita el libre desenvolvimiento de los individuos y del
sistema económico de mercado. Es decir, el Estado tiene que
velar para que nadie mate ni robe ni esclavice a otros. Fuera de
eso, la organización social legítima sería aquella en la que nada se
impone desde los poderes públicos y todo se fía a la espontaneidad
de la oferta, la demanda y los precios no intervenidos. Y, a partir
de ahí, al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. ¿Que hacen
falta carreteras o escuelas? Que las paguen los que las necesitan
o desean usarlas. Nada de servicios públicos, nada de recaudar
–coactivamente– impuestos para “regalar” cosa alguna a quien
no pueda o no desee pagar su precio.
En este capítulo la actitud que –a falta de mejores etiquetaspodemos volver a llamar progresista o de izquierda se caracteriza
por entender que, ciertamente, la libertad es supremo bien
101
: ,
para cada persona, pero, precisamente por eso, tiene que estar
garantizada para cada persona, y por ello ha de ser libertad en
igualdad: todos tienen que (poder) ser igualmente libres, y, en
consecuencia, no hay más libertad legítima que la libertad en
igualdad. No se trata de que haya que convertirnos a todos en
iguales, pasarnos por el mismo molde, hacernos idénticos, sino
de que cada cual ha de contar con las mismas posibilidades
sociales de realizar su vocación o luchar por sus aspiraciones
personales, y por eso han de existir, conjuntamente y de la mano,
los derechos sociales y los servicios públicos.
No es bastante que a mí el Derecho me reconozca la posibilidad jurídica de comprarme una casa de quinientos metros
cuadrados cerca de la playa más hermosa del país o de llegar a
presidente del mayor banco o de ganar el mejor premio literario
que se otorgue en este Estado. Ese reconocimiento es el mismo
para mí y para cualquier otro ciudadano, pues ninguno está
excluido de nada de eso por nacer en tal o cual familia, en este
o en aquel barrio, o por ser hombre o mujer, o bajo o alto. Pero,
además de esa igualación o no discriminación en el Derecho y
ante el Derecho, debemos considerar también las posibilidades y
probabilidades fácticas, materiales, de cada uno. Admitido que
esos y otros golosos puestos o posiciones sociales se alcancen en
régimen de libre competición y que conseguirá más altas metas
quien tenga mayores capacidades, acumule mejores méritos y
haga valer más laboriosidad y constancia, la pregunta es ésta:
¿dependerá solamente de eso, de las capacidades, los méritos
personales y los temperamentos, o resultará que la suerte está
echada de antemano, que se juega con las cartas marcadas, que
falta fair play en la competencia social?
Plateémoslo de otro modo. Ahora mismo, mientras yo escribo
estas líneas o usted las lee, están naciendo varios niños en
España. Unos vendrán al mundo en familias muy acomodadas,
102
pongamos que en la alta burguesía financiera con residencia en la
calle Serrano de Madrid o en una espaciosa casa de La Moraleja;
otros, en una familia gitana de un barrio marginal de alguna
ciudad de provincias. Y ahora preguntémonos: ¿son las mismas
o, al menos, similares las posibilidades y probabilidades de que
esos dos niños alcancen metas como las antes reseñadas a título
de ejemplos? La respuesta es, obviamente, que no. El destino
de cada uno de ellos no dependerá meramente de que sea más
listo, más hábil, más voluntarioso y con mejores y más variados
talentos o de que esté escasamente dotado de todo ello. Eso es lo
que se denomina la lotería natural: los atributos personales con
los que cada uno nace, que son los que le caen en suerte, por puro
azar o por determinaciones genéticas completamente ajenas a la
voluntad. Dependerá grandemente ese destino, además y muy
principalmente, de lo que se llama la lotería social: de que venga
al mundo acá o allá, en tal o cual familia, en tal o cual marco
económico, en tal o cual ambiente. Eso tampoco se elige. Y la
pregunta es: por qué, si mis capacidades y virtudes son mayores
que los del hijo de papá económicamente pudiente y si puedo
acumular más amplios méritos con mi esfuerzo, ha de ser mi
destino peor, por qué he de tener menos posibilidades, por
qué no han de ser iguales mis oportunidades a la hora de hacer
mi vocación y de labrar mi vida en libertad. Por qué, si él y yo
aspiramos por igual a ser catedráticos de universidad o ministros
o banqueros, él lo tiene más fácil que yo aunque sea más torpe y
bastante más zángano.
El ultraliberal contestaría que qué le vamos a hacer, que cada
cual goza la suerte que le toca y que intentar corregir, desde el
Estado y con medios coactivos –como los impuestos–, lo que
de lamentable podamos ver en esa distribución de las suertes,
en los resultados de la lotería natural y la lotería social, acaba
resultando fuente de mayor injusticia y de desastres peores. ¿Por
103
: ,
qué? Porque cuando el Estado se mete a reordenar la sociedad a
su gusto o según lo que le parezca más equitativo al gobernante
de turno, suceden siempre dos cosas negativas. Una, que se
hace añicos la libertad individual, la única que existe y merece
reconocimiento, ya que ese Estado que redistribuye y reordena
no dejará que cada uno haga lo que desee con su vida y con su
propiedad; es decir, la alternativa a aquellas loterías es el Estado
autoritario, y no caben arreglos intermedios. O son libres y se
autogobiernan los particulares, o se mete el Estado a gobernarlos
y entonces la libertad se la apropia el Estado y los ciudadanos
dejan de ser tales y pasan a súbditos, poco menos que a esclavos.
Para esos ultraliberales, entre el Estado mínimo que ellos quieren
y el Estado totalitario no hay espacio para términos medios.
Y la otra mala consecuencia sería el empobrecimiento general.
El Estado gestor y redistributivo devora recursos, sale muy caro,
acaba “comiéndose” él –su burocracia– lo que recauda con el
pretexto de brindar servicios y garantizar derechos y justicias. En
el puro mercado no alterado por el Estado habrá desigualdades
grandes entre los que tengan más y los que posean menos, pero
la dinámica económica y productiva será tan potente que hasta
los que lleven peor suerte acabarán viviendo mejor que si es el
Estado el que se dedica a protegerlos.
Por su parte, el que llamamos progresista o de izquierda alegará
que nadie tiene por qué disfrutar en plenitud y sin restricción lo
que no merece, y no merecida es, por ejemplo, la fortuna que
alguien recibe en herencia o la cuna privilegiada en que nació.
Porque, por las mismas, tampoco el que sacó bolas negras en la
lotería natural y en la lotería social ha hecho nada que le lleve a
merecer tanta desgracia. Bien está que la libertad básica de cada
uno se respete y que a nadie se fuerce a vivir como no pretende
o a hacer lo que no le agrada, pero también se debe mirar el otro
lado de la moneda: es igualmente lamentable e injusto que quien
104
tiene capacidad personal para alcanzar determinadas cimas no
pueda llegar a ellas por razón de los obstáculos sociales con
que se encuentra sin culpa ninguna, simplemente por no haber
nacido en otra casa u otro barrio.
Así que para la izquierda la consigna se llama igualdad
de oportunidades. No que todos vivamos igual y tengamos
lo mismo, se admite que haya distintas posiciones sociales,
responsabilidades diversas y niveles económicos distintos; que,
sin ir más lejos, puedan unos ciudadanos ganar más que otros y
disfrutar mayor bienestar. Pero se trata de que las oportunidades
de lograr las posiciones mejores o más ambicionadas sean para
todos las mismas. A eso se llama igualdad de oportunidades.
Con una comparación se verá todavía más claro. Imaginemos
una competición atlética, mismamente una carrera de mil metros
lisos. Admitimos que el ganador se hará con un buen premio,
que el segundo llevará el siguiente premio en valor y que para
el tercero será la tercera recompensa. Admitimos también que
hay competición y no, por ejemplo, sorteo del resultado –de los
premios– o prohibición de los torneos atléticos. Pero, además y
si queremos que el resultado sea justo, debe estar garantizado el
juego limpio, a fin de que gane el más rápido y no el ventajista o
el amigo de los árbitros. Si la carrera es de mil metros, la línea de
salida ha de ser para todos la misma y estar precisamente a esa
distancia para cada cual, a mil metros de la meta. Si, por contra,
el competidor A sale a diez metros de la meta, el B a los mil
preceptivos y el C a diez mil, ¿quién será con toda probabilidad
el vencedor? Sin duda, A. ¿Por ser el más veloz, el que mejor
entrenó, el más competente corredor? No, por la ventaja de la
que disfrutó frente a los otros participantes. Entonces, si antes
de dar la señal de salida A, B y C están situados de esa manera,
a esas distancias de la línea de meta, ¿qué debemos hacer para
que la carrera sea en verdad una contienda atlética como se
105
: ,
pretende? Pues mover a A hacia atrás –o descalificarlo si se
resiste–, exactamente novecientos noventa metros, y mover a C
hacia adelante, concretamente nueve mil metros. Y entonces sí,
que gane el mejor y que cada uno se lleve el premio que mereció;
porque sólo entonces el premio de cada quien será el merecido.
Apenas hará falta traducir la comparación. Para que en la
competición social las oportunidades sean iguales, habrá que
quitar a los que tengan más para dar a los que tengan menos.
Pero no es quitar por quitar ni dar por el mero gusto de
regalar, no. Lo hace el Estado y con el fin de otorgar sentido
pleno a la libertades con cuya garantía se legitima. Lo hace
el Estado y debe hacerlo allí donde las libertades individuales
no han de ser puro escarnio para algunos y donde, además,
las Constituciones consagran los llamados derechos sociales,
que son derechos basados en la equiparación material mínima
para el disfrute igual de la libertad, y derechos que no pueden
cumplirse sin la presencia y la acción de un Estado que mediante
servicios públicos brinda a cada ciudadano la satisfacción de
sus necesidades más básicas: educación, sanidad, vivienda,
alimento, abrigo… Porque sin un mínimo de todo eso, nadie
es libre, por mucho que el Código Civil explique que cada uno
pueda hacer cualquier cosa que no perjudique a otro ni ofenda
el orden público.
En resumen, que hay una derecha antiestatista que sólo
conf ía en el mercado, y existe una izquierda que ve en el Estado
el único o el principal recurso para una distribución de la riqueza
a través de la prestación de derechos sociales que, a su vez,
procuran la igualdad de oportunidades entre los ciudadanos. En
esta izquierda, por consiguiente, hay mucho más espacio para lo
público del que quiere aquella derecha.
Pero si de las doctrinas y los modelos pasamos a la cruda
realidad, corremos peligro de recaer en la perplejidad y hasta en
106
la melancolía. Pues no podremos reconocer como izquierda, sino
como impostura política de la peor calaña, a un partido que, por
mucho que se diga izquierdista, logra en sus años de gobierno
que la distancia entre pobres y ricos crezca en lugar de menguar,
como ha ocurrido en España en los tiempos del zapaterismo; a
un partido que, por mucho que se diga izquierdista, consigue que
servicios públicos tan fundamentales como el de la educación
pierdan calidad y eficacia, en lugar de mejorar. Alguien nos
está dando gato por liebre y por eso es necesario que tengamos
claridad sobre las ideas, para poder, luego, juzgar con propiedad
sobre el sentido y la justificación de las políticas concretas.
2. recapitulaciÓn sobre el sentido
posible del estado y de lo público
Sabemos ya que a algunos no les gustan nada los Estados y
creen que dif ícilmente puede verse como legítima una autoridad
estatal que está por definición abocada a limitar nuestras
libertades primeras, las de vivir como queramos y hacer lo que
nos dé la gana. Son los ultraliberales, que, sin embargo, se inclinan
ante el mercado y la suerte que en él se reparte, aceptando como
destino ineluctable tanto lo que dicte el azar, ese azar que nos
lleva a nacer acá o allá y con unos u otros atributos, como lo
que determine el juego aleatorio de la oferta y la demanda en
un sistema económico en el que todos tratamos de maximizar
nuestra ventaja imponiéndonos a los competidores. Para los
ultraliberales no queda sitio en un Estado legítimo para derechos
sociales ni para servicios públicos ni para políticas públicas,
con la única salvedad de la seguridad, del orden mínimo que
sea salvaguarda de nuestra vida, nuestras libertades, entendidas
como ausencia de interferencias ajenas, y nuestra propiedad.
Esos ultraliberales tienen enfrente, en la izquierda, toda una
tradición política de empeño en la igualdad de oportunidades
107
: ,
y de justificación del Estado por su función de garante de los
derechos sociales que a ella conducen.
También hemos visto que esos ultraliberales sólo en cierto
sentido son conservadores, pues en su afán por eliminar trabas
a la libertad de mercado y en el mercado y en su empeño por
ver en todo sujeto un homo oeconomicus igual ante la ley, han
combatido y combaten todo límite y todo vínculo social basado
en tradiciones, en sistemas morales densos y comunitarios o en
la sobrevaloración de lo colectivo frente a lo individual. En ese
sentido, el liberalismo todo, y también el liberalismo económico,
ha cumplido históricamente un papel liberador, una función
esencial a la hora de romper con la desigualdad ante la ley y
con los lazos comunitarios que en el Antiguo Régimen ataban
a los individuos a su tierra y a su oficio, a la religión o a la moral
antiguas y a la autoridad establecida. Sólo que hoy, cuando
las bases jurídicas y éticas del mercado parecen plenamente
aseguradas, ese ultraliberalismo economicista opera como freno
de las reformas sociales y como impedimento para políticas
redistributivas que, desde el Estado y lo público, intenten que
cada ser humano tenga en la vida unas oportunidades similares
a las de cualquier otro. Es decir, mientras el liberalismo ha
servido y sirve para velar porque cada ciudadano pueda ser
jugador en el mercado, sin que ninguno quede de antemano
excluido, formalmente discriminado, a la izquierda le ha tocado
pelear para que en ese juego haya fair play, condiciones iguales
que hagan que los resultados finales tengan más que ver con el
merecimiento de cada uno que con la suerte o el azar, con la
lotería natural o –sobre todo– social.
Si el Estado se justifica por este compromiso con la igualdad
de oportunidades y los derechos sociales, si el Estado, además de
poner orden frente a la violencia, ha de establecer condiciones
para una mínima justicia de las relaciones sociales, va de suyo que
108
ha de ser titular de ciertas potestades, prestador de determinados
servicios y gestor de sus propios bienes, esos que en ejercicio
de potestades como las fiscales se procura para poder atender
dichos servicios públicos. Ése es el lugar de lo público, el espacio
que al Estado le corresponde en el marco de la interacción
social. El Estado, entonces, no está ahí para que seamos buenos,
para que vivamos de una manera u otra, para decirnos lo que
hemos de pensar, lo que podemos decir o lo que tengamos que
creer, sino para permitirnos realizar nuestros planes de vida sin
discriminación y participar en la competición social bajo pautas
equitativas y de juego limpio.
Así son las cosas según la historia y sobre el papel, en los libros,
pero... Pero cómo se explica, entonces, que a día de hoy se consideren progresistas y se propugnen desde la autodenominada
izquierda políticas de retirada del Estado de servicios esenciales,
políticas de penetración de la lógica económica y del criterio del
puro beneficio monetario en ámbitos en los que la guía ha de
ser la búsqueda de utilidades de otro tipo para los ciudadanos.
Pensemos en el empeño, tan repetido, en poner a las universidades a merced de las necesidades de la empresa, en buscar que
sean las empresas privadas las que se vayan haciendo cargo de
la financiación de los estudios universitarios y de las investigaciones que a ellas les interesen; en el acoso a y abandono de las
disciplinas que de modo inmediato, directo y rápido no sirvan
para producir beneficio empresarial o rendimiento económico
bruto. O pensemos en cómo el servicio publico de Justicia se ve
acorralado por la propaganda “progresista” en favor de sistemas
alternativos de solución de conflictos (mediación, conciliación,
arbitraje), con los que hacen su agosto empresas nuevas y gabinetes bien relacionados; o recapacitemos sobre el auge que en el
sistema de justicia penal va tomando la negociación de la pena
entre la víctima y el acusado, con las instituciones del Estado
como testigos o fedatarias. Todo eso supone la reintroducción
109
: ,
en el servicio de la Justicia de la dispar correlación de fuerzas
y las asimetrías de poder e influencia que en la sociedad se dan
y que habría que ir corrigiendo en lugar de santificar de tal
manera. Y qué decir de la delegación que de parte de su función
asistencial y prestacional para los más desfavorecidos de dentro
o de fuera de sus fronteras hace el Estado en favor de las ONGs,
que –al margen de la meritoria labor de algunas– se gestionan
con la oscuridad de las empresas o asociaciones privadas, pero
que dejan de ser “no gubernamentales” a la hora de reclamar que
sus ingresos provengan del erario público. ¿Es en verdad social
y servidor de políticas de progreso un Estado que retorna a los
esquemas de la caridad privada y que, todo lo más, da él mismo
limosnas en lugar de asegurar servicios e igualar oportunidades?
