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García Amado, Filosofía política para juristas. Doctrinas, debates y cuestiones prácticas

2017, García Amado, Filosofía Política para jusistas, Bogotá, Universidad Libre, 2017, 178 páginas, ISBN impreso 978-958- 8981-56-7, ISBN digital 978-958- 8981-57-4

   : ,     J A G A 59 59 Tendencias contemporáneas del derecho Directores: Carlos Arturo Hernández • Santiago Ortega Gomero    : ,     A J A G A    : ,     C Tendencias contemporáneas del derecho 59 Directores Carlos Arturo Hernández Santiago Ortega Gomero    : ,     Juan Antonio García Amado 2017 García Amado, Juan Antonio Filosof ía política para juristas: doctrinas, debates y cuestiones prácticas /Juan Antonio García Amado; Carlos Arturo Hernández Díaz, Santiago Ortega Gomero directores. -- Bogotá: Universidad Libre, 2017. 175 p.; 22 cm. -- (Colección Tendencias Contemporáneas del Derecho) Incluye referencias bibliográficas ISBN 978-958-8981-56-7 1. Filosof ía del derecho 2. Justicia distributiva 3. Positivismo jurídico 4. Filosof ía política I. Hernández Díaz, Carlos Arturo, dir. II. Ortega Gomero, Santiago, dir. 340.1 SCDD 21 Catalogación en la Fuente – Universidad Libre. Biblioteca ISBN impreso 978-958- 8981-56-7 ISBN digital 978-958- 8981-57-4 Filosofía política para juristas: doctrinas, debates y cuestiones prácticas © Juan Antonio García Amado © Universidad Libre Colección: Tendencias Contemporáneas del Derecho Directores: Carlos Arturo Hernández y Santiago Ortega Gomero Bogotá D.C. - Colombia Primera Edición - julio de 2017 Queda hecho el depósito que ordena la ley. Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Editorial: Universidad Libre Coordinación editorial: Luz Bibiana Piragauta Correa Correo-e: [email protected] Calle 8 No. 5-80, Tel: 3821000, Bogotá D.C. Diseño y diagramación: Héctor Suárez Castro Imagen portada: http://www.etereaestudios.com Impreso por Panamericana, Formas e Impresos S.A. Quien actúa solamente como impresor Calle 65 No. 95-28. Tel.: 430 03 55 - 430 21 10 Tiraje de 1000 ejemplares Impreso en Colombia Printed in Colombia comité científico Bruno Celano Doctor en Filosof ía Analítica y Teoría General del Derecho Universitá degli. Studi di Milano, Italia Alejandro Robledo Rodríguez Doctorando en Filosof ía Instituto de Humanidades Universidad Diego Portales, Chile Maximiliano Alberto Aramburo Calle Doctorado Universidad de Alicante Jorge Luis Fabra Zamora M.A. Student, Mcmaster University Xavier Díez de Urdanivia Doctor en Derecho Universidad Complutense, Madrid Silvina Pezzetta Doctoranda del Doctorado de la Facultad de Derecho De la Universidad Nacional de Rosario Mario Jori Universitá degli Studi di Milano Enrico Diciotti Universitá degli Studi di Siena -Mario Jori, Italia Francesco Viola Catedrático de Filosof ía del Derecho Universidad de Palermo Italia -Marc Van Hoecke 5 Par Evaluador Rafael Santa Cruz Lima Universidad del Estado de México Jorge Fabián Villalba Universidad Católica de Córdoba Argentina Néstor Orlando Varón Universidad Libre directivas universidad libre Presidente Nacional: Jorge Alarcón Niño Vicepresidente Nacional: Jorge Gaviria Liévano Rector Nacional: Fernando Enrique Dejanón Rodríguez Secretario General: Floro Hermes Gómez Pineda Censor Nacional: Ricardo Zopó Méndezo Director Nacional de Planeación: Omeiro Castro Ramírez Directora Nacional de Investigaciones (e): Elizabeth Villarreal Correcha Presidente Seccional: Julio Roberto Galindo Hoyos Rector Seccional: Jesús Hernando Álvarez Mora Decano Facultad de Derecho: Carlos Arturo Hernández Díaz Secretario Académico: Nelo Armando Cañon Suarez Director Centro de Investigaciones: John Fitzgerald Martínez Vargas 6 contenido Introducción Impuestos, igualdad y estado social 9 1. Justicia distributiva y política fiscal 11 2. ¿Deben los impuestos servir para que los ricos sean menos ricos? 13 3. ¿Sólo son justos y sociales los impuestos progresivos? 19 4. ¿Obliga el estado social a una política fiscal determinada? 24 Capítulo I. Justicia distributiva y Estado social. ¿Debe ser el Estado social un Estado igualitario? 33 1. Presupuestos y exigencias del Estado social 35 2. El Estado social no exige la igualdad económica y la igualdad económica no implica el carácter social del Estado 38 3. Justicia distributiva e igualdad 39 4. Sobre el significado de los derechos sociales y el Estado social 55 5. Qué teoría de la justicia distributiva presupone el Estado social o con cuáles es compatible 59 6. Sobre exigibilidad y garantía de los derechos sociales 7 81    : ,     Capítulo II. ¿Qué queda de lo público? 95 1. La gran pregunta: ¿cuándo se echó a perder la izquierda? 97 2. Recapitulación sobre el sentido posible del Estado y de lo público 107 3. Bien, pero insistamos: cuándo y cómo se echó a perder así la izquierda 112 4. La síntesis de los engaños 124 Capítulo III. Positivismo jurídico 129 1. A cada cosa por lo que es y con su nombre 131 2. Las dos notas con que el positivismo caracteriza el derecho 144 3. A qué no compromete el positivismo 157 4. Las normas jurídicas,¿aplicables, pero derrotables? 171 Bibliograf ía 175 8 introducciÓn ,     9 1. Justicia distributiva y política fiscal Cuando justificamos los impuestos podemos dar dos tipos de razones a su favor: (i) Razones de justicia distributiva. Al hablar de justicia distributiva aludimos al reparto de bienes, beneficios o cargas entre los integrantes de la sociedad de referencia y presuponemos una pauta o regla de reparto que, correcta e íntegramente aplicada, daría idealmente lugar a una distribución plenamente justa. Sociedad justa sería, pues, aquella en la que rigiera dicha pauta de distribución; y, para cada teoría de la justicia distributiva una sociedad será tanto más justa cuanta mayor sea la proporción en que esa pauta de justa distribución sea efectivamente aplicada. Por poner un ejemplo, si la pauta de justa distribución es la plena igualdad material entre los ciudadanos, una sociedad será tanto más justa, cuantas menores sean las desigualdades materiales entre los ciudadanos; o, con un ejemplo más, gráfico y absurdo, si el criterio fuera el de que cada cual recibiera en el reparto en proporción a su estatura, sería mayor la justicia cuantas menos fueran en la práctica las desviaciones de esa correspondencia. En relación con la justicia distributiva, los impuestos suelen mencionarse como herramientas para hacer valer un patrón igualitario de distribución. En ese sentido, el lema de que pague más el que más tenga quiere decir que ese pago mayor del más rico sirve para acortar la diferencia de riqueza con el más pobre 11    : ,     y, según tal punto de vista, de esa manera se coadyuva a que la sociedad sea más justa por ser más igualitaria. (ii) Razones de costes de servicios públicos y prestaciones públicas. Puesto que el Estado tiene unos gastos derivados de los muy diversos servicios que presta y funciones que desempeña, debe procurarse unos ingresos, que en gran parte provienen de los impuestos, como es obvio. Y a la hora de establecer impuestos, hay que fijar un criterio: a quién, en razón de qué y en qué proporción se cobran. Si se trata de recaudar para gastar y se considera, además, que de traerle a alguien de lo que es suyo constituye un mal para ese sujeto pasivo del impuesto, la justificación aquí se relacionará muy estrechamente con la eficiencia: el mejor impuesto es aquel que tiene un mejor efecto recaudatorio global y, al tiempo, “daña” lo menos posible. A esto es a lo que se puede llamar eficiencia impositiva. Determinadas prestaciones estatales pueden reducir, amortiguar, los efectos de la desigualdad, muy en particular las que satisfagan derechos sociales. Pero, aquí, ese efecto indirecto no es el fin que justifica el impuesto, aunque sea complementario de esa justificación, si se quiere. Las tesis que pretendo defender primeramente son las siguientes. Una, que se puede respaldar un modelo de Estado fuertemente social sin necesidad de abogar por que los impuestos sirvan a la reducción de la desigualdad económica como tal. La otra, que el modelo que llamaré igualitarista tiende, en cuanto construcción teórica, a colapsar. Sobre esto último se puede afirmar, muy resumidamente, que si la de reducir la desigualdad fuera la justificación única o principal de los impuestos, habría dos consecuencias teóricas importantes: 12     • Primera. Que, alcanzada hipotéticamente la plena igualdad social, ya no habría justificación para que siguieran existiendo impuestos. • Segunda. Que, en un contexto de desigualdad todavía no eliminada, entre dos estados uno de los cuales tuviera mayor desigualdad, pero con más alta realización de los derechos sociales, y otro que tuviera menos desigualdad, pero con menores derechos sociales, este segundo sería preferible. En otras palabras, y respecto de este último aspecto: que si un sistema impositivo logra reducir la desigualdad a base de restar bienes a los más ricos, se justifica tal sistema, aunque no se consiga mejorar la situación en sí de los más pobres. Justicia distributiva contra eficiencia, esas podrían ser las etiquetas para las alternativas en juego. Con importantes consecuencias adicionales, como la de que si lo que importa es más la eficiencia que la justicia distributiva, cabe cuestionar ciertos dogmas de la filosof ía “progresista” de los impuestos, como el de que son preferibles, por más justos, los impuestos directos que los indirectos, o el de que la justicia exige que sean progresivos los impuestos directos como, paradigmáticamente, el impuesto sobre la renta. 2. ¿deben los impuestos servir para que los ricos sean menos ricos? Tomemos tres personajes y llamémoslos Esquilo, Sófocles y Eurípides. Luego traeremos un cuarto y le daremos el nombre de Terencio. Esquilo es fontanero. La suya fue una vida dura hasta que, a base de trabajo y trabajo y debido a su enorme habilidad e inteligencia a la hora de cumplir con su oficio, se fue abriendo camino y ganando cada vez más. Es de los pocos en el país que 13    : ,     son capaces de manejar ciertas instalaciones de fontanería muy complejas y en las que se emplean materiales especiales. Ahora tiene cincuenta años y varias empresas importantes del ramo de la construcción se lo disputan a golpe de talonario. A día de hoy está contratado por una de las mayores y gana ciento veinte mil euros al año. Sófocles es un afamado novelista de mucho éxito. Cuarenta y cinco años. Cotiza como autónomo y como tal paga sus impuestos. En verdad, es un muy sacrificado peón de la pluma, pues no dedica a la escritura menos de ocho horas diarias, de lunes a sábado. Poco a poco, el éxito de público y crítica fue llegando y el último año ha ingresado ciento veinte mil euros, especialmente por derechos de autor, aunque también percibe algo por algunas conferencias que ha impartido. Eurípides es un albañil sin especial cualificación profesional. Se desempeña como peón. Cuarenta y dos años. No es muy habilidoso, aunque sí esforzado, razón por la cual es apreciado en las empresas del ramo y hasta hoy no le ha faltado tajo. En el último año sus ingresos totales fueron de doce mil euros, a razón de mil al mes. En impuestos directos Eurípides no paga nada, dado lo bajo de sus rentas. Pongamos que Esquilo y Sófocles tributan en su impuesto sobre la renta lo mismo, veinticuatro mil euros cada uno, equivalentes al veinte por ciento de los ingresos de cada cual. Sé de sobra que estoy jugando con tipos impositivos irrealmente bajos, pero acépteseme así para mayor claridad. Si nos preguntamos por qué pagan tanto, responderemos que porque ganan mucho. Y que Eurípides no paga nada porque su sueldo es realmente bajo. Las cuestiones pertinentes, aunque no muy habituales, son dos. Primera, por qué deben pagar más los que ganen más, aun cuando sea completamente lícito y honesto su 14     modo de ganar y, más todavía, resulte proporcional a su esfuerzo, inteligencia y capacidad. Segunda, por qué quienes perciben servicios sociales con cargo al erario público los perciben en todo caso con total prescindencia de su disposición y esfuerzo. Respecto de la pregunta primera, creo que suele haber un prejuicio subyacente, el de que quien mucho gana algo indebido ha hecho o hace. Se asume más o menos conscientemente que nadie puede hacerse rico con el fruto nada más que de su honrado esfuerzo y sin aprovecharse reprochablemente de alguien. En cuanto a la segunda cuestión, el prejuicio acostumbra a ser el inverso, el de que toda persona gravemente pobre está en esa situación o bien de resultas de las malas artes del prójimo y la injusticia social, o bien como consecuencia de su pésima suerte, pero siempre y en todo caso sin rastro de culpa del propio sujeto. Creo que, al menos en el terreno de la ciencia social y la filosof ía política y jurídica, deberíamos superar esos dos prejuicios y admitir que hay también ricos inocentes y pobres culpables, y que a lo mejor no estaría de más discriminar entre tipos y orígenes de la riqueza, cuando de gravarla o darle tratamiento jurídico se trata; y entre clases de pobreza, a la hora de brindar ciertos servicios a quien no puede pagarlos. Y en esto último convendrá también diferenciar entre clases de servicios públicos y prestaciones, pues, por ejemplo, se puede defender que deba ser universal e incondicionadamente gratuita la sanidad pública básica, pero que los perceptores de ayudas sociales en metálico deban hacer algo para merecerlas o “ganárselas”. Pero la pregunta que pretendo poner sobre la mesa es esta: ¿por qué han de pagar tanto Esquilo y Sófocles, si cuanto ganan a nadie se lo quitan ilegítimamente y es resultado de su esfuerzo y habilidad? Insisto en ese dato, no hablamos de personas de las que alguien pueda decir que se aprovechan del trabajo ajeno o de la plusvalía generada por la labor de otros ni nada de ese 15    : ,     estilo. ¿Realmente es más justo un Estado en el que pagan más impuestos los que ingresan mayores rentas, y más si esa obligación tributaria es radicalmente independiente del tipo de actividad por la que las rentas se ingresan? Y si en lugar de ponernos en clave de justicia distributiva, nos ubicamos en el campo del utilitarismo o el puro eficientismo social, tendremos que inquirir si es socialmente conveniente, en término de riqueza y bienestar colectivos, un sistema fiscal que desincentiva fuertemente el aumento de rendimiento de los más laboriosos y capaces. Llevo toda la vida creyendo algo que me contaron cuando era estudiante, la teoría de que es más justo, se mire como se mire, un sistema fiscal basado en impuestos directos y de carácter progresivo. Empiezo a tener dudas. ¿No deberíamos manejar, como hipótesis, la mayor justicia y eficiencia de, por ejemplo, la combinación de un tipo impositivo único, bajo y de aplicación casi universal, algo así como el 5%, y una carga mayor sobre los impuestos al consumo, tipo IVA, ahí sí con una clara discriminación entre clases de productos y tipos aplicables? O sea, que si Esquilo y Sófocles quieren comprarse, ya que pueden, el Mercedes más caro del mercado, que paguen un IVA bien alto, pero que ninguno de los tres personajes pague nada, por ejemplo, como IVA del pan o la leche. O que abone un impuesto específico el que elija mandar a sus hijos a un colegio privado (en lugar de que los subvencionemos entre todos) o a una universidad privada. Pongamos que uno es o se siente progresista y comprometido con el Estado social de Derecho, como es mi caso. ¿Por qué no debemos considerar derechista, neoliberal, antiprogresista y, sobre todo, socialmente injusta una propuesta como la anterior? ¿Por qué hemos acabado tomando como sinónimo de justicia social de la buena la cantaleta esa de que tiene que pagar más –en impuestos directos, repito– el que más tenga y al margen de que 16     lo tenga de bóbilis y porque lo heredó y nada más que administra sus inversiones, o de que lo consiga trabajando de sol a sol y sacrificándose para dar mejores posibilidades vitales a los suyos? Porque lo chirriante del caso es que cuando llega un partido que dice que por fin va a ser verdad que pagarán más los que más tengan, el pato lo van a financiar Esquilo y Sófocles (y otros como ellos que ganan la mitad o una tercera parte que ellos), no los rentistas que no aplicaron nunca el sudor de su frente. ¿Es eso lo que demandan la justicia distributiva y el progreso? Pensemos, repito, por qué parece a menudo que es muy justo que Esquilo y Sófocles hayan de tributar tanto, y en mayor proporción cuanto más ganen, con independencia completa de que deban sus ingresos únicamente a su inteligencia y su mérito grande, todo ello honestísimamente aplicado y, sobre todo, por el mero hecho de ganar ese dinero así y antes de cualquier decisión suya sobre consumo o inversión. La contestación al uso será que han de pagar todo eso ellos porque alguien ha de asumir las cargas financieras del Estado y ellos son de los que mejor pueden. ¿Y a cuento de qué el poder se transforma, así, en deber? ¿Por qué debe ser mayor la proporción de ingresos socializados o “expropiados” del que más trabaja y más gana honestamente? Ahora metamos en liza a Terencio. Terencio es un sujeto bastante perezoso, que nunca quiso ni estudiar ni trabajar mayormente y que se da a la vida reposada con fruición digna de mejor causa. No es un incapaz propiamente, no es alguien con algún tipo de tara intelectual o limitación f ísica, es un vago puro y simple. Haberlos haylos, aunque puede que no sea políticamente correcto señalarlos. Terencio no tiene rentas de trabajo ni de actividad productiva de ningún tipo, pero percibe una pensión por pobre, quinientos euros mensuales. No seré yo quien mantenga que a Terencio deba el Estado social que tenemos y que defiendo dejarlo morir de hambre. 17    : ,     Para nada. Pero apretarle las clavijas un poquito, sí. Que haga algo. Lo que sea, que tenga alguna obligación que vuelva un poco onerosa su vida descansada; vida descansada de pobre, pero descansada. Pues, insisto en lo peculiar de Terencio: no es pobre por desgracias del destino, sino por su nulo deseo de dar palo al agua o esmerarse para mejorar su suerte con algo parecido al trabajo. ¿Qué tal algún tipo de servicio social a cambio de los quinientos eurillos? ¿Y si le pedimos que a cambio de la renta estudie alguna cosa que le enseñamos gratis? Pensemos en las curiosas simetrías; o asimetrías, según se mire. Primera. La diferencia entre lo que percibe Terencio por no dar golpe a posta y lo que gana Eurípides por trabajar en jornada laboral completa de lunes a viernes no es ni muchísimo menos proporcional al esfuerzo de cada uno, que en el caso de Terencio es cero y en el del peón de albañil Eurípides es muy alto. Si quiere el amable lector verlo más claro, que imagine que Eurípides no recibe el salario que hemos dicho antes, doce mil euros, sino el salario mínimo interprofesional vigente en España ahora mismo, lo que vendría a hacer unos ocho mil euros anuales (frente a los seis mil de Terencio, en nuestro ejemplo). Segunda. Para financiar lo que percibe Terencio sin hacer nada (ni querer hacerlo) contribuyen en mayor medida los que más hacen porque quieren, como era el caso de Esquilo y Sófocles en nuestros ejemplos. ¿Estoy insinuando que no debe haber ayudas sociales, rentas para personas sin ingresos o algo por el estilo? En modo alguno, ni de lejos. Debe haberlas para el que, por dificultades o situaciones que no le sean imputables y que no pueda remediar por sí, no pueda por sí lograr ingresos. Pero para los otros, no. ¿O hemos los progresistas olvidado que antes del “a cada cual según sus necesidades” iba el “de cada cual según sus capacidades” (Karl Marx, Crítica del Programa de Gotha)? 18     3. ¿sÓlo son Justos y sociales los impuestos progresivos? Analicemos otro caso hipotético que voy a plantear enseguida. No perdamos de vista que estamos examinando si hay alguna regla racional de justicia distributiva o de justicia fiscal que justifique el principio de capacidad contributiva, entendido como fundamento de los tipos progresivos en los impuestos directos, como fundamento de que cada uno pague en proporción creciente a su nivel de riqueza. Pongamos que una persona, A, tiene 100, otra, B, tiene 500 y la tercera, C, tiene 1000. Aceptado que no hay ahí razón para que ninguno de estos tres esté exento de tributar, las alternativas más claras para asignar a cada uno la correspondiente obligación son tres: (i) Que cada cual aporte una misma cantidad fija; por ejemplo, 10. El coste relativo de aportar 10 cada uno será diferente para A, B y C, pues para A es el 10% de lo que tiene, para B es 2% y para C representa el 1%. (ii) Que cada cual pague un mismo porcentaje sobre su riqueza; por ejemplo, 10%. Entonces, A deberá abonar 10, B pagará 50 y C aportará 100. En este caso cada uno paga en proporción a lo que tiene y, por tanto, se paga más cuanto más se tenga, pero no hay progresividad del impuesto. (iii) Que exista un tipo progresivo, de manera que, por ejemplo, A paga un 10%, B tributa un 15% y C, 20%. Lo cual implica que la aportación de A es de 10, la de B es de 75 y la de C es de 200. Aquí no solo se paga más a medida que se tiene más, sino que se paga en proporción mayor respecto de lo que se tiene. Lo que andamos preguntándonos es cuál es la razón, si la hay, que hace más justo (iii) que (ii) y que (i), como se suele creer 19    : ,     y decir hoy en día casi sin cuestionamiento; o, al menos, sin cuestionamiento entre los que nos consideramos progresistas. Ahora vamos con otro caso que deseo presentar. Como es un supuesto puramente hipotético, una hipótesis de escuela, pido que se trabaje teniendo siempre en cuenta las condiciones que paso a estipular. a) En la sociedad o estado de referencia, se valora muy positivamente algo a lo que vamos a llamar X, pues X es muy importante para la vida de las personas y del grupo entero. Puede entender el lector que con X hacemos referencia a cierto tipo de cosas, como medicinas o vacunas, o que se trata de una actividad importante así descrita en abstracto, como pueda ser el trabajo, o que se alude a un conjunto heterogéneo de cosas que proporcionan genuino bienestar y que tienen un valor común. b) X se puede medir en unidades o por algún tipo de pauta. Así, podemos decir que Fulano hizo el pasado mes dos X y que Mengano hizo cinco X. c) Hacer X es costoso, en cuanto que requiere trabajo y esfuerzo, y también previa formación o adiestramiento. A esto se une que, por razón del tipo de habilidades naturales o talentos de cada cual, unas personas tienen más facilidad que otras para producir X. d) X se puede valorar en dinero y los X se pagan en dinero o mediante bienes traducibles a dinero. Da igual aquí que sea el mercado el que establezca el valor de los X en cada momento o que haya algún tipo de precio puesto por el Estado. e) En el tiempo T que consideramos en nuestro caso, el valor de cada X está en 100 unidades monetarias, pongamos que 100 euros. 20     f ) De entre todos los que en ese estado hacen X, vamos a tomar como representativos a los tres siguientes: J, K y L. Su producción anual de X es la siguiente, con la consiguiente remuneración: - J hace 100 X. 10.000 euros. - K hace 500 X. 50.000 euros. - L hace 1.000 X. 100.000 euros. g) Rige un impuesto sobre la renta de carácter progresivo y con los siguientes tipos: - A partir de 5.000 euros y hasta 40.000: 5%. Así que J paga 500. Le restan, pues, 9.500. - Entre 40.001 y 90.000 euros: 10%. Por consiguiente, K paga 5.000. Le quedan 45.000. - Entre 90.001 y 125.000 euros: 15%. A L le toca pagar, así, 15.000. Se queda con 85.000. Ahora vamos a dar unas vueltas a todo esto. Para empezar, fijémonos en que, tal como está construido el caso, no sólo no hay nada de ilícito en lo que J, K o L perciben, sino que, además, a la sociedad le conviene lo que hacen, para la sociedad resulta beneficioso que se produzcan las más unidades de X que sea posible. En esto X se puede asimilar, en abstracto, al trabajo. Toda sociedad será más próspera y se beneficiará más cuanto más sea el trabajo de sus miembros. Adicionalmente, veamos que, si reducimos X a productos del trabajo de los sujetos, resulta que lo que el estado por vía fiscal está quitando a cada uno es parte del producto o valor de su trabajo, y eso nos acerca, curiosamente, a la idea marxista de plusvalía. La diferencia entre lo que vale el trabajo de cada uno (que es, aquí, lo que cada uno percibe por los X que produce con su trabajo) y lo que a cada uno le queda después de pagar ese impuesto directo sería algo 21    : ,     bien similar a la plusvalía según Marx, que, como se sabe, es la diferencia entre lo que vale el trabajo (para el empresario) y lo que, como remuneración, el trabajador percibe por su trabajo. Pero dejemos este perverso detalle de lado. La cuestión bien interesante es por qué nos parece justo, de mano o a primera vista, que J, K y L paguen lo que pagan. La contestación que primero se le vendrá a la cabeza a casi todo el mundo será la siguiente: porque hay que mirar lo que, según lo que ha ganado y lo que debe pagar, a cada uno le queda para vivir y ejercer su autonomía personal. Vimos que a J le quedan 9.500, a K 45.000 y a L 85.000. Pero, tal como he presentado el ejemplo, las rentas de nuestros tres protagonistas no provenían de que, por ejemplo, les hubiera tocado el primero, segundo y tercer premio de una lotería, o que hubiera cada uno recibido una herencia por ese importe. No, cada uno había ganado lo suyo legítimamente y en proporción a su trabajo y su esfuerzo. Si, para simplificar por el momento, suponemos que las habilidades y talentos naturales de J, K y L son idénticos y que en esa sociedad han tenido los tres iguales o muy similares oportunidades para desarrollar tales talentos y habilidades, resultará que lo que cada uno ha ganado produciendo X se corresponde con su diferente grado de merecimiento. A lo anterior hay que añadir algo no menos relevante. Hemos quedado en que los X son muy importantes para esa sociedad, que por eso los paga, y que es mejor para tal sociedad cuantos más sean los X que se produzcan. Así que si dejamos de poner la vista en lo que cada uno recibe por sus X y atendemos a lo que la sociedad recibe, en X, de cada uno, vemos que L (que produce 1.000 X) aporta a la sociedad diez veces más que J (quien hace 100 X) y el doble que K (que produce 500 X). Cierto que, pagándose cada X al mismo valor, más remuneración percibe el que más X hace, en proporción a la producción de cada cual. Por supuesto 22     que sí, pero si, vía impuestos, no solo se hace que tribute más el que más ha ganado produciendo de esos X que benefician a todos, sino que el que más ha trabajado y producido paga según un tipo más alto, resulta que se está tratando proporcionalmente peor al que tiene más mérito y proporcionalmente mejor al que tienen un mérito menor. Sabemos de sobra que al establecer los tipos impositivos no se contempla el mérito. Pero la cuestión interesante, en sede teórica, es la de cuánto de defendible o racionalmente justificable hay en una política fiscal que, por un lado, sea directamente opuesta al mérito o merecimiento de los contribuyentes y que, por otro, amenace con desincentivar al que socialmente puede por su actividad resultar más beneficioso. Si, en un supuesto hipotético como el que aquí manejamos, lo que un sujeto gana se corresponde con su merecimiento, pero se le quita en proporción progresiva a su ganancia, arribamos a la gran paradoja: a cada uno se le quita más cuanto más merece tener; o sea, cuanto menos merece que se le quite, y en especial si tales cantidades se detraen completamente al margen de sus preferencias y sus decisiones de consumo, por ejemplo. Mientras que, por el otro lado, es posible que un individuo que nada quiso hacer, pudiendo, y por tanto nada ha ganado merecidamente, sea subvencionado al pagársele ciertos servicios y prestaciones con cargo a lo que a los otros se les detrajo. Ni soy un ultraliberal ni estoy contra el estado social ni me opongo a que el estado preste servicios públicos que satisfagan derechos sociales a quienes no puedan pagarlos. Porque me parece fuera de discusión que, como derecho social, el derecho a una vivienda digna compromete al estado a facilitar la adquisición de vivienda o a proporcionársela gratuitamente a quien no tenga con qué pagarla, no a todo el mundo. Todos sabemos que tanto los servicios públicos más elementales y que ni los más ultraliberales 23    : ,     discuten, como el de seguridad pública o el del mantenimiento de un sistema penal, como esos servicios mediante los que se satisfacen derechos sociales, tienen un coste económico y que por eso hace falta una política fiscal y recaudatoria de los estados. Lo que aquí estoy sometiendo a reflexión no es si tiene que haber impuestos o no, sino cuál es la política fiscal más justa y eficiente. Y al mencionar ahora la eficiencia aludo a que la política fiscal no debe servir para empobrecer a la sociedad, sino para maximizar el bienestar colectivo con simultáneo aseguramiento de los derechos, sociales y no, de cada ciudadano. Sobre esa base, la tesis que presento a debate es esta: un sistema impositivo que sea totalmente ajeno al mérito individual a la hora de gravar, y que también sea indiferente al mérito a la hora de repartir, de brindar los servicios públicos, es un sistema que, por una parte, tenderá a la ineficiencia y que, por otra parte, no satisface, en mi opinión, requisitos básicos de una justicia distributiva que se pretenda un poco racional. Nada de lo que acabo de plantear en esta entrada se opone a impuestos como los que graven las herencias, los premios de la lotería o similares, o a los que se apliquen a algunos bienes de consumo y en especial a los que graven el consumo “lujoso”. 