También sabemos que hay una parte de la derecha, la conservadora, la tradicionalista, que no es enemiga del Estado, sino
que lo quiere bien fuerte y activo, mas no para que emprenda
políticas sociales que enmienden las injusticias heredadas y
equiparen las oportunidades vitales de los ciudadanos, sino
para que respalde y perpetúe el statu quo; para que proteja
los valores comunitarios frente al riesgo de su disolución o su
mutación donde impere la libertad individual; para que eduque
a los sujetos en el amor a la cultura común y en la adoración a
las señas de identidad colectiva; para que use el poder coactivo
para proteger y hasta imponer una lengua, una fe, unos hábitos,
cualquier cosa que valga para que el Estado siga siendo Estadonación y no Estado de los ciudadanos-individuos libres e iguales
en derechos; para que desde el Estado se amparen los esquemas
habituales de dominación política, ésos que han de hacer que
sigan gobernando los de siempre, los puros, los de aquí, los de
las familias como es debido, los que llevan los genes de la raza
elegida, los que conocen la tierra porque ha sido suya siempre
y la economía local porque siempre la han explotado sus
familias. Ese conservadurismo que ansía que a la Historia se le
110
rinda culto para que el poder se herede como parte de ese patrimonio históricamente legitimado; que desea que la moral de la
colectividad no cambie para que, desde ella, se siga venerando y
obedeciendo al cura, al alcalde y al patrón; ese conservadurismo
que sabe que si a cada ciudadano se le da la ocasión de irse,
sea materialmente, cruzando fronteras, sea intelectualmente,
ampliando horizontes mediante una educación integral y una
cultura libre, se irán muchos, la mayoría; ese conservadurismo
tiene sus mejores servidores hoy, aquí y ahora, en... los que se
dicen progresistas, los que se pretenden de izquierda y pugnan
por la insolidaridad entre las partes del país, los que se fingen de
izquierda y sacrifican las elecciones individuales en el altar de las
identidades colectivas.
Ahí vemos a nuestra izquierda desnortada, haciendo el juego
al ultraliberalismo económico a base de someter los servicios
públicos principales a la lógica empresarial y del beneficio
privado, y sirviendo al conservadurismo más rancio mediante
la traición a la libertad individual y el echarse en brazos de un
comunitarismo tradicionalista y nostálgico de los vínculos
sociales premodernos. Ahí contemplamos, perplejos, a nuestra
izquierda soltando la bandera de la igualdad de oportunidades
y queriendo que el Estado piense como una empresa más y
se codee con las empresas de toda la vida. Ahí la tenemos,
poniendo separaciones entre los ciudadanos a base de fomentar
cualesquiera identidades grupales parciales, en vez de hacer del
conjunto una sociedad de individuos libres que entre sí compiten
pero con lealtad a las reglas del juego común y con conciencia
de que el interés general es lo que de común tienen los intereses
de cada uno cuando los intereses de cada uno no los manipula
alguna secta.
En esa situación está “lo público” en este instante. El Estado
se adelgaza para que el beneficio privado tenga más donde
111
: ,
expandirse, en la convicción de que, como motor del progreso,
mejor será confiar en el egoísmo que en la solidaridad. Pero,
al tiempo, el Estado no deja ni de recaudar ni de engordar las
plantillas de sus supuestos servidores, pues, por un lado, nuevas
tareas comunitarias, nuevos servicios a identidades, culturas y
tradiciones ocupan el lugar que debería ser de las políticas de
igualdad de oportunidades, y, por otro lado, el Estado se ha
vuelto, descaradamente, el abrevadero de una clase política
profesionalizada y que ya no compite en el campo de las ideas
y los programas, sino que pugna nada más, y se apuñala y
miente y manipula, por el comedero, por el privilegio, por lo
que el poder público tiene de espacio privilegiado para vender
favores y comprarlos, para corromper y corromperse, para ganar
ventaja para sí y para los de uno, para elevarse sobre el común
de los mortales y dominarlos para siempre. Por eso la vida
política actual, también la que hacen los partidos que se dicen
de izquierda o progresistas, es profundamente reaccionaria,
clasista de nuevo modo, mentirosa, indecente. Por eso, desde la
lealtad a la democracia y desde los valores que históricamente
han dado su sentido a la izquierda, es necesario ahora, más que
nunca, recuperar la política para la ciudadanía. Hay que hacer
política, tenemos que hacer política, debemos saltar a la arena
política y, desde ahí, se impone cambiar las reglas del juego para
que vuelvan a ser las de un juego democrático genuino, leal y
honesto.
3. bien, pero insistamos: cuándo y cÓmo
se echÓ a perder así la izquierda
Viene de lejos. Con el inevitable esquematismo y bajo advertencia de que se trata aquí de componer hipótesis teóricas que
necesitarían extensa contrastación y amplio debate, diremos
que hay dos momentos críticos: 1917 y 1989. Obvio resulta que
112
con tales fechas ponemos símbolos temporales más que señalar
momentos exactos. Lo que se quiere decir es que una primera
catástrofe ocurrió cuando, en su lucha contra el capitalismo, el
leninismo quiso suprimir el mercado y reemplazarlo por una
economía centralizada y colectivista. Se quiso construir igualdad
sin libertad y, paradójicamente, hubo que armar nuevos lazos
sociales y nuevos fundamentos de legitimidad estatal a base de
inventar un sujeto colectivo, el proletariado, que fuera titular
de la política, el interés y los derechos, pero bajo la batuta del
Partido y en una dictadura que el Partido ejercía en su nombre,
en nombre y por el bien del pueblo trabajador.
El segundo momento crítico para la izquierda está
representado por la caída del Muro de Berlín y la hecatombe
de los regímenes comunistas de la Europa Oriental. Una parte
del pensamiento político de la izquierda había quedado para
siempre enredado en aquel colectivismo leninista, marcado
por esa mitología del proletariado como clase universal y
como organismo suprapersonal erigido en verdadero sujeto de
la Historia. Resultó que el proletariado o se había difuminado
como clase social en el Occidente capitalista, y no digamos en
términos de “conciencia de clase” o, en la Europa del llamado
comunismo real, el proletariado no quería más que librarse
de la “nomemklatura” gobernante, nueva casta explotadora y
fieramente opresiva, y pasar al capitalismo. Desigualdades ya
tenían, y hambre; así que, al menos, que se pudiera disfrutar de
un poco de libertad y probar suerte.
¿Era el momento, en 1989, para que el pensamiento político
de izquierda se olvidara de mitos colectivistas, de fantasmagorías
comunitarias, y volviera a colocar al individuo concreto, al de
carne y hueso, al ciudadano particular y de a pie, en el centro
de sus programas políticos? Sí, era el momento, pero muchos
lo desaprovecharon. Nuevos mitos comunitarios vinieron a
113
: ,
sustituir a los mitos caídos y nuevas políticas identitarias, tan
falaces, tan “ideológicas” (en el sentido marxista de la ideología
como falsa conciencia, como conciencia manipulada) como
aquella “política de clase” ocuparon el sitio de las anteriores. La
izquierda no quiso retomar el pensamiento político en términos
de pensamiento del interés individual y de la agregación de intereses individuales como interés general, sino que siguió jugando
a la política de grupos, a buscar grupos y colectividades como
titulares de los supremos derechos y de los mejores intereses. Y,
ante todo, reapareció la nación, reapareció la comunidad cultural,
reapareció la idea de pueblo nacional como suprapersona que
ha de ser liberada. La autodeterminación de los pueblos se puso
por delante de la autodeterminación de las personas. Muchos
dejaron de ser comunistas para ser decididamente reaccionarios, pero siempre con un rictus totalitario. Conservar esencias
nacionales y culturales se vio como más necesario y meritorio,
en cuanto empresa política, que asegurar la solidaridad entre
todos los ciudadanos de cualquier Estado o del mundo entero.
La izquierda descubre el valor de las tradiciones, las mismas que
siempre había defendido el conservadurismo como su principal
signo de identidad política; la izquierda descubre lo que desde
los tiempos de la Revolución Francesa había mantenido el pensamiento político más retrógrado y nostálgico de los regímenes
antiguos: que la vida de un ciudadano no tiene sentido pleno si
no es atada a esquemas culturales comunitarios, a una cultura
compacta y omniabarcadora, a patrones morales, sociales e históricos que asignen a cada sujeto su identidad específica, que no
será específica suya, sino compartida con todos los de su pueblo
o su nación. Tomados de uno en uno, los individuos humanos no
somos nada, el valor nos lo da, todo, nuestro patrimonio cultural,
el que heredamos, el que mamamos, aquel del que se nos imbuye
en nuestra particular colectividad desde que nacemos, el que
nos hace españoles o catalanes o gallegos o castellanos antes que
114
ciudadanos del mundo y el que nos autoriza y hasta nos impele a
ser más leales a nuestra comunidad que a la humanidad toda y a
reservar nuestra solidaridad para los de nuestro pueblo antes que
para “los otros”, los ajenos, los distintos, los desconocidos.
Sí, en eso vino a dar la izquierda, en el nacionalismo, en tradicionalismo, en la insolidaridad, en las políticas antisociales, en
la instrumentalización del Estado para beneficio de las comunidades, beneficio que nunca es propiamente para las comunidades,
sino para los que en ellas mandan y dominan con el apoyo y la
legitimación de las tradiciones, los mitos y la manipulación de las
conciencias. En eso vino a parar la izquierda, y la que tenemos en
España es síntesis perfecta de todos los descarríos. Ahí los vemos,
diciéndose progresistas y felices de codearse con banqueros
y familias de las de “toda la vida”, jugando a las aristocracias,
haciéndose sitio al lado de la “nobleza” de sangre o económica,
dando aliento a los viejos poderes, alimentando los mitos populares que más obnubilan al pueblo. Pura suplantación, impostura
manifiesta. Ya no va quedando izquierda ni afán de reformas ni
propósito de progreso, sólo grupúsculos conservadores que en
nada más se diferencian que en las siglas y en unas pocas poses.
Que alguien nos diga, si no es así, qué tienen de distinto, en la
teoría o en la práctica, en el decir o en el hacer, el PP y el PSOE,
si hablamos de España.
3.1 Una línea histórica que se quiebra
Echemos un rapidísimo vistazo a la historia del Estado
moderno y a las fuentes de su legitimidad, a la sucesión doctrinal
que le va dando su sentido y justificando su existencia y su papel
como actor social.
Para entender la configuración del Estado moderno debemos
tomar en cuenta la convulsión provocada por la Reforma
115
: ,
protestante. A lo largo de la Edad Media, la férrea homogeneidad
religiosa permitía entender que el gobierno servía al tiempo a
fines mundanos y trascendentes, con prevalencia de estos
últimos. El valor primero que debía inspirar la acción política era
la verdad, y el fundamento último de toda verdad era religioso.
Por eso, porque el gobierno se subordinaba a la verdad, no cabía
la libertad, pues sería libertad para el yerro. Si el gobierno debía
coadyuvar para conducir a los súbditos a la salvación del alma, la
primera libertad vetada debía ser la libertad religiosa.
La Reforma de Lutero trajo las guerras de religión que asolaron
Europa con la máxima crueldad. Era una guerra sin concesiones
y de exterminio, pues el enemigo lo era antes que nada en la fe y
a cada bando lo inspiraba, en su celo homicida, el Dios que tenía
por verdadero y sediento de venganza del infiel. Por eso, porque
Europa se desangraba en guerras para las que no se avizoraba
más final que el que siguiera al extermino de un bando por el otro,
algunos grandes pensadores políticos empezaron a proclamar
que alguien debía interponerse entre los contendientes para
obligarlos a dejar de matarse. Fue la tarea que autores como
Bodino y Hobbes encomendaron al Estado, entendido como
Estado soberano e identificado inicialmente con la propia figura
del monarca. Así, en sus inicios el Estado moderno se conforma
como Estado absoluto, como Estado en el que el rey puede decir
“El Estado soy yo” porque su persona y la persona jurídica del
Estado aún no se han diferenciado, igual que el patrimonio del
Estado y el patrimonio del monarca se confunden todavía.
Ese Estado absoluto, que es soberano y, como tal, expresión
de una voluntad suprema no sometida a límite, monopoliza
el uso de la fuerza y sienta normas de Derecho que con su
fuerza respalda. Y todo ese inmenso poder monopolístico se
legitima por su función, por un rendimiento para los súbditos:
la seguridad. Si la fuerza del Estado vale para imponer la paz
116
social, el Estado es legítimo y goza de fundamento la obligación
general de obediencia; si no, si no se aseguran vidas y haciendas,
cada individuo recupera la soberanía de sí mismo y a cada uno
compete defenderse por sí de sus semejantes.
Pero el enorme poder que el monopolio estatal de la fuerza
concede a los gobernantes acaba siendo un peligro para los
súbditos mismos. Hemos puesto todas las armas en manos
del Estado para que nuestro vecino no nos mate ni nos robe ni
nos esclavice, pero ahora es ese Leviatán el que nos amenaza.
Así que vendrán otros autores, como Locke y Kant, a añadir
exigencias nuevas para la legitimidad del poder estatal. Para
que un Estado se legitime tendrá que ser capaz de mantener la
paz, sin duda, pero habrá de hacerlo de conformidad con las
leyes, y con sus regidores a ellas sometidos. Ya no es absoluto el
Estado, porque quienes tienen su gobierno no pueden disponer
lo que quieran ni hacer lo que se les antoje con tal de que por la
fuerza puedan imponerse. Esa fuerza tiene que ser fuerza legal
y en su trato con los ciudadanos -que ya no súbditos- no podrá
rebasarse un límite decisivo: no podrá anularse la libertad de
los individuos, la libertad idéntica de todos y cada uno de los
individuos. Kant sintetiza para la posteridad la nueva condición
del Estado legítimo: será aquel en el que la libertad de cada uno
sea la máxima que permita la conciliación de esa libertad suya
con la de todos los demás. Todos libres del mismo modo y en la
misma medida. Libertad igual para todos bajo idénticas leyes. Ha
surgido el Estado liberal de Derecho.
El paso siguiente vendrá de la mano de Marx y el pensamiento
socialista. Que a todos se nos reconozca igual de libres y que la
libertad de cada uno sea límite frente al abuso del poder es logro
compatible con que unos exploten a otros, es algo que no impide
que unos tengan mucho y materialmente puedan hacer mucho,
y que otros nada tengan y no les quede más que venderse por
117
: ,
un mendrugo. Fue el socialismo el que puso las bases para que
el Estado se le encargara una nueva misión que condicionaba su
legitimidad, la de velar porque nadie abuse de nadie ni lo explote
y la de hacer que las necesidades básicas de cada ciudadano
estén satisfechas al menos en el grado mínimo necesario para
que llamarlo libre no sea hacerle mofa. Ha aparecido, pues, la
justificación para la acción estatal en pro de los derechos sociales,
ha surgido el fundamento para el Estado social de Derecho.
El gran desaf ío del Estado moderno ha sido el de conciliar
esos tres fundamentos de legitimidad (paz/seguridad, libertad,
igualdad de oportunidades) que se han ido superponiendo en esa
evolución histórica, el de conseguir tanto que la absolutización
del valor anterior no impida el cumplimiento del siguiente, como
que la realización del siguiente no se haga a costa del anterior.
En concreto y paso a paso: que la absolutización de la seguridad
como tarea del Estado no anule la libertad, pero también que el
cuidado estatal de la libertad no desemboque en anarquía y guerra
civil; que la exaltación de la libertad ciudadana como fuente de
la legitimidad del Estado no lleve a una sociedad sin igualdad
de oportunidades y donde algunos tienen todo mientras otros
malviven o mueren de hambre, pero también que la equiparación
material no se cumpla al precio de suprimir la libertad.
De todas las desviaciones posibles de esa síntesis dif ícil entre
valores en permanente tensión (seguridad, libertad, igualdad)
enseña buenos ejemplos la historia contemporánea. Pero
una dañó muy particularmente a la izquierda: la desviación
colectivista que supuso el leninismo-estalinismo, liberticida,
totalitario, asesino. Si en toda la secuencia que sucintamente
hemos expuesto se aprecia que la razón de ser del Estado es el
cuidado del individuo y de sus derechos, con el leninismo se
cambia el enfoque y ya no va a ser el sujeto de carne y hueso el
centro de atención del Estado y el gobierno, sino que el Estado se
118
justificará por atención a un ser colectivo, al proletariado como
clase universal. La revolución, entonces, ya puede hacerse contra
los hombres.
3.2 Una línea doctrinal que nos desconcierta
Ahora fijémonos en los debates de las últimas décadas en
el campo de la Filosof ía Política. Coloquemos las doctrinas
principales en una línea imaginaria, tal que así:
INDIVIDUO
GRUPO
Anarquismo
organicismo/tot.
liberalismo
republicanismo
(1) ............... (2) ................(3) ............... (4) ...............(5) ............. (6) ..........(7)
libertarismo
Habermas/Rawls
comunitarismo
Leído de izquierda a derecha y de los números más bajos a los
más altos, este esquema nos da cuenta de corrientes doctrinales
que van de un mayor individualismo y una menor justificación
del Estado, a la demanda de mayor presencia estatal para el
cumplimiento de objetivos que alcanzan más allá de la mera
libertad individual. Expliquémoslo muy sucintamente.
El anarquismo plenamente individualista, tal como habría
estado representado, por ejemplo, por Max Stirner, exalta
la libertad de los individuos y no ve que con ella pueda ser
compatible ningún Estado, ninguna autoridad común, colectiva,
pública.
El llamado libertarismo, el que hace unas pocas décadas
encarnó, por ejemplo, Robert Nozick, hace de la libertad individual
un axioma incontestable, una especie de derecho natural, y no
ve más Estado legítimo que el que cualquier ciudadano pudiera
consentir (y voluntariamente quisiera pagar) nada más que para
119
: ,
asegurarse que nadie lo va a matar ni esclavizar ni robar. Pero,
para ese libertarismo o ultraliberalismo, no resulta aceptable
ningún Estado que quiera servir a pautas de justicia o que quite a
cualquier ciudadano nada que éste no quiera dar. No se admite,
pues, ni Estado social ni intervencionismo estatal de cualquier
especie ni interferencia ninguna del Estado en el mercado.
Existe también en el debate filosófico-político contemporáneo
lo que podríamos llamar un liberalismo de rostro más humano,
como el que defendió Isaiah Berlin. Para estos liberales, la libertad
es lo primero, y sin respeto a la libertad individual ningún Estado
podrá legitimarse, pero la libertad también se relaciona con las
posibilidades de hacer más cosas o menos, con las oportunidades
vitales. Por eso no hay libertad verdadera para quien no pueda
satisfacer unas necesidades mínimas, y de ahí que se justifique
que el Estado pueda sacrificar alguna porción de libertad de
algunos para colocar a todos en situación de competir bajo una
libertad que sea real y no meramente nominal. No es que tenga
que gestionarse desde el poder estatal una idea de justicia o
de procurarse un modelo de sociedad justa, sino que lo que la
sociedad haya de ser tiene el Estado que dejarlo a resultas de la
interacción libre de los ciudadanos; sólo que esa interacción debe
ser así, precisamente, entre ciudadanos libres, y quien no tiene ni
para comer o no puede salir del analfabetismo no es propiamente
libre. Hasta ahí, hasta la procura de esas mínimas condiciones de
la libertad, llega, para estos liberales, la justificación del Estado y
de las políticas públicas.
Tratadistas de la importancia contemporánea de Rawls
o Habermas se ubican en lo que podríamos calificar como
planteamiento liberal-socialdemócrata, pues insisten en que
libertad e igualdad (como igualdad de oportunidades sentada
desde la garantía de los derechos sociales) se requieren
mutuamente y tienen idéntica importancia. De nada valen los
120
bienes materiales a quien no es libre para disponer de ellos y de
nada sirve que las oportunidades vitales sean iguales cuando
la tiranía impone a todos hacer lo mismo; pero, por otra parte,
tampoco es útil una libertad que no se refleje en medios para
realizarse. Yo sólo soy libre si tengo posibilidad de conseguir
con mi esfuerzo los medios para hacer mi vocación, si no estoy
excluido de antemano de lo que podría hacerme feliz; pero
tampoco me sirven esos medios, aunque alguien –el Estado- me
los regalara, si con ellos he de hacer lo que el Estado quiera y no
lo que sea mi deseo. Por tanto, los derechos sociales se explican
al servicio de la libertad individual, no de fines de ningún ente
colectivo o del Estado mismo como organismo, y los derechos
de libertad –incluidos los derechos políticos– tienen que ser
alimentados y dotados de sentido mediante la disposición de las
herramientas para hacer esa libertad algo más que puramente
nominal o al alcance nada más que para unos pocos.
Hasta aquí, en esa secuencia (números 1 a 4 del esquema
de arriba) que va del individualismo anarquizante hasta la
justificación de un Estado bien activo, el centro sigue siendo
el ciudadano individual. Lo que se debate es cuánto Estado es
conciliable con la libertad de las personas o con qué tipo de
Estado puede la vida de los sujetos ser más plena, más auténticamente humana, más acorde con aquella dignidad que Kant
pusiera como definitoria del ser humano. Menos Estado, como
quieren los más liberales, o más Estado, como propugnan esos
que hemos llamado liberal-socialdemócratas, pero siempre
para bien del sujeto individual y para que tenga éste una libertad
que sea la mayor y la mejor.
Pero a medida que nos desplazamos a los siguientes puntos
del esquema, el debate ya no versará sobre la conciliación entre
individuo y Estado, sino entre individuo y comunidad. Ahora
ya no se trata de ver cuánto Estado puede tolerar la libertad
121
: ,
individual sin que la dignidad humana quede irremisiblemente
dañada, sino cuánta libertad puede soportar una comunidad
cultural sin descomponerse. Porque la libertad individual
admisible será sólo aquella que quepa dentro de la comunidad y
no resulte una amenaza para la pervivencia de la cultura que la
amalgama y para la identidad que la hace única y distinta, que le
da, en tanto que comunidad, su personalidad peculiar. Esa es la
clave de estas posturas comunitaristas en su conjunto. La moral
suprema ya no será, pues, la moral individual, sino la moral
colectiva. La obligación primera de cada ciudadano no será la
que le dicte su conciencia moral individual, sino que será la
obligación política, la obligación hacia la comunidad. El supremo
bien y el interés dominante no serán los que cada individuo para
sí y por sí determine, sino el bien de la colectividad en tanto que
ente suprapersonal, y el interés colectivo en tanto que interés
de la comunidad en sí. El conflicto entre derechos individuales
y derechos colectivos o grupales se resuelve a favor de estos
últimos. Por poner un ejemplo: entre el derecho de cada uno
a hablar la lengua que en cada momento desee o a rotular su
comercio en el idioma que prefiera y el derecho de la comunidad
a que su lengua se mantenga o no sufra el acoso de otras culturas
y otros idiomas, se prefiere lo segundo y, por tanto, se considera
legítimo y justo que los poderes públicos discriminen al que
no hable la lengua comunitaria o sancionen a quien ponga sus
carteles en una lengua diferente de la que debe ser común y
prioritaria para que la nación sea y siga siendo hasta el fin de los
tiempos.
Esa tendencia se manifiesta suavemente en el republicanismo,
que resalta sólo que no estará asegurada la libertad de nadie allí
donde los ciudadanos no se sientan antes que nada comprometidos
con esa comunidad política que asegura la libertad de todos y
donde no ejerzan la virtud política y no participen con lealtad
122
en los procesos de decisión colectiva, aun a costa de sacrificar
en pro de tal comunidad partes de sus bienes, de su tiempo y
de su libertad. En cambio, con el comunitarismo de autores
como McIntyre, Sandel o Taylor se subraya que la primera y
más alta obligación moral de cada individuo es la de servir a su
comunidad cultural y someterse a sus dictados y su bien, pues
cuanto es cada uno, en tanto que sujeto moral, lo que piensa y
ansía, su concepción del bien y de lo justo, son cosas, todas, que
recibe de esa comunidad, que ella ha proyectado en cada uno
de esos individuos a través de la socialización, a través de las
instituciones de esa comunidad que lo han acogido y orientado:
la familia, la escuela, las prácticas comunitarias de todo tipo.
Sin la comunidad nada sería sujeto ninguno, sólo algo vacío,
como una hoja en blanco, como un recipiente sin contenido.
Por eso, igual que nos debemos a la madre que nos alumbró,
nos debemos a la comunidad cultural que nos ha conformado y
tenemos que protegerla de cuantos rivales y enemigos amenazan
su ser y su identidad. Y, al igual que ése de defensa de las señas de
identidad comunitaria es el primer deber moral de cada sujeto,
ése es también el fin principal del Estado, que vuelve a ser, como
antiguamente y más que nunca, Estado-nación, forma política de
un pueblo, de una comunidad con identidad propia que a través
del Estado se autodetermina para perpetuarse y crecer. Ante la
envergadura de ese objetivo colectivo y ante el protagonismo
de ese ser suprapersonal, llámese nación, comunidad o pueblo,
cómo no han de ceder los derechos individuales y las libertades
de los particulares.
No hará falta recordar que la apoteosis de ese colectivismo
comunitarista y nacionalista no está por llegar, sino que ya
aconteció en el siglo XX en los fascismos y en el nazismo. En
una parte del totalitarismo que el siglo XX conoció, por tanto.
Porque en la otra parte de ese totalitarismo, la que corresponde al
123
: ,
comunismo llamado real, también se negó el valor del individuo
por contraste con los intereses del grupo y también se sacrificó
la libertad a fin de realizar un bien más alto, la beatitud social,
la perfección, el paraíso sobre la tierra. Los unos querían acabar
con el individualismo en nombre de la supremacía del pueblo y
los otros querían terminar con el capitalismo en nombre de la
supremacía de la clase proletaria. Y unos y otros acabaron con la
libertad y asesinaron con saña. Para nada. Para demostrar, ojalá
que para siempre, que cuando el ser humano deja de ser sujeto
y se convierte en objeto, en pura herramienta de cualesquiera
quiméricas empresas colectivas, no se implanta ninguna justicia,
sino que sólo se retorna al salvajismo y a la violencia sin freno, a
la ley del más fuerte, a la iniquidad extrema.
4. la síntesis de los engaños
¿Se habrá deslegitimado, a los ojos de sus votantes y de los
ciudadanos en general esa izquierda que ha roto inconfesamente
con su lugar en el abanico de las posturas políticas y con su razón
de ser? En parte se ha deslegitimado, pero en parte también ha
conseguido disfrazar su traición mediante un desplazamiento de
las etiquetas. Quiero decir que la hábil jugada ha consistido en
presentar como izquierdistas y liberadores de la opresión ciertos
objetivos que siempre lo habían sido de la derecha, en particular de
la derecha más ranciamente conservadora. O quizá se pueda dar
cuenta de esa mutación con una explicación distinta: las fuerzas
que secularmente venían sosteniendo a los conservadores han
descubierto que les resulta más rentable colonizar los programas
políticos de los partidos que estaban en la izquierda, y ahora
ya pueden seguir defendiendo lo de siempre, tanto el orden
económico impuesto como las ideologías reaccionarias que lo
sustentan y le dan un halo de virtud y de necesidad, pero con la
pose y las galas del progresismo. Ahora quien resulta tachado de
124
reaccionario y decadente es el que discute que los dineros públicos
vayan a levantar bancos arruinados por la avaricia desmedida de
sus gestores, o quien sigue opinando que los nacionalismos y
patriotismos son la quintaesencia del pensamiento antiilustrado
y la disculpa mejor para la insolidaridad entre los humanos, o los
que opinan que no sólo hay cárceles con barrotes de hierro, sino
que también existen cárceles culturales y comunitarias y que se
construyen cuando las señas de identidad grupal se santifican y
a los individuos no se les prestan las herramientas para escapar
de esa celda de las religiones heredadas, los usos impuestos, los
mitos alienantes o la Historia como predestinación de naciones
y tribus.
Por dos vías principales ha conseguido la izquierda rehacer
su discurso ideológico y camuflar, al menos en apariencia, su
traición a la libertad y a la igualdad de oportunidades. Conforme
a la primera, lo que se abandona de cuidado de la libertad
individual y de las condiciones de esa libertad, para que cada
persona viva como quiera, es sustituido por un parternalismo
estatal que trata de llevar a cada ciudadano a la vida buena y
virtuosa. Al mismo tiempo que se nos vigila cada vez más, que
se nos limitan cada vez más libertades tan cruciales como la de
saber, decir o proponer, se finge que se nos cuida porque no se
nos deja fumar o tomar ciertos alimentos o emborracharnos o
asistir a algunos espectáculos. Si a los ciudadanos se nos viera
como adultos, no habría pretexto para que nos tutelaran con
tanto celo, y por eso somos tratados como adolescentes medio
incautos a los que no se puede dejar a su aire. Se repartirá cada
vez más injustamente la riqueza, aumentará la distancia entre
pobres y ricos, subirán los índices de pobreza o desamparo, se
desviarán ingentes cantidades de fondos públicos para financiar
empresas que no buscan más beneficio que el suyo, como es
natural, subirá la impunidad de los delincuentes políticos y los
de cuello blanco, dejará la educación pública de ser camino hacia
125
: ,
la igualdad de oportunidades, habrá enfermos de primera y de
segunda según que puedan pagarse o no la sanidad privada, se
inventarán nuevos instrumentos financieros y fiscales para que
las grandes fortunas no tributen apenas…, pero podemos estar
contentos porque el poder nos cuida y ya no nos permite fumar
en los restaurantes o contemplar corridas de toros en algunos
territorios. Aquel paternalismo que era característica del
conservadurismo de base religiosa ha sido heredado por unos
partidos pretendidamente de izquierda. Muchísimas gracias
por esta nueva forma de liberación y por esta denodada batalla
contra la injusticia social.
La otra vía para el disimulo ya se ha mencionado antes y
consiste en la reasunción de mitos colectivistas. Una vez decaído
el mito del proletariado como clase llamada a dirigir el tránsito
hacia el fin de la Historia y hacia la implantación de una justicia
universal sin vuelta atrás, la izquierda mira al pasado y se empeña
en legitimarse echando mano de mitos nacionales y populares,
de tradiciones, de ritos ancestrales, de leyendas sobre tribus
y batallas, de memoria de pretéritas opresiones. No mejora la
sanidad para los oprimidos del país que sea, no disminuye la
cantidad de crímenes en los barrios marginales, no están mejor
alimentados ahora los niños que nacen en las villas de miseria, no
se cuida mejor el medio ambiente en los campos o las ciudades,
no hay más becas para los que no tienen dinero ni más hospitales
para los enfermos, pero…, pero vamos a rememorar las injusticias
que padeció hace quinientos años nuestro pueblo o vamos a
rescatar las narraciones populares o vamos a declarar oficial esta
o aquella lengua o vamos a alzar altares para las religiones que se
estaban perdiendo. A eso, que –mutatis mutandis– habría hecho
las delicias de un Bonald o un De Maistre o un Donoso Cortés
o, incluso y sin ánimo de comparar, de más de cuatro hitlerianos
o franquistas, a eso se le llama hoy hacer política izquierdista y
empeñarse en la liberación de los humildes.
126
No cabe escarnio más grande, no es imaginable dislate mayor,
nadie podrá dar mejor ejemplo de traición a los menesterosos.
No ha de extrañar tampoco que la derecha y sus partido
tradicionales se suman en el desconcierto y se queden sin
referencias y sin discurso. Han soportado un indudable plagio
y, además, quienes los reemplazan en esa función de perpetuar
estructuras heredadas y de asegurar que nada cambie en la
distribución del poder real y la riqueza cierta, tienen a su favor
una legitimidad heredada y una presunción de buena intención.
De ahí que las más hondas reformas para limitar derechos de los
ciudadanos o para recortar conquistas de los trabajadores o para
adelgazar el Estado y aminorar derechos sociales los hagan en
muchos lugares, como mismamente España, los partidos que se
afirman izquierdistas y de progreso, socialistas incluso.
127
capítulo iii
1. a cada cosa por lo que es y con su
nombre
Los debates sobre el positivismo jurídico no cesan. En ellos
abundan los equívocos, seguramente por parte y parte. En este
escrito sólo intentaré poner algo de claridad sobre lo que el
iuspositivismo significa y sobre lo que no implica. En adelante,
cuando diga positivismo me referiré siempre al positivismo
jurídico, salvo que le asigne otro calificativo.
El positivismo pretende antes que nada fijar el nombre de una
cosa, nombrar antes que calificar en términos morales, políticos,
económicos, etc. Comencemos con unas comparaciones.
En el idioma español existe el término “cuchillo” y está
establecida su referencia del mismo modo que para cualquier
otro término del lenguaje ordinario. Cuando cualquiera de
nosotros ve un cuchillo paradigmático no tiene duda de que tal
objeto es un cuchillo, de que “cuchillo” es el nombre que a ese
objeto corresponde. Pero pueden surgir algunos problemas en
la comunicación cuando el objeto en cuestión está en el límite
o zona de confluencia de “cuchillo” y del término que designa
otro tipo de objetos con alguna propiedad coincidente con las
propiedades definitorias de los cuchillos. Ese es el problema
de hasta dónde llega la referencia de “cuchillo” y de ante qué
objetos con alguna similitud debemos dejar de hablar de cuchillo
y tenemos que usar otras palabras para designarlos, como
bayoneta, puñal, navaja, etc.