4. ¿obliga el estado social a una política fiscal determinada? Creo que más de un posible lector de esta ponencia alegará que mis planteamientos son incompatibles con las características y los requisitos de un estado social. Argumentaré a continuación contra esa idea. Antes que nada, convendría que se llegara a un acuerdo básico sobre lo que por estado social puede y debe entenderse. Propongo la definición más sencilla, elemental y abarcadora 24     de estado social de derecho: es aquel estado constitucional y democrático en el que se da satisfacción a los derechos sociales o, al menos, a los más importantes e indiscutidos de tales, como salud, educación y vivienda. Con los siguientes matices: La satisfacción de tales derechos la procura el estado ante todo para aquellos ciudadanos que no dispongan de medios económicos para sufragar sus costes, lo cual se lleva a cabo por el estado sobre la base de políticas públicas y, de modo muy relevante, mediante la prestación de servicios públicos. Esa actividad organizativa y, sobre todo, prestacional del estado tiene costes económicos que van a cargo del erario público. Aun cuando, evidentemente, un estado prestador de servicios (y más de servicios tan costosos como pueden ser los orientados a la realización de los derechos sociales de los ciudadanos) ha de llevar a cabo una imprescindible política fiscal y recaudatoria, lo que define un estado como social no es un tipo determinado de política fiscal ni que esta cumpla alguna condición en particular, sino, precisamente, el que dicho estado logre la mejor realización posible de tales derechos. Sobre el papel, también puede un estado nada social y que no ampare ninguno de esos derechos mantener una política fiscal con importantes impuestos directos de carácter progresivo. Es esta tesis la que quiero desarrollar ahora. El llamado principio de capacidad contributiva o, dicho más elementalmente, el principio de que pague más impuestos el que más tenga, el que sea más rico, no es, en mi opinión, ni condición necesaria ni condición suficiente para que estemos ante un estado social que merezca ese nombre por razón de sus políticas y sus logros “sociales”. Lo cual no significa que no pueda darse también un estado social efectivo si se aplica dicha política de mayor presión fiscal sobre los que más tengan o ganen. Siendo esto último sobradamente claro, me importa 25    : ,     explicar lo de que el principio en cuestión no es ni condición suficiente ni condición necesaria. Pero, antes, una precisión. Hablaré en lo que sigue del principio de que pague más el que más tiene, y lo representaré en adelante así: PT. Pero con el detalle añadido de que me referiré solamente al pago en proporción creciente o idea de progresividad fiscal. Si A gana 1.000 y B gana 10.000 y a ambos se aplica un tipo impositivo del 5%, A paga 50 y B paga 500. No aludo con PT a ese caso, sino a cuando legalmente se determina que A debe pagar, por ejemplo, el 5% de sus 1.000 (50) y que B debe contribuir con el 15% de sus 10.000 (1.500) y, manteniéndose iguales las demás circunstancias personales y vitales de uno y otro. Ya sabemos que la razón que a menudo se aduce para esa diferencia es que, por imperativo de justicia fiscal, a cada uno hay que aplicarle un tipo impositivo proporcional a su riqueza o poder adquisitivo (y no el mismo tipo a ambos, con resultados obviamente diferentes puesto que no es igual su poder adquisitivo). Voy a intentar justificar mi afirmación de que el PT no es ni condición suficiente ni condición necesaria para que haya estado social real y efectivo. Imaginemos que podemos evaluar la efectividad o grado de realización de los derechos sociales y que usamos una escala de 0 a 10. No es tan raro ni tan dif ícil eso. Y comparemos dos estados, E1 y E2. Para simplificar la exposición, añadamos que tanto en E1 como en E2 la mitad de los ciudadanos (los llamaremos los A) tienen una riqueza o poder adquisitivo de 1.000 y la otra mitad (los B) tienen una riqueza o poder adquisitivo de 10.000. Con esos datos, comparemos. E1: se aplica a todos, los A y los B, un tipo impositivo idéntico, supongamos que del 10%, y el nivel de satisfacción de los derechos sociales es de 7. 26     E2: se aplica a los A (los que tienen 1.000) un tipo del 5% y a los que tienen 10.000, uno del 15%, y el nivel de satisfacción de los derechos sociales está en 6. Ahora unas pocas observaciones al respecto. En primer lugar, planteémonos si esa comparación tiene conceptual o teóricamente sentido o no. Esto es, si cabe que en la práctica alguna vez pueda ser verdad que un estado con una política fiscal no progresiva o menos progresiva tenga un grado superior de protección o realización de los derechos sociales. A mí me parece que está fuera de duda que sí cabe. Porque ese grado puede depender de otras variables que también son muy determinantes y que cualquier política pública ha de tener en cuenta, como, por ejemplo, la eficiencia en la gestión y el nivel de corrupción. Lo que debemos de mano descartar, por empezar por lo más elemental, es que mayor recaudación signifique automáticamente mayor cantidad de recursos destinados a servicios públicos sociales (o no sociales, incluso) y a derechos sociales (o de cualquier tipo), y, por lo mismo, tampoco más progresividad implica con necesidad “lógica” mejores derechos sociales; ni siquiera implica más igualitaria distribución de la riqueza. Si en lo anterior estoy en lo cierto, bastaría eso para que tengamos que aceptar que, por sí, el PT no es condición suficiente para el estado social o para su mejor realización. Con propósitos aclaratorios de lo que ya parece bien evidente, podemos imaginar un tercer estado, E3, en el que, siendo iguales aquellos repartos iniciales entre los A y los B, tuviéramos esto: - Los A están exentos de tributación. - A los B se les aplica el 50%. - La realización de los derechos sociales en ese estado es de 3, en una escala de 0 a 10. 27    : ,     ¿Es más justo E3 que E2 o E1? Solo puede creerlo así quien parta del axioma de que un estado es tanto más justo cuanta menor sea la diferencia de riqueza entre sus ciudadanos, con independencia de cuáles sean las situaciones efectivas y las oportunidades vitales de esos ciudadanos y los derechos que se les satisfagan. A mi modo de ver, ese es uno de los más graves prejuicios de los que, lamentablemente, han hundido o están hundiendo el pensamiento progresista o de izquierda en gran parte del mundo. Es probable que sea eso lo que hace que más de cuatro crean que es más justo el actual estado cubano que el actual estado alemán o francés o danés o español. El estado constitucional y democrático de Derecho que es definido por tantas constituciones actuales no tiene una teoría de la justicia distributiva densa o completa que le sea propia, que sea específica de él. Lo que sí hace, en sus constituciones, es estipular unas ciertas condiciones cuyo incumplimiento o cuya insatisfacción hacen que no se pueda hablar de que ese estado sea efectivamente democrático o efectivamente social. Así, si no hay elecciones políticas democráticas o están amañadas, no será un estado democrático; y si sus ciudadanos económicamente menos solventes no tienen acceso a la educación de calidad o a la sanidad de calidad, o si se mueren de hambre o de frío en la calle, no estaremos ante un estado social, se diga lo que se diga en el texto constitucional. Los ejemplos son tan obvios, que casi da vergüenza mencionarlos: Venezuela, hoy, no es ni un estado democrático ni un estado social; ni lo sería si de verdad hubiera plena igualdad en la radical pobreza y no estuvieran los corruptos dirigentes amasando extraordinarias fortunas a costa del hambre de la inmensa mayoría de los ciudadanos. En suma, lo que hace más o menos social un estado “social” de Derecho no es que exista mayor o menor igualdad económica entre sus ciudadanos, sino la medida en que los derechos 28     sociales encuentren satisfacción para todos. Con un añadido nada desdeñable: a lo que resulta comprometido el estado social es a brindar esos servicios públicos esenciales y de carácter social a los que no puedan con sus medios económicos pagarlos. Por tanto, a proporcionárselos a esos ciudadanos o gratuitamente o a un precio asequible (en el contexto de su poder adquisitivo y teniendo en cuenta las otras necesidades vitales que debe cada uno atender). Pero nada en el concepto de estado social fuerza a que esos servicios públicos deban ser para todos gratuitos o para todos con el mismo coste. Que un Botín bien integrado en la poderosa familia de origen santanderino pague al matricularse en una universidad pública española lo mismo que el hijo de un modesto funcionario o de un trabajador con elementales ingresos no es un logro del estado social, sino una rémora para el mismo y un escarnio. Alguien puede objetar con buen sentido que hay en lo anterior una cierta trampa. Se dirá que de acuerdo, que admitamos que un estado con PT cabe que sea más ineficiente en sus políticas y resultados en términos de derechos sociales que un estado sin PT y que eso puede y hasta suele deberse a la deficiente organización y gestión de los servicios públicos o a la corrupción, que desvía los dineros de los impuestos hacia ladrones y de acuerdo con sus estrategias torcidas y fraudulentas. Pero podrá ese interlocutor reclamar que en nuestras comparaciones entre E1 y E2 demos por sentado y admitido que la calidad de la gestión es en los dos estados igual y que es el mismo el nivel de corrupción administrativa en ambos. Supongamos, incluso, que ese nivel de corrupción es en los dos bajo, casi inapreciable. Así puestas las cosas, concluirá ese nuestro crítico que ya no será imaginable que pueda ser más alta la satisfacción de los derechos sociales en el estado sin PT que en el estado con PT. Recordemos que, en el ejemplo con el que antes jugamos, el estado sin PT (E1) alcanzaba 29    : ,     un 7 en la satisfacción de los derechos sociales, mientras que el estado con PT (E2), quedaba en 6. Reconozco que con esto nos damos de bruces con el gran debate de los economistas. Para que nuestro crítico imaginario tuviera razón, tendría que ser en todo caso verdad, en los hechos reales, que nunca con una política fiscal de carácter no progresivo y que, por tanto, no obligue a los que más tienen o ganan (lícitamente, claro) a pagar impuestos directos en una proporción mayor (con tipos más altos) que los que tienen menos, podrá alcanzarse una situación social y económica en que la garantía de los derechos sociales de los ciudadanos (tanto en términos de promedio como de satisfacción de mínimos irrebasable hacia abajo) sea más alta que en un estado con PT, con una política fiscal progresiva. Reconozco mi incompetencia al llegar a ese punto en que hay que apelar a la ciencia económica más dura y tendríamos que habérnoslas con abundantes y variadísimos datos históricos y del presente. Y por las mismas que reconozco mi incompetencia, exijo acreditación de competencia al que sostenga en este debate cualquier hipótesis que requiera conocimiento económico serio y manejo de datos empíricos abundantes. Sea como sea, me parece que las tesis principales que yo quería defender se mantienen incólumes. Esas tesis las menciono de nuevo, aunque no todas hayan sido convenientemente desarrolladas: a) Que un estado no es más social por ser más igualitario, por acortar las diferencias de riqueza entre sus ciudadanos. b) Que un estado social no está socialmente comprometido, por ser “social”, a la o a una mayor redistribución de la riqueza de sus ciudadanos, como fin en sí mismo o fin definitorio de lo social. Esas políticas de redistribución como fin en sí o fin moralmente loable al margen de otros objetivos no tienen más amparo que el de la envidia o el resentimiento, siempre que hablemos de riqueza lícitamente obtenida. 30     c) Que una política fiscal no progresiva y de tipos impositivos únicos en los impuestos directos también es redistributiva, aunque menos, evidentemente. Sabemos que, con un tipo del 5%, paga 50 el que tiene 1.000 y 500 el que tiene 10.000. d) Que, en términos de justicia social o distributiva, las exacciones, por el estado, de dinero a los ciudadanos, por vía fiscal, solo se justifican en proporción al uso y los logros para el interés general y los derechos de las personas. Hay algo todavía más injusto que un estado no social: un estado falsamente social en el que a muchos se quita de lo suyo para enriquecer a delincuentes y sátrapas, sin mejorar (o empeorando) la vida de los más débiles. e) Que, moral o constitución en mano, es preferible un estado menos recaudador o con políticas sociales menos (re)distributivas en el que estén mejor satisfechos los derechos sociales (en promedio y en mínimos) que uno con políticas fiscales más agresivas en el que sea más baja esa satisfacción. f ) Que cuando está sentado y bien demostrado que para satisfacer los mínimos ineludibles de derechos sociales o para aumentar el promedio de satisfacción de los mismos no hay alternativa menos agresiva para otros derechos (empezando, evidentemente, por el derecho de propiedad) que la del incremento de la recaudación fiscal coactiva o la del aumento de la progresividad de los impuestos directos, dichas políticas están justificadas; pero solamente bajos esas condiciones. 31 capítulo i     .         1. presupuestos y exigencias del estado social Las nociones de Estado social y de derechos sociales tienen bastante que ver con la cuestión filosófico-política de la igualdad entre los ciudadanos. En su primera configuración histórica, como Estado absoluto, el Estado moderno se legitima por su capacidad para imponer la paz entre sus súbditos. Ulteriormente, el Estado liberal de Derechos tiene una fuente de legitimación adicional, consistente en el mantenimiento de la libertad personal, política y económica de los ciudadanos, libertad que se ve como íntimamente unida a la propiedad. El Estado social de Derecho, presuponiendo esas bases anteriores de legitimación del poder estatal, asume un compromiso más, que lo legitima también, el compromiso de que todos los ciudadanos tengan acceso a determinados bienes que dan satisfacción a necesidades cruciales de los individuos, bienes como sanidad, vivienda y educación, entre otros1. Este compromiso inmanente al Estado social tiene unas cuantas implicaciones muy relevantes: 1 Podemos asumir las palabras de Carlos Santiago Nino: “las necesidades cuyo reconocimiento es relevante analizar son las categóricas o absolutas, o sea, aquellas que están supeditadas a fines que no dependen de los deseos o preferencias de los agentes. Dado que el valor básico de una concepción liberal de la sociedad es la autonomía personal, esas necesidades deberían identificarse como estados de cosas que son prerrequisitos de esa autonomía” (Carlos Santiago Nino, “Autonomía y necesidades básicas”, Doxa, 7, 1990, p. 22). 35    : ,     - El Estado asume algún tipo de responsabilidad sobre la prestación de determinados servicios públicos, aquellos necesarios para que los derechos sociales sean satisfechos2, al menos en el grado que se estime como mínimamente exigido por esa cláusula de “social” que al Estado califica. - El Estado carga con unos costes económicos derivados de la prestación de tales servicios, en particular de la prestación de los mismos a aquellos ciudadanos que no tengan medios económicos propios con los que pagarlos. No va en el concepto de Estado social ni en el de derechos sociales que servicios públicos como los de sanidad o educación deban ser gratuitos para todos los ciudadanos, pero sí el que todos los ciudadanos han de poder acceder a las correspondientes prestaciones, para que no se vean frustrados sus correspondientes derechos. - Tales costes fuerzan al Estado a incrementar su actividad recaudadora, fundamentalmente por vía de impuestos, mediante la pertinente política fiscal. Ya no se trata meramente de que deba el Estado nutrirse de dineros con los que pagar la seguridad pública y los costes de un sistema jurídicoburocrático, político y de administración de Justicia. Ahora también se necesitarán recursos para, por ejemplo, construir escuelas y hospitales y abonar el salario de profesores de la enseñanza pública y médicos de la sanidad pública. - Por pura “lógica” operativa, el Estado social está comprometido, por tanto, con una cierta política redistributiva de la riqueza entre sus ciudadanos, ya que no tendría sentido ni viabilidad que tratara de extraer aquellos recursos económicos necesarios 2 Sobre la relación entre Estado social, derechos sociales y servicios públicos, véase, por ejemplo, Santiago Muñoz Machado, Servicio público y mercado. I. Los fundamentos, Madrid, Civitas, 1998, en particular pp. 107ss. 36     para prestar los esos servicios de los mismos ciudadanos a los que, sin coste o con costes bajos, se deben prestar dichos servicios y no tienen capacidad para pagarlos. En consecuencia, la relación entre Estado social y derechos sociales, por un lado, e igualdad y desigualdad económica, por otro, se hace patente. Por definición, un Estado social no es realmente tal o como tal fracasa cuando la gran riqueza de algunos se da al mismo tiempo que una falta de satisfacción mínima razonable de los derechos sociales más básicos de otros ciudadanos. Veamos lo anterior con un ejemplo. Imaginemos un Estado que constitucionalmente se defina y deba funcionar como Estado social y en el que los derechos sociales más básicos estén formalmente garantizados en la Constitución; entre ellos, el derecho a la sanidad y el derecho a la educación. Imaginemos que son diez millones los habitantes de ese Estado y que, de esos, un quinientos mil viven en la absoluta pobreza y sin acceso ni a un sistema sanitario mínimamente aceptable ni a la enseñanza para niños y adolescentes. Sin embargo, cien mil personas de ese Estado tienen una grandísima fortuna. Los que quedan, nueve millones cuatrocientos mil, están un poco por encima del nivel de pobreza y pueden pagarse a duras penas una mínima sanidad y una básica educación. E imaginemos también que con el treinta por ciento de esas grandes fortunas alcanzara para garantizar un cierto nivel digno de educación y sanidad para todos. Si tal Estado no presta esos servicios, teniendo la posibilidad de hacerlo mediante de una política fiscal que detraiga ese treinta por ciento de riqueza de los más pudientes y de unas políticas públicas de eficaz gestión de los servicios, ese Estado no podrá calificarse de Estado social en modo alguno. 37    : ,     2. el estado social no exige la igualdad econÓmica y la igualdad econÓmica no implica el carácter social del estado Lo que acabo de decir no supone de ninguna manera que el Estado social requiera políticas de igualación económica como objetivo en sí o porque la igualdad económica sea en sí misma un valor o un bien que tenga que alcanzarse en tal Estado. Un Estado no es más Estado social si la desigualdad económica entre sus ciudadanos es menor, y el ideal del Estado social no se consumaría, sin más, allí donde la igualdad económica fuera plena. Veámoslo con unos ejemplos y diferentes escenarios. Supóngase que el nivel de riqueza de cada ciudadano se representa en una escala de 0 a 10, y aceptemos también aquí que el grado de satisfacción de los derechos sociales está en perfecta correspondencia con las cifras de esa misma escala para cada ciudadano. Es decir, asumamos que un ciudadano con un nivel de riqueza de 2 tiene un grado 2 de satisfacción de sus derechos sociales, y que uno con riqueza 7 tiene sus derechos sociales satisfechos en grado 7. Acéptese también que el umbral de pobreza está por debajo de 2. Con un nivel de 5 se vive con holgura y pudiendo cada uno satisfacer por sí mismo y con calidad sus necesidades básicas. Un nivel de 10 equivale a altísima riqueza, algo así como lo que en la España de ahora mismo sería tener un patrimonio de unos mil millones de euros y unas rentas anuales por encima de los cinco millones de euros Ahora comparemos dos estados, E1 y E2, cuyas magnitudes aquí son las siguientes: - E1: El 10% de la población está en 2 y el 25% está en 3 y el 65%, en 4. - E2: El 10% de la población está en 5, el 65% en 6 y el 35%, entre 8 y 10. 38     En E2 hay una mayor desigualdad, pues, en esa escala de diez, la diferencia entre los que tienen menos y los que tienen más es de entre 3 y 5 puntos, mientras que en E1 esa diferencia es de 2 puntos. Pero si entendemos que un Estado cumple tanto más con su condición de Estado social cuanto más alto es en él el grado de satisfacción de los derechos sociales de sus ciudadanos, E2 es un mayor o mejor Estado social que E1. Para no verlo así no tendríamos que hacer depender el grado en que un Estado es social del nivel absoluto de satisfacción de los derechos sociales, diciendo que hay más Estado social cuanto mejor realizados están esos derechos en la población, sino de un nivel comparativo. En este caso, estimaríamos que hay más Estado social donde hay mayor igualdad económica aunque sea a costa de una menor satisfacción de los derechos sociales. 3. Justicia distributiva e igualdad Podríamos, sin embargo, preguntarnos si es más justo E1 o E2. En la filosofía política contemporánea las teorías de la justicia social o justicia en la distribución que compiten son básicamente de tres tipos: (i) Teorías libertaristas. Así se conocen habitualmente, aunque tal vez sería más preciso denominarlas teorías de la justa adquisición o de titularidad. Un ejemplo bien claro lo ofrece la doctrina de Robert Nozick3. Lo justo es que cada cual tenga en plenitud lo que adquirió legítimamente, bien sea porque lo tomó cuando no era de nadie, bien sea porque le fue libremente transferido por quien era su titular. Contrario a la justicia social, para una teoría así, es la exacción coactiva de los bienes a quien es su titular legítimo y sea cual sea la razón con que esa exacción quiera justi3 Robert Nozick, Anarquía, Estado y utopía, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, México, 1988. 39    : ,     ficarse. Bajo tal punto de vista, no es admisible ninguna política fiscal del Estado con propósitos redistributivos de la riqueza o de financiación de servicios sociales brindados por los poderes públicos a los que no puedan pagárselos. (ii) Teorías de justicia pautada. Según este tipo de doctrinas, la justicia social imperará cuando en los repartos se respete cierta pauta. La estructura es del tipo “a cada cual según su X”, pudiendo X ser cosas tales como el trabajo, el rendimiento o el mérito, entre otras. La pauta más común es la del mérito, de modo que esas teorías meritocráticas de la justicia se estructuran según el patrón de a cada cual según su mérito. Eso que a cada uno se ha de dar según su X (mérito, trabajo, rendimiento…, según los casos) son aquellos bienes cuya distribución social importe, a efectos, precisamente, de justicia social. (iii) Teorías igualitaristas. Para el igualitarismo la norma básica de justicia social establece que nadie está legitimado para tener más que nadie de los bienes cuya distribución social importe a efectos de justicia social. Hablaremos en lo que sigue de “bienes que importen” para referirnos a aquello que, según la doctrina o autor de que se trate, constituya el objeto cuya posesión o disfrute debe igualarse en alguna medida. Unos autores hablan más concretamente de riqueza o de recursos, mientras que otros hacen referencia a aquello que se logra con la posesión de ese objeto primero del reparto, como bienestar o felicidad, por ejemplo. Para simplificar, repito que aquí usaré la expresión “bienes que importen” y que presupondré que, sean los que sean, tienen en última instancia un valor económico o son traducibles a valor dinerario4. 4 Nada tiene que ver este igualitarismo al que aludo con ideas como las de que todos los humanos poseemos idéntica dignidad, igual valor moral, igual merecimiento de respeto, etc. 40     Dentro de esas corrientes que genéricamente se denominan igualitaristas, las divergencias y las discusiones son grandes. Podemos aquí, sucintamente y para lo que nos interesa en este trabajo, diferenciar las siguientes variantes del igualitarismo. a) Igualitarismo radical. Sociedad justa es aquella en la que todos sus miembros tienen la misma cantidad de bienes que importen. Por tanto, habrá injusticia social cuando unos tengan más y otros tengan menos. Una de las más serias objeciones al igualitarismo radical (y a algunas teorías igualitaristas no radicales) es la llamada objeción de la igualación por abajo o levelling down5. No puedo entrar en detalle en la exposición de ese debate6, pero la idea es la siguiente: el igualitarista puro preferirá una sociedad más igual en la que todos tengan menos que una sociedad menos igualitaria en la que tengan más incluso los menos afortunados. Si en la sociedad A la distribución es entre 10 y 1000 y en la sociedad B, igualitaria, la distribución es para todos de 5, será preferible la B porque la igualdad en ella es plena. Como bien explica O. Page Depolo, siguiendo los pasos de Derek Parfit, que fue el forjador principal de esta objeción, “adherir al principio de igualdad estricta implica 5 “The Levelling Down Objection is, perhaps, the most prevalent and powerfull anti-egalitarian argument, and it underlies the thinking of most non-egalitarian as well as many who think of themselves as egalitarians” (Larry Temkin, “Equality, Priority, and the Levelling Down Objection”, en: Matthew Clayton, Andrew Villiams (eds.), The Ideal of Equality, London, New York, Macmillan, 2000, p. 126. 6 Una buena exposición del debate puede verse en Oscar Horta, “Igualitarismo, igualación a la baja, antropocentrismo y valor de la vida”, Revista de Filosof ía, 35, 2010, pp. 133ss. Entre las muchas tentativas para superar la objeción del levelling dawn posiblemente merece especial consideración, por su pormenor y sutileza, la de Thomas Christiano y Will Braynen, “Inequality, Injustice and Levelling Dawn”, Ratio, 21, 2008, pp. 392 y ss. 41    : ,     considerar como moralmente bueno quitarle recursos a alguien única y exclusivamente con el fin de igualarlo al resto, incluso en aquellos casos en los que tal operación no haga que nadie esté mejor”7 b) Igualitarismo condicionado. El representante bien conocido de la postura que así denomino es John Rawls8. Sabido es que, además del principio de libertad, que establece que todos han de tener el grado mayor de libertades que sea posible en compatibilidad con el disfrute igual de esas libertades por todos, Rawls consagra el principio de igualdad. A tenor del principio rawlsiano de igualdad, las desigualdades en el reparto de los bienes que importen solamente serían admisibles si se dan dos condiciones: que las desiguales posiciones sean accesibles a todos bajo un régimen estricto de igualdad de oportunidades y que el que esté peor en la sociedad desigual de que se trate esté, pese a todo, mejor de lo que estaría en una sociedad perfectamente igualitaria. Ese es el conocidísimo y muy debatido principio de diferencia del que habla Rawls. Vemos, pues, que, en Rawls, lo que podríamos llamar la sociedad justa por defecto es la sociedad igualitaria, ya que los repartos desiguales deben legitimarse acreditando que benefician más que la igualdad a los menos favorecidos. En una sociedad igualitaria, obviamente, nadie tendría menos que otro, mientras que en una sociedad desigual siempre habrá quien tenga más y quien tenga menos. Pues bien, para que la sociedad desigual sea aceptable habrá que hacer ver que el que en ella menos tenga tiene, sin embargo, en ella más de lo que tendría si fuera igualitaria esa sociedad. 7 Olof Page Depolo, “Igualdad, suerte y responsabilidad”, Estudios Públicos, 106, 2007, p. 159. 8 John Rawls, Teoría de la justicia, México, FCE, 2ª ed., 1995. 