131
: ,
Cuestión distinta de esa de la referencia o designación es la
que se suscita cuando se entremezcla la semántica, el nombre
apropiado para el objeto, con la pauta de correcto uso de dicho
objeto. Es decir, si se entrecruzan el correcto nombrar y la
correcta utilización del objeto en cuestión, sea cual sea esa pauta
material o no lingüística de uso. Tal pasa, por ejemplo, si vemos
que alguien pretende emplear un cuchillo perfectamente normal
para con él talar un árbol con un tronco de enorme grosor. Ahí
el hablante ordinario no dirá que eso no es un cuchillo, sino
que un cuchillo no es para eso, no sirve o no es apropiado para
dicha tarea, está siendo impropiamente utilizado. Una variante
más de ese problema se puede dar cuando vemos que alguien
usa un cuchillo para asesinar alevosamente a otra persona. En
este último caso no tendrá sentido que neguemos que el arma
homicida es un cuchillo, y tampoco que discutamos que un
cuchillo puede servir para asesinar, que es instrumentalmente
apto para eso. Lo que sí tiene pleno sentido que sostengamos es
que se trata de un uso inmoral de ese objeto que es un cuchillo.
Ahora pasemos al terreno del derecho. Socialmente se
reconoce cuándo nos encontramos ante una norma que es
jurídica, que es Derecho. Por ejemplo, el Parlamento español
aprueba, siguiendo las formas y procedimientos que para
ello se prescriben y se conocen, una ley que establece un
nuevo impuesto. Si a cualquier ciudadano español que recibe
información suficiente de lo acontecido se le pregunta si esa ley
es una ley, va a responder que sí. Si se le añade la cuestión de si
esa ley es derecho, va a contestar que obviamente, pues qué son
las leyes sino derecho o parte del derecho.
Ahora bien, todo sistema jurídico regula los mecanismos y
condiciones de creación, modificación, supresión y aplicabilidad
de sus elementos, de las normas jurídicas, de las normas de
ese respectivo sistema. Esos mecanismos y condiciones son de
132
dos tipos, formales y sustanciales. Son formales los que fijan
qué órganos, instituciones o sujetos pueden realizar dichas
operaciones de creación, modificación y supresión del tipo de
norma jurídica de que se trate y qué procedimientos o trámites
han de llevarse a cabo para esos propósitos. Condiciones
sustanciales son las que disponen o bien requisitos de encaje de
las normas con otras normas del sistema (por ejemplo, cuando se
sientan las condiciones del desarrollo reglamentario de las leyes),
o bien condiciones de no contradicción de las normas con otras
normas del sistema. Para el positivismo las normas jurídicas lo
son por cumplir esas condiciones puestas por el propio sistema,
y no dejan de serlo o lo son meramente por razón de su mérito
moral o de cualquier otro tipo51.
El incumplimiento de alguno de tales requisitos o condiciones
puede dar lugar a que la que se pretendía norma jurídica
integrante del sistema jurídico en cuestión acabe no siendo tal o
no pudiendo operar como tal. Pero para que esa invalidación como
jurídica de la norma que así se quería pueda acontecer, el mismo
sistema jurídico fijará nuevas condiciones: dispone qué órganos
pueden declararla y en el seno de qué procedimientos. Mientras
tal declaración, así regulada, no acontezca, la norma de marras
podrá ser invocada y aplicada. Cuestión diversa, y dependiente
de los pormenores de cada sistema, será que, según quién y
51
En palabras de Gardner, se trata de la tesis nuclear del positivismo: “In any
legal system, whether a given norm is legally valid, and hence whether it
forms part of the law of that system, depends on its sources, not its merits”
(Gardner, John, “Legal Positivism”, en Kavanagh, Aileen, Oberdiek, John
(eds.), Arguing About Law, Londres y Nueva York, Routledge, 2009, p.
153).
No se pierda de vista un matiz importante respecto de las que acabamos de
llamar condiciones sustanciales: como dice Gardner, John, “The validity of
legal norms can depend on their content so long as it does not depend on
the merits of their content” (ibid., p. 158).
133
: ,
cómo declare la invalidez de la norma, esta resulte eliminada del
sistema mismo con efectos generales o sólo dejada de lado en su
aplicación a un caso concreto que se discute. Esa diferencia se
aprecia, por ejemplo y en materia de control de constitucionalidad
de las leyes, según que estemos ante un sistema de control
concentrado o de control difuso de constitucionalidad. También
es asunto variable, de sistema a sistema, el de la regulación de los
efectos que la norma invalidada o preterida pueda surtir para el
periodo anterior a dicha declaración o preterición.
El tema que aquí nos interesa es el de a qué podemos llamar
derecho, a qué normas podemos nombrar como jurídicas. Lo que
el positivismo propone es que llamemos jurídicas y nombremos
como parte del derecho (del sistema jurídico de que se trate) a
aquellas normas que:
(i) Tengan la presencia o aspecto de tales por haber sido
creadas con básico cumplimiento de los requisitos formales
y procedimentales puestos en el sistema y socialmente
reconocidos como tales a partir de la efectiva vigencia
general de dicho sistema.
(ii) No hayan sido invalidadas, privadas de su condición de
normas de ese sistema por los órganos para ello competentes
y con arreglo al procedimiento para ese fin establecido.
(iii) O que surtan efectos por ser aplicables a hechos acontecidos
con anterioridad a esa declaración de invalidez, como sucede,
por ejemplo, cuando una declaración de inconstitucionalidad
tiene efectos ex nunc y no ex tunc.
¿Qué consecuencias tendría un nombrar distinto? Respecto
de (i) nos encontraríamos con que los sujetos, los ciudadanos,
no sabrían cómo denominar una norma que parece claramente
derecho porque tiene las propiedades formales de una norma
jurídica, de una norma de ese sistema vigente. Ante la pregunta
134
que un ciudadano se hiciera sobre si esa norma es derecho y
como tal, meramente en cuanto derecho, lo obliga, tendría que
responder que parece que sí es derecho pero que a lo mejor
no lo es y que, por tanto, mejor no calificarla hasta que llegue
una declaración posterior del órgano de control competente,
declaración que puede no acontecer nunca. Habría que dejar de
llamar derecho a lo que derecho parece y como tal se reconoce
generalmente y que, además, nos va a ser aplicado mientras no
acontezca, si es que acontece, su invalidación.
En lo anterior es importante y va implícita la diferencia entre
normas con apariencia de derecho, pero que pueden acabar siendo
nulas, invalidadas porque no cumplen concretamente algunos
de aquellos requisitos y condiciones formales o sustanciales, y
normas que nada tienen de aquella pretensión de juridicidad, o
de apariencia de tal, por provenir de fuentes radicalmente inidóneas, según ese sistema vigente52, o por no haber sido creadas ni
52
Hablamos aquí de fuentes en el sentido en que, entre tantos, ya lo hiciera
Bobbio hace décadas: “son fuentes del Derecho los hechos o los actos a
los que un determinado Ordenamiento jurídico atribuye idoneidad o
capacidad para la producción de normas jurídicas. (Decimos hechos o
actos según si se prescinde o se incluye el elemento subjetivo –conocimiento y voluntad-, propio del obrar humano, en los fenómenos a que
el Derecho se refiere; con respecto a los hechos decimos idoneidad con
respecto a los actos decimos capacidad)” (Bobbio, Norberto, El positivismo jurídico, Madrid, Debate, 1993, trad. de R. de Asís y A. Greppi, p.
169). Añade: “La importancia del problema de las fuentes del Derecho
consiste en que con él se puede determinar la pertenencia de las normas
que encontramos en la práctica cotidiana a un Ordenamiento jurídico:
esas normas pertenecerán o no a un Ordenamiento según deriven o no
de aquellos hechos o de aquellos actos a los que el propio ordenamiento
atribuye la producción de sus normas” (ibid., p. 169). “Por otra parte, los
Ordenamientos jurídicos que han alcanzado una cierta complejidad y
madurez, como los modernos, establecen por sí mismos las fuentes del
Derecho, lo que significa que establecen por sí mismos los criterios de
validez de sus propias normas” (ibid., p. 170).
135
: ,
con el más mínimo respeto a las formas y los procedimientos.
Tal ocurriría, por ejemplo, si en el sistema español alguien se
empeñara en llamar norma legal a la sentada por un consejo de
ancianos municipales o por los parlamentarios, pero reunidos
en un hotel rural en ruidosa y desordenada asamblea. Lo mismo
tendríamos si una reunión de párrocos castellanos, pongamos
por caso, decidiera derogar determinada norma del Código Civil.
Mientras el sistema esté vigente en sus términos fundamentales,
no se reconocerá socialmente como derecho ni será dentro de él
efectiva como tal ninguna de esas que serían mutaciones básicas
del mismo. Y si se reconocieran, el sistema habría cambiado,
habría acontecido una revolución.
También interesa diferenciar entre reconocimiento social
y reconocimiento técnico-especializado. Socialmente va a
contar como derecho y va a ser nombrado así lo que tenga la
mencionada apariencia mínima de juridicidad. Son los expertos,
con su saber especializado y su dominio minucioso de los
mecanismos intrasistemáticos, los que pueden apreciar que una
norma aparentemente jurídica puede merecer la declaración de
invalidez porque en ella no se cumpla uno de esos abundantes y
complejos requisitos atinentes a los procedimientos o la ausencia
de incompatibilidad con otras normas del sistema.
En cuanto a (ii), dejar de denominar norma jurídica a la que
hipotéticamente puede ser un día invalidada o inaplicada por
el órgano pertinente y en el marco del procedimiento al efecto
establecido implicaría, nuevamente, no llamar derecho a lo que
como tal se aplica por los órganos del sistema jurídico y a los
ciudadanos y las instituciones, en ausencia de tal declaración, que
tal vez nunca se dé, o mientras no acontezca. Decir que mi caso no
ha sido por el juez resuelto conforme a derecho, ya que se me aplicó
una norma que no es jurídica porque estimo o estiman muchos
que merecería tal invalidación supone quedarse sin nombre para
136
una parte importante de las normas que socialmente son vistas
como jurídicas y que por la Administración, los tribunales y los
particulares cotidianamente se cumplen y se hacen valer. Si no
es derecho, ¿cómo lo llamamos? ¿Por qué no llamarlo como lo
llama la gente y como lo consideran esos órganos aplicadores?
En lo que se refiere a (iii) estamos en una tesitura similar. Si
me dicen que la norma que a mi caso se aplicó es a partir de hoy,
día de la publicación de la sentencia de inconstitucionalidad,
norma inválida y por tanto, no parte del derecho español,
pero que para mi caso, anterior a esa declaración, surte plenos
efectos, ¿podré congruentemente mantener que no se resolvió
en derecho y conforme a derecho mi asunto y que no fue
nunca parte del sistema jurídico esa norma que se me aplicó?
De la necesidad de sentar aquí distinciones da buena cuenta la
diferencia conceptual que Alchourrón y Bulygin trazaron entre
sistema jurídico y ordenamiento jurídico, pero repárese en que
bajo su óptica positivista el apellido “jurídico” lo llevan ambas
categorías.
Regresemos a aquellas comparaciones que hacíamos con lo
que se puede denominar cuchillo. Por un lado, decíamos que
podemos toparnos con casos en los que dudemos de si a un
objeto es mejor y más propio llamarlo cuchillo o bayoneta, puñal
o navaja. Este tipo de dudas son relevantes cuando hablamos
de derecho y sistemas jurídicos, pero en dos aspectos distintos,
que no deben confundirse, aunque estén relacionados. Una cosa
es preguntarse si una norma es jurídica o no, si pertenece o no
al conjunto de tales que llamamos sistema jurídico, y otra es
plantearse qué quiere decir la palabra o expresión “x” presente
en la norma N de dicho sistema.
Para la resolución del primer tipo de dudas los sistemas jurídicos establecen los aludidos requisitos formales y sustanciales y
disponen los órganos competentes para, en el marco del proceso
137
: ,
correspondiente, efectuar la declaración dirimente, en la idea de
que la norma con mínima apariencia de jurídica se considerará
derecho y se aplicará como tal mientras dicha declaración no
tenga lugar, dependiendo también de esa regulación la retroactividad o no de los efectos de dicha declaración.
En las cuestiones del segundo tipo no está en liza la juridicidad
de la norma, sino su alcance y efectos para tales o cuales hechos.
Ahí los problemas son estrictamente de interpretación y lo que el
sistema fija es quién tiene la última palabra o la palabra decisiva
a la hora de precisar el significado de las expresiones normativas
para los casos que bajo las normas hayan de enjuiciarse y
resolverse. El propio sistema jurídico da pautas muchas veces
sobre cómo o con qué criterios pueden o deben interpretarse
sus normas, y siempre fija quién puede hacer la interpretación
última y determinante, la que vaya a misa, por así decir, y zanje
en términos práctico-jurídicos la cuestión, sea para el caso
concreto, sea para casos futuros.
Tenemos, pues, que la diferencia entre la disputa que en
un grupo de individuos puede surgir sobre si un determinado
objeto debe contar o no como un cuchillo y la que aparece sobre
si una determinada norma es o no jurídica radica en que para
esta última el sistema jurídico prevé mecanismos decisorios que
dictaminan con autoridad, con la autoridad que el propio sistema
les otorga. Podrá un sujeto seguir convencido de que esa norma
que se dice que es jurídica no merece la consideración de tal,
pero para el sistema lo será mientras no se declare su invalidez
o, más radicalmente, cuando positivamente su validez haya sido
ratificada.
Con esto último arribamos a un aspecto muy importante para
nuestro asunto, el de si tiene sentido y resulta mínimamente
funcional, en términos prácticos y operativos, que un sujeto o
un grupo de individuos se empecine en no llamar derecho o
138
no calificar como jurídicas aquellas normas que para el propio
sistema lo son y que socialmente se imponen y tienen vigencia y
son aplicadas en cuanto que tales. Será algo parecido a si alguien
se empecina en que no se denomine cuchillo a un objeto que para
la generalidad lo es sin duda, y que tal empeño responda a que
algo hay en ese concreto cuchillo que a esa persona no le agrada
o porque posee una propiedad que en su opinión particular no lo
hace merecedor de ser un verdadero cuchillo, como pueda ser la
de no estar bien afilado y no servir para cortar con comodidad.
Recordemos que del cuchillo decíamos que alguien puede
estimar que es usado para un cometido que no le es propio o
para el que no es instrumento adecuado, como talar un árbol
de muy grueso tronco, o que se utiliza con fines moralmente
reprobables, como asesinar a alguien. Nos planteábamos si esas
serían razones aptas para justificar que a ese cuchillo dejara de
llamárselo cuchillo y se lo denominara, por ejemplo, no-cuchillo,
puro metal con mango o cuchillo que por aberrante deja de ser
tal. Parece que no. ¿Y qué sucede en el caso del derecho, de las
normas jurídicas? ¿Dejan de ser jurídicas esas normas cuando no
se emplean para los fines apropiados a su naturaleza o cuando se
ponen al servicio del mal moral, de la inmoralidad?
No interesan aquí tanto las consideraciones sobre las
funciones del derecho, sean las funciones posibles, sean las
que demanda un determinado modelo de Constitución y de
Estado, sino si la insuficiente satisfacción de las funciones
que se le asignen o el uso de sus normas para objetivos que se
entienden para el derecho inadecuados privan a las respectivas
normas de la cualidad de jurídicas y al respectivo sistema de
su catalogación posible como derecho, como sistema jurídico.
Si afirmamos que un derecho que no cumpla tales o cuales
funciones concretas deja de ser tal, tendríamos que reconocer
que lo que generalmente se entiende como derecho de muchos
139
: ,
países o Estados no es verdadero derecho, sino otra cosa.
Deberíamos, entonces, ponernos de acuerdo en el nombre de
esa otra cosa, sea dicho nombre el de fuerza bruta, arbitrariedad,
dominación ajurídica o el que se quiera, y, al tiempo, habría que
plantearse una estrategia para que le gente, tanto del propio
país como de los otros, dejara de llamar “derecho” de ese Estado
a las normas que no son jurídicas por carecer de esa función
definitoria de lo jurídico. Una quimera, tanto lingüística como
práctica o comunicativa. Tendríamos que terminar por usar
circunloquios o expresiones del tipo “las normas de ese Estado
E que parecen derecho, pero no lo son en modo alguno o que
no lo son del todo”. Confuso y poco práctico proceder, sin duda.
O incurrir en contradicciones expresivas y pragmáticas como
la de decir que “el derecho de E no es derecho”. Si no es derecho
ese derecho, ¿por qué partimos de llamar derecho a lo que
luego mantenemos que no es tal?
Un derecho que no se emplee para lo que sean o nos parezcan
sus funciones propias y viables es como aquel cuchillo que
utilizábamos para talar en gran árbol: no deja de ser cuchillo,
aunque su usuario sea necio.
En la teoría del derecho del siglo XX ha habido algún debate
muy interesante sobre otro aspecto instrumental o práctico
del derecho, el de si este puede llegar a autosabotearse por
razón del torpe o inadecuado modo en que disponga su propio
funcionamiento. Igual que de un cuchillo extraordinariamente
mellado o muy roto podemos empezar a preguntarnos cuándo
deja de ser un cuchillo o, al menos, un cuchillo que valga para
cualquiera de las cosas que con los cuchillos propiamente se
hacen, cabe que nos interroguemos sobre en qué momento
aproximado un sistema jurídico se autoorganiza de tal manera
inadecuada o tiene unos caracteres que hacen inviable su propia
operatividad efectiva.
140
Dos son en este punto las cuestiones a las que merece la pena
aludir, aunque sea nada más que de pasada. Una, la discusión
sobre las relaciones entre eficacia y juridicidad o condición de
derecho de un sistema de normas. Kelsen y Ehrlich, por ejemplo,
se enfrentaban a propósito de ese tema y tuvo el muy normativista
Kelsen que hacer determinadas concesiones al condicionamiento
fáctico de la juridicidad.
El otro debate sí versa sobre si un sistema jurídico puede
autosabotearse y volverse inoperante por motivo de sus
contenidos y modo de organización. A tal cuestión parece que
están aludiendo Fuller o Hart, aun con sus notables diferencias,
cuando el primero habla de la moralidad interna del derecho o el
segundo del contenido mínimo de derecho natural, expresiones
ambas poco afortunadas, pues no quieren tanto decir que
un derecho, para sobrevivir como tal, tenga que adecuarse
mínimamente a alguna moral material u objetiva, cuanto a que
se desactivaría a sí mismo un derecho cuyas normas fueran
todas retroactivas, o cambiaran cada día, o carecieran todas de
sanciones para su incumplimiento, etc.53; o, podría añadirse,
desarrollando otro aspecto de la teoría de las normas de Hart,
que no tuviera normas de cambio y normas de adjudicación.
53
“Cabe distinguir entre dos tipos de exigencias morales que pueden estar
en una relación necesaria con el sistema jurídico: formales y materiales.
Un ejemplo de una teoría que sostiene una conexión necesaria entre
criterios morales formales y el sistema jurídico es la de Fuller sobre la
moralidad interna del derecho (internal morality of law). Aquí incluye
Fuller los principios del Estado de derecho (legality) tales como la
generalidad de la ley (generality of law), la publicidad (promulgation)
y la prohibición de la retroactividad (retroactive laws). En cambio, se
trata de la conexión entre criterios morales materiales y el sistema
jurídico cuando Otfried Höffe afirma que sistemas normativos que no
satisfacen determinados criterios fundamentales de la justicia no son
órdenes jurídicos” (Alexy, Robert, El concepto y la validez del derecho,
Barcelona, Gedisa, 1997, trad. de Jorge M. Seña, pp. 37-38).
141
: ,
Pero alrededor de estos asuntos anteriores no suele girar
la polémica entre positivistas y antipositivistas, sino que
versa más que nada sobre si el uso inmoral del derecho priva
a las correspondientes normas de ese carácter de derecho.
Recordemos que aquí la comparación era con el problema de si el
cuchillo que se utiliza para asesinar sigue siendo o no un cuchillo.
Nos extrañaría que alguien defendiera que desde el momento en
que ese objeto, el cuchillo, se usa con propósitos de asesinato
deja de ser un cuchillo, que se afirmara algo así como que “este
cuchillo ya no es un cuchillo, sino un metal asesino”. Las razones
para negarle al objeto la condición de cuchillo provendrían de la
inmoralidad de su uso. No podríamos, pues y según esa postura,
proclamar nunca que el asesinato se cometió con un cuchillo,
y habría que decir que el asesinato se perpetró con lo que al
cualquiera le parecerá un cuchillo, pero que no lo es, pues a los
cuchillos les es ontológicamente inmanente que no pueden ser
empleados para asesinar.
Esa confusión entre la cosa y los juicios morales sobre su
utilización es la que viene a cuestionar el positivismo, simplemente
eso. Pero a nuestra comparación se podría quizá objetar que
mezcla el objeto externo con las intenciones o prácticas de su
usuario y que no va por ese camino la vinculación inmanente
entre derecho y moral; que la analogía podría ser pertinente si
se diera con una norma y su uso torticero o mal intencionado.
Es decir, que el ligamen entre normas jurídicas y moral se aplica
respecto de las propiedades definitorias de las normas jurídicas.
Expliquemos esto un poco mejor.
Cabría la comparación, se objetará, si entre las propiedades
definitorias del cuchillo hubiera una de carácter moral. Pues
lo que el antipositivismo hace es añadir una propiedad moral
constitutiva y definitoria al “objeto” norma jurídica. Para los antipositivistas, entre esas propiedades constitutivas y definitorias
142
del “objeto” norma jurídica está la de que su contenido no puede
ser inmoral, o fuertemente inmoral. En consecuencia, la norma
jurídica o el objeto que en principio parezca tal no será en verdad
norma jurídica si carece de esa propiedad, si no cumple dicha
condición.
Trabajemos con otro ejemplo. Los curas de mi colegio solían
contarnos que la práctica sexual sin amor no es propiamente
sexo, sino mera genitalidad. No admitían que pudiera darse
verdadero sexo sin amor, aunque amor sin sexo sí cabía y hasta
era en muchos casos lo más recomendable. Similarmente,
los antipositivistas proclaman que no puede haber derecho
sin un mínimo de moralidad, aunque sí existe la moral sin
juridicicidad. O sea, que una norma jurídica deja de ser jurídica
si es inmoral, pero una norma moral no deja de ser moral si
resulta antijurídica, esto es , de contenido opuesto al derecho, a
alguna norma jurídica. La moralidad (o una moralidad mínima)
es condición definitoria de lo jurídico, pero la juridicidad no
es condición definitoria de lo moral. De esa forma, lo que el
antipositivismo propugna es una superior jerarquía de la
moral sobre el derecho, ya que aquella puede condicionar los
contenidos de este, pero no a la inversa.
Las variantes de las doctrinas antipositivistas se derivan del
tipo de naturaleza u ontología que atribuyan a esa moral que
ponen como condición de lo jurídico. Para el iusnaturalismo
teológico era la moral cristiana, bajo la forma de ley eterna y su
reflejo en la ley natural, grabada por Dios en la naturaleza humana.
Para el iusnaturalismo racionalista se trataba de las pautas
morales, insertas “naturalmente” en la naturaleza humana, parte
constitutiva de esa naturaleza humana y cognoscible mediante
la razón. Para el iusmoralismo no iusnaturalista o bien se trata
de una moral objetiva, en sí subsistente y cognoscible mediante
la intuición o una reflexión ética metódicamente guiada, o bien
143
: ,
de algún tipo de moral social positiva común a todos los pueblos
en un momento histórico dado (tal era la postura de Radbruch
o del llamado derecho natural de contenido variable) o de la
moral socialmente vigente en el Estado o grupo humano en el
que surge un sistema jurídico, moral que da su sentido último
al respectivo sistema jurídico, lo complementa y, en su caso, lo
corrige o condiciona (Dworkin). El neoconstitucionalismo va un
paso más allá y, presuponiendo o bien el tipo de moral a que
se refieren Dworkin o Radbruch, o bien algún género de moral
objetiva como la que la alemana Jurisprudencia de Valores ponía
en la base de los sistemas jurídicos,4 insiste en que esa moral está
presente como sustancia o esencia última de las constituciones
vigentes.
Sea como sea, el elemento común y característico es ese
de colocar un componente de moralidad como condición
definitoria del derecho. Por consiguiente, para el antipositivismo
no serán parte del derecho, no serán con propiedad jurídicas,
las normas de contenido inmoral o fuertemente inmoral y no
se deben aplicar las normas jurídicas que, aun no siendo en su
contenido abstracto inmorales, conduzcan en el caso concreto
que se enjuicie a una solución incompatible con la moralidad de
referencia.
2. las dos notas con que el positivismo
caracteriza el derecho
El positivismo jurídico es una manera de nombrar, es una
opción sobre qué es funcional y comunicativamente más razonable llamar derecho. Su razón fundamental es que no se debe
confundir la denominación socialmente establecida sobre lo que
cuenta como derecho con las pretensiones que se tengan sobre
cómo debería ser o cómo debería usarse y para qué el derecho.
144
Es, pues, antes que nada, una tesis conceptual y semántica. Cada
persona o grupo pueden tener su opinión sobre el cuchillo mejor,
sobre el sexo ideal o sobre el amor perfecto, pero no está en su
mano determinar las propiedades del concepto de cuchillo y, en
consecuencia, la referencia de términos como “cuchillo”, “amor”
o “sexo”.
Desde ese núcleo de la tesis se pueden comprender las dos
notas con que el positivismo acostumbra a presentarse, la de la
separación conceptual entre derecho y moral y la del carácter
convencional del derecho.
La separación conceptual se capta bien si volvemos al caso
del sexo y el amor. Conceptualmente somos perfectamente
capaces los hablantes de nuestro idioma de diferenciar y
separar amor y sexo y de ver los dos términos como alusivos a
prácticas o sensaciones distintas. Una cosa es la práctica sexual
y otra el sentimiento amoroso. Gracias a que poseemos esos
dos conceptos podemos distinguir y catalogar tres situaciones
diversas, atinentes a la relación entre esas dos “cosas”. Así,
discernimos cuando se da amor sin sexo, sexo sin amor o lo uno
junto con lo otro. Correlativamente, la presencia del concepto de
moral y del de derecho (o de norma moral y norma jurídica) nos
capacita para determinar cuándo estamos ante una norma moral
que no es jurídica o que es antijurídica (opuesta al contenido de
una norma jurídica), ante una norma jurídica que no es moral
o que es inmoral (opuesta al contenido de una norma moral), o
ante un contenido normativo que se corresponde tanto con el de
una norma moral como con el de una norma jurídica.
Lo que decimos de esa separación conceptual vale también
para distinguir el derecho de otras “cosas”, como la economía.
Una norma jurídica cuyo contenido esté en pugna con los
dictados de la economía no deja de ser jurídica por ser antieconómica, inconveniente o contraproducente desde el punto de
145
: ,
vista económico54. Y una ley de la ciencia económica tampoco
pierde su validez científica, si la tiene, por estar reñida con los
dictados del derecho vigente. Por las mismas, también distinguimos el sexo del placer y, aunque muchas veces vayan de la
mano, podemos entender que haya sexo sin placer y placeres
sin sexo, placeres no sexuales. Tal capacidad para distinguir es
perfectamente independiente de las convicciones que cada cual
pueda tener sobre cuáles son las mejores o más adecuadas vivencias o prácticas del amor, del sexo y del placer. Más aún, si tales
concepciones pueden afirmarse y desarrollarse es precisamente
gracias a ese arsenal de conceptos diferenciables y combinables
en relaciones variadas.
No parecería razonable que alguien adujera que expresiones
de nuestra lengua, como la que permite llamar “hacer el amor”
a ciertas práctica sexual sean prueba de que sexo y amor están
inescindiblemente unidas en un concepto único y complejo,
de modo que no pueda existir sexo sin amor, sin sentimiento
amoroso. La presencia de dicha expresión sólo prueba que la
palabra “amor” es ambigua, tiene significados distintos. Otro
tanto ocurre con la expresión “no hay derecho”, que usamos
para indicar que una situación nos parece injusta. Lo único
que aquí se comprueba es que también la palabra “derecho”
es ambigua y no solo se emplea para aludir a un conjunto de
54
En palabras de Alexander Somek, “Morality is not a necessary condition
of legal validity. The separability thesis extends to other modes of evaluating norms on their merits, for example, on grounds of either economic
efficiency or comprehensibility. Inefficient norms are just as legally
valid as regulations that are too complex to make any sense” (Somek,
Alexander, “The Spirit of Legal Positivism”, German Law Journal, vol.
12, nº 2, 2011, p. 733). Similarmente, Jon Gardner: “Legal positivists line
up equally against views according to which the validity of law depends
upon, for example, its economic or aesthetic merits” (Gardner, John,
“Legal Positivism”, cit., p. 168).
146
normas pertenecientes a un sistema jurídico. Lo que no resulta
fácilmente comprensible es que alguien use tales ambigüedades
semánticas para sostener que todo sexo tiene necesariamente
una dimensión amorosa o que a todo derecho le es inmanente
un contenido mínimo de justicia.
Algo parecido sucede con las teorías tridimensionales del
derecho cuando se invocan como tesis opuestas al positivismo.
En su formulación estándar esa teoría tridimensional dice que el
derecho es norma, y como tal calificable en términos de validez
o invalidez formal o propiamente jurídica; hecho, y como tal
calificable en clave de eficacia o ineficacia; y valor, y como tal
tildable de bueno o malo, justo o injusto, moral o inmoral. Perder
de vista cualquiera de esas dimensiones supondría, se dice, dejar
de lado un aspecto esencial de la ontología de lo jurídico, pues
el derecho propiamente dicho sólo se da en aquellas normas que
reúnen las tres condiciones positivas: validez, eficacia y justicia.
Se trata de una grosera confusión entre el objeto y los puntos
de vista sobre el objeto. Un cuadro, por ejemplo, una obra
pictórica, puede ser contemplado y calificado desde múltiples
ópticas o puntos de vista: su belleza a tenor de los cánones
estéticos, la moralidad de la escena que represente, conforme
a los patrones morales, el precio o valor económico, según los
dictados económicos o del marcado del arte. ¿Tendría sentido que
defendiéramos que un cuadro es arte nada más que si combina
las propiedades de ser bello, de representar escenas o situaciones
no inmorales y de ser económicamente valioso? De esa forma, si
el artista representó una violación o una estampa sacrílega o si
por su cuadro no le dan más de cuatro euros, no sería artística
su obra en modo alguno, aunque para los estándares estéticos
pudiera considerarse una obra de primera.
Además, suena arbitrario, ya puestos, que se limiten a
tres las dimensiones de lo jurídico. ¿Por qué no igualmente
147
: ,
una dimensión estética, ya que de las normas o su redacción
podemos hacer juicios en términos de belleza o fealdad literaria?
¿Y una dimensión económica, puesto que podemos juzgar de sus
efectos económicos positivos o negativos? ¿Y una religiosa, pues
sus contenidos pueden verse como pecaminosos o acordes con
el dogma de tal o cual religión? Y así sucesivamente. Un cuchillo
será un cuchillo al margen de que se use mucho o poco, de que
nos parezca moral o inmoral que se fabriquen cuchillos, de que
se venda caro o barato, de que sea hermoso o feo, etc., etc. Sobre
un cuchillo, una práctica sexual, un sentimiento amoroso o una
norma jurídica pueden combinarse múltiples puntos de vista y
juicios de muy diverso tipo. Pero cuando se nos pregunta qué
es un cuchillo sólo podremos caracterizarlo con propiedad si
enumeramos las notas del concepto y las claves de la referencia
del término “cuchillo” en nuestra lengua.
Imaginemos que encuentro una piedra y que deseo saber de
qué mineral se trata o qué minerales la componen. Voy al geólogo
y, tras los análisis pertinentes en su laboratorio, dictamina que
se trata de cuarzo; mas añade: “pero este cuarzo es tan feo
que en realidad se trata de un cuarzo que no es cuarzo, sino
que sólo lo parece, ya que el verdadero cuarzo sólo puede ser
hermoso”. Tendríamos a dicho geólogo por un chalado que no
sabe distinguir los objetos de su ciencia de sus juicios estéticos
personales. Si para la comunidad científica de los geólogos y para
la gente en general esa piedra tiene las propiedades del cuarzo,
acreditadas además por los procedimientos de análisis de la
ciencia geológica, no será de recibo negar que sea cuarzo porque
es un pedrusco muy feo o porque una vez alguien mató a otro
golpeándolo con una piedra de cuarzo o con esa misma piedra
de cuarzo.
¿Y si a usted le preguntan si el derecho español permite el
aborto voluntario dentro de un plazo? ¿No incurre en el mismo
148
sinsentido si contesta que hay en el derecho español una norma
que sí lo permite pero que en realidad esa norma no es jurídica
ni forma parte de tal derecho porque el aborto es suprema
inmoralidad? Su interlocutor sigue con el interrogatorio: ¿Acaso
esa norma ha sido anulada por el órgano competente para tales
anulaciones? Usted dice que no, que no lo ha sido (supongamos,
además, que el Tribunal Constitucional ha sentenciado que
dicha norma no es inconstitucional), pero que en realidad nadie
necesita anularla porque ya es nula de por sí. Y sigue, pertinaz, el
interrogador: ¿qué le sucede, entonces, a la mujer que se somete
voluntariamente a un aborto dentro de ese término o bajo esas
condiciones, o al médico que lo practica? Usted: no les sucede
nada, no los condenan, conforme al derecho vigente, sólo que
ese derecho vigente en realidad no es derecho y esas personas
deberían ser sancionadas si el derecho fuera como debería ser,
si en lugar de regirnos por el derecho vigente nos gobernáramos
por el verdadero derecho. ¿No sería mejor que usted dijera que
el derecho es el que es, pero que a usted no le gusta nada y que
piensa que debería cambiarse?