42     Lo anterior fuerza a que, con los esquemas de Rawls, una sociedad desigual nada más que puede legitimarse como justa con una política fuertemente redistributiva, no solo para que las oportunidades sean las mismas para todos y cada uno de los ciudadanos, sino también para que la posición de ningún ciudadano caiga por debajo de cierto nivel de bienes, nivel que viene marcado por lo que ese ciudadano (y todos los demás, naturalmente) disfrutarían en si dicha sociedad fuera igualitaria. El choque con las teorías de justa adquisición y con las de justicia pautada es inevitable. Para que los que estén peor en la sociedad desigual no queden más abajo de aquel límite deslegitimador del reparto será necesario transferirles bienes de otros, de los que se encuentren por encima (o muy por encima) de tal límite. Y eso tendrá que ser así con total independencia de que esos otros, de los que tales bienes se detraen para su transferencia a los más pobres, los hubieran adquirido y los estuvieran utilizando con total y absoluta legitimidad y sin abuso ni nada que reprocharles. Y al margen también de que eso que tenía cada uno de quienes se ven privados en aras de la redistribución se correspondiera exactamente con alguna pauta de reparto que se considere en principio o adicionalmente apropiada, como su mérito, su rendimiento, su trabajo, etc. Recuérdese que, según Rawls, ninguno de nosotros propiamente merece los atributos con que nace y los talentos suyos que le permiten, por ejemplo, ser muy laborioso y concienzudo, o ser un gran inventor o un gran científico y obtener legítimamente grandes bienes. Puesto que no es mérito de cada uno venir al mundo con ciertos dones, a nadie se hace injusticia al socializar de algún modo los rendimientos que gracias a esos dones obtiene cada uno. c) Luck egalitarianism o igualitarismo de la suerte. Hay acuerdo general en que la primera y formulación, todavía algo elemental, 43    : ,     de este punto de vista fue obra de Dworkin9. Después ha seguido una ingente bibliografía y un amplio debate. El núcleo básico y común de esta teoría de la justicia social podría resumirse del siguiente modo. Las posibilidades que cada cual tiene de conseguir más o menos de los bienes que importan están condicionadas por o son dependientes de dos tipos de factores: hechos o circunstancias sobre cuyo acaecimiento y efectos el individuo no posee ningún control y sucesos o eventos dependientes de decisiones individuales, sometidos al dominio del individuo y cuyos riesgos el individuo con su acción asume. Ejemplos de lo primero pueden ser el nacer con una minusvalía física, el venir al mundo en un ambiente social que determine una gran desventaja, el sufrir un accidente sin culpa propia, el padecer los efectos de alguna catástrofe natural, etc. Ejemplo extremo de lo segundo se da cuando el sujeto decide jugarse sus bienes al bingo o la ruleta. Supuesto menos radical de lo mismo lo tenemos cuando alguien en lugar de aplicase al estudio y a su formación para ejercer una profesión bien remunerada, prefiere abandonarse o darse a la pereza. Pues bien, para el igualitarismo de la suerte “importa cómo ocurren las desigualdades. Dicho brevemente, el igualitarismo de la suerte proclama que la desigualdad es mala o injusta si refleja diferencias derivadas de factores que se hallan fuera del control o la elección de los que están peor. También afirma que la desigualdad no es mala o injusta si es el resultado de elecciones calculadas del individuo”10. 9 Ronald Dworkin, “What is Equality? Part 1: Equality of Welfare”, Philosophy and Public Affairs, 10, 1981, pp. 185-246 y “What is Equality: Part 2: Equality of Resources”, Philosophy and Public Affairs, 10, 1981, pp. 283-345. Estos dos trabajos fueron después recogidos en R. Dworkin, Sovereign Virtue. The Theory and Practice of Equality, Cambridge, Harvard University Press, 2000. 10 Iwao Hirose, Egalitarianism, London, New York, Routledge, 2015, p. 41. Similarmente, Kasper Lippert-Rasmussen, Luck Egalitarianism, London, etc., Bloomsbury, 2016, p. 4. 44     Según esta doctrina del luck egalitarianism, las desventajas o desigualdades “competitivas”, por así decir, que alguien padezca por su pura mala fortuna, por azares totalmente ajenos a su control y su responsabilidad, deben ser compensadas y, por supuesto, esa compensación o igualación será con bienes que se habrán de detraer de otros, independientemente de que estos otros los hubieran logrado legítimamente y los tuvieran con justo título. En cambio, aquellas desigualdades perjudiciales o peores condiciones que alguien tenga como efecto de la mala suerte habida en acciones que dependían de su control y habiendo él asumido los riesgos correspondientes no merecen compensación ninguna. Parece, pues, que según el igualitarismo de la suerte cada persona ha de ser colocada inicialmente en una posición igual que todas las demás, lo que puede interpretarse como necesidad de igualar las oportunidades de todos11. Solo que las desigualdades que a partir de esa equiparación inicial se produzcan deberán corregirse si son puro resultado de la mala suerte como azar ajeno al control del sujeto, y no deberán ser corregidas si se deben a la mala suerte derivada de acciones debidas a la responsabilidad del mismo. d) Igualitarismo de las oportunidades. Aquí se trata de que cada persona debe ser inicialmente dotada de los medios para competir con plena igualdad por los puestos sociales desiguales; es decir, por la desigualdad en la tenencia de los bienes que importen. Así, si, por ejemplo, un elemento que condiciona el éxito a la hora del futuro acceso al más alto grado de tenencia de esos bienes es un buen nivel educativo, el acceso a ese buen nivel de educación ha de proporcionarse por el Estado a todos aquellos 11 Véase, entre muchos, Peter Vallentyne, “Brute Luck, Option Luck, and Equality of Initial Opportunities”, Ethics, 112, 2002, pp. 529 y ss. 45    : ,     que por sus propios medios no lo puedan conseguir. Pero, a partir de esa igualación en las posibilidades iniciales o en el punto de arranque, lo que cada cual consiga ya no dará pie a más compensaciones; o sea, ni habrá que compensar al que no sacó mejor partido a sus iguales oportunidades ni, para compensar a ese, se deberá detraer del que sí aprovechó mejor o fue más capaz de exprimir sus oportunidades. En otras palabras y más claramente: si parten todos de 20, que es el mínimo requerido para que cualquiera pueda llegar a 100, y luego unos tienen 99, otros se quedan en 20 y otros bajan a 10, nada hay que igualar, salvo en lo referido a restaurar lo igual de las oportunidades para la generación siguiente. Y nada habrá que compensar no sólo si la mala situación de los que quedaron peor obedece a sus propias decisiones y acciones o eventos sometidos a su control, sino tampoco si es por la pura mala fortuna, brute luck. Retornemos ahora a la comparación entre los estados E1 y E2, recordando los datos con los que jugábamos en el ejemplo, que eran estos: - E1: El 10% de la población está en 2 y el 25% está en 3 y el 65%, en 4. - E2: El 10% de la población está en 5, el 65% en 6 y el 35%, entre 8 y 10. Para el igualitarismo radical o igualitarismo puro, ambas sociedades son injustas, y, dentro de eso, es más injusta la más desigual, E2. Para el igualitarismo condicionado, del tipo del que establece el principio de diferencia de Rawls, es claro que es preferible12 E2 porque ahí están mejor los que menos tienen, pero de inmediato hay que aclarar que la comparación decisiva no es entre alternativas de sociedades con desigualdad, sino entre la 12 Supuesto también, en el caso de Rawls, que a las posiciones desiguales se pueda acceder bajo condiciones de igualdad de oportunidades. 46     sociedad desigual en la que estén mejor los que menos tengan y la igualdad en esa misma sociedad. Es decir, puesto que en E2 los que menos tienen están en 5, habría injusticia en E2 si cupiera una distribución igualitaria en esa sociedad y resultara que cada uno tuviera, con tal organización igualitaria, 6 o más. Pero véase el siguiente matiz muy importante. Hemos dicho que en E2 el 10% de los ciudadanos tienen 5 y el 65% tiene 6 y que el 35% tienen entre 8 y 10. Si igualamos a todos en 6, esa sociedad, para Rawls, sería más justa que la de E2, pero habría una pérdida neta de bienes que importan o del bienestar que brindan. Veámoslo con un supuesto más sencillo, que podemos llamar el de E2´. En E2´ hay un millón de ciudadanos. De ellos, mil tienen 3 y 999.000 tienen 9. Si, en igualdad, resultara que todos y cada uno tuvieran 4, esa sociedad sería preferible, por más justa, para Rawls. Pero habría mil que habrían pasado de 3 a 4 y 999.000 que habrían perdido 5. De donde resulta que: 1000 x 1 = 1000: esa es la ganancia total con la igualdad. 999.000 x 5 = 4.995.000: esa es la pérdida total con la igualdad. Si miramos promedios, el promedio de bienes que importan que tiene esa sociedad con la distribución desigual con la que estamos jugando es la siguiente: 1.000 x 3 + 999.000 x 9 = 8.994.000. 8.994.000 : 1.000.000 = 8,994 En cambio, el promedio con una división igualitaria que diera a todos 4 estaría en 4, evidentemente. La pérdida total en el promedio de bienes sería de 4,994. (iv) Teorías del bienestar mínimo o “suficientistas”. Se alude en este apartado a las teorías de la justicia social que no calificamos como igualitaristas porque no tienen carácter 47    : ,     relacional. Quiere con eso decirse que a estas doctrinas no atienden a que haya diferencia mayor o menor entre unos que tienen más y otros que tienen menos de los bienes que importan, sino que solamente se preocupan de que no esté por debajo de un cierto mínimo los que tengan menos de los bienes que importan. Llamemos M a ese mínimo imprescindible de los bienes que importan. Puede incluso suceder, bajo este punto de vista, que una sociedad que fuera plenamente igualitaria y en la que todos tuvieran, por igual, una cantidad de bienes que importan inferior a M, resultara una sociedad radicalmente injusta debido a que el mínimo marcado por M por nadie es alcanzado. Cuantas más personas se encuentren por debajo de ese umbral, más injusta será esa sociedad. En el debate americano, las teorías que más claramente se agrupan en este apartado son las que reciben el nombre de suficientismo (sufficientarianism) o teorías suficientistas. El principio que está en la base de esta teoría y que se puede llamar principio de suficiencia, es presentado por uno de sus defensores más destacados, Robert Huseby, en los siguientes términos: “es en sí mismo malo que una persona no tenga un nivel suficiente de bienestar. Es peor cuanto más lejos está una persona de un suficiente nivel de bienestar (y especialmente malo si las necesidades básicas de la persona no están satisfechas), y es peor cuantas más sean las personas que no tienen suficiente nivel de bienestar”13. 13 Peter Huseby, “Sufficiency: Restated and Defended”, The Journal of Political Philosophy, 18, 2010, p. 180. Otra definición del “Sufficiency Principle” es la que proporciona Roger Crisp, que junto con Harry Frankfurt es seguramente el más sobresaliente expositor del suficientismo: “compassion for any being B is appropriate up to the point at which B has a level of welfare such that B can live a life which is sufficiently good” (Roger Crisp, “Equality, Priority, and Compassion”, Ethics, 113, 2003, p. 762). 48     Naturalmente, la dificultad grande consiste en delimitar ese mínimo o señalar qué tipo de bienes en concreto se deben disfrutar, y en qué grado o medida, para que ese mínimo determinante sea satisfecho. De momento no voy a entrar en esas precisiones o en el análisis de las propuestas que al respecto se han hecho, y nos quedaremos con lo que de intuitivamente hay de comprensible en estos planteamientos. O, dicho de otra forma, si bien no es fácil señalar exactamente qué cantidad de cada bien determinante se ha de poseer por cada cual para sobrepasar el umbral de referencia, sí parece más sencillo ponerse de acuerdo en que la carencia completa o muy fuerte de cosas tales como alimentación, vivienda, educación o sanidad implica un tal grado de privación, que podemos comprender que, en tales casos, ni con mucho se satisface ese umbral mínimo de lo que se puede considerar una vida digna. No escasean los autores que han explicado lo mismo resaltando que se trata de que cada ciudadano tenga aceptablemente satisfechas sus necesidades básicas, de forma que pueda organizar su existencia y vivir su vida como ser realmente autónomo y dueño en buena parte de sus decisiones y su destino14. Como explica George Sher en un libro reciente, se trata de que a cada persona se le dé la posibilidad de vivir efectivamente su propia vida15. Eso no se consigue eliminando mediante compensaciones todas las consecuencias negativas resultantes de circunstancias azarosas de las que el sujeto no es responsable (dotación genética, ausencia innata de tal o cual talento, accidentes o catástrofes naturales que afectan al individuo…), sino simplemente brindando a cada uno los medios que le permitan ser dueño de sí mismo y no estar a merced de cosas tales como la falta de alimento, la ausencia de 14 Vid., por ejemplo, George Sher, Equality for Inegalitarians, Cambridge University Press, 2014, pp. 103-105, 132. 15 Ibid., p. 10. 49    : ,     educación o la enfermedad16. Como el propio Sher subraya, ese planteamiento es compatible con la existencia de desigualdades sociales. No sólo con las que son efecto de las elecciones responsables de los sujetos, sino también de las que provienen de circunstancias sobre las que el individuo no tiene control y que los luck egalitarians dicen que habría que corregir. Como este autor indica, el criterio que debe regir la distribución no es el de la igualdad, sino el de la suficiencia. “Tan pronto como cada uno tenga suficiente de cada bien, no necesitaremos reclamar igualdad en la distribución”17. Uno de los más claros representantes del “suficientismo” es Harry G. Frankfurt. En su reciente librito titulado On Inequality18 resume Frankfurt las ideas que al respecto venía defendiendo desde hace décadas19. Lo que Frankfurt destaca es que la igualdad no tiene un valor moral intrínseco, no es, en sí y por sí, un valor con relevancia moral. “La igualdad económica no tiene, como tal, particular importancia moral. Por lo mismo, la desigualdad económica no es en sí misma moralmente objetable. Desde el punto de vista de la moralidad no es importante que cada uno tenga lo mismo. Lo que es moralmente importante es que cada 16 “… hay ciertos niveles de riqueza y oportunidad que una persona debe tener a fin de que pueda vivir algún tipo de vida efectivamente. Esos niveles están determinados, en parte, por el hecho obvio de que aquellos que son desesperadamente pobres no pueden mirar más allá de sus necesidades inmediatas, no pueden razonablemente hacer y seguir planes a largo plazo y tienen pocas oportunidades para gobernar su propio destino” (ibid., p. 12). 17 Ibid., p. 13. 18 Princenton, Princeton University Press, 2015. Hay traducción al castellano: Sobre la desigualdad, Barcelona, Paidós, 2016, traducción de Antonio F. Rodríguez Esteban. 19 Harry G., Frankfurt, “Equality as a Moral Ideal”, Ethics, 98, 1987, pp. 21-43; “Equality and Respect”, Social Research, 64, 1997; “The Moral Irrelevance of Equality”, Public Affairs Quarterly, 14, 2000, pp. 87-103. 50     uno tenga suficiente”20. De ahí que a esta su doctrina, alternativa al igualitarismo, la llama Frankfurt “doctrina de la suficiencia”21. En lo que Frankfurt insiste es en que la igualdad, como igualdad económica, no tiene un valor intrínseco. Eso no quita para que la igualdad pueda ser un objetivo importante o que haya de perseguirse cuando tiene un valor instrumental; es decir, cuando la igualdad económica es un medio necesario, una “condición necesaria”, para la realización de fines que sí tienen importancia en sí, valor intrínseco22. Me permitiré aquí un ejemplo de mi propia cosecha para ilustrar esta diferencia entre valor intrínseco y valor instrumental de la igualdad. Supongamos que Juan y Pedro tienen el mismo trabajo y han seguido una trayectoria vital similar. Sus recursos económicos también vienen siendo casi idénticos, hasta que un día a Pedro le toca un gran premio de la lotería. Ahora la riqueza de Pedro es cien veces mayor que la de Juan y, consiguientemente, podrá permitirse también un muy superior nivel de bienestar. Si la igualdad económica tiene un valor moral en sí, deberemos conceder que es sumamente inmoral o injusta esa diferencia de riqueza que ahora se ha creado entre los dos. Si hablamos de justicia social y la ligamos con los compromisos que legitiman al Estado, tendremos que decir también que el Estado debería hacer cuanto estuviera en su mano para reducir esa desigualdad y, a ser posible, conseguir que lo que los dos tengan vuelva a ser igual. Más aun, podría pensarse que el Estado no debería permitir loterías con premios importantes, ya que el efecto inmediato es el de que los más afortunados tengan mucho más que los otros, que la gran mayoría de sus conciudadanos. 20 Harry G. Frankfurt, On Inequality, cit., p. 7. 21 Ibid., p. 7. 22 Ibid., p. 9, pp. 16-17, 68. 51    : ,     Pero podemos también imaginar otros escenarios muy distintos. Pongamos que hay una sociedad en la que las mujeres padecen una muy fuerte discriminación social. Son discriminadas en lo económico, lo profesional, lo familiar, lo artístico, la vida ordinaria de relación, etc. Muy pocas mujeres, ahí, logran vencer tantas trabas y hacerse médicos o juristas o exponer sus obras de arte y publicar sus trabajos literarios o participar en la vida científica del país, etc. Es muy posible que, si se pretende terminar con tales discriminaciones, se concluya que una buena herramienta sería la de equiparar económicamente las mujeres a los hombres, hacer que su situación económica y el dinero del que pueda cada una disponer no esté por debajo del que disfrutan los varones. Presuponiendo que ese fuera un medio apropiado para ir acabando con las discriminaciones sociales y las consiguientes opresiones a las que las mujeres se ven sometidas, tendríamos ahí que la igualdad económica entre mujeres y hombres tendría un valor instrumental. Allí donde socialmente hubiera entre damas y varones igualdad y ninguno oprimiera o marginara al otro, ninguna razón habría para sostener que deben una mujer cualquiera y un hombre cualquiera tener igualdad económica plena, del mismo modo que no hay razón para exigir igualdad económica plena entre rubios y morenos o entre gentes con los ojos azules o con los ojos marrones. Pero donde la igualdad económica entre unos y otras sea condición necesaria para evitar la opresión, la igualación en lo económico adquiere ese valor instrumental. Volvamos al hilo de Frankfurt. Según Frankfurt, lo que hace que intuitivamente nos resulte ofensiva la desigualdad no es que unos posean menos dinero que otros, sino el hecho de que los que tienen menos tengan demasiado poco23. El problema no está en la diferencia cuantitativa, sino en la deficiencia cualitativa 23 Ibid., p. 41. 52     absoluta24. Cuando los que tienen menos tienen sin duda más que suficiente, no es moralmente rechazable que otros tengan mucho más25. “Aquellos que están considerablemente peor que otros pueden, sin embargo, estar muy bien”26. Imaginemos nosotros un caso para ilustrar esto que se acaba de explicar. Pongamos que en la España de ahora mismo y con los costes que los bienes y servicios aquí ahora mismo tienen, por un milagro resultara que los más desfavorecidos de los que en este país viven obtuvieran unos ingresos anuales de cien mil euros y que, además, los servicios públicos esenciales, como educación y sanidad, estuvieran muy bien cubiertos por el Estado. Un diez por ciento de los españoles, los más pobres, ingresan esos cien mil euros anuales. El resto de la ciudadanía, de ahí hacia arriba. Hasta llegar al uno por ciento de los más ricos, cuyos ingresos al año superan los mil millones de euros. La desigualdad sería tremenda, pero, según lo que Frankfurt nos ha hecho ver, nada de inmoral hay en la misma, presuponiendo (añado yo) que cada uno, incluidos esos riquísimos, consiga sus ingresos de modo perfectamente legal y legítimo, con pleno respeto a las reglas de juego comunes y no siendo esas reglas objetables por tendenciosas o parciales. Dice Frankfurt que, en sentido moralmente relevante, una persona no es pobre por tener menos que otra, sino porque no tiene lo suficiente27. E insiste en que “no hay conexión necesaria entre estar en la parte baja de la sociedad y ser pobre, en el sentido en que la pobreza es una barrera seria y moralmente objetable para tener una buena vida”28. 24 Ibid., pp. 41-42. 25 Ibid., p. 43. 26 Ibid., p. 71. 27 Ibid., p. 45. 28 Ibid., p. 70. 53    : ,     Como ya he indicado, el problema está en definir lo que sea esa suficiencia. Frankfurt considera que una persona tiene suficiente cuando es razonable que esté contento con no tener más de lo que tiene29. Apenas desarrolla este criterio, pero podemos pensar que la clave está en el elemento objetivo que se introduce al mencionar la “razonabilidad”. Yo puedo tener una gran holgura económica y, sin embargo, sentirme desdichado porque mi riqueza es mucho menor que la de Amancio Ortega, Carlos Slim o Bill Gates, pero seguramente se me podría reprochar que no soy razonable y que, si miro lo que yo tengo y qué vida puedo vivir con ello, si dejo de buscar comparaciones con los más afortunados y si dejo de evitar comparaciones con los más desgraciados, captaré enseguida que me sobran motivos para sentirme bien satisfecho, ya que soy libre para manejar mi vida y elegir entre una multitud de opciones vitales importantes30. Así concluye Frankfurt: “Si una persona tiene recursos suficientes para proveer a la satisfacción de sus necesidades y sus intereses, sus recursos son completamente adecuados; su 29 Ibid., p. 48. Similarmente, Huseby propone que el mínimo nivel de bienestar viene dado por aquel con el que una persona está contenta, teniendo en cuenta que contenta no significa ausencia de todo deseo de tener más, sino “satisfacción con la calidad en general de su vida” (Robert Huseby, Sufficiency: Restated and Defended”, cit., p. 181). 30 En verdad Frankfurt no lo explica así y no aclara mucho su tesis. Dice: “Hay dos tipos de circunstancias en las la cantidad de dinero que una persona tiene es suficiente; es decir, en las que más dinero no le permitiría ser significativamente menos desdichado. Por un lado, puede suceder que una persona no sea en modo alguno desdichada: no padece ningún grado apreciable de angustia o insatisfacción con su vida. Por otro lado, puede suceder que aunque una persona sea infeliz por cómo su vida transcurre, el tener más dinero no le aliviaría los inconvenientes resultantes de su infelicidad”, como pasa, por ejemplo, si alguien está enamorado y no es correspondido (Ibid, p. 50). 54     adecuación no depende adicionalmente de cuántos sean los recursos poseídos por otras personas”31. 4. sobre el significado de los derechos sociales y el estado social Como segunda parte, quisiera brevemente plantear cuál es la relación entre igualdad, por una parte, y Estado social y derechos sociales, por otra. Dicho de otra manera, lo que me pregunto es si el Estado social de Derecho, con el que nuestra Constitución compromete a España desde su artículo 1, y los derechos sociales, también constitucionalmente acogidos, ligan necesariamente a nuestro Estado con alguno de los mencionados modelos de justicia social y, más particularmente, con algún tipo de planteamiento igualitarista. Los puntos de partida, bien conocidos, pueden ser sucintamente enumerados, por referencia a preceptos de nuestra Constitución. - El art. 1.1 CE dice que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. - Art. 9.2 CE: “Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”. - Art. 10.1 CE: “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la 31 Ibid., p. 74. 55    : ,     personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”. - Art. 14 CE: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. - Art. 27 CE: derecho a la educación. - Art. 31.1 CE: “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”. Art. 31.2 CE: “El gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía”. - Art. 33.1 CE: “Se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia”. 33.2: “La función social de estos derechos delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes”. 33.3: “Nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad con lo dispuesto por las leyes”. - Art. 35.1 CE: “Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo”. - Art. 37.1: “La ley garantizará el derecho a la negociación colectiva laboral entre los representantes de los trabajadores y empresarios, así como la fuerza vinculante de los convenios”. 56     37.2: “Se reconoce el derecho de los trabajadores y empresarios a adoptar medidas de conflicto colectivo…”. - Art. 38 CE: “Se reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado. Los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación”. - Art. 41 CE: “Los poderes públicos mantendrán un régimen público de Seguridad Social para todos los ciudadanos que garantice la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad, especialmente en caso de desempleo. La asistencia y prestaciones complementarias serán libres”. - Art. 43.1: “Se reconoce el derecho a la protección de la salud”. Art. 43.2: “Compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios…”. - Art. 47: “Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación”. - Art. 49 CE: “Los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos f ísicos, sensoriales y psíquicos, a los que prestarán la atención especializada que requieran y los ampararán especialmente para el disfrute de los derechos que este Título otorga a todos los ciudadanos”. - Art. 50 CE: “Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad. Asimismo, y con independencia de las obligaciones familiares, 57    : ,     promoverán su bienestar mediante un sistema de servicios sociales que atenderán sus problemas específicos de salud, vivienda, cultura y ocio”. No son todos los preceptos que podrían tener relación con nuestro tema, pero son los más relevantes al respecto. Recordemos que hace un momento repasamos cuatro concepciones actuales de la justicia social o justicia distributiva, que eran la libertarista, la de justicia pautada, la igualitarista y la suficientista, y que dentro de las doctrinas igualitaristas diferenciamos entre igualitarismo radical, igualitarismo condicionado, igualitarismo de la suerte e igualitarismo de las oportunidades. Pues bien, lo que ahora quiero preguntarme es si el Estado social, tal como prototípicamente aparece pergeñado en la Constitución Española, está conceptual o pragmáticamente comprometido con alguna de esas concepciones de la justicia social o si, al menos, alguna de esas concepciones refleja los requisitos primigenios de un Estado social. Hay que empezar por unas elementales precisiones. Llamaré aquí Estado social a aquel que por imperativo constitucional está abocado a la protección y realización de los derechos sociales, como derechos fundamentales y al margen del tipo de garantías que para los derechos sociales u otros tipos de derechos fundamentales se dispongan. Y al hablar de derechos sociales estaré aludiendo exclusivamente a aquellos que aúnan las siguientes características: a) sirven a la satisfacción de alguna necesidad individual de las que podemos considerar necesidades básicas; b) al menos en lo que a ciertos ciudadanos se refiere, su satisfacción requiere directamente alguna acción positiva del Estado, no una mera abstención o tolerancia; c) esa acción positiva requerida tiene unos costes económicos que el Estado debe asumir, razón por la que la satisfacción de tales 58     derechos depende, entre otras cosas de la política fiscal y la capacidad recaudatoria del Estado. No pretendo indicar que solamente tenga sentido denominar derechos sociales a los que encajen en ese cuadro, sino que nada más que puntualizo que aquí me voy a referir tan solo a los que tengan esos caracteres. Fueran quedan otros que la doctrina, con buenas razones, suele incluir entre los derechos sociales, como el derecho a la sindicación, el derecho de libertad sindical o el derecho a la huelga, o como el derecho al medio ambiente, por ejemplo. 5. qué teoría de la Justicia distributiva presupone el estado social o con cuáles es compatible Hechas esas precisiones conceptuales y tomada la Constitución Española como patrón ejemplificativo del diseño de un Estado social, 32 pongamos en relación ese Estado social y las teorías de la justicia distributiva y veamos qué resulta. 5.1 Teorías libertaristas y Estado social Las teorías libertaristas son incompatibles con el Estado social. Esto es bien sabido y no merece la pena extenderse en explicaciones de sobra conocidas. El Estado mínimo o ultramínimo que reclaman y que sería un Estado sin más política fiscal y recaudadora que la imprescindible para mantener, si acaso, un exiguo servicio público de seguridad para la vida, la integridad f ísica, la libertad y la propiedad, es un Estado que por definición carecería de medios para financiar políticas públicas y servicios 32 Evidentemente, no entro aquí en el debate sobre cuánto se cumpla en la realidad de los hechos, en España, el modelo de Estado social constitucionalmente dibujado. 59    : ,     públicos que dieran satisfacción a derechos como el derecho a la educación, el derecho a la vivienda o el derecho a la sanidad. 5.2 Justicia pautada y Estado social Cualquier teoría de las que he llamado de justicia pautada tiene un carácter en cierto sentido formal y una función que nada más que puede ser complementaria de otros esquemas de distribución de los que impone el Estado social, con sus derechos sociales. Explicaré esto y comenzaré con un ejemplo. Si hablamos de fútbol y futbolistas y nos preguntamos cuál puede ser el sueldo adecuado para los futbolistas profesionales, podemos muy razonablemente proponer diversas pautas, como que cada uno cobre en proporción a los goles que meta, a los minutos que juegue durante el campeonato de liga, a su antigüedad en el equipo, a su edad, etc. Para fijar los sueldos, pautas así podrían también combinarse. Pero, sea como sea, lo que esos patrones no resuelven son cuestiones como la de cuántas deben ser las vacaciones anuales de los futbolistas, cuáles sus horarios máximos de entrenamiento o qué tipo de seguro de salud hayan de tener. Muy similarmente, tiene perfecto sentido que opinemos que, en términos generales, el nivel de riqueza o de bienestar de los ciudadanos debería ser proporcional a cosas tales como su trabajo y esfuerzo, su aportación a la riqueza colectiva o su mérito. Pero no parece nada razonable que pensemos que cualquiera de esas pautas ha de gobernar el derecho a la educación o el derecho a la sanidad, de manera que los tengan satisfechos en mayor medida los que más trabajen o más méritos acumulen33. Por ejemplo, que se diga que el derecho de 33 En ese sentido, y refiriéndose al criterio del mérito como guía de la justicia distributiva, dice Macleod que los defensores de tal criterio pueden 60     un niño a recibir de la sanidad pública un tratamiento contra la leucemia depende de cuánto de laborioso sea ese niño o de cuánto hayan trabajado sus padres o de cuáles sean los méritos de esos progenitores. O que se opine que la calidad de la educación pública que se proporcione a un niño pobre tiene que depender de cuánto de esmerados o perezosos o de activos o apáticos sean sus familiares. Así pues, las teorías de la justicia pautada ofrecen útiles criterios de distribución social y a mí, particularmente, me agrada mucho la que usa el mérito como referente primero, pero esas teorías nada resuelven en relación con los derechos sociales. En otras palabras, y con algo más de precisión, las teorías de justicia pautada pueden tener aplicación allí donde los derechos sociales ya están satisfechos al menos en el grado mínimo razonablemente requerido en un Estado democrático real, y se refieren a lo que podríamos denominar el reparto de los excedentes; es decir, a la distribución de la riqueza que resta una vez que se han detraído los medios económicos necesarios para dar satisfacción a los derechos sociales. Pues, como ya se ha dicho, toda pretensión de que una de esas pautas de justa distribución (a cada cual según su trabajo, su mérito, su esfuerzo…) gobierne también el grado de realización de los derechos sociales para cada cual conduce a absurdos y a flagrantes desigualdades de trato que niegan la esencia misma de esos derechos. 5.3 Igualitarismo y Estado social Veamos ahora la relación entre teorías igualitaristas y Estado social. presentarlo como único metro de la distribución o como un elemento a tomar en cuenta en la distribución, y tal autor considera rechazable el primero de tales enfoques. Vid. Alistair M. Macleod, “Distributive Justice and Desert”, Journal of Social Philosophy, 36, 2005, p. 422. 61    : ,     5.3.1 Igualitarismo radical y Estado social El Estado social y democrático de Derecho, tal como, entre muchas, aparece perfilado en la Constitución Española, no es un Estado que apueste por el igualitarismo radical; bien al contrario. Por mucho que la igualdad se mencione en el art. 1.1 como valor superior del ordenamiento jurídico y que en el art. 9.2 se diga que “corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas” y “remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud”, la Constitución está presuponiendo una sociedad en la que hay desigualdades económicas, en la que esas desigualdades no son ilegítimas y en la que, además, cualquier política para suprimirlas radicalmente e imponer la equiparación económica supondría la vulneración de derechos constitucionalmente protegidos. Ningún ciudadano español tiene reconocido un derecho a que otros conciudadanos no tengan más dinero o más bienes que él, pero sí está constitucionalmente amparado el derecho de cada uno a no ser privado de lo que legítimamente es suyo y por causa solamente de igualación de la riqueza entre todos. Es claro al respecto y apenas necesita comentario el art. 33 de la Constitución, con su reconocimiento del derecho a la propiedad privada. Se matiza que tiene ese derecho una función social, ciertamente, pero que para que alguien pueda ser privado de lo que es de su propiedad se requiere “causa justificada de utilidad pública o interés social” y, además, deberá ser indemnizado. Por consiguiente, mecanismos como el de la expropiación para nada se justificarían como vías para disminuir la desigualdad económica y, si van acompañados de justiprecio, tampoco sirven a ese objetivo cuando se usan por motivos genuinos de utilidad pública o interés social. Reparemos también en que la Constitución está presuponiendo y tácitamente admitiendo 62     la desigualdad en riqueza cuando dice cosas tales como que el sistema tributario ha de tener carácter progresivo (art. 31.1 CE). Lo anterior suena obvio, pero quisiera mantener una tesis adicional, que puede parecer más discutible: un Estado no es más social por el mero hecho de que sean menores las diferencias económicas entre sus ciudadanos. Por supuesto, podemos definir estipulativamente Estado social como aquel Estado en el que no hay diferencias económicas entre los ciudadanos o en el que tales diferencias no sobrepasen un determinado umbral. Pero ni es esa la noción habitual de Estado social ni se sigue que constituciones como la española presupongan una idea de ese estilo cuando califican como social el Estado constitucional que organizan. Más común y razonable parece caracterizar el Estado social como aquel en el que se da satisfacción a los derechos sociales, sean los que aquí estamos considerando y que implican acciones positivas y costes directos para el Estado, sean esos otros como los derechos fundamentales de los trabajadores (sindicación, huelga, negociación colectiva, descanso, etc.). Bastaría remitirse a ejemplos del estilo de los que hace un rato se mencionaron, pero usemos alguno más. Imaginemos que el grado de satisfacción de los derechos sociales se puede calificar en una escala entre 0 y 1 y que el umbral mínimo razonable (en un Estado E en un tiempo T) se coloca en 0,4 . El nivel de riqueza de los ciudadanos se representa en una escala de 0 a 10. Ahora comparemos los estados Ex y Ey. - En Ex los derechos sociales están satisfechos en 0,4 (nadie ve realizados sus derechos en medida menor) y los márgenes de riqueza se mueven entre 3 y 9. - En Ey los derechos sociales están satisfechos en 0,3 (nadie ve realizados sus derechos en medida menor) y los márgenes de riqueza se mueven entre 3 y 5. 63    : ,     Creo que se puede acordar que tiene más de Estado social Ex, aunque en él la desigualdad sea mucho mayor. Con todo, el debate podría ser más interesante con una comparación como esta otra: En los estados Ew y Ez el grado de satisfacción de los derechos sociales es el mismo, pongamos que 0,4 (o cualquier otra magnitud por encima del mínimo asumible), pero en Ew la riqueza de sus ciudadanos oscila entre 5 de unos y 7 de otros, mientras que en Ez varía entre 5 y 9. ¿Podríamos pensar que es más social el Estado Ew que el Estado Ez porque es menor la desigualdad de riqueza en Ew, siendo idéntica la satisfacción de los derechos sociales en ambos? Me parece que no hay ninguna razón para afirmar tal cosa. Habría que preguntarse cuáles son las razones para preferir que los que tienen más tengan menos (7 en vez de 9), permaneciendo igual lo que tienen los que tienen menos (tienen 5 en todo caso). Podría aducirse que de nuevo el ejemplo es sesgado y que lo que hay que hacer es sumar a lo que tienen los más pobres lo que se quita a los más ricos. Es decir, la comparación habría de ser entre Ex (3 y 9) y un Estado Ew´ en el que los 4 de menos que tienen los más ricos se suman a los 3 que tenían los más pobres o, al menos, procurando que se quite a los más ricos en la medida justa para que los otros tengan lo mismo. Lo anterior tiene un problema “constitucional”, por así decir, un problema de derechos: ¿con qué argumento se podría justificar en nuestros estados constitucionales el que se quitara a los más ricos de lo que es suyo en medida mayor de la necesaria para la satisfacción de los derechos sociales de los otros, y puesto que no hemos visto en ese ejemplo que los derechos sociales mejoren, y por el único motivo de reducir la desigualdad económica? 64     5.3.2 Igualitarismo condicionado y Estado social El igualitarismo condicionado, del que el claro modelo se expone en la Teoría de la justicia de John Rawls, tampoco parece que pueda tener fácil encaje en un Estado social como el que se dibuja en la Constitución española y tantas otras de esta época. Sin duda estas constituciones amparan los derechos de libertad y, como luego veremos, dan importancia grande a la igualdad de oportunidades, pero el problema surge respecto del principio de diferencia. Recordemos que con dicho principio de justicia se refiere Rawls a que las desigualdades económicas sólo serán admisibles allí donde, además de darse la igualdad de oportunidades para el acceso a las distintas posiciones, se pueda acreditar que los que menos tienen, en la sociedad desigual de que se trate, tienen ahí más de lo que tendrían si en esa misma sociedad rigiera una distribución plenamente igualitaria. Qué duda cabe de que en sede teórica las tesis de Rawls plantean un reto interesantísimo, gracias antes que nada a su sofisticada y original fundamentación. De ninguna manera pretendo poner en solfa la enorme importancia de Rawls para la filosof ía política contemporánea, pero sí sostengo que su principio de diferencia tiene complicado acomodo en los esquemas constitucionales de hoy, tanto por razones operativas como por razones normativas. Por razones operativas, porque es quimérico el cálculo de cómo estarían los más pobres o menos aventajados de nuestros estados si estos mismos estados y en este mismo tiempo se organizaran con un reparto totalmente igual de la riqueza, de los beneficios y las cargas. Si acaso, podría pensarse que hay un impulso teórico relevante para activar los mecanismos del Estado social y para hacer efectivos los derechos sociales, pues si se constatara que es muy alta la pobreza y el desvalimiento de alguna parte de la población, sería mucho más sencillo suponer 65    : ,     que esos ciudadanos vivirían mejor con un reparto igualitario de la riqueza. Aunque es engañoso jugar nada más que a imaginar distintos tipos de reparto de una cantidad global constante de riqueza, pues siempre restará la molesta duda de si el monto total de riqueza generada puede ser el mismo en una sociedad desigual y fuertemente competitiva bajo esquemas de libertad de mercado y en una sociedad igualitaria en la que la mano bien visible del Estado reemplace a la famosa mano invisible del mercado. Las experiencias habidas hasta hoy no son muy estimulantes ni invitan al optimismo. Además, las comparaciones siempre pueden hacerse en dos direcciones. Pongamos que el Estado E es no igualitario y tiene un 5% de la población en situación de pobreza extrema, mientras que un 1% de sus pobladores son sumamente ricos. Igual que puede razonablemente pensarse que ese 5% viviría mejor bajo una pauta de distribución perfectamente igualitaria, también se puede razonar verosímilmente que viviría igual de bien o mejor todavía bajo una diferente pauta de distribución no igualitaria e, incluso, aunque ese 1% de los muy ricos fuera más rico aún. Debido a razones normativas, el principio de diferencia rawlsiano es de muy complicado encuadre en nuestros esquemas constitucionales, por los mismos motivos que hace un momento expuse al referirme al igualitarismo radical. No perdamos de vista que lo que podríamos llamar la distribución por defecto en Rawls es la distribución igualitaria, por lo que toda alternativa a la igual distribución tiene que justificarse mostrando que tiene superiores rendimientos para los más desfavorecidos en ella. Ese igualitarismo condicionado rawlsiano halla su más fuerte fundamento en la idea de que los dones, capacidades y méritos de cada individuo son resultado del puro azar, de las loterías de la vida, empezando por la lotería natural. Que alguien haga legalmente fortuna aprovechando su gran inteligencia, su 66     laboriosidad y el empuje de su carácter no convierte tal fortuna en merecida, ya que tener esos dones que la han hecho posible no es mérito del sujeto, sino fruto del azar, del azar por el que sujeto nació así y no con menores aptitudes o con serias incapacidades. En consecuencia, al socializar lo que es de los que tienen más, en el fondo nada merecidamente suyo se les quita, ya que el mérito no es atributo individual, sino patrimonio común. Cuando el azar natural repartió las cartas, a unos le tocaron mejores y a otros peores, pero la baraja es de todos y los resultados de la partida entre todos se pueden distribuir a partes iguales, sin que ello suponga merma de los derechos morales de nadie. Ese enfoque no casa con el respeto que la Constitución exige para la propiedad privada (art. 33 CE) y para “la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado” (art. 38 CE), entre otras cosas. 5.3.3 Igualitarismo de la suerte y Estado social El luck egalitarianism o igualitarismo de la suerte es una doctrina tan apasionante en la teoría como imprecisa o inviable a la hora de regir la práctica. Sabemos que el núcleo del enfoque es que todos debemos estar protegidos frente a los perjuicios o desgracias derivados del azar, de sucesos o eventos que no están bajo nuestro control, pero que cada cual debe cargar con su suerte cuando los males derivan de decisiones responsables suyas. El régimen por defecto me parece que vuelve a ser el de igualdad, al menos como igualdad de oportunidades. Puesto que nadie tiene culpa o es responsable de los resultados de la lotería natural (haber nacido con unos dones o atributos o con otros) y de la lotería social (haber venido al mundo en una u otra cuna, en tal o cual ambiente favorable o desfavorable, propicio o problemático), procede igualarnos a todos, y eso solo podrá hacerse compensando a los más desfavorecidos por la suerte y a costa de restar de los más afortunados. Detengámonos un instante en este punto. 67    : ,     En una escala de 0 a 10 y como resultado puramente de la brute luck, A tiene 1 y B tiene 9. Lo apropiado será compensar a A, igualándolo, puesto que no merece estar por debajo, debido a que su mala suerte no fue merecida, no fue responsabilidad suya. Pero esa compensación que supone transferir a A hasta un máximo de 4, para que queden todos igualados en 5, o, al menos, lo necesario para igualar las oportunidades de todos, se tiene que hacer con cargo a B. Como lo que se reparte no es maná ni se trata de que el Estado haga girar la manivela para fabricare billetes, aquello que se suma a unos se les resta a otros34. No estoy aquí insinuando, al estilo “libertarista”, que eso sea por sí necesariamente ilegítimo, sino que nada más que puede ser así. Y lo que podría retadoramente pensarse es que igual que los A no son culpables de su mala suerte, los B ni son “culpables” de la suya ni, sobre todo, son culpables o responsables de la mala suerte de los A, como para que tengan que pagar por ella35. De todos modos, no se debe olvidar que el origen de las teorías del luck egalitarianism está en una corrección o matización de la teoría de Rawls, con la que comparte lo referido a la lotería natural y la lotería social. Lo que diferencia ambas doctrinas es lo que se refiere a la option luck o suerte debida a factores bajo control del sujeto y de cuyos riesgos puede el sujeto considerarse responsable. Supóngase que A y B han sido igualados en el arranque y que (en una escala de 0 a 10) ambos poseen 5. A es prudente e invierte con tino y cuidado sus bienes en actividades productivas 34 Y se produce así una transferencia del impacto de la suerte. Muy aguda y sugerentemente está expuesta esta cuestión en Olof Page Depolo, “Igualdad, suerte y responsabilidad”, cit., pp. 168-169. 35 Para el igualitarismo de la suerte “no es injusto que algunos tengan más que otros de resultas de su buena suerte” (Kasper Lippert-Rasmussen, Luck Egalitarianism, cit., p. 4). 68     y bastante seguras, y le va bien, de modo que pasa de 5 a 8. B tiene una fuerte propensión al juego, arriesga lo que posee en los juegos de casino y pierde mucho, con lo que se queda en 2. Como esa diferencia ya no se debió a brute luck o suerte incontrolable, sino a option luck, como es el resultado de decisiones del sujeto que estaban bajo su control, la desigualdad que entre A y B ha surgido ya no tiene por qué ser compensada. El luck egalitarianism es posiblemente la teoría de la justicia social sobre la que más se ha escrito en las últimas dos o tres décadas. Los debates han sido variados y las críticas y objeciones, abundantes. No haré aquí ni siquiera un resumen de las críticas al uso, sino que mencionaré nada más que otras tres cuestiones. En primer lugar, resulta muy dif ícil marcar la frontera entre resultados puramente azarosos y resultados sobre los que se tiene alguna responsabilidad. En principio, es claro que yo no tengo ningún control sobre los terremotos y que si un terremoto derriba mi casa yo no soy responsable de tal consecuencia, por lo que, según el igualitarismo de la suerte, debería ser compensado. Ahora bien, quizá el terremoto ocurrió en una zona de alta actividad sísmica en la que ha habido antes unos cuantos seísmos fuertemente destructivos, pese a lo cual yo elegí vivir y hacer mi casa allí, pudiendo tranquilamente y sin mayor perjuicio haberme ido a zona mucho más segura y sin antecedentes de movimientos telúricos preocupantes. ¿Se me debe compensar igualmente o hay que descender al detalle y ver cuánta proporción de responsabilidad o control de cada uno existe en cada caso? Volvamos ahora a A y B, los del ejemplo de hace un par de párrafos. B decidió jugarse su dinero a la ruleta. Podía haber ganado un montón, pero perdió mucho. B decidió quizá invertir en acciones de una empresa tecnológica o de un banco. También él asumió riesgos, pues a veces tales empresas se hunden o el valor 69    : ,     de sus acciones cae en picado. Si B hubiera tenido gran suerte en el juego y hubiera ganado hasta 8 y A se hubiera arruinado con su actividad empresarial o inversora y hubiera bajado a 2, ¿debería A ser compensado? Si decimos que no, necesitaríamos elaborar una buena teoría de los tipos de riesgos y de los niveles de riesgo que se vinculan a la brute luck (y, por tanto, a la justificación para compensar las pérdidas o perjuicios) y a la option luck (no siendo ahí compensables las pérdidas o perjuicios). Si contestamos que sí habría que compensar a A en el supuesto descrito, tendríamos también que trazar el límite entre una inversión razonable y una inversión imprudente, tan imprudente como para que pueda pensarse que meter el dinero en eso es tan incierto como jugárselo a la ruleta. ¿Y si A hubiera echado a suertes en qué empresa de las que cotizan en Bolsa metía su capital? La casuística puede ser infinita y con cada cuestión se delata más y más la imprecisión y la dif ícil operatividad del luck egalitarianism. No olvidemos un detalle más, este muy destacado en las críticas más habituales a esta doctrina. Al elaborar el ejemplo, he dicho que B tenía una fuerte propensión al juego y arriesgó sus recursos económicos en el casino. Si hay algún tipo de determinación genética, psíquica, ambiental o similar y tal determinación hace que la decisión de B no esté enteramente o preferentemente bajo su control, en verdad B no habría sido víctima de option luck, sino de brute luck, y en ese caso merecería que el Estado le compensase por sus pérdidas en el juego. Y si, de una manera mucho más pedestre, proclamamos que hace falta ser muy tonto para jugarse la fortuna de ese modo y que B la arriesga porque es así de tonto, estamos expresando lo mismo, pues nadie elige propiamente ser tonto o torpe ni tiene ninguno la responsabilidad por su propia estulticia o torpeza, sino que con eso se viene “de fábrica”, si se me permite la expresión. A lo que se agrega que igual que puede ser ajeno al control subjetivo lo que lleva a uno a hacer malas elecciones, igual de azaroso y 70     de pura suerte puede ser el que otro posea habilidades o talento para hacer elecciones buenas36. Adicionalmente, hay un problema si incorporamos al razonamiento la situación de las generaciones siguientes. Quedamos en que A ha quedado en 8 por ser un inversor muy ponderado y prudente y que B se ha hundido a 2, por jugarse sus recursos en la ruleta. Aceptemos que, por haber sido B víctima de la option luck, responsable de su suerte, no hay por qué indemnizarlo con cargo a A. Ahora añadamos que A y B tienen un hijo cada uno. B muere treinta años antes que A. El hijo de B queda en la pobreza y él ninguna culpa tiene de la mala cabeza con que su padre gestionó la vida. Para el hijo de B tener 2 es brute luck. Así que al hijo de B habrá que compensarlo y tendrá que ser con cargo a A, de manera que, idealmente, pasen a 5 tanto el hijo de B como A (y el hijo de A). Esto dará lugar a perplejidades como las que surgen de lo siguiente: - A los efectos, para A viene a resultar como si tuviera que pagar por la mala suerte electiva u option luck de B, sin bien no le paga a B, sino al hijo de B. Con una paradoja más, ya que el que A tenga que compensar al hijo de B por los efectos de la suerte electiva de B dependerá de un elemento de brute luck, de puro azar: que B muera. - El hijo de A ha sido víctima de la mera casualidad, de brute luck. Desde luego, él no es responsable ni tenía control alguno sobre los hechos que determinaron que en lugar de heredar de su padre 8 le toque heredar 5: que B fuera un jugador y perdiera y que B se muriera antes que el padre de A. Aunque, ciertamente, si B y A se hubieran muerto a la vez, sería el hijo de A el que tendría que compensar al hijo de B y aunque ninguna culpa tenga el hijo de A de la pobreza del hijo de B. 36 Sobre esto, George Sher, “Talents and Choices”, Noûs, 46, 2012, pp. 402ss. 71    : ,     En realidad, lo que estamos mostrando es que todas las desigualdades que permite el luck egalitarianism son desigualdades nada más que provisionales o temporales y están llamadas a le re-igualación, al menos en la generación siguiente. Y que, para la generación siguiente, los eventos de esa re-igualación suponen brute luck. De lo que se desprendería, también por este lado, que todo el mundo está a merced del azar, que de ese azar determinante forma parte lo que los demás hagan con su vida y sus decisiones y que, a la hora de la verdad, por mucho que yo tome las mejores decisiones, no tendré lo que por mi buena cabeza merezco, ya que se me habrá de quitar no solo lo que sirva para compensar a los que han tenido mala suerte del todo (a la víctima del terremoto, por ejemplo), sino también a los que han tenido la mala suerte de que sus progenitores y demás personas de las que su destino depende no hayan sido tan prudentes como yo o hayan sido unos necios. Veamos la tercera objeción, más directamente relacionada con nuestro tema del Estado social y los derechos sociales. Ciñámonos nada más que al ejemplo de A y B, otra vez sin hijos. Supongamos que el umbral de pobreza está en 3 y que con menos de 3 no le es posible a un ciudadano pagarse una vivienda digna, una educación apropiada o una atención sanitaria que garantice dignamente el derecho a la salud. Sabemos que, por sus malas decisiones y su vicio, B tiene 2, mientras que, por el mérito de su buen decidir (o por su buena suerte), A tiene 8. Como las pérdidas de B, que ha pasado de 5 a 2, son fruto de option luck y no de brute luck, no deben ser compensadas, según el luck egalitarianism. Entonces, puesto que no hay por qué compensar a B y dado que B no puede por sí financiarse vivienda, educación o sanidad, habremos de decir que a B no hay por qué satisfacerle esos derechos sociales. Pues si se le satisfacen, habrá de ser a cargo de A, en cuyo caso A estaría compensando a B por los resultados de su mala suerte electiva. En otras palabras, si los derechos sociales son derechos 72     universales, derechos de cada ciudadano del Estado y que a todo ciudadano del Estado se le han de hacer efectivos (al menos si no puede por sí pagarse las correspondientes prestaciones), el luck egalitarianism o es una doctrina incongruente (si admite que A financie los derechos sociales de B) o es una doctrina incompatible con el Estado social. 5.3.4 Justicia como igualdad de oportunidades y Estado social Se ha dicho, con bastante razón que “probablemente, la concepción de la justicia más ampliamente defendida en las sociedades avanzadas es la de la igualdad de oportunidades”37. En la sociedad donde rigiera una distribución igualitaria de los bienes materiales, estaría por definición excluida la oportunidad de que uno pudiera tener más que otro, sin perjuicio de que pudiera quizá cada cual tener la oportunidad para ser una cosa u otra (músico, escritor, fontanero, monje de clausura, cultivador de la vida contemplativa…). Cuando en teoría de la justicia se habla de igualdad de oportunidades, se presupone que hay en la sociedad puestos desiguales entre los que se produce un reparto diferente de bienes. Es decir, el nivel de riqueza o ingresos de la población se mueve en una cierta escala y hay quienes tienen más que otros, sea cual sea el criterio de reparto que se emplee (asignaciones por la mano invisible del mercado, un criterio de justicia pautada -a cada uno según su X- , un sistema de respeto a la legítima adquisición de la propiedad, etc.; o una combinación de varios). Sentado ese presupuesto de que en la sociedad no rige una distribución igualitaria de bienes, lo que el principio de igualdad 37 John E. Roemer, “Equality of Opportunity: A Progress Report”, Social Choice and Welfare, 19, 2002, p. 455. 73    : ,     de oportunidades demanda es que esos distintos lugares en el reparto sean accesibles a todos los ciudadanos bajo idénticas condiciones competitivas38, lo que implica que: - Ha de estar eliminada toda discriminación jurídico-formal. No puede haber normas que excluyan de algunos de los puestos a ciudadanos que posean o no posean ciertas características sobre las que ellos no tengan control. Por ejemplo, se podrá excluir de ser notario a quien no tenga la carrera de Derecho, pero no a quien sea mujer u hombre o blanco o negro, etc. - Ha de estar excluida toda discriminación material de origen social que fácticamente haga imposible para alguna persona o grupo acceder a cualquiera de los puestos, de modo que la posibilidad formal o jurídica de todos no se combine con la imposibilidad material de algunos debido a causas sociales. Por ejemplo, si formalmente a nadie le está vedado ser notario o presidente del consejo de administración de un banco o presidente de la nación, pero para alcanzar esos puestos se requiere una seria formación universitaria y los X (las mujeres, los hombres, los gitanos, los mormones, los homosexuales, los campesinos, los hijos de obreros…) no tienen posibilidad material de conseguir tal educación, porque no se le pueden pagar y porque el Estado no compensa esa carencia económica impeditiva, no existirá igualdad de oportunidades. 38 Así explica Arneson lo que la igualdad de oportunidades supone: “when an age cohort reaches the onset of responsable adulthood, they enjoy equal opportunity for welfare when for each of them, the best sequence of choices that it would be reasonable to expect the person to follow would yield the same expected welfare for all, the second-best sequence of choices would also yield the same expected welfare for all, and so on through the array of lifetime choice sequences each faces” (Richard J. Arneson, “Equality of Opportunity for Welfare Defended and Recanted”, Journal of Political Philosophy, 7, 1999, p. 488). 