Ahora supóngase que es derogada la norma que permite el
aborto voluntario en ciertos casos o dentro de determinado
plazo. Todo aborto voluntario pasa a ser delito y a acarrear
sanción penal. Viene un conciudadano y le pregunta si en
nuestro derecho está permitido el aborto voluntario, al menos en
alguna circunstancia. Usted le aclara que no, pues hay en nuestro
ordenamiento una norma que lo veda y lo castiga. Pero resulta
que ese que con usted dialoga es un declarado defensor del
derecho al aborto y no ve inmoralidad o injusticia en su práctica,
sino en su prohibición. No son pocas las personas que así opinan,
en razón de su sistema moral, de su concepción de la moralidad,
del bien y de la justicia. Ese interlocutor suyo es un iusmoralista y
un antipositivista como usted, solo que su moral es bien distinta
149
: ,
de la suya, de la de usted. Así que ante su referencia a la norma
jurídica positiva, él le replica que, de tan injusta, esa norma
prohibitiva del aborto no es auténtico derecho y que el verdadero
derecho no prohíbe el aborto, sino que lo permite, por lo cual,
las condenas de quienes abortan voluntariamente o practican
abortos no son condenas conforme a derecho, sino puros actos
de poder antijurídico o ajurídico. Entonces usted aduce que la
norma vigente no solo es derecho, sino que es además derecho
justo y, por consiguiente, derecho genuino.
¿Tiene salida ese debate? Parece que sólo es pensable una:
que se pongan de acuerdo sobre los hechos y su nombre y
que distingan los hechos de su calificación moral, económica,
política, estética o cualquier otra. El hecho es que aquí y ahora el
derecho dice que el aborto está prohibido o permitido. Y también
es un hecho que el juicio moral sobre la respectiva norma puede
ser discrepante. Pero la discrepancia moral sobre los hechos
no tiene que ser confundida con la constatación de los hechos,
con el juego de los conceptos y con los nombres de las cosas.
Si cada uno llama derecho nada más que a las normas que a él
le parecen moralmente admisibles, incluso desde su concepción
personal del objetivismo moral y de la verdad moral, y si ese
modo personalizado de nombrar se impone generalmente, deja
de haber en la sociedad derecho, por no existir un concepto
común de derecho: el término pierde su referencia en el lenguaje
que compartimos. Pero lo cierto es que en cada sociedad, y en
la nuestra, el término derecho sí tiene una referencia común
compartida, pese a quien pese.
Pongámonos ante una sociedad en la que tal situación se
produjera, en la que cada uno sólo considerara derecho aquellas
normas que son acordes con su moral. Sería imposible saber, en
los casos de discrepancias entre las morales de los individuos o
los grupos, si el derecho permite o prohíbe el aborto, ya que el
150
veredicto de cada persona o cada grupo será discordante. No
sería raro que de tal caos práctico se intentara salir mediante
un acuerdo: el acuerdo de dar a la norma jurídica el contenido
que determine la mayoría. Se inventaría la democracia como
procedimiento para crear derecho positivo vinculante para todos
por encima de los juicios morales de cada uno. Por eso puede
sostenerse que, en su fundamento como sistema jurídico-político
de una sociedad reconocidamente pluralista, la democracia exige
el positivismo en el modo de identificar y nombrar el derecho.
La democracia supone el acuerdo para sentar y hacer en común
vinculantes, bajo la forma de derecho, las normas sobre las que
discrepamos, pero que, por versar sobre asuntos importantes para
la convivencia colectiva, tienen que ser normas que rijan para
todos. Por eso en democracia se legisla el derecho de todos, pero
no, en modo alguno, la moral de cada uno. Porque el derecho
es de todos y para todos, guste o disguste a unos o a otros,
mientras que la moral es de cada uno y desde la moral de cada
uno hace cada cual sus propuestas para todos y participa en las
reglas del juego común de la legislación. Quien pone condiciones
personales de validez a las normas democráticamente legisladas
se sustrae al juego compartido de la democracia y coloca sus
valores personales por encima del valor de ese sistema55.
55
Resulta de lo más tentador reproducir aquí la clasificación propuesta
por Ulises Schmill (“El positivismo jurídico”, en Garzón Valdéz, Ernesto,
Laporta, Francisco J. (eds.), El derecho y la justicia, Madrid, Trotta, 1996,
p. 74). Dice:
“Si consideramos la posición que, pragmáticamente puede asumirse
con respecto a las relaciones posibles entre un conjunto personal de
principios o máximas personales y un orden de normas válido preexistente, podemos encontrar, en general, que estas relaciones tipifican
posturas que han sido asumidas en el ámbito de la política:
1) considerar el orden personal de normas como idéntico al orden
normativo preexistente; es la consideración que haría un conservador
optimista.
151
: ,
Naturalmente, la democracia no es impepinable y ese sistema
de decisiones en común sobre los asuntos concernientes a la
convivencia de todos y sobre los que individual y grupalmente
discrepamos no es insoslayable. Hay una alternativa, la del
autoritarismo y la dictadura: que la persona o grupo que se
considere en posesión de la verdad moral suprema imponga
su ley a los otros, aunque estos otros sean mayoría. Pero en ese
caso la pretendida razón necesitará el soporte de la fuerza, de la
represión. En democracia legisla la mayoría porque es mayoría,
no porque tenga razón o sea propietaria de la verdad moral. Las
dictaduras, en cambio, se legitiman por la posesión, pretendida,
de la verdad y reprimen la discrepancia, sea de minorías, sea de
la mayoría, por considerarla sinrazón, aberración pura, supremo
descarrío. La dictadura, a diferencia de la democracia, presupone
la división de la sociedad entre seres superiores, llamados a
mandar, y seres inferiores, abocados a obedecer. Superiores son,
por supuesto, los que conocen la verdadera moral, e inferiores
los que no la conocen o no son caparse de conducirse en
conformidad con ella.
Una rama muy potente del iusmoralismo de nuestros días
transita por una ruta que puede parecer intermedia y no antidemocrática, no contramayoritaria. Lo hace basándose en las
doctrinas llamadas constructivistas. Los constructivistas parten
de que, al comunicarnos y convivir, todos asumimos ciertos
2) considerar el oren personal de normas existiendo independientemente del orden normativo preexistente; es la consideración que haría
un pluralista democrático.
3) considerar el orden personal de normas como supraordenado al orden
normativo preexistente, el cual deriva su validez de aquél; es la consideración del autoritarismo.
4) considerar que el orden personal de normas está supraordenado al
orden normativo preexistente y lo deroga en caso de contradicción entre
ellos; es el caso del autoritarismo intolerante”.
152
presupuestos, presupuestos que tienen valor normativo. Por
ejemplo, y dicho sea con suma sencillez, cuando optamos por
hablar con otro, en lugar de emplear con él la violencia para
forzarlo a obrar en nuestro interés o según nuestras preferencias,
lo estamos reconociendo como un igual cuyas razones valen
como las nuestras y merecen ser ponderadas con imparcialidad.
Lo que tendríamos que preguntarnos, según el constructivismo,
es a qué acuerdos llegaríamos sobre esos temas a propósito de
los cuales inicialmente podemos discrepar por razón de nuestros
intereses o nuestras convicciones individuales; qué acuerdos
alcanzaríamos si nuestro razonar conjuntamente y dialogar se
llevara a cabo de conformidad con algún procedimiento discursivo que garantizara la imparcialidad del resultado, para que ese
resultado ya no sea expresión de alguna forma de dominación o
del simple cómputo de mayorías y minorías, sino manifestación
de lo que aquí y ahora la razón exige para el objeto de nuestro
debate. En otras palabras, nos preguntamos a qué acuerdos arribaríamos si nos encontráramos, por ejemplo, en la habermasiana
situación ideal de habla o en la rawlsiana posición originaria y
bajo el velo de ignorancia. En cuanto estemos de acuerdo sobre
lo que acordaríamos en esa situación hipotética e ideal en la que
se respetaran plenamente las condiciones de imparcialidad del
razonamiento, habremos dado con lo que buscábamos, a saber,
cuál es la solución racional para nuestro debate aquí y en este
momento.
¿Sobre qué pueden tratar esas discusiones nuestras aquí
y ahora? Pues sobre cosas tales como si el aborto debe estar
prohibido o permitido por el derecho o sobre si debe ser delito
o no la apología del terrorismo o sobre si debe ser delito o no
la negación de holocausto o sobre si es preferible modificar los
tramos del impuesto sobre la renta o aumentar los impuestos
indirectos. Aquí y ahora, mortales, prejuiciosos y parciales, no
153
: ,
nos ponemos de acuerdo, pero si no estuviéramos obnubilados
por prejuicios e interesadas ideologías, sí que lo lograríamos,
se supone. ¿Cómo sale el constructivista del embrollo? ¿Cómo
puede llegar a saber, él solo, lo que él mismo preferiría si en
lugar de ser él mismo, una persona marcada por su particular
situación, fuera él y fueran todos los interlocutores posibles
sujetos perfectamente racionales y capaces de razonar de modo
plenamente imparcial? No sé, pero lo sabe. Lo sabe, ya que nunca
oímos a un constructivista decir que sus personales convicciones
sobre el asunto en disputa son tales, pero que una vez pasadas
por el tamiz del diálogo plenamente intersubjetivo y racional se
ha dado cuenta de que estaba equivocado y de que la postura
correcta es la que otro mantenía. No, lo que el constructivista
hace siempre es tildar como racional o razonable su postura
subjetiva, puesto que ya la habría pasado por ese filtro hipotético
de la intersubjetividad y, en consecuencia, su idea subjetiva ya
no es meramente subjetiva, sino la intersubjetivamente racional.
Por eso son tan divertidas y aleccionadoras las discrepancias
entre constructivistas, porque todos se dicen respaldados por
el mismo experimento hipotético, por la misma imaginación de
lo que nacería de un diálogo perfecto entre sujetos imparciales.
El proceder constructivista siempre da a los constructivistas
la razón; le da la razón a cada uno y no hay manera de que
se pongan racionalmente de acuerdo entre ellos. Quizá
necesitarían un metaconstructivismo: un constructivismo para
constructivistas, un constructivismo de segundo grado; y así
sucesivamente.
Nos hemos alejado bastante del punto que tratábamos, el de
la tesis positivista de la separación conceptual entre derecho y
moral, pero los temas estaban relacionados. Vamos ahora con
la tesis del carácter convencional de todo derecho. Consiste en
mantener que el derecho es cosa de este mundo y no de otros
154
mundos hipotéticos o imaginarios, y que se hace en las sociedades
o por las sociedades. El derecho por tanto, no es natural, sino
obra social, y no se basa en constataciones, sino en decisiones y
acuerdos. Derecho es lo que la sociedad entienda como derecho
y no lo que como tal exista en alguna otra parte independiente
y separada de los acuerdos sociales efectivos y del imaginario
social. Derecho es, en suma, lo que una sociedad piensa, vive y
practica como derecho56. Por eso los caracteres de los sistemas
jurídicos y, por supuesto, los contenidos de las normas jurídicas
cambian de sociedad a sociedad y de época a época.
Lo que el positivismo defiende es, repito, que todas las normas
son de este mundo y que se trata de “objetos” socialmente
creados, en su forma y en sus contenidos, que son hechos sociales
de cierto tipo, constructos del imaginario social que gobiernan
las prácticas sociales. En otras palabras, que no hay parámetros
extra o suprasociales que determinen lo que en tal o cual sociedad
puede ser o no derecho. El derecho es social porque cada sociedad
tiene y pone en práctica el suyo, y su carácter convencional
indica que ninguna normatividad puede socialmente operar si no
es colectivamente reconocida como tal: como normatividad que
permite calificar las conductas como debidas o indebidas. Con la
evolución de las sociedades y hasta llegar a la época moderna, lo
que habría tenido lugar es un proceso de decantación de distintos
tipos de normatividades, de forma que en estas sociedades más
complejas se reconoce de hecho la diferencia entre diversos
56
La tesis del carácter convencional del derecho se llama también tesis del
carácter social del derecho y, en cuanto elemento nuclear del positivismo
jurídico, Raz, entre tantos, la describe así: “In the most general terms the
positivist social thesis is that what is law and what is not is a matter of
social facts”, y tal tesis expresa “the view that the law is posited, is made
law by the activities of human beings” (Raz, Joseph, “Legal Positivism and
the Sources of Law”, en Kavanagh, Aileeen, Oberdiek, John (eds.), Arguing
About Law, Londres y Nueva York, Routledge, 2009, p. 117).
155
: ,
patrones y sistemas normativos: religioso, moral, jurídico, etc.
Gracias a esas convenciones establecidas y vigentes socialmente,
podemos diferenciar, por ejemplo, entre moral y derecho, y
decir cosas tales como que la conducta X es acorde con la moral,
pero no con el derecho, o que la conducta Y es conforme con el
derecho pero contraria a los preceptos de la religión.
Cuando el antipositivismo rebate el carácter convencional
de todo derecho posible ha de estar presuponiendo algún tipo
de normatividad no convencional, por sí subsistente y existente
al margen del pensar y las prácticas de las sociedades. Para el
iusnaturalismo teológico esa normatividad vive, bajo la forma
de ley eterna y ley natural, en el orden de la Creación, en cuanto
proviene de la razón y voluntad de Dios. Para el iusnaturalismo
racionalista el derecho natural no es convencional porque está
presente en la naturaleza humana, igual que en ella se hallan el
hígado o el corazón, si bien bajo forma no empírica o fáctica de
existencia. Al fin y al cabo, la naturaleza humana se componía
de cuerpo, la parte empírica, y alma, la parte no empírica
pero igualmente “natural”. Del mismo modo que el alma debía
gobernar el cuerpo para que la naturaleza del hombre no se
rebajara a naturaleza meramente animal, las normas ideales o
no empíricas del derecho natural tenían que primar sobre las
normas positivas o de creación social. El humano, un ser con
dos naturalezas o con una compleja naturaleza doble tenía que
estar guiado por dos normatividades que se concilian en un
normatividad compleja en la cual el derecho natural está por
encima y pone límites al derecho positivo.
Pero el iusmoralismo antipositivista de hoy no es solo o no
es todo iusnaturalismo. Ese iusmoralismo tiene que presuponer,
sin embargo, algún tipo de objetividad de las normas morales, si
es que éstas pueden y deben acotar los caracteres o contenidos
posibles de las normas jurídicas, de las normas que resultan
156
de las convenciones sociales. Dicho de otra manera, para que
el antipositivismo pueda objetar seriamente, desde la moral,
la tesis positivista del carácter convencional de todo derecho,
debe dar por sentada una moral de carácter no convencional,
que no sea también un producto contingente de las respectivas
sociedades. Porque si la moral también es convencional, al igual
que el derecho, se pierde irremisiblemente la base para sostener
que hay una parte del derecho que es moral y, por tanto, no
convencional. Si esas normas morales no convencionales y, por
tanto, distintas de la moral social positiva viven en la mente o
la voluntad de Dios, retornamos al iusnaturalismo teológico. Si
están insertas en la naturaleza humana o en un orden natural y
necesario del mundo, en la naturaleza de las cosas, no hemos
salido del iusnaturalismo racionalista. Si están en otra parte,
¿dónde están, cómo son y cómo cabe conocerlas? ¿Y cómo es
posible que unos lleguen a su preciso conocimiento y a otros no
se les alcance?
El iusmoralismo sólo dejará de ser o parecer una doctrina con
endeble fundamento si va de la mano de un bien desarrollado
y adecuadamente explicitado objetivismo y cognitivismo ético.
No será misión imposible, pero es misión necesaria si sus
invocaciones de la moral como límite al derecho y a su carácter
convencional tienen que parecer algo más que interesado
argumento para hacer pasar las preferencias morales subjetivas
del iusmoralista por tesis objetivas sobre el bien y la justicia.
3. a qué no compromete el positivismo
Recapitulemos. Lo que el positivismo viene a proponer es
algo extremadamente sencillo. Por una parte, nos plantea que
por qué vamos a dejar de llamar derecho lo que aquí y ahora, en
la sociedad que sea, se entiende como derecho, se aplica como
157
: ,
derecho y se denomina derecho; que por qué vamos a prescindir
del concepto delimitado de derecho, una vez que se ha llegado, en
los hechos sociales, a esa delimitación. Y, en segundo lugar, que
si se sostiene que hay derecho “fuera de aquí”, independiente de
las convenciones sociales en las que se asienta la convivencia de
unos u otros grupos, habrá que fundamentar muy convincente y
detalladamente dónde está ese derecho que no es de aquí, sino de
todas partes, y que no es de este tiempo nuestro, sino de cualquier
tiempo. Porque afirmar que existe puesto que yo creo en él no
parece que pueda ser razón suficiente para imponerlo como
derecho de todos o como límite de los contenidos posibles de
nuestras convenciones, acuerdos y procedimientos de decisión.
Con nada más nos compromete el iuspositivismo. No
compromete: (i) con el juicio moral positivo sobre el derecho
como tal o con los contenidos de sus normas y, por tanto, con la
preferencia por la obediencia a las normas jurídicas; (ii) con el
juicio político positivo sobre la aplicación de las normas jurídicas
o la obediencia a ellas; (iii) con el escepticismo o el relativismo
moral; (iv) con el ateísmo o la oposición a las religiones; (v) con
una determinada opción política, ni siquiera con la preferencia
por la democracia.