74     En realidad, en lo que a tales condiciones materiales se refiere, las oportunidades no dependen generalmente de factores aislados, sino de conjuntos o ramilletes de factores. Rarísimamente habrá alguien que no tenga posibilidad económica de estudiar, pero que sí cuente con una vivienda digna, una buena atención sanitaria y posibilidad de desempeñar un trabajo dignamente y con remuneración apropiada. Es el conjunto de pobreza, falta de vivienda apropiada, condiciones sanitarias insuficientes, falta de garantías laborales y dif ícil acceso a una buena educación lo que a algunas personas excluye de la competición igualitaria y con fair play por los mejores puestos. Es fácil captar el sentido de esta noción de igualdad de oportunidades que manejo si usamos la imagen de una carrera olímpica. Se corren los mil metros lisos en las olimpiadas. Cada corredor sale de un punto que está exactamente a mil metros de la meta, la calle de la que cada uno arranca está en las mismas condiciones que las otras y ninguno es obligado a correr con un calzado peor o con las manos atadas, por ejemplo. El que gane se llevará la medalla de oro, el segundo la de plata y el tercero la de bronce. Los premios son desiguales, pero, aceptado eso, el reparto se considera justo porque se ha competido bajo esas condiciones de igualdad. Ganará el que tenga las mejores cualidades atléticas y más haya entrenado, pero eso ya no se considera óbice para la asignación desigual de premios, aun cuando nadie es dueño o responsable de haber nacido con mejores o peores aptitudes para el atletismo o con más voluntad para entrenarse. No hay igualdad de oportunidades si, al dar el juez de pista la señal de salida, de esos corredores en la competición de mil metros lisos, unos salen a una distancia de mil quinientos metros de la meta y otros parten a cien metros de ella. Para que las oportunidades de ganar se equiparen, en lo que a las condiciones de la competición (y no a las condiciones subjetivas de los 75    : ,     competidores, como su tipo de musculación o su capacidad de entrenamiento) se refiere, aquel que está a cien metros de la meta debe ser atrasado hasta el punto debido, y al que se halla a mil quinientos metros hay que avanzarlo medio kilómetro. Apenas hará falta que expresemos cómo sería en lo que a la competición social por los distintos puestos se refiere. Los mecanismos para que un Estado vele por la igualdad de oportunidades son dos, como corresponde a esa doble dimensión que se ha indicado. Por una parte, se ha de eliminar toda discriminación jurídica de personas y grupos. Eso es lo que pretenden las cláusulas de igualdad ante la ley (y en la aplicación de la ley) que figuran en preceptos como el art. 14 de la Constitución española. Por otra parte, el Estado tendrá que ofrecer a los que carezcan de medios económicos suficientes aquellas condiciones cuya ausencia se traduce en exclusión o en seria desigualdad competitiva: alimento, vivienda, salud, educación… Es decir, satisfacción de los derechos sociales. Fuera de una hipotética sociedad perfectamente igualitaria en el reparto, en la que por definición las oportunidades de tener más no existen, no es pensable la igualdad de oportunidades sin garantía de satisfacción de los derechos sociales. Y donde falte la igualdad de oportunidades se vicia cualquier criterio de justicia en la distribución que no sea, tal vez, el que propugna el libertarismo más extremo. Porque no tiene apenas sentido que, por ejemplo, tratemos de aplicar un reparto en proporción al mérito allí donde no todos cuentan con la misma posibilidad de hacer ciertos méritos o de hacerlos valer; o no cabría una pauta de distribución según el trabajo cuando algunos están en verdad excluidos de los canales normales y oficiales del trabajo. Y así sucesivamente. Tampoco un igualitarismo de la suerte tendría sentido en una sociedad en la que algunos carecen prácticamente de toda posibilidad de influir con sus decisiones libres sobre 76     su propio destino y siendo este destino suyo una especie de condena impuesta desde fuera y sin remisión posible, al modo de incontrolable azar o brute luck. Sin igualdad de oportunidades cualquier sociedad se torna estamental o sociedad poco menos que de castas, digan lo que digan el Código Civil o la Constitución sobre el igual derecho de todos a regirse en libertad y a no ser formalmente excluidos de nada. Es evidente, pues, la estrecha relación entre igualdad de oportunidades y Estado social, pues en el Estado social se excluye la discriminación jurídica y se consagran derechos sociales que, en la práctica de la competición en el seno de una sociedad con repartos no igualitarios, deben servir para que ninguno esté de antemano excluido o en peor condición para llegar a las mejores posiciones. De eso seguramente está hablando el art. 9.2 CE cuando dice que “Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”. 5.4 Teorías del bienestar mínimo y Estado social En mi opinión, las doctrinas suficientistas, de la mano de la justicia como igualdad de oportunidades, constituyen la visión más acorde con el modelo de Estado social que aparece en constituciones como la española. El suficientismo indica que no hay Estado justo allí donde, existiendo recursos bastantes, no están atendidas las necesidades básicas de todos los ciudadanos. Y los derechos sociales vienen, precisamente, a dar a la satisfacción de esas necesidades primarias de cada individuo el estatuto de auténticos derechos individuales y reclamables ante el Estado, que es quien ha de realizar las correspondientes prestaciones. 77    : ,     El suficientismo no exige del Estado social que sea un Estado igualitario ni supone que es más social el Estado en el que hay mayor igualdad económica entre sus ciudadanos39, siempre que lo que cada uno tenga haya sido lícita y legítimamente obtenido. El suficientismo tiene, como antes se dijo, el problema de que no es fácil fijar cuánto sea ese mínimo que es condición de justicia. La teoría de los derechos sociales se topa con un problema similar, el de saber cuál es el grado de satisfacción de los mismos que ha de garantizarse y resultar exigible en un Estado social que en verdad quiera serlo. Pues bien, la combinación con la idea de igualdad de oportunidades da alguna pista interesante a ese respecto. Ciertamente, las oportunidades nunca podrán ser exactamente las mismas, idénticas, allí donde los repartos sociales no sean igualitarios. El más rico siempre podrá procurarse algo más que mejore su posición competitiva40. Pero la igualación absoluta de oportunidades forzaría a una igualación económica plena en la que, paradójicamente, son las oportunidades de ascenso social las que por definición se excluyen, seguramente con los 39 Hasta la mejor doctrina suele mantenerse en la indefinición o en un cierto equívoco a este respecto. Así lo apreciamos por ejemplo en el siguiente fragmento de Abramovich y Courtis: “Ciertamente, un rasgo común de la regulación jurídica de los ámbitos moldeados a partir del modelo de derecho social es la utilización del poder del Estado, con el propósito de equilibrar situaciones de disparidad, -sea a partir del intento de garantizar estándares de vida mínimos, mejores oportunidades a grupos sociales postergados o de compensar las diferencias de poder en las relaciones entre particulares-. De ahí que el valor que generalmente se resalta cuando se habla de derechos sociales es la igualdad, en su vertiente material o fáctica” (Víctor Abramovich, Christian Courtis, Los derechos sociales como derechos exigibles, Madrid, Trotta, 2002, pp. 56-57). 40 Por ejemplo, si dominar idiomas mejora las expectativas de ascenso social, el rico siempre podrá pagarse más viajes a los países donde se hable y se pueda practicar el idioma que está tratando de aprender. 78     perjuicios colectivos, para todos, que acarrea la falta de estímulo económico de los ciudadanos. La igualdad de oportunidades exige, eso sí, que se liquiden las exclusiones tanto formales como materiales, entendiendo que es víctima de una exclusión material quien, por no tener mínimamente satisfechas sus necesidades básicas carece de toda posibilidad de competir por las posiciones más ventajosas con probabilidades serias de alcanzarlas. Dado que no está descartado que las oportunidades de los más ricos sean mejores, como consecuencia de que siempre cuentan con recursos adicionales frente a los menos ricos, podemos pensar en una especie de principio de compensación en lo que tiene que ver con la satisfacción de las necesidades básicas de los más pobres por la vía de los derechos sociales. Ese principio de compensación podría enunciarse así: los servicios que el Estado brinde para satisfacer derechos sociales deben ser de una calidad no inferior al promedio de calidad de los servicios privados que los más favorecidos económicamente puedan contratar. Por ejemplo, si en una escala de 1 a 10 la calidad media de los colegios privados y de la atención médica privada está en 7, ese es el umbral del que no puede bajar la calidad de los colegios públicos o de la atención médica pública41. Sólo de esa manera 41 Con este principio se da satisfacción también al llamado problema de la saciabilidad de los derechos sociales. Se ha dicho a veces que los derechos sociales son “insaciables” porque siempre cabe demandar “más bienes y servicios y mejores resultados”, con lo que nunca podrían ser plenamente satisfechos y los recursos a ellos destinados tendrían que ser potencialmente ilimitados (Leticia Morales, Derechos sociales constitucionales y democracia, Madrid, Marcial Pons, 2015, p. 92). Como dice Leticia Morales, “[p]oner el acento en esta cuestión para distinguir entre naturalezas de derechos es incorrecto porque nada impediría establecer un criterio de satisfacción (o criterio de saciabilidad) de las exigencias positivas que surgen de ciertos derechos sociales. La justificación del límite hasta el cual se deben destinar recursos para satisfacerlas dependerá de los argumentos normativos que sustenten el criterio. Sin embargo, 79    : ,     la desigualdad no se traducirá en una discriminación que haga inviable la mínima igualdad de oportunidades compatible con el no igualitarismo. Un último matiz merece la pena comentar. Que esos derechos sociales sean universales por imperativo constitucional no quiere decir que el Estado haya de proporcionar gratuitamente los correspondientes servicios a todos los ciudadanos, sino meramente a todos los ciudadanos que no puedan pagarlos42. Un Estado no es social si el precio de la educación universitaria impide estudiar una carrera a algunos jóvenes que no disponen de los recursos necesarios, pero no deja de ser social ese Estado si a los más ricos de sus ciudadanos, a los Botín del lugar, pongamos por caso, les hace abonar el coste íntegro de la carrera en una universidad pública, en caso de que en ella quieran estudiar. Se puede añadir que ese Estado será más congruente y eficazmente social, pues no destinará recursos a financiar servicios de lo que los pueden pagar y podrá concentrar esos recursos para conseguir una mayor calidad de los servicios que se prestan a los menos pudientes. Un Estado en el que los costes de los servicios públicos que satisfacen derechos sociales sean idénticos para los más pobres y los más ricos y en el que, además, la parte más sustanciosa de la recaudación pública no se haga mediante impuestos directos, sino por vía de impuestos indirectos, es un Estado muy escasamente social43. su caracterización como saciables o insaciables no previene a que sea posible concebir conceptualmente que los derechos sociales imponen obligaciones a la satisfacción de cierto nivel de las exigencias sociales que encarnan” (ibid., pp. 92-93). 42 Cfr. Luigi Ferrajoli, Derechos y garantías. La ley del más débil, Madrid, Trotta, 4ª ed., 2004, pp. 46-47. 43 Una defensa de la progresividad de los impuestos en el marco de una concepción suficientista de la justicia distributiva puede verse en Gottfried Schweiger, “Taxation and the Duty to Alleviate Poverty”, en Helmut P. 80     6. sobre exigibilidad y garantía de los derechos sociales Es muy vasta la literatura actual sobre la posibilidad, conveniencia o necesidad de tratar los derechos sociales como derechos subjetivos garantizados y exigibles, de modo similar a como lo son los derechos fundamentales de otros tipos. No entraré en el análisis de las doctrinas en pugna ni en el cotejo de las variantes teóricas sobre el asunto, sino que únicamente trataré de explicitar cómo se podría enfocar tal cuestión desde la perspectiva que aquí he defendido, la de que el modelo de Estado social, que tiene en la satisfacción de los derechos sociales su eje, debe entenderse en cuanto exigencia de que todos tengan suficientemente satisfechas determinadas necesidades básicas, como fundamento para que puedan competir en una sociedad no igualitaria bajo condiciones de igualdad de oportunidades. Es variada la tipología de los derechos fundamentales y, en correspondencia, diferente es también el tipo de comportamiento que, para su efectividad, requieren de los poderes públicos, así como la clase de regulación que el Estado ha de brindar para su garantía. En primer lugar, hay derechos fundamentales que para ser efectivos requieren ante todo abstenciones del Estado, que el Estado no emita regulaciones represivas de ciertas conductas y que el Estado respete el ejercicio de esas conductas por los ciudadanos. Sería el caso de la libertad de expresión o la libertad de información. La libertad de información compromete al Estado a no regular positivamente la censura de las informaciones y a no permitir que cualesquiera grupos o sujetos por su cuenta ejerzan censura o limiten la libertad de informar. Gaisbauer, Gottfried Schweiger, Clemens Sedmak (eds.), Philosophical Explorations of Justice and Taxation. National and Global Issues, Cham, etc., Springer, 2015, pp. 41ss. 81    : ,     En segundo lugar, hay derechos que demandan regulaciones directas específicamente protectoras como condición de su eficacia. Aquí no es que el Estado deba dejar hacer e impedir que no se deje hacer, sino que en el hacer del Estado está una parte esencial de la posibilidad del derecho mismo. Es decir, debe el Estado producir normas que delimiten lo mejor posible el alcance de esos derechos y que permitan sancionar sus vulneraciones. Tal sucede, por ejemplo, con los derechos a la intimidad, a la inviolabilidad del domicilio, al secreto de las comunicaciones, al honor, etc. El contraste entre esas dos primeras clases de derechos parece claro. Así como los del primer tipo, los que exigen abstenciones represivas del Estado se satisfacen a base de que el Estado permita determinadas acciones, como expresarse con libertad o informar libremente, los del tipo segundo se tornan eficaces cuando hay una regulación legal que sanciona negativamente determinadas conductas de los sujetos, como puedan ser la intervención de las comunicaciones, la calumnia o injuria, la entrada no autorizada en domicilio ajeno, etc. Una tercera clase de derechos fundamentales viene constituida por los que solo pueden ser eficaces si el Estado produce determinadas normas constitutivas de instituciones y de ciertas prácticas. Es el caso del ramillete de derechos procesales que giran en torno al debido proceso judicial. Lo mismo vemos si pensamos en el modo como la efectiva protección de muchos derechos pide que se constituyan y se regulen instituciones como la policía. Por supuesto, el funcionamiento de tales instituciones públicas tiene unos costes económicos que se deben sufragar en todo o en su mayor parte con cargo al erario público. Los derechos fundamentales de esa tercera variante son puramente instrumentales de los otros, pues sin instituciones como las judiciales y sin una adecuada regulación de los procesos 82     judiciales, sería inviable la protección de derechos sustantivos como los de libertad de expresión o de información o el derecho al honor o al secreto de las comunicaciones. Igualmente, sin la constitución y adecuada regulación de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado no cabría la eficaz protección de derechos fundamentalísimos, los que amparan la vida, la propiedad y las libertades básicas. Por último, ciertos derechos son esencialmente prestacionales y su prestación corre de cuenta del Estado, al menos para quienes no puedan sufragar su coste individual. Tal sucede con los derechos sociales prototípicos, como el derecho a la educación44. 44 Bien clara es la diferencia que traza Ferrajoli, para quien los derechos de libertad “consisten en expectativas negativas a las que corresponden límites negativos”, mientras que los derechos sociales “a la inversa, consisten en expectativas positivas a las que corresponden vínculos positivos por parte de los poderes públicos”. Esto da lugar a dos posibles vicios: que existan normas infraconstitucionales contrarias a las prohibiciones constitucionales referidas a los derechos de libertad y que falten normas que permitan que se colmen esas expectativas positivas en que consisten los derechos sociales, que haya lagunas que impidan que se lleven a cabo las correspondientes prestaciones que satisfagan tales expectativas positivas (Luigi Ferrajoli, Derechos y garantías. La ley del más débil, cit., p. 24). Añade Ferrajoli en la misma obra lo que sigue: “Es indudable que la ciencia del derecho no ha elaborado aún —frente a las violaciones que derivan de la omisión de prestaciones— formas de garantía comparables en eficacia y sencillez a las previstas para los demás derechos fundamentales, tanto de libertad como de autonomía. A diferencia de estos últimos derechos, que asumen la forma de expectativas negativas frente a las que corresponde el deber de los poderes públicos de no hacer (o prohibiciones), los derechos sociales imponen deberes de hacer (u obligaciones). Su violación no se manifiesta por tanto, como en el caso de los de libertad, en la falta de validez de actos —legislativos, administrativos, o judiciales— que pueden ser anulados por vía jurisdiccional, sino en lagunas de disposiciones y/o carencias en las prestaciones que reclamarían medidas coercitivas no siempre accionables”. Pero puntualiza al mismo tiempo que “Ello no quiere decir que nunca se hayan elaborado técnicas de garantía para estos derechos, y 83    : ,     Bien mirado, en cierto sentido la diferencia entre las cuatro variedades de derechos que se acaban de señalar es una diferencia de grado. En todos los casos hay costes económicos para el Estado y en todos los casos se requiere una actividad reguladora del Estado. Los derechos que se hacen posibles si ciertas conductas (como la libre expresión o la libre información) no son reprimidas exigen del Estado una actividad de regulación y represión de la represión, valga la paradoja. Los derechos que solo pueden ser efectivos si hay regulaciones directa y específicamente protectoras, como pasa con el derecho a la intimidad o el derecho al honor, presuponen el coste de las regulaciones y el coste de la aplicación de esas regulaciones. Los derechos de la tercera clase son imprescindibles para el amparo de los anteriores y suponen los costes necesarios para mantener instituciones y aparatos como los judiciales, policiales, etc. Que los derechos sociales, a su vez, implican costes elevados es una obviedad irrebatible45. Pero si la conclusión es que todos los derechos suponen algún tipo de actividad protectora y, directa o indirectamente, alguna labor prestacional del Estado, las diferencias de los derechos sociales no son tan radicales. Para que sean efectivo mi derecho a la libertad de expresión, por ejemplo, el Estado ha de organizar instituciones competentes para declarar la ilicitud jurídica de la norma o práctica menos aun que sea irrelevante, no vinculante o puramente <<programático>> su reconocimiento constitucional como derechos” (ibid., p. 109). 45 Pero oigamos a Mark Tushnet: “The difference between the costs associated with enforcing first-generation rights and second-generation rights is not that the former are small and the latter large, but that the former are generally invisible because they are diffused across the society as a whole without figuring openly in government budgets, while the latter are immediately visible in budget statements” (Mark Tushnet, “Reflections on Judicial Enforcement of Social and Economic Rights in the TwentyFirst Century”, Nujs Law Review, 4, 2011, pp. 179-180). 84     institucional que me censure o reprima mi libertad expresiva que no dañe claramente derechos de otros; para hacer efectivos derechos míos como mi derecho al honor o a la inviolabilidad de mi domicilio tiene el Estado que montar todo un aparato judicial y represivo de las conductas vulneradoras de esos derechos. Resulta, pues, bastante evidente y generalmente admitido en nuestro tiempo que una justificación esencial de la existencia de instituciones del Estado como la judicial se halla en su servicio a la protección de los derechos de los ciudadanos, empezando por los derechos fundamentales. Podemos, pues, preguntarnos por qué en la enumeración de tipos de derechos fundamentales que en los párrafos anteriores hice, del modo usual se han puesto en tercer lugar, y no en cuarto, al final, los derechos procesales, el derecho a acceder a un sistema de Justicia y de acuerdo con las reglas del debido proceso. Al organizar así la clasificación, parece que se da por sentado que los derechos procesales sirven para dotar de efectividad a los derechos de los dos tipos anteriores, pero no así a los derechos sociales, por ser diferente la naturaleza sustantiva y, derivadamente, la naturaleza jurídica de estos. En otros términos, ¿por qué se consideran básicamente distintos el derecho de los ciudadanos al acceso a la Justicia y al debido proceso y el acceso a la educación? Costes económicos tiene tanto el sistema judicial público como el sistema educativo público46. Y al igual que la educación podría, en teoría, dejarse 46 Algo así señala Mark Tushnet cuando, al propugnar la protección judicial de los derechos económicos y sociales y rebatir la que llama objeción de la separación de poderes (que vendría a decir que los derechos sociales son puramente ideológicos y se mueven en un campo de intereses contrapuestos, por lo que suponen un grado de discrecionalidad que solo puede colmar la decisión política y nunca la decisión judicial), escribe lo siguiente: “The objections assumed that first-generation 85    : ,     exclusivamente en manos privadas y al albur del mercado, otro tanto cabría hacer con la resolución “judicial” de conflictos. ¿Por qué, pues, es menos “social” el derecho de los ciudadanos a acceder a la Justicia que el derecho de los ciudadanos a acceder a la educación? ¿Por qué, en fin, no ha de entenderse que el Estado está idénticamente comprometido con la garantía de los derechos sociales y por qué no puede pensarse que estos pueden y deben disfrutar de los mismos mecanismos de garantía, empezando por su garantía judicial? Hoy en día es dominante ya la doctrina constitucional que propugna una misma o similar protección para los derechos sociales y para los demás tipos de derechos fundamentales, con aplicación de los mismos mecanismos protectores y de garantía, empezando por la garantía judicial de los mismos. Pero posiblemente una buena parte de esas bienintencionadas doctrinas se está deslizando por derroteros arriesgados y hasta incongruentes. Diré ahora mismo por qué. rights were categorically different from second-generation ones, for otherwise separation of powers would have blocked the enforcement of first-generation rights, a result no one thought correct. Yet, no such categorical distinction exists. The right to vote is an obvious first-generation right, but the government must provide the facilities for voting, and one can without much difficulty generate substantial arguments that protecting the right to vote requires that the government devote significant resources toward making it possible for people who have the franchise to exercise their right to vote – by making polling places accessible, for example. Rights to fair process in criminal proceedings are first-generation, and they too require government action, most notably in the provision of counsel for defendants who cannot afford to pay for representation on their own. There are of course differences between the rights the government must provide in criminal proceedings and second-generation rights, but the distinctions are not the sharp ones the separation of powers objection requires” (Mark Tushnet, “Reflections on Judicial Enforcement of Social and Economic Rights in the TwentyFirst Century”, cit., 4, 2011, pp. 178-179). 86     El instrumento por antonomasia de protección de los derechos fundamentales es la ley general y abstracta47, si en verdad queremos pensar que los derechos han de serlo de todos y estar para todos amparados y desarrollados en igualdad, y no que todos están llamados a ser titulares de los derechos fundamentales, pero que cada uno los tendrá solamente en la medida en que lo quiera el azar o la buena suerte. No hay verdadera protección general e igualitaria del derecho al honor de cada ciudadano sin una correcta tipificación penal de delitos como el de injuria y calumnia y sin apropiados mecanismos para hacer efectiva la indemnización de la víctima de la vulneración de ese derecho, en clave de responsabilidad civil por daño extracontractual. Si usted y yo, ciudadanos españoles, tenemos adecuadamente amparado ese derecho al honor, será gracias a la regulación en el Código Penal de delitos como los de injuria y calumnia y por obra de la Ley Orgánica 1/1982 de protección del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, 47 En palabras de Luigi Ferrajoli, “los derechos fundamentales, al consistir en normas téticas, requieren siempre, como observancia primera y prejudicial, una legislación de desarrollo, primaria y secundaria, que introduzca las correspondientes garantías, respectivamente primarias y secundarias (…), en ausencia de las cuales están destinados a lo que se ha llamado <<inefectividad estructural>> (…). Esta necesidad es evidente para los derechos sociales, cuya garantía comporta la institución de aparatos –escuelas, hospitales, entes de previsión y de asistencia– encargados de su satisfacción. Pero vale también para los derechos individuales, tanto civiles como de libertad, que exigen la introducción de las correspondientes prohibiciones de lesión por obra de específicas normas téticas y de las sanciones conectadas por obra de las apropiadas normas hipotéticas, además de la institución de los aparatos policiales y judiciales aptos para prevenir o sancionar sus posibles violaciones” (Luigio Ferrajoli, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, Madrid, Trotta, 2013, traducción de P. Andrés Ibáñez, C. Bayón, M. Gascón, L. Prieto Sanchís y A. Ruíz Miguel, p. 77). 87    : ,     y ello suponiendo que tales regulaciones penales y civiles sean apropiadas y eficaces. Los tribunales constitucionales u órganos judiciales con competencia para el control de constitucionalidad pueden y deben entrar en juego y declarar la inconstitucionalidad de las regulaciones de los derechos fundamentales o bien cuando la regulación legal de los mismos sea inadecuada por excesivamente restrictiva de esos derechos o por negar su esencia misma o las claves de su básica efectividad, o bien cuando dicha regulación no exista y nos hallemos ante inconstitucionalidad por omisión48. Será entonces cuando en puridad pueda y deba operar la eficacia directa de los derechos fundamentales y hayan los jueces de suplir en lo posible al legislador reticente. El problema está en que nunca la jurisprudencia puede ser capaz de brindar una protección general e igualitaria de los derechos, una protección para todos sus titulares, ya que los jueces sentencian caso a caso y, como quien dice, tapan de uno en uno los agujeros de un colador. Solo el legislador puede hacer que el colador se cambie por un recipiente no agujereado. Creo que esto mismo que se acaba de decir vale para los derechos sociales, como el derecho a la educación o el derecho a la sanidad. Solo mediante ley general puede regularse su satisfacción general, y a los tribunales constitucionales o la judicatura competente les corresponde tanto velar porque la ley en cuestión no sea inconstitucional como instar al legislador a acabar con su omisión cuando esa ley no existe. Igualmente, tocará a los jueces resolver caso por caso en favor de los derechos sociales y en ausencia de ley constitucional que los regule, pero esto es nada más que el mal menor, un puro parche incapaz de 48 Sobre la variada problemática de la inconstitucionalidad por omisión, véase Ignacio Villaverde Menéndez, La inconstitucionalidad por omisión, Madrid, McGraw-Hill, 1997. 