(i) A uno le enseñan un cuchillo y le preguntan qué es. Responde
que es un cuchillo y le replican así: ah, entonces te gusta. Le
muestran una pareja haciendo el amor y le interrogan sobre
qué hacen. Contesta que están haciendo el amor o teniendo una
relación sexual completa, según como queramos llamarlo, ante lo
que le dicen esto: ah, por tanto estás diciendo que se aman, que
se quieren con verdadero amor. Luego ponen ante él un precepto
del Código Civil y, siendo evidente que se trata del Código Civil
en vigor, el interpelado explica que se trata de una norma jurídica,
momento que aprovechan sus interlocutores para espetarle: ah,
158
caramba, por consiguiente te parece justo el contenido de ese
precepto o, al menos, no lo tienes por muy injusto.
¿Están o no están claramente emparentados los anteriores
supuestos? ¿No pasa en todos esos casos que se confunde la
identificación de un objeto, comportamiento o estado de cosas
(un cuchillo, un acto sexual, una norma que forma parte de un
sistema jurídico) y el correspondiente nombrarlo conforme
al nombre que lleva en nuestro idioma, con la calificación que
desde parámetros ajenos a ese objeto se puede hacer o que
algunos hacen?
El positivismo pide que no se caiga en esa confusión cuando
nos referimos al derecho, a normas jurídicas; que, si existen y
compartimos criterios de identificación de las normas jurídicas
socialmente reconocidos y, por tanto, vigentes y operantes, no
hagamos ese tipo de razonamiento con esta estructura: esta
norma jurídica N no es una norma jurídica en realidad, aunque
cumpla con todos los requerimientos del sistema jurídico y
del sistema de fuentes reconocido, porque tiene la propiedad
negativa P (es antieconómica, estéticamente horrible, políticamente inconveniente, pecaminosa, inmoral...). Nada más que
eso.
A usted le enseñan una adelfa y le recuerdan que es un arbusto
muy decorativo para los jardines. Usted, buen conocedor de los
secretos de la botánica, responde que la adelfa es venenosa y
que, en consecuencia, no es arbusto decorativo en modo alguno.
¿Qué le replicarían? Que el concepto de planta decorativa es
independiente de propiedades como la de ser venenosa o no; que
las propiedades que la hacen decorativa (tamaño, tipo y color
de las hojas, belleza de las flores...) son independientes de otras
que esa misma planta puede tener (ser cara, ser apta sólo para
terrenos arcillosos, requerir abundante riego, ser venenosa...).
159
: ,
Ni por ser venenosa deja la adelfa de ser decorativa ni por ser
decorativa deja de ser venenosa.
Cuestión diferente es que esa propiedad de ser venenosa
importe para usted como razón para no plantar una adelfa en su
jardín, quizá porque tiene niños que puedan morder sus hojas o
porque usted mismo es despistado y puede olvidarse del peligro
y probar un día una ensalada con sus brotes. Que usted tenga
buenas razones para no querer cerca ese arbusto decorativo no
priva al arbusto de tal propiedad, la de ser decorativo o estar
generalmente considerado como tal. Igual que si usted tiene
alergia al polen de las gramíneas no negará a éstas su condición
herbácea, sino que simplemente procurará mantenerse alejado
de ellas. Si a usted (o a muchos como usted) una norma jurídica
le parece descarnadamente injusta, así lo proclamará y hará lo
que esté en su mano para que se cambie, pero no dirá que esa
norma jurídica, por injusta, no es jurídica. ¿O sí?
Pero hay otra cosa que tampoco se sigue. Si usted ha concedido
que la adelfa, sea venenosa o no, es un árbol muy decorativo,
no se desprende que usted tenga, sí o sí, que colocar adelfas en
su jardín. Puede preferir otro tipo de plantas o arbustos cuyas
formas o colores le sean infinitamente más gratos. Es más, puede
tenerles auténtica aversión a las adelfas, porque le traen malos
recuerdos o porque había muchas en las fincas de su primera
esposa. Pero ni ello es razón para que usted le niegue el carácter
generalmente reconocido de arbusto decorativo ni el reconocerle
esa cualidad a la adelfa le compromete a que a usted le agraden o
a que tenga que plantarlas.
Con las normas jurídicas ocurre otro tanto, según el
positivismo. Tan sólidas y claras como pueden ser las razones para
identificarlas como tales, pueden ser las razones para abominar
de su contenido y hasta para desobedecerlas. Ni dejarán de ser
lo que son porque usted las estime muy injustas, ni porque usted
160
reconozca que son lo que son podrá nadie decirle que, por tanto,
usted las ha reconocido como justas y merecedoras de obediencia
en conciencia.
Las normas jurídicas producen obligaciones jurídicas.
Esto simplemente quiere decir que desde el punto de vista
del sistema jurídico sus normas obligan; obligan en derecho o
según el derecho. Por eso su incumplimiento se sanciona y su
cumplimiento puede reclamarse coactivamente. Las obligaciones
jurídicas son obligaciones a tenor del sistema jurídico. Nada más
que eso57. Las normas morales producen obligaciones morales.
Ni es pensable un derecho que diga que sus normas no importan
y que cada uno las acate nada más que si le apetece y que en caso
de desacato no será sancionado, ni un sistema moral que se base
en la idea de que las normas morales ninguna relevancia tienen y
que tanto cuenta para bien la conducta del sujeto que sea acorde
con ellas como aquella que las contradiga.
Así que hay obligaciones jurídicas porque existen los sistemas
jurídicos, con sus normas jurídicas, y hay obligaciones morales
porque existen los sistemas morales, con sus normas morales.
Una acción o conducta de un sujeto puede ser calificada desde
tantos sistemas normativos como vengan al caso y ofrezcan
reglas o pautas para tal calificación o catalogación. Yo realizo
la acción A. Esa acción mía para el sistema moral será moral o
inmoral, para el sistema jurídico será jurídica o antijurídica, para
57
De ahí que explique Gardner que el positivismo, con su la tesis de que
la validez de las normas jurídicas es independiente de su mérito, no
da ninguna indicación sobre lo que una persona debe hacer en cada
ocasión, por lo dicha tesis es “normatively inert”. “By itself it does not
point in favor of or against doing anything at all. I don´t just mean that
it provides no moral guidance. It provides no legal guidance either. It
merely states one feature that all legal guidance necessarily has, viz.
that if valid qua legal it is valid in virtue of its sources, not its merits”
(Gardner, John, “Legal Positivism”, cit., p. 155).
161
: ,
el sistema estético será bella o fea, para el sistema económico
será rentable o no rentable, para el sistema de reglas del trato
social será cortés o descortés, para el sistema médico será sana
o insana, etc.
Ninguna de esas calificaciones compromete las otras ni las
condiciona. Por el hecho de que mi acción sea fácilmente tildable
de descortés o pecaminosa no se sigue en modo alguno que
tenga que ser antijurídica. Por el hecho de que sea fácilmente
calificable como conforme a derecho no se desprende que tenga
que dejar de ser descortés, a tenor de las reglas del trato social,
o pecaminosa, según las normas de una cierta religión. Por el
hecho de que sea inmoral no ha de verse como antijurídica.
Porque sea antijurídica no ha de verse como inmoral.
Si las normas jurídicas, o algunas de ellas, dan razones
perentorias, esa perentoriedad sólo existe desde el punto de vista
propio o interno del derecho. Pero la calificación con arreglo
a un sistema normativo es independiente de la calificación
según los otros sistemas normativos. ¿Y qué sucede cuando
uno (o varios) califica positivamente (jurídico, moral, rentable,
virtuoso, cortés, sano...) y otro (o varios) califica negativamente
(antijurídico, inmoral, descortés…)? Pues, sencilla y obviamente,
que le corresponderá al sujeto de turno decidir a qué sistema le
da prioridad como guía de su conducta. La moral me dice que
mi conducta A sería inmoral, que no debo hacerla, y el derecho
me indica que me está por él permitida, que sí puedo realizarla.
Yo decido si llevo a cabo A o no y, con ello, asumo tanto las
consecuencias positivas, conforme al sistema que la califica
positivamente, como las negativas que provienen del sistema que
la califica de modo negativo. Hice A porque el derecho me lo
permitía, más ahora tengo remordimientos o el desprecio de los
que comparten mi sistema moral; o no hice A porque la moral
me lo prohibía y me he perdido la subvención que el sistema
162
jurídico regalaba a los que A hicieran. Lo que la pluralidad de
sistemas normativos que sobre nosotros concurren no permite
es estar en la procesión y repicando, ganar por todos los lados y
no tener nunca pérdidas o contratiempos.
Muchos de nosotros, la inmensa mayoría de los humanos de
hoy, al menos en nuestra cultura, estimarán que como orientación
última de la conducta ha de estar la moralidad, que somos
más humanos y más dignos cuando actuamos en conciencia y
por imperativos éticos que cuando acatamos otros mandatos
claramente o más claramente heterónomos. Un iuspositivista
también puede y suele pensar así. Kelsen lo dijo bien claro. Un
servidor, modestísimamente y sin querer compararse, opina lo
mismo.
Pero eso presupone que un individuo puede ver cualquier
norma jurídica como injusta o inmoral y, en consecuencia,
decidir desobedecerla, incumpliendo esa norma de derecho para
dar satisfacción a una norma moral. Eso no sería posible con
tal claridad si una propiedad de las normas jurídicas fuera la de
ser morales o justas o, al menos, la de no ser (muy) inmorales
o (muy) injustas. Si la justicia o moralidad es propiedad
constitutiva de toda norma jurídica, de modo que la norma
inmoral no es jurídica, la desobediencia a la norma jurídica será
simultáneamente desobediencia a la norma moral y, por tanto,
será desobediencia no sólo antijurídica, sino también inmoral.
O, como mínimo, tal incumplimiento de la norma no podrá
escudarse en razones morales fuertes, pues no podrá haber
razones morales fuertes o de gran injusticia contra esa norma
jurídica, ya que, de haberlas, no sería jurídica. La moralización
del derecho, el entremezclamiento de las calificaciones de esos
dos sistemas normativos cierra el paso, al menos en parte, a la
autonomía moral del individuo frente a las normas jurídicas. Si
la norma sólo puede ser jurídica si es moral, el comportamiento
163
: ,
del sujeto sólo será moral si es jurídico. Esto lo vio y lo explicó
claramente Hart hace décadas.
En resumidas cuentas, que resultan perfectamente congruentes
la adscripción doctrinal al positivismo jurídico y la decisión de
oponernos a o desobedecer las normas jurídicas que en conciencia
consideremos inmorales. Cierto es que en las clasificaciones del
positivismo suele aparecer el llamado por Bobbio positivismo
ideológico, que es aquella doctrina que entiende que todas las
normas jurídicas son por definición morales por el hecho de ser
jurídicas y que existe, en consecuencia, un imperativo moral a
la obediencia de todo derecho, de cualquier derecho, de toda
norma que provenga del soberano. Pero de Hobbes en adelante
pocos, muy pocos, han sido los positivistas de ese pelaje y todos
lo eran, precisamente, por revestir el derecho positivo de alguna
propiedad moral decisiva, por confundir el derecho con la moral.
También se señala a veces que en el balance de las razones
que cualquiera hace para decidir si acata o no el derecho en
general o una norma jurídica en particular siempre concurren
razones morales, lo cual sería indicio terminante de que es
moral la naturaleza última del derecho. De esa forma vuelve a
mezclarse el ser del derecho con las razones personales para su
obediencia o desobediencia. Es como si dijéramos, por ello, que
todo derecho tiene naturaleza personal, ya que son personales
aquellas razones de cada uno; o que su naturaleza es psicológica,
porque la psicología del individuo tiene influencia en su posición
personal ante las normas. Es como si afirmáramos que todo
cuchillo es un ente moral, pues cada vez que uno se plantea si
clavárselo a un vecino impertinente se sopesan razones morales
para hacerlo o no.
(ii) Tampoco el positivismo compromete con el juicio político
sobre la legitimidad de las normas de derecho o del sistema
164
jurídico en su conjunto. Un positivista puede afirmar, sin
incoherencia, que el derecho de un Estado carece de legitimidad
y hay buenas razones de justicia social o de índole política para
resistirse frente a sus mandatos o para que los jueces traten de
sabotearlos. Opinar lo contrario supondría, entre partidarios de
la legitimidad política de cariz democrático, pretender que solamente hay derecho en los Estados de Derecho democráticos.
Tendríamos que decir que el derecho de China no es derecho, o
el de Cuba, o que no hubo derecho en la España de Franco, en la
Alemania de Hitler, en la Argentina de las dictaduras militares
o en el Chile de Pinochet o en la Unión Soviética durante siete
décadas.
Se puede ser positivista a la hora de describir y nombrar el
derecho de un Estado y, a la vez, propugnar un uso alternativo del
derecho de ese Estado58. Aquellos jueces y profesores que crearon
la doctrina del uso alternativo del Derecho, en países como
Italia o España, se guiaban por motivos políticos, pero en modo
alguno necesitaban o estaba implícita en su acción una actitud
antipositivista. Proponían que los jueces sabotearan el sistema
jurídico de Estados con escasa o nula legitimidad política, a fin
de contribuir de esa manera a la transformación de esos Estados
en Estados más democráticos y sociales, pero no confundían esa
digna finalidad política con la descripción del objeto que querían
transformar, el derecho. Si por razón de ilegitimidad un derecho
no fuera derecho, habría que concluir igualmente que el Estado
ilegítimo no es Estado. Estado y Estado legítimo se convertirían
así en sinónimos y nos quedaríamos sin nombre para esa entidad
con apariencia de Estado pero que no lo sería, pese a que en el
Derecho internacional cuenta y es reconocida como tal.
58
O defender el activismo judicial. “One could equally be a legal positivist enthusiast for judges to be the main lawmakers” (Gardner, John, “Legal Positivism”, cit.,
p. 161).
165
: ,
(iii) Algunos muy notables positivistas del siglo XX han sido
relativistas en tema de ética, como Kelsen, o emotivistas, como
Alf Ross. Mantenían que en las disputas morales se carece de
cualquier patrón objetivo de verdad o corrección que pueda
zanjarlas mostrando de qué lado está objetivamente la razón,
o que quien sostiene una tesis moral sobre cualquier tema
simplemente expresa una preferencia enteramente subjetiva de
base emotiva; no intenta más, a fin de cuentas, que hacer que los
otros se sometan a esa inclinación suya. Decir X me parece justo
o X me parece injusto sería como afirmar que el pescado me
gusta o el pescado no me gusta, cuestión de gusto, estrictamente
personal y no apta para debate racional ninguno, pues de gustos
no cabe discutir con un mínimo sentido; cada uno expone los
suyos, si quiere, y no hay el gusto racional ni posibilidad de
llegar a acuerdos racionales sobre el mejor gusto gastronómico.
Pero en línea de principio el positivismo jurídico no exige
ese escepticismo ético ni va con necesidad de su mano. ¿Es
inimaginable o incongruente que alguien pueda ser objetivista y
cognitivista en temas de ética y positivista en materia de teoría del
derecho? Objetivista es quien cree que existen patrones objetivos
de verdad o corrección moral, desde los que podemos medir
nuestros juicios morales y determinar cuándo son acertados
o erróneos. Hay doctrinas éticas objetivistas de muy diverso
tipo y fundamento y el objetivismo moral sigue siendo hoy un
tipo de teoría ética muy pujante e interesante. Cognitivista es
aquel que piensa que esas pautas o verdades morales primeras y
anteriores o superponibles a nuestros juicios morales subjetivos
son cognoscibles mediante nuestra razón y con ayuda de algún
método de reflexión o razonamiento.
El objetivista y cognitivista (en adelante nos referiremos a él
diciendo nada más que objetivismo u objetivista, sin matices aquí
innecesarios) no dice que una norma moral no sea moral porque
166
sea una norma moral errónea a tenor de las pautas de corrección
objetiva correspondientes. Simplemente dirá que esa norma
moral es norma moral y es norma moral errónea o incorrecta. El
objetivista sabe distinguir perfectamente entre la propiedad de
una norma como norma moral y la propiedad adicional de una
norma moral como norma moral correcta.
Paralelamente, ese objetivista moral podrá hacer idéntico
razonamiento coherente respecto de una norma jurídica: reconocer que es norma jurídica y sostener que, desde el punto de
vista moral, su contenido es erróneo o incorrecto. No es una
característica definitoria del objetivismo la de que sus partidarios
piensen que no hay más normas morales que las moralmente
correctas ni más normas jurídicas que las moralmente correctas.
Solo con ese dato ya se capta que un objetivista en ética puede
ser positivista en teoría del derecho. Lo que equivale a que un
positivista jurídico puede ser, en ética, objetivista. No es ninguna
extraña contorsión teórica si, además, recordamos que el positivismo no compromete ni con la obligación moral o política de
obediencia ni con el propugnar ningún tipo de superioridad del
derecho en términos de razón práctica. El positivista, sabemos,
nada más que insiste en que cada cosa es lo que es.
¿Se liga el objetivismo a la superioridad de la moral sobre el
derecho? Es comprensible que cuanta mayor sea la convicción de
que los juicios morales y las normas morales no son todos igual
de relativos o enteramente subjetivos, mayor sea el ánimo para
querer colocar la moral como rectora de la vida social. No es
fácil imaginar un objetivista que, siéndolo, afirme que le resulta
indiferente y le da igual por qué pautas morales se guíe cada uno
o la colectividad. Pero eso tampoco será fácil oírselo al relativista
o escéptico en ética. Relativista o escéptico no es el que no
tiene convicciones morales propias y bien arraigadas que esté
dispuesto a defender o que honestamente desee ver plasmadas
167
: ,
en el comportamiento suyo y ajeno, sino el que no piensa que
sea posible dotar sus convicciones morales, o las ajenas, de un
fundamento objetivo, calificarlas como objetivamente verdaderas
o falsas.
Lo mismo el objetivista que el relativista o escéptico pueden
estar de acuerdo en que la sede de las normas y juicios morales
es la conciencia individual y que desde ella cada individuo
puede y suele verse impelido a proponer sus pautas morales
como parámetro de la convivencia social y del derecho. Los dos
pueden acordar que en la decisión en conciencia nos orientamos
por nuestras convicciones morales y que no es de recibo que en
esa sede, en la conciencia, las normas jurídicas suplanten a las
morales. De otra forma dicho, ninguno tiene por qué desterrar la
idea de autonomía moral individual.
¿Y en lo que se refiere a la relación entre moral y derecho cuando
el conflicto entre ellos no se suscita en la conciencia del individuo,
sino como conflicto entre normatividades externas o entre la
moral y el sistema jurídico que, por definición, es heterónomo o
externo a las conciencias particulares? El objetivista puede decir
que la norma jurídica N es por sus contenidos errónea desde los
patrones de la moral objetiva. Mas nada en su posición teórica
le fuerza a tener que añadir que por ser moralmente errónea,
la norma jurídica no es jurídica. Si acaso, tendrá más fuertes
motivos para cuestionar que tal norma jurídica deba obedecerse
o más poderosos fundamentos para luchar por su derogación o
modificación. Ese objetivista ético puede ser al tiempo positivista
jurídico sin desgarro y sin contradicción.
El iuspositivismo no es una tesis sobre el valor moral del
derecho, sino sobre los criterios para la descripción y el nombrar
del objeto derecho. Por eso tal tesis descriptiva no choca con
ninguna doctrina ética sobre obligaciones morales o sobre si
existen o no parámetros objetivos de la corrección moral.
168
(iv) No hará falta extenderse para resaltar que el iuspositivismo
no es inconciliable con la fe religiosa. No se necesita ser ateo
para poder abogar por una teoría positivista del derecho. Ni
todos los positivistas son ateos ni todos los ateos son positivistas.
Las religiones, al menos las de nuestro entorno cultural, las
monoteístas que se basan en un libro sagrado, tienen sus propios
códigos normativos y el creyente consecuente pondrá en
consonancia sus creencias morales con sus creencias religiosas,
considerando que los mandamientos de su fe son también
mandamientos en su conciencia. Chocaría dar con un creyente
sincero y mínimamente reflexivo que nos contara que para él
el adulterio es pecado, porque lo prohíbe su religión, pero que
es conducta moralmente lícita o indiferente para él mismo. Los
códigos religiosos penetran los códigos morales y toman la forma
de moralidad de base religiosa.
Los códigos religiosos invadían también la normatividad
jurídica y el iusnaturalismo teológico era salvaguarda de la
superioridad de la moral religiosa sobre el derecho y de la fusión
entre lo religioso, lo moral y lo jurídico. La época moderna
significa, en lo ético, lo político y lo jurídico, la ruptura de esa
confusión o compenetración, por consideración al pluralismo
de creencias y como intento de poner término a las guerras de
religión. Si a cada cual se le reconoce que puede tener una fe u otra,
o ninguna, y que puede cultivar una u otra moral, la conciencia
pasa a verse como autónoma y la política se autonomiza también,
como procedimiento para conseguir acuerdos entre personas
con convicciones diversas acerca del bien, de lo sagrado y de
lo profano. En un marco de diversidad religiosa y moral, los
acuerdos sobre las normas comunes nada más que caben como
conciertos cuya validez no esté coartada por la compatibilidad
de sus contenidos con tal o cual credo religioso o moral. A la
inversa, la historia nos enseña que todo intento de conciliar de
169
: ,
nuevo el derecho con la religión o con una determinada moral
rectora presupone que se acabe con o se reprima la libertad de
conciencia y el pluralismo de creencias.
Cada cual, creyente o no, objetivista ético o escéptico,
positivista jurídico o contrario al positivismo, piensa de buena
fe que la sociedad sería perfecta si todos se atuvieran a las
convicciones suyas y el derecho las reflejara. Cada uno opina
que esa sociedad y ese sistema jurídico son injustos si no se
orientan por esas reglas. Pero negar que, por ello, esa sociedad
sea una verdadera sociedad o que ese derecho constituya
derecho auténtico no parece que sea actitud exigida por la fe o
la moralidad, sino rasgo de la personalidad individual, extremo
afán de poder, propensión al autoritarismo o renuencia a asumir
la propia desobediencia como desobediencia a las normas
ajenas a uno mismo, y a aceptar las consecuencias de dicha
desobediencia a las reglas colectivas. La obediencia al derecho
no es una virtud, pero el ánimo de imponer a los otros la moral
propia como derecho de todos, sin pasar por la política y la
deliberación colectiva, tampoco parece empeño muy virtuoso.
(v) Si se viene defendiendo que el positivismo es una tesis sobre
lo que el derecho es y no sobre lo que sus normas valgan desde
el punto de vista moral, religioso, político, económico, estético,
etc., también habrá de concluirse que no hay un vínculo necesario
entre el positivismo y un determinado sistema político, igual que
no tiene ese vínculo por qué estar presente en el caso del antipositivismo. Es larga la lista de positivistas que fueron, al tiempo,
defensores y extraordinarios fundamentadores de la democracia,
y en Kelsen hay ejemplo principalísimo. Pero también los hay que
en lo político no simpatizan con la democracia. Nada existe de
inconsecuente en su actitud, al menos en el hecho de no mezclar
la descripción del derecho que es con la opinión sobre cuál es
el mejor procedimiento o la más adecuada vía para establecer
170
los contenidos del derecho. Idénticamente, han sido numerosos
los objetivistas morales, religiosos o no, que han defendido
los procedimientos democráticos con plena consecuencia. La
congruencia teórica parece, en cambio, más problemática en el
caso del iusmoralista que se quiere demócrata y que, desde una
moral objetiva, pone límites a lo que pueda contar o aplicarse
como derecho legislado por la mayoría y dentro de los márgenes
que acota el sistema jurídico, empezando por la constitución
misma.
4. las normas Jurídicas,¿aplicables,
pero derrotables?
Una parte del debate de hoy sobre el positivismo no se da a
propósito de la calificación de la norma en sí por causa de la
inmoralidad de su contenido general, sino que versa sobre la
aplicabilidad de la norma que en sí pueda no verse como inmoral
o tajantemente injusta. El problema se suscita cuando esa norma
no injusta resulta en sus términos y alcance aplicable a un caso,
pero su solución para ese concreto caso se reputa de inadecuada
por injusta o contraria a la equidad. Es una de las facetas de lo
que, con expresión muy en boga, se denomina la derrotabilidad
de las normas jurídicas. Entre las razones que pueden presentarse
como justificaciones de la derrota de una norma en un caso
que bajo ella es claramente subsumible se menciona esa de la
inmoralidad o injusticia de la solución normativa para el asunto
concreto que se enjuicia.
No corresponde aquí entrar a tratar de la problemática
general de la derrotabilidad de las normas59, sino solo que nos
59
Cfr. García Amado, Juan Antonio, “Sobre la derrotabilidad de las normas
jurídicas”, en: Bonorino, Pablo R. (ed.), Teoría del Derecho y decisión
judicial, Madrid, Bubok, 2010, pp. 179ss.
171
: ,
planteemos si para el positivismo, entendido del modo que lo
hemos caracterizado, una norma jurídica puede ser derrotable.
La respuesta requiere matices, y a ellos vamos.
Bajo el prisma positivista, una norma jurídica sólo puede ser
jurídicamente derrotada por otra norma jurídica. O sea, que,
desde el punto de vista interno al sistema jurídico, bajo la óptica
del sistema mismo, cuando una norma de tal sistema prescribe
una consecuencia para un caso, en derecho únicamente estará
justificada la inaplicación de esa norma, su preterición ante otra,
cuando esa otra norma concurrente forme parte también del
mismo sistema jurídico o a ella el sistema jurídico remita para un
caso como ese. ¿Cómo se calificaría, entonces, ese hecho de que
una norma jurídica es derrotada por una norma ajena al sistema
jurídico, como pueda ser una norma moral a la que el tal sistema
no remite para esos casos? El positivismo dirá que lo sucedido
es que el derecho se ha incumplido, que la solución dada no es
jurídica o no tiene fundamento jurídico (al margen de que esa
solución se torne jurídica, ya no en sus fundamentos, sino en
sus efectos, cuando deviene cosa juzgada). Sencillamente, un
sistema diferente, el moral cuando de él se trate, ha prevalecido
como base de la solución de ese litigio.
¿Eso será bueno o malo, según el positivista? Será antijurídico,
por disconforme con lo prescrito por el derecho. Pero sabemos
ya que para el positivismo la calificación jurídica es autónoma
frente a e independiente de otras calificaciones basadas en otros
sistemas normativos. El positivista puede sin problema admitir
que esa solución antijurídica es moralmente encomiable, económicamente conveniente, políticamente necesaria, etc. Y puede
estar de acuerdo con tal derrota del derecho en dicha ocasión.
Lo que él no hace es llamar obediencia al derecho o aplicación
del derecho a lo que es incumplimiento del mismo, por muy
buenas que sean las razones para ello y por mucho que, vistas
172
todas las cosas y consideradas todas las razones, no solamente
las jurídicas, eso fuera lo mejor que se podía hacer en tal oportunidad. El iuspositivista no confunde el hecho de que una norma
sea derrotada con la afirmación de que haya de ser derecho
cualquier regla que la derrote.
Por el contrario, el iusmoralista llama derecho a cualquier
norma no jurídica que derrote a una norma jurídica; o, al menos,
a cualquier norma moral que venza a una norma jurídica. Es
el iusmoralista, no el positivista, el que da por sentado que el
derecho sólo puede perder ante el derecho y que las razones que
justifiquen la derrota de una norma de derecho tendrán que ser
razones jurídicas. Cuando en la consideración general de las
razones para decidir con arreglo a la norma jurídica que viene al
caso o en su contra, con incumplimiento de la misma, predominan
las razones contra la norma jurídica y es de hecho vencida por
tales razones, el iusmoralista pone el sello de juridicidad a esas
razones o a la regla que en ellas dominó. En resumen, que si una
norma moral gana a una jurídica, esa norma moral es norma
jurídica, es parte del sistema jurídico. De hecho, así, el derecho
no pierde nunca y solo unas normas jurídicas podrán derrotar a
otras. ¿No era esta última la misma tesis del positivismo cuando
adoptaba el punto de vista interno del derecho? Sí y no.
Discrepan unos y otros en el sistema de fuentes que aplican
o en la configuración del sistema jurídico de la que parten. Para
el positivismo el conjunto de las normas que integran el sistema
jurídico es un conjunto finito y delimitado por los criterios de
pertenencia que dispone el propio sistema. Cuando, para bien
o para mal –ese ya no es el punto de vista del sistema jurídico-,
una de esas normas del sistema es derrotada por una norma
externa o ajena a él, nos encontramos, para el positivismo, ante
el hecho de que no se ha decidido con arreglo a derecho. Cómo
califiquemos desde otros sistemas normativos ese hecho, que
173
: ,
bajo el prisma del derecho es antijurídico, es cuestión que no
cambia el contenido de la calificación interna al derecho, que no
modifica la antijuridicidad de la solución recaída. Y también es
asunto de ello independiente el tipo de jerarquía que cualquiera,
positivista o no, trace entre los diversos sistemas normativos
como guías de las decisiones de los sujetos, incluidas las
decisiones de los jueces. Un positivista puede afirmar que la
decisión de marras es antijurídica, pero profundamente justa
y que él mismo la habría tomado así. Solo que no dirá que al
tomarla así esté obedeciendo al derecho, sino atendiendo a
otras reglas que considera más importantes que las jurídicas en
la tesitura de que se trate.
El iusmoralista, en cambio, sostiene que del sistema jurídico
forman parte no sólo aquellas normas que en él estén en función
de los criterios de pertenencia puestos por el propio sistema,
por su sistema de fuentes, sino que también son derecho y se
integran en al sistema jurídico todas las normas ante las que
nos (les) parezca bien que pierda una norma jurídica en algún
caso, especialmente si son normas morales. De esa manera, el
conjunto de las normas que conforman un sistema jurídico ya
no es un conjunto finito, acotado: son normas de un sistema
jurídico todas las que en él se insertan a tenor de sus criterios
de pertenencia más todas (o todas las morales) que en alguna
ocasión pueden justificar su derrota. El derecho es el conjunto de
las normas positivas (llamémoslas así para abreviar) más todas
aquellas otras normas (al menos las morales) que puedan alguna
vez excepcionarlas. Así pues, el juez que decide un caso contra
el derecho (positivo) y conforme a la moral, sigue fallando de
conformidad con el derecho. ¿Siempre? O siempre que esa moral
que lo orienta sea la moral adecuada o la moral verdadera. Con
lo que volvemos a los problemas del objetivismo moral y sus
fundamentos, que no repetiremos.
174
bibliografía
Alexy, Robert, El concepto y la validez del derecho, Barcelona,
Gedisa, 1997.
Bobbio, Norberto, El positivismo jurídico, Madrid, Debate,
1993.
García Amado, Juan Antonio, “Sobre la derrotabilidad de
las normas jurídicas”, en: Bonorino, Pablo R. (ed.), Teoría del
Derecho y decisión judicial, Madrid, Bubok, 2010 (disponible
gratuitamente en: http://www.bubok.es/libros/175862/Teoriadel-Derecho-y-decision-judicial).
Gardner, John, “Legal Positivism”, en Kavanagh, Aileen,
Oberdiek, John (eds.), Arguing About Law, Londres y Nueva
York, Routledge, 2009.
Raz, Joseph, “Legal Positivism and the Sources of Law”, en
Kavanagh, Aileeen, Oberdiek, John (eds.), Arguing About Law,
Londres y Nueva York, Routledge, 2009.
Schmill, Ulises, “El positivismo jurídico”, en Garzón Valdéz,
Ernesto, Laporta, Francisco J. (eds.), El derecho y la justicia,
Madrid, Trotta, 1996.
Somek, Alexander, “The Spirit of Legal Positivism”, German
Law Journal, vol. 12, nº 2, 2011.
175
Este libro se terminó de imprimir en los talleres de
Panamericana Formas e Impresos S.A. Bogotá, Colombia.
En el mes de julio de 2017
Para su elaboración se utilizó en páginas interiores papel bond
de 70 grs y la carátula y contracarátula en pasta dura.
Las fuentes tipográficas empleadas son Warnock pro en 11 puntos
en texto corrido y 13 puntos en títulos.
Cuando justificamos los impuestos podemos dar dos tipos de
razones a su favor:
(i) Razones de justicia distributiva. Al hablar de justicia distributiva aludimos al reparto de bienes, beneficios o cargas entre los
integrantes de la sociedad de referencia y presuponemos una
pauta o regla de reparto que, correcta e íntegramente aplicada,
daría idealmente lugar a una distribución plenamente justa.
Sociedad justa sería, pues, aquella en la que rigiera dicha pauta
de distribución; y, para cada teoría de la justicia distributiva una
sociedad será tanto más justa cuanta mayor sea la proporción en
que esa pauta de justa distribución sea efectivamente aplicada.
Por poner un ejemplo, si la pauta de justa distribución es la plena
igualdad material entre los ciudadanos, una sociedad será tanto
más justa, cuantas menores sean las desigualdades materiales
entre los ciudadanos; o, con un ejemplo más, gráfico y absurdo,
si el criterio fuera el de que cada cual recibiera en el reparto en
proporción a su estatura, sería mayor la justicia cuantas menos
fueran en la práctica las desviaciones de esa correspondencia.
(ii) Razones de costes de servicios públicos y prestaciones
públicas. Puesto que el Estado tiene unos gastos derivados de los
muy diversos servicios que presta y funciones que desempeña,
debe procurarse unos ingresos, que en gran parte provienen de los
impuestos, como es obvio. Y a la hora de establecer impuestos, hay
que fijar un criterio: a quién, en razón de qué y en qué proporción
se cobran.
ISBN 978-958-8981-56-7
Directores: Carlos Arturo Hernández • Santiago Ortega Gomero