88     solucionar debidamente la vulneración que del derecho social en cuestión implica la inexistencia de una ley reguladora que extienda ese derecho con alcance general y asegure eficazmente su satisfacción. Mas en nuestro tiempo y en algunos países se están sumando la crisis de la ley como instrumento regulador y el descrédito del legislador parlamentario mismo, por un lado, y, por otro, la fe desmesurada en las capacidades justicieras y casi taumatúrgicas de cortes constitucionales y jueces como instituciones directamente llamadas a proteger todos los derechos fundamentales y hasta a protegerlos con prescindencia del legislativo y hasta de espaldas a la ley, caso por caso y mediante un sistema de decisión más basado en la equidad o justicia del caso concreto que en la norma general y abstracta. Los resultados son bien evidentes para quien quiera verlos: estados con tribunales constitucionales y judicaturas extraordinariamente activistas, ponderadores y supuestamente generosos con los derechos fundamentales, incluidos los sociales, pero en los que ni un ápice se avanza respecto de la injustísima distribución de la riqueza, de la vulneración generalizada de cualesquiera derechos (y, desde luego, de los derechos sociales), de la radical inseguridad jurídica, de la rampante corrupción y, para colmo y paradójicamente, del servilismo de los jueces ante los poderes políticos y económicos dominantes. Eso sí, esos mismos jueces se legitiman ante cierta opinión pública y ante determinada opinión académica a base de ejercer lo que podríamos llamar la jurisprudencia simbólica, de dictar en algunas ocasiones sentencias sumamente llamativas por su generosidad al amparar algún derecho a un ciudadano particular demandante, pero solo a ese ciudadano o a cada uno de los pocos que logren acceder a la justicia y dar con un juez que así quiera legitimarse o que de buena fe ejerza su misión protectora de los derechos. Me parece que no es descaminado volver a comparar los derechos habitualmente llamados sociales, como el derecho 89    : ,     a la educación, con los derechos fundamentales de carácter procesal, con lo que genéricamente se llama derecho al debido proceso judicial. Todos damos por sentado que para que el ciudadano pueda realizar su derecho al debido proceso judicial, su derecho a acceder al sistema de Justicia y recibir de los jueces y tribunales una sentencia fundada en derecho, es imprescindible que el Estado haya organizado un sistema judicial y haya regulado los procesos judiciales en todos sus detalles. A nadie se le ocurriría, creo, indicar que la ley procesal es prescindible, y más si la afición a legislar es un resabio del viejo y ciego positivismo decimonónico, y que lo que importa para hacer efectivo el derecho al debido proceso judicial es que haya quien ponga fin a cada conflicto decidiendo equitativamente y sin ataduras normativas sobre cosas tales como legitimaciones activas o pasivas a la hora de demandar, plazos, competencias jurisdiccionales, pruebas lícitas e ilícitas, formas de la sentencia, sistemas de recursos, etc., etc. Si, por tanto, imprescindible nos parece que exista una legislación procesal general, respetuosa con el haz de derechos fundamentales ahí en juego y sometida al control de su constitucionalidad en razón de su servicio a la previsión constitucional de esos derechos, ¿por qué no nos ha de resultar igual de evidente que la protección de derechos como la educación o la sanidad tiene que venir antes que nada de la mano de una adecuada legislación y no ser obra imposible de la jurisprudencia, por muy buenas que sean, cuando lo son, las intenciones de los jueces? Flaco favor se hace a los derechos sociales, al modelo de Estado social y a la justicia social si, como en algunos países ocurre, la insistencia en colocar a la judicatura en el centro de la garantía de los derechos sociales sirve para librar al legislador del reproche por no cumplir su crucial papel respecto de esos derechos y si, de propina, tal omisión del legislador vale como 90     excusa para justificar un activismo judicial desmesurado y a la postre impotente en términos de mejora de la situación social del conjunto de los más débiles dentro de esos estados49. 49 Véase, sobre el caso brasileño, el contundente artículo de Octavio Luiz Motta Ferraz, “Harming the Poor Through Social Rights Litigation: Lessons from Brazil”, Texas Law Review, 89, 2011, pp. 1643ss. Partiendo del análisis de la jurisprudencia sobre el derecho a la salud en Brasil y con manejo de abundantes datos empíricos, este autor adopta una postura muy crítica y que resume él mismo así: “My main contentions are these: (1) when pushed to enforce some social rights assertively, courts have a tendency (and an incentive) to misinterpret these rights in an absolutist and individualistic manner; (2) such interpretation unduly favors litigants (often a privileged minority) over the rest of the population; (3) given that state resources are necessarily limited, litigation is likely to produce reallocation from comprehensive programs aimed at the general population to these privileged litigating minorities; and (4) contrary to the contention of some scholars, enhancing access to courts would not solve the problem” (ibid., p. 1646). Puntualiza Ferraz que no está en contra de la constitucionalización de los derechos sociales ni pretende sostener que sea inútil o contraproducente toda protección judicial de los mismos, sino que su tesis es más bien que “in some places, such as Brazil (and perhaps other countries with similar contexts, legal cultures, and structures), the judicialization that followed constitutionalization has likely been detrimental (and certainly not helpful) to furthering the interests that social and economic rights are supposed to protect” (ibid., p. 1647). Cabe discutir cuál haya de ser el alcance de la intervención judicial para la garantía de los derechos sociales constitucionalmente reconocidos y hasta dónde llega la legitimidad de la judicatura para interferir en este punto con las decisiones del legislador (“When social rights are constitutionalized, it seems possible for courts to go further. The difficult question, of course, is how much further?” -p. 1654), pero, según este autor, tal legitimidad sí desaparece cuando el modo en que los jueces intervienen no mejora o acaba por empeorar la situación del conjunto social en lo que a esos derechos se refiere (ibid., p. 1650). Para los interesantísimos ejemplos que de esto último estudia en el caso de la protección del derecho a la salud por vía judicial en Brasil, véanse páginas 1651ss. Ahí se muestra que desde que el Supremo Tribunal Federal de Brasil en nombre del derecho a la salud ampara toda pretensión de que el Estado financie un tratamiento en el extranjero y aunque sus costes supongan un considerable tanto por ciento del presupuesto de sanidad, tal política judicial ha privado de recursos sanitarios a la mayoría de las 91    : ,     capas sociales más humildes y necesitadas del gasto público, mientras que quienes litigan para demandar del Estado la financiación de los costosísimos tratamientos y los consiguen del erario público son siempre las clases sociales más adineradas (vid. ibid., pp. 1661-1662). La conclusión es tremenda y ha de hacernos pensar: “Given that resources are necessarily limited, such “protection” can be dispensed only to some individuals (the litigating minority) at the same time and at the expense of the needs of others (the nonlitigating majority). When litigants are already privileged in terms of living standards—as they tend to be, given that access to courts is costly in most places—social rights litigation serves to reinforce these privileges rather than improve the living standards of the poor or diminish inequalities” (ibid., p. 1663). El escepticismo de Ferraz se torna radical y razonable al tiempo cuando señala lo muy improbable de que llegue por vía del activismo judicial un cambio social importante en Brasil y una verdadera efectividad de los derechos sociales y de garantía de mínimos vitales, resultante de mecanismos reales de distribución de la riqueza, pues “Judges are among those who benefit most from the unequal distribution of wealth in Brazil (they are the highest paid public servants) and have no historical record of complaining, or being minimally uncomfortable, about this situation. Raising taxation on those who, like judges, are among the top 1% of income earners in Brazil, in order to fund the social rights of the por would likely muster little support from the judiciary. It is not absurd to suggest that right-to-health litigation has been so “successful” in great part due to its insignificant effects on redistribution from the rich to the por” (ibid., pp. 1665-1666). En una línea similar a la de Ferraz y también en referencia al derecho a la salud y la jurisprudencia brasileña, véase Virgilio Alfonso da Silva, Fernanda Vargas Terrazas “Claiming the Right to Health in Brazilian Courts: The Exclusion of the Already Excluded”, Law & Social Inquiry, vol. 36, nº 4, 2011, pp. 825-853. Sorprendentes y aleccionadoras resultan igualmente las conclusiones de David Landau, después de estudiar detenidamente la jurisprudencia colombiana, ante todo, y también los casos de Brasil, Argentina, Hungría, Sudáfrica e India. Tal conclusión es que no resulta cierto que allá donde los tribunales adoptan estrategias de fuerte defensa de los derechos sociales acaben beneficiando a las clases más desprotegidas, sino a las clases medias y altas. Dice este autor que los tribunales son mucho más propicios a proteger el derecho a las pensiones de los servidores públicos o ciertos subsidios para las clases medias que a transformar las vidas de los grupos marginados. Véase David Landau, “The Reality of Social Rights 92     Además de que materialmente no pueden, tampoco deben los jueces ser quienes dirijan la política social de un Estado. Los derechos sociales tienen que ser satisfechos con carácter general y de manera que ningún ciudadano esté por debajo de un apropiado umbral en lo que concierne a cosas tales como educación, sanidad, vivienda… o acceso a la justicia, entre otras cosas. Pero, cumplido ese mínimo, no es al poder judicial a quien corresponde establecer las políticas públicas ni sentar preferencias entre cosas tales como construir más escuelas nuevas o más hospitales. Esas son las decisiones que competen al legislador democrático, por razón de su legitimidad democrática, precisamente. Y por eso las políticas públicas deben hacerse con base en la legislación y a los jueces nada más que pertenece una importante y doble misión de control y garantía: velar por la constitucionalidad de esa legislación, declarando inconstitucional, por la vía que corresponda, la ley que no ponga los medios para asegurar los mínimos para todos debidos, y amparar a los ciudadanos individuales tanto cuando Enforcement”, Harvard International Law Journal, 53, 2012, pp. 401-459. Lo que dice de Colombia, por ejemplo, es muy llamativo: “In the case of Colombia, the problem of populism has arisen at the Constitutional Court level itself. Post-Court career paths contribute significantly to this problem. Magistrates are often appointed at a fairly young age, serve one eight-year term, and then are looking around for more opportunities.In a weak, fragmented party system like Colombia’s, political entrepreneurship has been an appealing option—magistrates make a name for themselves with several “big name” decisions and then run for political office” (ibid., pp. 456-457). En un detallado trabajo reciente, Brinks y Gauri investigan si, en los países con mayores niveles de pobreza de buena parte de la población, el activismo judicial en torno a los derechos sociales favorece o no a los pobres. Concluyen que sí tiene ese efecto en India y Sudáfrica y no en Indonesia o Brasil, pues son esos los cuatro casos que detenidamente analizan. Véase Daniel M. Brinks, Varum Gauri, “The Law´s Majestic Equality? The Distrubutive Impact of Judicializing Social and Economic Rights”, Perspectives on Politics, Vol 12, nº 2, 2014, pp. 375 y ss. 93    : ,     la ley, si la hay, no se respeta, como otorgarles ese derecho en la debida proporción cuando el legislador no ha hecho honor a su responsabilidad y no ha legislado sobre el derecho en cuestión50. 50 Luigi Ferrajoli, después de apuntar las severas dificultades técnicas que plantea al control de la inconstitucionalidad por omisión, tal como la prevén, por ejemplo, las constituciones portuguesa y brasileña, señala que, sin embargo, “nada impediría reforzarla, previendo por ejemplo la obligación del parlamento de decidir en breve plazo sobre la recomendación del tribunal e induciéndolo así a asumir una abierta responsabilidad política por el eventual incumplimiento. El campo privilegiado de tales omisiones –añade Ferrajoli– es obviamente el de los derechos sociales, a los que corresponden obligaciones de prestación. Pero en estos casos, a los fines de un control de constitucionalidad, sería mucho más eficaz la transformación de la laguna proveniente de la omisión en una antinomia, mediante la introducción en las cartas constitucionales (…) de rígidos vínculos presupuestarios idóneos para anclar en cuotas mínimas el presupuesto estatal, o mejor todavía el producto interior bruto, los diversos capítulos del gasto social” (Luigi Ferrajoli, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit. p. 95). Más adelante, insiste Ferrajoli en que “Es en realidad claro que la garantía constitucional no puede extenderse, en aplicación de la separación de poderes, hasta usurpar la función legislativa” (ibid., p. 218). Sobre aquellas posibles medidas constitucionales para la efectividad de los derechos sociales y consistentes en la introducción de vínculos presupuestarios en materia de gasto social “mediante la estipulación para cada derecho social constitucionalmente establecido de la cuota mínima del presupuesto del Estado que debe destinarse a su garantía”, lo cual “permitiría al tribunal constitucional censurar las leyes financieras que derogasen esos límites”, ibid., p. 388. Agrega Ferrajoli que “Menos problemáticas son las garantías sociales secundarias, una vez introducidas las garantías primarias —por ejemplo, la escolarización obligatoria, la asistencia sanitaria gratuita o la renta mínima de subsistencia— y por tanto la posibilidad de detectar y eliminar sus posibles violaciones. La experiencia jurisprudencial, al desmentir el lugar común de la no accionabilidad de los derechos sociales, ha mostrado los ulteriores espacios de justiciabilidad de los mismos y de exigibilidad de las prestaciones que forman su contenido ante las tradicionales jurisdicciones civil, penal y administrativa” (ibid., p. 388). 94     capítulo ii      95 1. la gran pregunta: ¿cuándo se echÓ a perder la izquierda? Es famosa y muy repetida la pregunta que Mario Vargas Llosa, en el inicio su novela Conversación en la catedral, pone en boca del personaje Zavalita: ¿cuándo se jodió el Perú? Pues aquí, si se me permite, parafraseo y me pregunto cuándo se jodió la izquierda y, con ella, el sentido de lo público. Para que esta pregunta encaje con la que se contiene en el título de este escrito, habrá que explicar que una de las señas de identidad del pensamiento y la doctrina política que podemos denominar de izquierda o progresista se halla en la confianza en “lo público”, en el Estado y sus medios, como instrumento para la promoción y gestión de reformas sociales que conduzcan a una mejor protección de la libertad y a una mayor garantía del ejercicio de las libertades de modo equitativo, es decir, en condiciones de igualdad de oportunidades. Son muchas las ideas implicadas en esta afirmación y convendrá que las vayamos desglosando, a fin de que se entienda cabalmente tanto aquella pregunta como la tesis que mantendré al responderla. 1.1 ¿Derecha e izquierda? ¿Conservadores y progresistas? En primer lugar, se impone dar sentido a esa dicotomía entre derecha e izquierda o entre conservadores y progresistas, para que no se piense que simplemente sucumbimos a los esquematismos 97    : ,     propios de la propaganda electoral y de unos partidos que ocultan mediante vacíos eslóganes su íntima desideologización y su perfecta equivalencia e intercambiabilidad en la práctica política concreta. Por supuesto, cualquier clasificación que se haga de doctrinas políticas estará referida a modelos o tipos ideales, sin perjuicio de que en la realidad de cada caso puedan los contornos ser menos nítidos, y al margen de que el panorama práctico no nos ofrezca contraposiciones tan diferenciadas, sino un continuum y una cierta fluctuación. Por hacer una comparación a efectos aclaratorios de esto, es como cuando en nuestra vida ordinaria clasificamos a las personas con las que tratamos en simpáticas o antipáticas. Pondremos a unos o a otros a este a aquel lado y entenderemos que las diferencias son de grado, no terminantes. Pero si alguien no nos entiende bien y nos pide que explicitemos los fundamentos de esa catalogación, seguramente le daremos sentido a base de construir un modelo teórico o ideal de sujeto simpático y de sujeto antipático, caracterizando a cada uno de esos modelos por una serie de notas que se pretenden definitorias. Cuestión distinta es que algunas de esas notas puedan contener márgenes de vaguedad y que, en consecuencia, resulte dudosa su aplicación en un caso y, por tanto, la ubicación de tal o cual individuo en un punto preciso dentro de esa escala que va de la perfecta simpatía a la completa antipatía. Hecha esa precisión y no perdiéndola de vista en las calificaciones políticas que estamos usando aquí, es preciso que situemos la izquierda –tal como ha venido entendiéndose en los últimos siglos, prácticamente desde que el concepto de izquierda surge en la vida política moderna y contemporánea– por referencia a una doble contraposición: la que se da frente a los conservadores y la que se manifiesta respecto a los enemigos del Estado. 98     1.1.1 Conservadores y progresistas El conservadurismo tiene su esencia obvia en el propósito de conservar, de mantener algo tal como es y como fue hasta ahora. Al conservadurismo político pertenecerán, pues, aquellas doctrinas que arrancan de una valoración positiva de la configuración social, económica, moral y política del presente, razón por la que el objetivo es mantenerla en lo principal y evitar su crisis o transformación. En otras palabras, al conservador le gusta sustancialmente la sociedad tal como es ahora mismo, por lo que no desea que cambie. El conservador tiende a pensar o temer que cualquier cambio sea para peor, salvo, si acaso, el que se dirija a recuperar esencias del pasado, como tradiciones, ritos, ceremonias, etc. A lo que acabamos de decir debemos añadir una excepción: cuando se encuentra en una sociedad que ha mutado mucho o rápidamente y que ha dejado atrás sus señas de identidad y sus modos tradicionales, el conservador no quiere conservar lo que ahora mismo existe, sino romper con ello para retornar a ese pasado que se habría abandonado. En suma, el conservador es alguien que tiende a valorar el presente por lo que éste se parezca al pasado; cuanta más inmovilidad y permanencia de las estructuras sociales, mejor. Lo opuesto al conservadurismo es el progresismo. Progresista es el que cree en el progreso; es decir, quien piensa que la sociedad debe cambiar, evolucionar hacia nuevas formas de relación y organización que rompan con las tradicionales y las hoy establecidas, pues tanto las antiguas como las presentes se consideran injustas o claramente mejorables en lo que a su justicia se refiere. Así como el conservador mira al pasado para legitimar el presente, presente que tendrá por tanto mejor cuanto menos rompa con lo de antaño, el progresista se fija en el futuro para 99    : ,     justificar el presente, y éste valdrá como paso hacia ese porvenir que se quiere mejor. Los partidarios del progreso y los partidarios de la inmovilidad o, incluso, y si así se puede decir, del “regreso”, se diferenciarán en su manera de entender la función del Estado. Mientras que los progresistas lo contemplan como un instrumento de transformación social y piensan que la acción política ha de servir para dirigir desde el Estado esos cambios sociales que, rompiendo con las estructuras sociales, económicas, morales y políticas heredadas, avancen hacia modos de vida colectiva más justos que los presentes, los conservadores asignan al Estado el cometido principal de respaldar, sea mediante la educación, sea a través, incluso, de la coacción, el orden tradicional y sus bases morales, jurídicas, económicas y políticas. Al conservador le interesa sobremanera que el Estado contribuya a la “conservación” de asuntos tales como los viejos usos, las costumbres ancestrales, la moral tradicional, la religión de los antepasados, el folklore heredado, los ritos arcaicos, etc., etc., pues en ese conjunto ve el cemento principal que mantiene aglutinada a esa sociedad y que impide su transformación, tan temida. Una pregunta empieza a inquietarnos, y luego daremos cuenta de ella: ¿por qué en nuestros días se considera progresista la política conservadora de tradiciones, formas de vida, lenguas, usos sociales, folklores, etc.? 1.1.2 Liberalismo económico vs. Estado social Si ya empezamos a sospechar, visto lo anterior, que existe una (autodenominada) izquierda que es profundamente conservadora y que le va comiendo el terreno al conservadurismo de toda la vida, ahora vamos a comprobar que también hay una derecha no conservadora. Aquí la contraposición se traza entre partidarios de un Estado mínimo, pasivo, con muy pocas funciones, y los 100     defensores de un Estado activo y que dirija y gestione (o al menos controle la dirección y gestión) de asuntos muy relevantes de la vida social. Como siempre, en el lenguaje político actual fallan las etiquetas, para empezar. A los que no quieren apenas Estado podemos llamarlos liberales, pero, como liberales los hay de muchos tipos, tal como más adelante comprobaremos, será mejor que los denominemos ultraliberales. Estiman que la única forma de organización social que es respetuosa con las libertades fundamentales de los sujetos, la única que no engendra esclavitudes y opresión, es la que se basa en los mecanismos del mercado, de un mercado no interferido y en el que los resultados del libre intercambio de oferta y demanda no son alterados por ningún tipo de intervención o medida coactiva de los poderes públicos, del Estado. Todo para el mercado, nada para el Estado, ése podría ser el lema que resumiera esta postura. O casi nada para el Estado, pues lo único que a los poderes públicos les ha de competir es el mantenimiento del orden social básico, del que permita el libre desenvolvimiento de los individuos y del sistema económico de mercado. Es decir, el Estado tiene que velar para que nadie mate ni robe ni esclavice a otros. Fuera de eso, la organización social legítima sería aquella en la que nada se impone desde los poderes públicos y todo se fía a la espontaneidad de la oferta, la demanda y los precios no intervenidos. Y, a partir de ahí, al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. ¿Que hacen falta carreteras o escuelas? Que las paguen los que las necesitan o desean usarlas. Nada de servicios públicos, nada de recaudar –coactivamente– impuestos para “regalar” cosa alguna a quien no pueda o no desee pagar su precio. En este capítulo la actitud que –a falta de mejores etiquetaspodemos volver a llamar progresista o de izquierda se caracteriza por entender que, ciertamente, la libertad es supremo bien 101    : ,     para cada persona, pero, precisamente por eso, tiene que estar garantizada para cada persona, y por ello ha de ser libertad en igualdad: todos tienen que (poder) ser igualmente libres, y, en consecuencia, no hay más libertad legítima que la libertad en igualdad. No se trata de que haya que convertirnos a todos en iguales, pasarnos por el mismo molde, hacernos idénticos, sino de que cada cual ha de contar con las mismas posibilidades sociales de realizar su vocación o luchar por sus aspiraciones personales, y por eso han de existir, conjuntamente y de la mano, los derechos sociales y los servicios públicos. No es bastante que a mí el Derecho me reconozca la posibilidad jurídica de comprarme una casa de quinientos metros cuadrados cerca de la playa más hermosa del país o de llegar a presidente del mayor banco o de ganar el mejor premio literario que se otorgue en este Estado. Ese reconocimiento es el mismo para mí y para cualquier otro ciudadano, pues ninguno está excluido de nada de eso por nacer en tal o cual familia, en este o en aquel barrio, o por ser hombre o mujer, o bajo o alto. Pero, además de esa igualación o no discriminación en el Derecho y ante el Derecho, debemos considerar también las posibilidades y probabilidades fácticas, materiales, de cada uno. Admitido que esos y otros golosos puestos o posiciones sociales se alcancen en régimen de libre competición y que conseguirá más altas metas quien tenga mayores capacidades, acumule mejores méritos y haga valer más laboriosidad y constancia, la pregunta es ésta: ¿dependerá solamente de eso, de las capacidades, los méritos personales y los temperamentos, o resultará que la suerte está echada de antemano, que se juega con las cartas marcadas, que falta fair play en la competencia social? Plateémoslo de otro modo. Ahora mismo, mientras yo escribo estas líneas o usted las lee, están naciendo varios niños en España. Unos vendrán al mundo en familias muy acomodadas, 102     pongamos que en la alta burguesía financiera con residencia en la calle Serrano de Madrid o en una espaciosa casa de La Moraleja; otros, en una familia gitana de un barrio marginal de alguna ciudad de provincias. Y ahora preguntémonos: ¿son las mismas o, al menos, similares las posibilidades y probabilidades de que esos dos niños alcancen metas como las antes reseñadas a título de ejemplos? La respuesta es, obviamente, que no. El destino de cada uno de ellos no dependerá meramente de que sea más listo, más hábil, más voluntarioso y con mejores y más variados talentos o de que esté escasamente dotado de todo ello. Eso es lo que se denomina la lotería natural: los atributos personales con los que cada uno nace, que son los que le caen en suerte, por puro azar o por determinaciones genéticas completamente ajenas a la voluntad. Dependerá grandemente ese destino, además y muy principalmente, de lo que se llama la lotería social: de que venga al mundo acá o allá, en tal o cual familia, en tal o cual marco económico, en tal o cual ambiente. Eso tampoco se elige. Y la pregunta es: por qué, si mis capacidades y virtudes son mayores que los del hijo de papá económicamente pudiente y si puedo acumular más amplios méritos con mi esfuerzo, ha de ser mi destino peor, por qué he de tener menos posibilidades, por qué no han de ser iguales mis oportunidades a la hora de hacer mi vocación y de labrar mi vida en libertad. Por qué, si él y yo aspiramos por igual a ser catedráticos de universidad o ministros o banqueros, él lo tiene más fácil que yo aunque sea más torpe y bastante más zángano. El ultraliberal contestaría que qué le vamos a hacer, que cada cual goza la suerte que le toca y que intentar corregir, desde el Estado y con medios coactivos –como los impuestos–, lo que de lamentable podamos ver en esa distribución de las suertes, en los resultados de la lotería natural y la lotería social, acaba resultando fuente de mayor injusticia y de desastres peores. ¿Por 103    : ,     qué? Porque cuando el Estado se mete a reordenar la sociedad a su gusto o según lo que le parezca más equitativo al gobernante de turno, suceden siempre dos cosas negativas. Una, que se hace añicos la libertad individual, la única que existe y merece reconocimiento, ya que ese Estado que redistribuye y reordena no dejará que cada uno haga lo que desee con su vida y con su propiedad; es decir, la alternativa a aquellas loterías es el Estado autoritario, y no caben arreglos intermedios. O son libres y se autogobiernan los particulares, o se mete el Estado a gobernarlos y entonces la libertad se la apropia el Estado y los ciudadanos dejan de ser tales y pasan a súbditos, poco menos que a esclavos. Para esos ultraliberales, entre el Estado mínimo que ellos quieren y el Estado totalitario no hay espacio para términos medios. Y la otra mala consecuencia sería el empobrecimiento general. El Estado gestor y redistributivo devora recursos, sale muy caro, acaba “comiéndose” él –su burocracia– lo que recauda con el pretexto de brindar servicios y garantizar derechos y justicias. En el puro mercado no alterado por el Estado habrá desigualdades grandes entre los que tengan más y los que posean menos, pero la dinámica económica y productiva será tan potente que hasta los que lleven peor suerte acabarán viviendo mejor que si es el Estado el que se dedica a protegerlos. Por su parte, el que llamamos progresista o de izquierda alegará que nadie tiene por qué disfrutar en plenitud y sin restricción lo que no merece, y no merecida es, por ejemplo, la fortuna que alguien recibe en herencia o la cuna privilegiada en que nació. Porque, por las mismas, tampoco el que sacó bolas negras en la lotería natural y en la lotería social ha hecho nada que le lleve a merecer tanta desgracia. Bien está que la libertad básica de cada uno se respete y que a nadie se fuerce a vivir como no pretende o a hacer lo que no le agrada, pero también se debe mirar el otro lado de la moneda: es igualmente lamentable e injusto que quien 104     tiene capacidad personal para alcanzar determinadas cimas no pueda llegar a ellas por razón de los obstáculos sociales con que se encuentra sin culpa ninguna, simplemente por no haber nacido en otra casa u otro barrio. Así que para la izquierda la consigna se llama igualdad de oportunidades. No que todos vivamos igual y tengamos lo mismo, se admite que haya distintas posiciones sociales, responsabilidades diversas y niveles económicos distintos; que, sin ir más lejos, puedan unos ciudadanos ganar más que otros y disfrutar mayor bienestar. Pero se trata de que las oportunidades de lograr las posiciones mejores o más ambicionadas sean para todos las mismas. A eso se llama igualdad de oportunidades. Con una comparación se verá todavía más claro. Imaginemos una competición atlética, mismamente una carrera de mil metros lisos. Admitimos que el ganador se hará con un buen premio, que el segundo llevará el siguiente premio en valor y que para el tercero será la tercera recompensa. Admitimos también que hay competición y no, por ejemplo, sorteo del resultado –de los premios– o prohibición de los torneos atléticos. Pero, además y si queremos que el resultado sea justo, debe estar garantizado el juego limpio, a fin de que gane el más rápido y no el ventajista o el amigo de los árbitros. Si la carrera es de mil metros, la línea de salida ha de ser para todos la misma y estar precisamente a esa distancia para cada cual, a mil metros de la meta. Si, por contra, el competidor A sale a diez metros de la meta, el B a los mil preceptivos y el C a diez mil, ¿quién será con toda probabilidad el vencedor? Sin duda, A. ¿Por ser el más veloz, el que mejor entrenó, el más competente corredor? No, por la ventaja de la que disfrutó frente a los otros participantes. Entonces, si antes de dar la señal de salida A, B y C están situados de esa manera, a esas distancias de la línea de meta, ¿qué debemos hacer para que la carrera sea en verdad una contienda atlética como se 105    : ,     pretende? Pues mover a A hacia atrás –o descalificarlo si se resiste–, exactamente novecientos noventa metros, y mover a C hacia adelante, concretamente nueve mil metros. Y entonces sí, que gane el mejor y que cada uno se lleve el premio que mereció; porque sólo entonces el premio de cada quien será el merecido. Apenas hará falta traducir la comparación. Para que en la competición social las oportunidades sean iguales, habrá que quitar a los que tengan más para dar a los que tengan menos. Pero no es quitar por quitar ni dar por el mero gusto de regalar, no. Lo hace el Estado y con el fin de otorgar sentido pleno a la libertades con cuya garantía se legitima. Lo hace el Estado y debe hacerlo allí donde las libertades individuales no han de ser puro escarnio para algunos y donde, además, las Constituciones consagran los llamados derechos sociales, que son derechos basados en la equiparación material mínima para el disfrute igual de la libertad, y derechos que no pueden cumplirse sin la presencia y la acción de un Estado que mediante servicios públicos brinda a cada ciudadano la satisfacción de sus necesidades más básicas: educación, sanidad, vivienda, alimento, abrigo… Porque sin un mínimo de todo eso, nadie es libre, por mucho que el Código Civil explique que cada uno pueda hacer cualquier cosa que no perjudique a otro ni ofenda el orden público. En resumen, que hay una derecha antiestatista que sólo conf ía en el mercado, y existe una izquierda que ve en el Estado el único o el principal recurso para una distribución de la riqueza a través de la prestación de derechos sociales que, a su vez, procuran la igualdad de oportunidades entre los ciudadanos. En esta izquierda, por consiguiente, hay mucho más espacio para lo público del que quiere aquella derecha. Pero si de las doctrinas y los modelos pasamos a la cruda realidad, corremos peligro de recaer en la perplejidad y hasta en 106     la melancolía. Pues no podremos reconocer como izquierda, sino como impostura política de la peor calaña, a un partido que, por mucho que se diga izquierdista, logra en sus años de gobierno que la distancia entre pobres y ricos crezca en lugar de menguar, como ha ocurrido en España en los tiempos del zapaterismo; a un partido que, por mucho que se diga izquierdista, consigue que servicios públicos tan fundamentales como el de la educación pierdan calidad y eficacia, en lugar de mejorar. Alguien nos está dando gato por liebre y por eso es necesario que tengamos claridad sobre las ideas, para poder, luego, juzgar con propiedad sobre el sentido y la justificación de las políticas concretas. 2. recapitulaciÓn sobre el sentido posible del estado y de lo público Sabemos ya que a algunos no les gustan nada los Estados y creen que dif ícilmente puede verse como legítima una autoridad estatal que está por definición abocada a limitar nuestras libertades primeras, las de vivir como queramos y hacer lo que nos dé la gana. Son los ultraliberales, que, sin embargo, se inclinan ante el mercado y la suerte que en él se reparte, aceptando como destino ineluctable tanto lo que dicte el azar, ese azar que nos lleva a nacer acá o allá y con unos u otros atributos, como lo que determine el juego aleatorio de la oferta y la demanda en un sistema económico en el que todos tratamos de maximizar nuestra ventaja imponiéndonos a los competidores. Para los ultraliberales no queda sitio en un Estado legítimo para derechos sociales ni para servicios públicos ni para políticas públicas, con la única salvedad de la seguridad, del orden mínimo que sea salvaguarda de nuestra vida, nuestras libertades, entendidas como ausencia de interferencias ajenas, y nuestra propiedad. Esos ultraliberales tienen enfrente, en la izquierda, toda una tradición política de empeño en la igualdad de oportunidades 107    : ,     y de justificación del Estado por su función de garante de los derechos sociales que a ella conducen. También hemos visto que esos ultraliberales sólo en cierto sentido son conservadores, pues en su afán por eliminar trabas a la libertad de mercado y en el mercado y en su empeño por ver en todo sujeto un homo oeconomicus igual ante la ley, han combatido y combaten todo límite y todo vínculo social basado en tradiciones, en sistemas morales densos y comunitarios o en la sobrevaloración de lo colectivo frente a lo individual. En ese sentido, el liberalismo todo, y también el liberalismo económico, ha cumplido históricamente un papel liberador, una función esencial a la hora de romper con la desigualdad ante la ley y con los lazos comunitarios que en el Antiguo Régimen ataban a los individuos a su tierra y a su oficio, a la religión o a la moral antiguas y a la autoridad establecida. Sólo que hoy, cuando las bases jurídicas y éticas del mercado parecen plenamente aseguradas, ese ultraliberalismo economicista opera como freno de las reformas sociales y como impedimento para políticas redistributivas que, desde el Estado y lo público, intenten que cada ser humano tenga en la vida unas oportunidades similares a las de cualquier otro. Es decir, mientras el liberalismo ha servido y sirve para velar porque cada ciudadano pueda ser jugador en el mercado, sin que ninguno quede de antemano excluido, formalmente discriminado, a la izquierda le ha tocado pelear para que en ese juego haya fair play, condiciones iguales que hagan que los resultados finales tengan más que ver con el merecimiento de cada uno que con la suerte o el azar, con la lotería natural o –sobre todo– social. Si el Estado se justifica por este compromiso con la igualdad de oportunidades y los derechos sociales, si el Estado, además de poner orden frente a la violencia, ha de establecer condiciones para una mínima justicia de las relaciones sociales, va de suyo que 108     ha de ser titular de ciertas potestades, prestador de determinados servicios y gestor de sus propios bienes, esos que en ejercicio de potestades como las fiscales se procura para poder atender dichos servicios públicos. Ése es el lugar de lo público, el espacio que al Estado le corresponde en el marco de la interacción social. El Estado, entonces, no está ahí para que seamos buenos, para que vivamos de una manera u otra, para decirnos lo que hemos de pensar, lo que podemos decir o lo que tengamos que creer, sino para permitirnos realizar nuestros planes de vida sin discriminación y participar en la competición social bajo pautas equitativas y de juego limpio. Así son las cosas según la historia y sobre el papel, en los libros, pero... Pero cómo se explica, entonces, que a día de hoy se consideren progresistas y se propugnen desde la autodenominada izquierda políticas de retirada del Estado de servicios esenciales, políticas de penetración de la lógica económica y del criterio del puro beneficio monetario en ámbitos en los que la guía ha de ser la búsqueda de utilidades de otro tipo para los ciudadanos. Pensemos en el empeño, tan repetido, en poner a las universidades a merced de las necesidades de la empresa, en buscar que sean las empresas privadas las que se vayan haciendo cargo de la financiación de los estudios universitarios y de las investigaciones que a ellas les interesen; en el acoso a y abandono de las disciplinas que de modo inmediato, directo y rápido no sirvan para producir beneficio empresarial o rendimiento económico bruto. O pensemos en cómo el servicio publico de Justicia se ve acorralado por la propaganda “progresista” en favor de sistemas alternativos de solución de conflictos (mediación, conciliación, arbitraje), con los que hacen su agosto empresas nuevas y gabinetes bien relacionados; o recapacitemos sobre el auge que en el sistema de justicia penal va tomando la negociación de la pena entre la víctima y el acusado, con las instituciones del Estado como testigos o fedatarias. Todo eso supone la reintroducción 109    : ,     en el servicio de la Justicia de la dispar correlación de fuerzas y las asimetrías de poder e influencia que en la sociedad se dan y que habría que ir corrigiendo en lugar de santificar de tal manera. Y qué decir de la delegación que de parte de su función asistencial y prestacional para los más desfavorecidos de dentro o de fuera de sus fronteras hace el Estado en favor de las ONGs, que –al margen de la meritoria labor de algunas– se gestionan con la oscuridad de las empresas o asociaciones privadas, pero que dejan de ser “no gubernamentales” a la hora de reclamar que sus ingresos provengan del erario público. ¿Es en verdad social y servidor de políticas de progreso un Estado que retorna a los esquemas de la caridad privada y que, todo lo más, da él mismo limosnas en lugar de asegurar servicios e igualar oportunidades? También sabemos que hay una parte de la derecha, la conservadora, la tradicionalista, que no es enemiga del Estado, sino que lo quiere bien fuerte y activo, mas no para que emprenda políticas sociales que enmienden las injusticias heredadas y equiparen las oportunidades vitales de los ciudadanos, sino para que respalde y perpetúe el statu quo; para que proteja los valores comunitarios frente al riesgo de su disolución o su mutación donde impere la libertad individual; para que eduque a los sujetos en el amor a la cultura común y en la adoración a las señas de identidad colectiva; para que use el poder coactivo para proteger y hasta imponer una lengua, una fe, unos hábitos, cualquier cosa que valga para que el Estado siga siendo Estadonación y no Estado de los ciudadanos-individuos libres e iguales en derechos; para que desde el Estado se amparen los esquemas habituales de dominación política, ésos que han de hacer que sigan gobernando los de siempre, los puros, los de aquí, los de las familias como es debido, los que llevan los genes de la raza elegida, los que conocen la tierra porque ha sido suya siempre y la economía local porque siempre la han explotado sus familias. Ese conservadurismo que ansía que a la Historia se le 110     rinda culto para que el poder se herede como parte de ese patrimonio históricamente legitimado; que desea que la moral de la colectividad no cambie para que, desde ella, se siga venerando y obedeciendo al cura, al alcalde y al patrón; ese conservadurismo que sabe que si a cada ciudadano se le da la ocasión de irse, sea materialmente, cruzando fronteras, sea intelectualmente, ampliando horizontes mediante una educación integral y una cultura libre, se irán muchos, la mayoría; ese conservadurismo tiene sus mejores servidores hoy, aquí y ahora, en... los que se dicen progresistas, los que se pretenden de izquierda y pugnan por la insolidaridad entre las partes del país, los que se fingen de izquierda y sacrifican las elecciones individuales en el altar de las identidades colectivas. Ahí vemos a nuestra izquierda desnortada, haciendo el juego al ultraliberalismo económico a base de someter los servicios públicos principales a la lógica empresarial y del beneficio privado, y sirviendo al conservadurismo más rancio mediante la traición a la libertad individual y el echarse en brazos de un comunitarismo tradicionalista y nostálgico de los vínculos sociales premodernos. Ahí contemplamos, perplejos, a nuestra izquierda soltando la bandera de la igualdad de oportunidades y queriendo que el Estado piense como una empresa más y se codee con las empresas de toda la vida. Ahí la tenemos, poniendo separaciones entre los ciudadanos a base de fomentar cualesquiera identidades grupales parciales, en vez de hacer del conjunto una sociedad de individuos libres que entre sí compiten pero con lealtad a las reglas del juego común y con conciencia de que el interés general es lo que de común tienen los intereses de cada uno cuando los intereses de cada uno no los manipula alguna secta. En esa situación está “lo público” en este instante. El Estado se adelgaza para que el beneficio privado tenga más donde 111    : ,     expandirse, en la convicción de que, como motor del progreso, mejor será confiar en el egoísmo que en la solidaridad. Pero, al tiempo, el Estado no deja ni de recaudar ni de engordar las plantillas de sus supuestos servidores, pues, por un lado, nuevas tareas comunitarias, nuevos servicios a identidades, culturas y tradiciones ocupan el lugar que debería ser de las políticas de igualdad de oportunidades, y, por otro lado, el Estado se ha vuelto, descaradamente, el abrevadero de una clase política profesionalizada y que ya no compite en el campo de las ideas y los programas, sino que pugna nada más, y se apuñala y miente y manipula, por el comedero, por el privilegio, por lo que el poder público tiene de espacio privilegiado para vender favores y comprarlos, para corromper y corromperse, para ganar ventaja para sí y para los de uno, para elevarse sobre el común de los mortales y dominarlos para siempre. Por eso la vida política actual, también la que hacen los partidos que se dicen de izquierda o progresistas, es profundamente reaccionaria, clasista de nuevo modo, mentirosa, indecente. Por eso, desde la lealtad a la democracia y desde los valores que históricamente han dado su sentido a la izquierda, es necesario ahora, más que nunca, recuperar la política para la ciudadanía. Hay que hacer política, tenemos que hacer política, debemos saltar a la arena política y, desde ahí, se impone cambiar las reglas del juego para que vuelvan a ser las de un juego democrático genuino, leal y honesto. 3. bien, pero insistamos: cuándo y cÓmo se echÓ a perder así la izquierda Viene de lejos. Con el inevitable esquematismo y bajo advertencia de que se trata aquí de componer hipótesis teóricas que necesitarían extensa contrastación y amplio debate, diremos que hay dos momentos críticos: 1917 y 1989. Obvio resulta que 112     con tales fechas ponemos símbolos temporales más que señalar momentos exactos. Lo que se quiere decir es que una primera catástrofe ocurrió cuando, en su lucha contra el capitalismo, el leninismo quiso suprimir el mercado y reemplazarlo por una economía centralizada y colectivista. Se quiso construir igualdad sin libertad y, paradójicamente, hubo que armar nuevos lazos sociales y nuevos fundamentos de legitimidad estatal a base de inventar un sujeto colectivo, el proletariado, que fuera titular de la política, el interés y los derechos, pero bajo la batuta del Partido y en una dictadura que el Partido ejercía en su nombre, en nombre y por el bien del pueblo trabajador. El segundo momento crítico para la izquierda está representado por la caída del Muro de Berlín y la hecatombe de los regímenes comunistas de la Europa Oriental. Una parte del pensamiento político de la izquierda había quedado para siempre enredado en aquel colectivismo leninista, marcado por esa mitología del proletariado como clase universal y como organismo suprapersonal erigido en verdadero sujeto de la Historia. Resultó que el proletariado o se había difuminado como clase social en el Occidente capitalista, y no digamos en términos de “conciencia de clase” o, en la Europa del llamado comunismo real, el proletariado no quería más que librarse de la “nomemklatura” gobernante, nueva casta explotadora y fieramente opresiva, y pasar al capitalismo. Desigualdades ya tenían, y hambre; así que, al menos, que se pudiera disfrutar de un poco de libertad y probar suerte. ¿Era el momento, en 1989, para que el pensamiento político de izquierda se olvidara de mitos colectivistas, de fantasmagorías comunitarias, y volviera a colocar al individuo concreto, al de carne y hueso, al ciudadano particular y de a pie, en el centro de sus programas políticos? Sí, era el momento, pero muchos lo desaprovecharon. Nuevos mitos comunitarios vinieron a 113    : ,     sustituir a los mitos caídos y nuevas políticas identitarias, tan falaces, tan “ideológicas” (en el sentido marxista de la ideología como falsa conciencia, como conciencia manipulada) como aquella “política de clase” ocuparon el sitio de las anteriores. La izquierda no quiso retomar el pensamiento político en términos de pensamiento del interés individual y de la agregación de intereses individuales como interés general, sino que siguió jugando a la política de grupos, a buscar grupos y colectividades como titulares de los supremos derechos y de los mejores intereses. Y, ante todo, reapareció la nación, reapareció la comunidad cultural, reapareció la idea de pueblo nacional como suprapersona que ha de ser liberada. La autodeterminación de los pueblos se puso por delante de la autodeterminación de las personas. Muchos dejaron de ser comunistas para ser decididamente reaccionarios, pero siempre con un rictus totalitario. Conservar esencias nacionales y culturales se vio como más necesario y meritorio, en cuanto empresa política, que asegurar la solidaridad entre todos los ciudadanos de cualquier Estado o del mundo entero. La izquierda descubre el valor de las tradiciones, las mismas que siempre había defendido el conservadurismo como su principal signo de identidad política; la izquierda descubre lo que desde los tiempos de la Revolución Francesa había mantenido el pensamiento político más retrógrado y nostálgico de los regímenes antiguos: que la vida de un ciudadano no tiene sentido pleno si no es atada a esquemas culturales comunitarios, a una cultura compacta y omniabarcadora, a patrones morales, sociales e históricos que asignen a cada sujeto su identidad específica, que no será específica suya, sino compartida con todos los de su pueblo o su nación. Tomados de uno en uno, los individuos humanos no somos nada, el valor nos lo da, todo, nuestro patrimonio cultural, el que heredamos, el que mamamos, aquel del que se nos imbuye en nuestra particular colectividad desde que nacemos, el que nos hace españoles o catalanes o gallegos o castellanos antes que 114     ciudadanos del mundo y el que nos autoriza y hasta nos impele a ser más leales a nuestra comunidad que a la humanidad toda y a reservar nuestra solidaridad para los de nuestro pueblo antes que para “los otros”, los ajenos, los distintos, los desconocidos. Sí, en eso vino a dar la izquierda, en el nacionalismo, en tradicionalismo, en la insolidaridad, en las políticas antisociales, en la instrumentalización del Estado para beneficio de las comunidades, beneficio que nunca es propiamente para las comunidades, sino para los que en ellas mandan y dominan con el apoyo y la legitimación de las tradiciones, los mitos y la manipulación de las conciencias. En eso vino a parar la izquierda, y la que tenemos en España es síntesis perfecta de todos los descarríos. Ahí los vemos, diciéndose progresistas y felices de codearse con banqueros y familias de las de “toda la vida”, jugando a las aristocracias, haciéndose sitio al lado de la “nobleza” de sangre o económica, dando aliento a los viejos poderes, alimentando los mitos populares que más obnubilan al pueblo. Pura suplantación, impostura manifiesta. Ya no va quedando izquierda ni afán de reformas ni propósito de progreso, sólo grupúsculos conservadores que en nada más se diferencian que en las siglas y en unas pocas poses. Que alguien nos diga, si no es así, qué tienen de distinto, en la teoría o en la práctica, en el decir o en el hacer, el PP y el PSOE, si hablamos de España. 3.1 Una línea histórica que se quiebra Echemos un rapidísimo vistazo a la historia del Estado moderno y a las fuentes de su legitimidad, a la sucesión doctrinal que le va dando su sentido y justificando su existencia y su papel como actor social. Para entender la configuración del Estado moderno debemos tomar en cuenta la convulsión provocada por la Reforma 115    : ,     protestante. A lo largo de la Edad Media, la férrea homogeneidad religiosa permitía entender que el gobierno servía al tiempo a fines mundanos y trascendentes, con prevalencia de estos últimos. El valor primero que debía inspirar la acción política era la verdad, y el fundamento último de toda verdad era religioso. Por eso, porque el gobierno se subordinaba a la verdad, no cabía la libertad, pues sería libertad para el yerro. Si el gobierno debía coadyuvar para conducir a los súbditos a la salvación del alma, la primera libertad vetada debía ser la libertad religiosa. La Reforma de Lutero trajo las guerras de religión que asolaron Europa con la máxima crueldad. Era una guerra sin concesiones y de exterminio, pues el enemigo lo era antes que nada en la fe y a cada bando lo inspiraba, en su celo homicida, el Dios que tenía por verdadero y sediento de venganza del infiel. Por eso, porque Europa se desangraba en guerras para las que no se avizoraba más final que el que siguiera al extermino de un bando por el otro, algunos grandes pensadores políticos empezaron a proclamar que alguien debía interponerse entre los contendientes para obligarlos a dejar de matarse. Fue la tarea que autores como Bodino y Hobbes encomendaron al Estado, entendido como Estado soberano e identificado inicialmente con la propia figura del monarca. Así, en sus inicios el Estado moderno se conforma como Estado absoluto, como Estado en el que el rey puede decir “El Estado soy yo” porque su persona y la persona jurídica del Estado aún no se han diferenciado, igual que el patrimonio del Estado y el patrimonio del monarca se confunden todavía. Ese Estado absoluto, que es soberano y, como tal, expresión de una voluntad suprema no sometida a límite, monopoliza el uso de la fuerza y sienta normas de Derecho que con su fuerza respalda. Y todo ese inmenso poder monopolístico se legitima por su función, por un rendimiento para los súbditos: la seguridad. Si la fuerza del Estado vale para imponer la paz 116     social, el Estado es legítimo y goza de fundamento la obligación general de obediencia; si no, si no se aseguran vidas y haciendas, cada individuo recupera la soberanía de sí mismo y a cada uno compete defenderse por sí de sus semejantes. Pero el enorme poder que el monopolio estatal de la fuerza concede a los gobernantes acaba siendo un peligro para los súbditos mismos. Hemos puesto todas las armas en manos del Estado para que nuestro vecino no nos mate ni nos robe ni nos esclavice, pero ahora es ese Leviatán el que nos amenaza. Así que vendrán otros autores, como Locke y Kant, a añadir exigencias nuevas para la legitimidad del poder estatal. Para que un Estado se legitime tendrá que ser capaz de mantener la paz, sin duda, pero habrá de hacerlo de conformidad con las leyes, y con sus regidores a ellas sometidos. Ya no es absoluto el Estado, porque quienes tienen su gobierno no pueden disponer lo que quieran ni hacer lo que se les antoje con tal de que por la fuerza puedan imponerse. Esa fuerza tiene que ser fuerza legal y en su trato con los ciudadanos -que ya no súbditos- no podrá rebasarse un límite decisivo: no podrá anularse la libertad de los individuos, la libertad idéntica de todos y cada uno de los individuos. Kant sintetiza para la posteridad la nueva condición del Estado legítimo: será aquel en el que la libertad de cada uno sea la máxima que permita la conciliación de esa libertad suya con la de todos los demás. Todos libres del mismo modo y en la misma medida. Libertad igual para todos bajo idénticas leyes. Ha surgido el Estado liberal de Derecho. El paso siguiente vendrá de la mano de Marx y el pensamiento socialista. Que a todos se nos reconozca igual de libres y que la libertad de cada uno sea límite frente al abuso del poder es logro compatible con que unos exploten a otros, es algo que no impide que unos tengan mucho y materialmente puedan hacer mucho, y que otros nada tengan y no les quede más que venderse por 117    : ,     un mendrugo. Fue el socialismo el que puso las bases para que el Estado se le encargara una nueva misión que condicionaba su legitimidad, la de velar porque nadie abuse de nadie ni lo explote y la de hacer que las necesidades básicas de cada ciudadano estén satisfechas al menos en el grado mínimo necesario para que llamarlo libre no sea hacerle mofa. Ha aparecido, pues, la justificación para la acción estatal en pro de los derechos sociales, ha surgido el fundamento para el Estado social de Derecho. El gran desaf ío del Estado moderno ha sido el de conciliar esos tres fundamentos de legitimidad (paz/seguridad, libertad, igualdad de oportunidades) que se han ido superponiendo en esa evolución histórica, el de conseguir tanto que la absolutización del valor anterior no impida el cumplimiento del siguiente, como que la realización del siguiente no se haga a costa del anterior. En concreto y paso a paso: que la absolutización de la seguridad como tarea del Estado no anule la libertad, pero también que el cuidado estatal de la libertad no desemboque en anarquía y guerra civil; que la exaltación de la libertad ciudadana como fuente de la legitimidad del Estado no lleve a una sociedad sin igualdad de oportunidades y donde algunos tienen todo mientras otros malviven o mueren de hambre, pero también que la equiparación material no se cumpla al precio de suprimir la libertad. De todas las desviaciones posibles de esa síntesis dif ícil entre valores en permanente tensión (seguridad, libertad, igualdad) enseña buenos ejemplos la historia contemporánea. Pero una dañó muy particularmente a la izquierda: la desviación colectivista que supuso el leninismo-estalinismo, liberticida, totalitario, asesino. Si en toda la secuencia que sucintamente hemos expuesto se aprecia que la razón de ser del Estado es el cuidado del individuo y de sus derechos, con el leninismo se cambia el enfoque y ya no va a ser el sujeto de carne y hueso el centro de atención del Estado y el gobierno, sino que el Estado se 118     justificará por atención a un ser colectivo, al proletariado como clase universal. La revolución, entonces, ya puede hacerse contra los hombres. 3.2 Una línea doctrinal que nos desconcierta Ahora fijémonos en los debates de las últimas décadas en el campo de la Filosof ía Política. Coloquemos las doctrinas principales en una línea imaginaria, tal que así: INDIVIDUO GRUPO Anarquismo organicismo/tot. liberalismo republicanismo (1) ............... (2) ................(3) ............... (4) ...............(5) ............. (6) ..........(7) libertarismo Habermas/Rawls comunitarismo Leído de izquierda a derecha y de los números más bajos a los más altos, este esquema nos da cuenta de corrientes doctrinales que van de un mayor individualismo y una menor justificación del Estado, a la demanda de mayor presencia estatal para el cumplimiento de objetivos que alcanzan más allá de la mera libertad individual. Expliquémoslo muy sucintamente. El anarquismo plenamente individualista, tal como habría estado representado, por ejemplo, por Max Stirner, exalta la libertad de los individuos y no ve que con ella pueda ser compatible ningún Estado, ninguna autoridad común, colectiva, pública. El llamado libertarismo, el que hace unas pocas décadas encarnó, por ejemplo, Robert Nozick, hace de la libertad individual un axioma incontestable, una especie de derecho natural, y no ve más Estado legítimo que el que cualquier ciudadano pudiera consentir (y voluntariamente quisiera pagar) nada más que para 119    : ,     asegurarse que nadie lo va a matar ni esclavizar ni robar. Pero, para ese libertarismo o ultraliberalismo, no resulta aceptable ningún Estado que quiera servir a pautas de justicia o que quite a cualquier ciudadano nada que éste no quiera dar. No se admite, pues, ni Estado social ni intervencionismo estatal de cualquier especie ni interferencia ninguna del Estado en el mercado. Existe también en el debate filosófico-político contemporáneo lo que podríamos llamar un liberalismo de rostro más humano, como el que defendió Isaiah Berlin. Para estos liberales, la libertad es lo primero, y sin respeto a la libertad individual ningún Estado podrá legitimarse, pero la libertad también se relaciona con las posibilidades de hacer más cosas o menos, con las oportunidades vitales. Por eso no hay libertad verdadera para quien no pueda satisfacer unas necesidades mínimas, y de ahí que se justifique que el Estado pueda sacrificar alguna porción de libertad de algunos para colocar a todos en situación de competir bajo una libertad que sea real y no meramente nominal. No es que tenga que gestionarse desde el poder estatal una idea de justicia o de procurarse un modelo de sociedad justa, sino que lo que la sociedad haya de ser tiene el Estado que dejarlo a resultas de la interacción libre de los ciudadanos; sólo que esa interacción debe ser así, precisamente, entre ciudadanos libres, y quien no tiene ni para comer o no puede salir del analfabetismo no es propiamente libre. Hasta ahí, hasta la procura de esas mínimas condiciones de la libertad, llega, para estos liberales, la justificación del Estado y de las políticas públicas. Tratadistas de la importancia contemporánea de Rawls o Habermas se ubican en lo que podríamos calificar como planteamiento liberal-socialdemócrata, pues insisten en que libertad e igualdad (como igualdad de oportunidades sentada desde la garantía de los derechos sociales) se requieren mutuamente y tienen idéntica importancia. De nada valen los 120     bienes materiales a quien no es libre para disponer de ellos y de nada sirve que las oportunidades vitales sean iguales cuando la tiranía impone a todos hacer lo mismo; pero, por otra parte, tampoco es útil una libertad que no se refleje en medios para realizarse. Yo sólo soy libre si tengo posibilidad de conseguir con mi esfuerzo los medios para hacer mi vocación, si no estoy excluido de antemano de lo que podría hacerme feliz; pero tampoco me sirven esos medios, aunque alguien –el Estado- me los regalara, si con ellos he de hacer lo que el Estado quiera y no lo que sea mi deseo. Por tanto, los derechos sociales se explican al servicio de la libertad individual, no de fines de ningún ente colectivo o del Estado mismo como organismo, y los derechos de libertad –incluidos los derechos políticos– tienen que ser alimentados y dotados de sentido mediante la disposición de las herramientas para hacer esa libertad algo más que puramente nominal o al alcance nada más que para unos pocos. Hasta aquí, en esa secuencia (números 1 a 4 del esquema de arriba) que va del individualismo anarquizante hasta la justificación de un Estado bien activo, el centro sigue siendo el ciudadano individual. Lo que se debate es cuánto Estado es conciliable con la libertad de las personas o con qué tipo de Estado puede la vida de los sujetos ser más plena, más auténticamente humana, más acorde con aquella dignidad que Kant pusiera como definitoria del ser humano. Menos Estado, como quieren los más liberales, o más Estado, como propugnan esos que hemos llamado liberal-socialdemócratas, pero siempre para bien del sujeto individual y para que tenga éste una libertad que sea la mayor y la mejor. Pero a medida que nos desplazamos a los siguientes puntos del esquema, el debate ya no versará sobre la conciliación entre individuo y Estado, sino entre individuo y comunidad. Ahora ya no se trata de ver cuánto Estado puede tolerar la libertad 121    : ,     individual sin que la dignidad humana quede irremisiblemente dañada, sino cuánta libertad puede soportar una comunidad cultural sin descomponerse. Porque la libertad individual admisible será sólo aquella que quepa dentro de la comunidad y no resulte una amenaza para la pervivencia de la cultura que la amalgama y para la identidad que la hace única y distinta, que le da, en tanto que comunidad, su personalidad peculiar. Esa es la clave de estas posturas comunitaristas en su conjunto. La moral suprema ya no será, pues, la moral individual, sino la moral colectiva. La obligación primera de cada ciudadano no será la que le dicte su conciencia moral individual, sino que será la obligación política, la obligación hacia la comunidad. El supremo bien y el interés dominante no serán los que cada individuo para sí y por sí determine, sino el bien de la colectividad en tanto que ente suprapersonal, y el interés colectivo en tanto que interés de la comunidad en sí. El conflicto entre derechos individuales y derechos colectivos o grupales se resuelve a favor de estos últimos. Por poner un ejemplo: entre el derecho de cada uno a hablar la lengua que en cada momento desee o a rotular su comercio en el idioma que prefiera y el derecho de la comunidad a que su lengua se mantenga o no sufra el acoso de otras culturas y otros idiomas, se prefiere lo segundo y, por tanto, se considera legítimo y justo que los poderes públicos discriminen al que no hable la lengua comunitaria o sancionen a quien ponga sus carteles en una lengua diferente de la que debe ser común y prioritaria para que la nación sea y siga siendo hasta el fin de los tiempos. Esa tendencia se manifiesta suavemente en el republicanismo, que resalta sólo que no estará asegurada la libertad de nadie allí donde los ciudadanos no se sientan antes que nada comprometidos con esa comunidad política que asegura la libertad de todos y donde no ejerzan la virtud política y no participen con lealtad 122     en los procesos de decisión colectiva, aun a costa de sacrificar en pro de tal comunidad partes de sus bienes, de su tiempo y de su libertad. En cambio, con el comunitarismo de autores como McIntyre, Sandel o Taylor se subraya que la primera y más alta obligación moral de cada individuo es la de servir a su comunidad cultural y someterse a sus dictados y su bien, pues cuanto es cada uno, en tanto que sujeto moral, lo que piensa y ansía, su concepción del bien y de lo justo, son cosas, todas, que recibe de esa comunidad, que ella ha proyectado en cada uno de esos individuos a través de la socialización, a través de las instituciones de esa comunidad que lo han acogido y orientado: la familia, la escuela, las prácticas comunitarias de todo tipo. Sin la comunidad nada sería sujeto ninguno, sólo algo vacío, como una hoja en blanco, como un recipiente sin contenido. Por eso, igual que nos debemos a la madre que nos alumbró, nos debemos a la comunidad cultural que nos ha conformado y tenemos que protegerla de cuantos rivales y enemigos amenazan su ser y su identidad. Y, al igual que ése de defensa de las señas de identidad comunitaria es el primer deber moral de cada sujeto, ése es también el fin principal del Estado, que vuelve a ser, como antiguamente y más que nunca, Estado-nación, forma política de un pueblo, de una comunidad con identidad propia que a través del Estado se autodetermina para perpetuarse y crecer. Ante la envergadura de ese objetivo colectivo y ante el protagonismo de ese ser suprapersonal, llámese nación, comunidad o pueblo, cómo no han de ceder los derechos individuales y las libertades de los particulares. No hará falta recordar que la apoteosis de ese colectivismo comunitarista y nacionalista no está por llegar, sino que ya aconteció en el siglo XX en los fascismos y en el nazismo. En una parte del totalitarismo que el siglo XX conoció, por tanto. Porque en la otra parte de ese totalitarismo, la que corresponde al 123    : ,     comunismo llamado real, también se negó el valor del individuo por contraste con los intereses del grupo y también se sacrificó la libertad a fin de realizar un bien más alto, la beatitud social, la perfección, el paraíso sobre la tierra. Los unos querían acabar con el individualismo en nombre de la supremacía del pueblo y los otros querían terminar con el capitalismo en nombre de la supremacía de la clase proletaria. Y unos y otros acabaron con la libertad y asesinaron con saña. Para nada. Para demostrar, ojalá que para siempre, que cuando el ser humano deja de ser sujeto y se convierte en objeto, en pura herramienta de cualesquiera quiméricas empresas colectivas, no se implanta ninguna justicia, sino que sólo se retorna al salvajismo y a la violencia sin freno, a la ley del más fuerte, a la iniquidad extrema. 4. la síntesis de los engaños ¿Se habrá deslegitimado, a los ojos de sus votantes y de los ciudadanos en general esa izquierda que ha roto inconfesamente con su lugar en el abanico de las posturas políticas y con su razón de ser? En parte se ha deslegitimado, pero en parte también ha conseguido disfrazar su traición mediante un desplazamiento de las etiquetas. Quiero decir que la hábil jugada ha consistido en presentar como izquierdistas y liberadores de la opresión ciertos objetivos que siempre lo habían sido de la derecha, en particular de la derecha más ranciamente conservadora. O quizá se pueda dar cuenta de esa mutación con una explicación distinta: las fuerzas que secularmente venían sosteniendo a los conservadores han descubierto que les resulta más rentable colonizar los programas políticos de los partidos que estaban en la izquierda, y ahora ya pueden seguir defendiendo lo de siempre, tanto el orden económico impuesto como las ideologías reaccionarias que lo sustentan y le dan un halo de virtud y de necesidad, pero con la pose y las galas del progresismo. Ahora quien resulta tachado de 124     reaccionario y decadente es el que discute que los dineros públicos vayan a levantar bancos arruinados por la avaricia desmedida de sus gestores, o quien sigue opinando que los nacionalismos y patriotismos son la quintaesencia del pensamiento antiilustrado y la disculpa mejor para la insolidaridad entre los humanos, o los que opinan que no sólo hay cárceles con barrotes de hierro, sino que también existen cárceles culturales y comunitarias y que se construyen cuando las señas de identidad grupal se santifican y a los individuos no se les prestan las herramientas para escapar de esa celda de las religiones heredadas, los usos impuestos, los mitos alienantes o la Historia como predestinación de naciones y tribus. Por dos vías principales ha conseguido la izquierda rehacer su discurso ideológico y camuflar, al menos en apariencia, su traición a la libertad y a la igualdad de oportunidades. Conforme a la primera, lo que se abandona de cuidado de la libertad individual y de las condiciones de esa libertad, para que cada persona viva como quiera, es sustituido por un parternalismo estatal que trata de llevar a cada ciudadano a la vida buena y virtuosa. Al mismo tiempo que se nos vigila cada vez más, que se nos limitan cada vez más libertades tan cruciales como la de saber, decir o proponer, se finge que se nos cuida porque no se nos deja fumar o tomar ciertos alimentos o emborracharnos o asistir a algunos espectáculos. Si a los ciudadanos se nos viera como adultos, no habría pretexto para que nos tutelaran con tanto celo, y por eso somos tratados como adolescentes medio incautos a los que no se puede dejar a su aire. Se repartirá cada vez más injustamente la riqueza, aumentará la distancia entre pobres y ricos, subirán los índices de pobreza o desamparo, se desviarán ingentes cantidades de fondos públicos para financiar empresas que no buscan más beneficio que el suyo, como es natural, subirá la impunidad de los delincuentes políticos y los de cuello blanco, dejará la educación pública de ser camino hacia 125    : ,     la igualdad de oportunidades, habrá enfermos de primera y de segunda según que puedan pagarse o no la sanidad privada, se inventarán nuevos instrumentos financieros y fiscales para que las grandes fortunas no tributen apenas…, pero podemos estar contentos porque el poder nos cuida y ya no nos permite fumar en los restaurantes o contemplar corridas de toros en algunos territorios. Aquel paternalismo que era característica del conservadurismo de base religiosa ha sido heredado por unos partidos pretendidamente de izquierda. Muchísimas gracias por esta nueva forma de liberación y por esta denodada batalla contra la injusticia social. La otra vía para el disimulo ya se ha mencionado antes y consiste en la reasunción de mitos colectivistas. Una vez decaído el mito del proletariado como clase llamada a dirigir el tránsito hacia el fin de la Historia y hacia la implantación de una justicia universal sin vuelta atrás, la izquierda mira al pasado y se empeña en legitimarse echando mano de mitos nacionales y populares, de tradiciones, de ritos ancestrales, de leyendas sobre tribus y batallas, de memoria de pretéritas opresiones. No mejora la sanidad para los oprimidos del país que sea, no disminuye la cantidad de crímenes en los barrios marginales, no están mejor alimentados ahora los niños que nacen en las villas de miseria, no se cuida mejor el medio ambiente en los campos o las ciudades, no hay más becas para los que no tienen dinero ni más hospitales para los enfermos, pero…, pero vamos a rememorar las injusticias que padeció hace quinientos años nuestro pueblo o vamos a rescatar las narraciones populares o vamos a declarar oficial esta o aquella lengua o vamos a alzar altares para las religiones que se estaban perdiendo. A eso, que –mutatis mutandis– habría hecho las delicias de un Bonald o un De Maistre o un Donoso Cortés o, incluso y sin ánimo de comparar, de más de cuatro hitlerianos o franquistas, a eso se le llama hoy hacer política izquierdista y empeñarse en la liberación de los humildes. 126     No cabe escarnio más grande, no es imaginable dislate mayor, nadie podrá dar mejor ejemplo de traición a los menesterosos. No ha de extrañar tampoco que la derecha y sus partido tradicionales se suman en el desconcierto y se queden sin referencias y sin discurso. Han soportado un indudable plagio y, además, quienes los reemplazan en esa función de perpetuar estructuras heredadas y de asegurar que nada cambie en la distribución del poder real y la riqueza cierta, tienen a su favor una legitimidad heredada y una presunción de buena intención. De ahí que las más hondas reformas para limitar derechos de los ciudadanos o para recortar conquistas de los trabajadores o para adelgazar el Estado y aminorar derechos sociales los hagan en muchos lugares, como mismamente España, los partidos que se afirman izquierdistas y de progreso, socialistas incluso. 127 capítulo iii   1. a cada cosa por lo que es y con su nombre Los debates sobre el positivismo jurídico no cesan. En ellos abundan los equívocos, seguramente por parte y parte. En este escrito sólo intentaré poner algo de claridad sobre lo que el iuspositivismo significa y sobre lo que no implica. En adelante, cuando diga positivismo me referiré siempre al positivismo jurídico, salvo que le asigne otro calificativo. El positivismo pretende antes que nada fijar el nombre de una cosa, nombrar antes que calificar en términos morales, políticos, económicos, etc. Comencemos con unas comparaciones. En el idioma español existe el término “cuchillo” y está establecida su referencia del mismo modo que para cualquier otro término del lenguaje ordinario. Cuando cualquiera de nosotros ve un cuchillo paradigmático no tiene duda de que tal objeto es un cuchillo, de que “cuchillo” es el nombre que a ese objeto corresponde. Pero pueden surgir algunos problemas en la comunicación cuando el objeto en cuestión está en el límite o zona de confluencia de “cuchillo” y del término que designa otro tipo de objetos con alguna propiedad coincidente con las propiedades definitorias de los cuchillos. Ese es el problema de hasta dónde llega la referencia de “cuchillo” y de ante qué objetos con alguna similitud debemos dejar de hablar de cuchillo y tenemos que usar otras palabras para designarlos, como bayoneta, puñal, navaja, etc. 131    : ,     Cuestión distinta de esa de la referencia o designación es la que se suscita cuando se entremezcla la semántica, el nombre apropiado para el objeto, con la pauta de correcto uso de dicho objeto. Es decir, si se entrecruzan el correcto nombrar y la correcta utilización del objeto en cuestión, sea cual sea esa pauta material o no lingüística de uso. Tal pasa, por ejemplo, si vemos que alguien pretende emplear un cuchillo perfectamente normal para con él talar un árbol con un tronco de enorme grosor. Ahí el hablante ordinario no dirá que eso no es un cuchillo, sino que un cuchillo no es para eso, no sirve o no es apropiado para dicha tarea, está siendo impropiamente utilizado. Una variante más de ese problema se puede dar cuando vemos que alguien usa un cuchillo para asesinar alevosamente a otra persona. En este último caso no tendrá sentido que neguemos que el arma homicida es un cuchillo, y tampoco que discutamos que un cuchillo puede servir para asesinar, que es instrumentalmente apto para eso. Lo que sí tiene pleno sentido que sostengamos es que se trata de un uso inmoral de ese objeto que es un cuchillo. Ahora pasemos al terreno del derecho. Socialmente se reconoce cuándo nos encontramos ante una norma que es jurídica, que es Derecho. Por ejemplo, el Parlamento español aprueba, siguiendo las formas y procedimientos que para ello se prescriben y se conocen, una ley que establece un nuevo impuesto. Si a cualquier ciudadano español que recibe información suficiente de lo acontecido se le pregunta si esa ley es una ley, va a responder que sí. Si se le añade la cuestión de si esa ley es derecho, va a contestar que obviamente, pues qué son las leyes sino derecho o parte del derecho. Ahora bien, todo sistema jurídico regula los mecanismos y condiciones de creación, modificación, supresión y aplicabilidad de sus elementos, de las normas jurídicas, de las normas de ese respectivo sistema. Esos mecanismos y condiciones son de 132     dos tipos, formales y sustanciales. Son formales los que fijan qué órganos, instituciones o sujetos pueden realizar dichas operaciones de creación, modificación y supresión del tipo de norma jurídica de que se trate y qué procedimientos o trámites han de llevarse a cabo para esos propósitos. Condiciones sustanciales son las que disponen o bien requisitos de encaje de las normas con otras normas del sistema (por ejemplo, cuando se sientan las condiciones del desarrollo reglamentario de las leyes), o bien condiciones de no contradicción de las normas con otras normas del sistema. Para el positivismo las normas jurídicas lo son por cumplir esas condiciones puestas por el propio sistema, y no dejan de serlo o lo son meramente por razón de su mérito moral o de cualquier otro tipo51. El incumplimiento de alguno de tales requisitos o condiciones puede dar lugar a que la que se pretendía norma jurídica integrante del sistema jurídico en cuestión acabe no siendo tal o no pudiendo operar como tal. Pero para que esa invalidación como jurídica de la norma que así se quería pueda acontecer, el mismo sistema jurídico fijará nuevas condiciones: dispone qué órganos pueden declararla y en el seno de qué procedimientos. Mientras tal declaración, así regulada, no acontezca, la norma de marras podrá ser invocada y aplicada. Cuestión diversa, y dependiente de los pormenores de cada sistema, será que, según quién y 51 En palabras de Gardner, se trata de la tesis nuclear del positivismo: “In any legal system, whether a given norm is legally valid, and hence whether it forms part of the law of that system, depends on its sources, not its merits” (Gardner, John, “Legal Positivism”, en Kavanagh, Aileen, Oberdiek, John (eds.), Arguing About Law, Londres y Nueva York, Routledge, 2009, p. 153). No se pierda de vista un matiz importante respecto de las que acabamos de llamar condiciones sustanciales: como dice Gardner, John, “The validity of legal norms can depend on their content so long as it does not depend on the merits of their content” (ibid., p. 158). 133    : ,     cómo declare la invalidez de la norma, esta resulte eliminada del sistema mismo con efectos generales o sólo dejada de lado en su aplicación a un caso concreto que se discute. Esa diferencia se aprecia, por ejemplo y en materia de control de constitucionalidad de las leyes, según que estemos ante un sistema de control concentrado o de control difuso de constitucionalidad. También es asunto variable, de sistema a sistema, el de la regulación de los efectos que la norma invalidada o preterida pueda surtir para el periodo anterior a dicha declaración o preterición. El tema que aquí nos interesa es el de a qué podemos llamar derecho, a qué normas podemos nombrar como jurídicas. Lo que el positivismo propone es que llamemos jurídicas y nombremos como parte del derecho (del sistema jurídico de que se trate) a aquellas normas que: (i) Tengan la presencia o aspecto de tales por haber sido creadas con básico cumplimiento de los requisitos formales y procedimentales puestos en el sistema y socialmente reconocidos como tales a partir de la efectiva vigencia general de dicho sistema. (ii) No hayan sido invalidadas, privadas de su condición de normas de ese sistema por los órganos para ello competentes y con arreglo al procedimiento para ese fin establecido. (iii) O que surtan efectos por ser aplicables a hechos acontecidos con anterioridad a esa declaración de invalidez, como sucede, por ejemplo, cuando una declaración de inconstitucionalidad tiene efectos ex nunc y no ex tunc. ¿Qué consecuencias tendría un nombrar distinto? Respecto de (i) nos encontraríamos con que los sujetos, los ciudadanos, no sabrían cómo denominar una norma que parece claramente derecho porque tiene las propiedades formales de una norma jurídica, de una norma de ese sistema vigente. Ante la pregunta 134     que un ciudadano se hiciera sobre si esa norma es derecho y como tal, meramente en cuanto derecho, lo obliga, tendría que responder que parece que sí es derecho pero que a lo mejor no lo es y que, por tanto, mejor no calificarla hasta que llegue una declaración posterior del órgano de control competente, declaración que puede no acontecer nunca. Habría que dejar de llamar derecho a lo que derecho parece y como tal se reconoce generalmente y que, además, nos va a ser aplicado mientras no acontezca, si es que acontece, su invalidación. En lo anterior es importante y va implícita la diferencia entre normas con apariencia de derecho, pero que pueden acabar siendo nulas, invalidadas porque no cumplen concretamente algunos de aquellos requisitos y condiciones formales o sustanciales, y normas que nada tienen de aquella pretensión de juridicidad, o de apariencia de tal, por provenir de fuentes radicalmente inidóneas, según ese sistema vigente52, o por no haber sido creadas ni 52 Hablamos aquí de fuentes en el sentido en que, entre tantos, ya lo hiciera Bobbio hace décadas: “son fuentes del Derecho los hechos o los actos a los que un determinado Ordenamiento jurídico atribuye idoneidad o capacidad para la producción de normas jurídicas. (Decimos hechos o actos según si se prescinde o se incluye el elemento subjetivo –conocimiento y voluntad-, propio del obrar humano, en los fenómenos a que el Derecho se refiere; con respecto a los hechos decimos idoneidad con respecto a los actos decimos capacidad)” (Bobbio, Norberto, El positivismo jurídico, Madrid, Debate, 1993, trad. de R. de Asís y A. Greppi, p. 169). Añade: “La importancia del problema de las fuentes del Derecho consiste en que con él se puede determinar la pertenencia de las normas que encontramos en la práctica cotidiana a un Ordenamiento jurídico: esas normas pertenecerán o no a un Ordenamiento según deriven o no de aquellos hechos o de aquellos actos a los que el propio ordenamiento atribuye la producción de sus normas” (ibid., p. 169). “Por otra parte, los Ordenamientos jurídicos que han alcanzado una cierta complejidad y madurez, como los modernos, establecen por sí mismos las fuentes del Derecho, lo que significa que establecen por sí mismos los criterios de validez de sus propias normas” (ibid., p. 170). 135    : ,     con el más mínimo respeto a las formas y los procedimientos. Tal ocurriría, por ejemplo, si en el sistema español alguien se empeñara en llamar norma legal a la sentada por un consejo de ancianos municipales o por los parlamentarios, pero reunidos en un hotel rural en ruidosa y desordenada asamblea. Lo mismo tendríamos si una reunión de párrocos castellanos, pongamos por caso, decidiera derogar determinada norma del Código Civil. Mientras el sistema esté vigente en sus términos fundamentales, no se reconocerá socialmente como derecho ni será dentro de él efectiva como tal ninguna de esas que serían mutaciones básicas del mismo. Y si se reconocieran, el sistema habría cambiado, habría acontecido una revolución. También interesa diferenciar entre reconocimiento social y reconocimiento técnico-especializado. Socialmente va a contar como derecho y va a ser nombrado así lo que tenga la mencionada apariencia mínima de juridicidad. Son los expertos, con su saber especializado y su dominio minucioso de los mecanismos intrasistemáticos, los que pueden apreciar que una norma aparentemente jurídica puede merecer la declaración de invalidez porque en ella no se cumpla uno de esos abundantes y complejos requisitos atinentes a los procedimientos o la ausencia de incompatibilidad con otras normas del sistema. En cuanto a (ii), dejar de denominar norma jurídica a la que hipotéticamente puede ser un día invalidada o inaplicada por el órgano pertinente y en el marco del procedimiento al efecto establecido implicaría, nuevamente, no llamar derecho a lo que como tal se aplica por los órganos del sistema jurídico y a los ciudadanos y las instituciones, en ausencia de tal declaración, que tal vez nunca se dé, o mientras no acontezca. Decir que mi caso no ha sido por el juez resuelto conforme a derecho, ya que se me aplicó una norma que no es jurídica porque estimo o estiman muchos que merecería tal invalidación supone quedarse sin nombre para 136     una parte importante de las normas que socialmente son vistas como jurídicas y que por la Administración, los tribunales y los particulares cotidianamente se cumplen y se hacen valer. Si no es derecho, ¿cómo lo llamamos? ¿Por qué no llamarlo como lo llama la gente y como lo consideran esos órganos aplicadores? En lo que se refiere a (iii) estamos en una tesitura similar. Si me dicen que la norma que a mi caso se aplicó es a partir de hoy, día de la publicación de la sentencia de inconstitucionalidad, norma inválida y por tanto, no parte del derecho español, pero que para mi caso, anterior a esa declaración, surte plenos efectos, ¿podré congruentemente mantener que no se resolvió en derecho y conforme a derecho mi asunto y que no fue nunca parte del sistema jurídico esa norma que se me aplicó? De la necesidad de sentar aquí distinciones da buena cuenta la diferencia conceptual que Alchourrón y Bulygin trazaron entre sistema jurídico y ordenamiento jurídico, pero repárese en que bajo su óptica positivista el apellido “jurídico” lo llevan ambas categorías. Regresemos a aquellas comparaciones que hacíamos con lo que se puede denominar cuchillo. Por un lado, decíamos que podemos toparnos con casos en los que dudemos de si a un objeto es mejor y más propio llamarlo cuchillo o bayoneta, puñal o navaja. Este tipo de dudas son relevantes cuando hablamos de derecho y sistemas jurídicos, pero en dos aspectos distintos, que no deben confundirse, aunque estén relacionados. Una cosa es preguntarse si una norma es jurídica o no, si pertenece o no al conjunto de tales que llamamos sistema jurídico, y otra es plantearse qué quiere decir la palabra o expresión “x” presente en la norma N de dicho sistema. Para la resolución del primer tipo de dudas los sistemas jurídicos establecen los aludidos requisitos formales y sustanciales y disponen los órganos competentes para, en el marco del proceso 137    : ,     correspondiente, efectuar la declaración dirimente, en la idea de que la norma con mínima apariencia de jurídica se considerará derecho y se aplicará como tal mientras dicha declaración no tenga lugar, dependiendo también de esa regulación la retroactividad o no de los efectos de dicha declaración. En las cuestiones del segundo tipo no está en liza la juridicidad de la norma, sino su alcance y efectos para tales o cuales hechos. Ahí los problemas son estrictamente de interpretación y lo que el sistema fija es quién tiene la última palabra o la palabra decisiva a la hora de precisar el significado de las expresiones normativas para los casos que bajo las normas hayan de enjuiciarse y resolverse. El propio sistema jurídico da pautas muchas veces sobre cómo o con qué criterios pueden o deben interpretarse sus normas, y siempre fija quién puede hacer la interpretación última y determinante, la que vaya a misa, por así decir, y zanje en términos práctico-jurídicos la cuestión, sea para el caso concreto, sea para casos futuros. Tenemos, pues, que la diferencia entre la disputa que en un grupo de individuos puede surgir sobre si un determinado objeto debe contar o no como un cuchillo y la que aparece sobre si una determinada norma es o no jurídica radica en que para esta última el sistema jurídico prevé mecanismos decisorios que dictaminan con autoridad, con la autoridad que el propio sistema les otorga. Podrá un sujeto seguir convencido de que esa norma que se dice que es jurídica no merece la consideración de tal, pero para el sistema lo será mientras no se declare su invalidez o, más radicalmente, cuando positivamente su validez haya sido ratificada. Con esto último arribamos a un aspecto muy importante para nuestro asunto, el de si tiene sentido y resulta mínimamente funcional, en términos prácticos y operativos, que un sujeto o un grupo de individuos se empecine en no llamar derecho o 138     no calificar como jurídicas aquellas normas que para el propio sistema lo son y que socialmente se imponen y tienen vigencia y son aplicadas en cuanto que tales. Será algo parecido a si alguien se empecina en que no se denomine cuchillo a un objeto que para la generalidad lo es sin duda, y que tal empeño responda a que algo hay en ese concreto cuchillo que a esa persona no le agrada o porque posee una propiedad que en su opinión particular no lo hace merecedor de ser un verdadero cuchillo, como pueda ser la de no estar bien afilado y no servir para cortar con comodidad. Recordemos que del cuchillo decíamos que alguien puede estimar que es usado para un cometido que no le es propio o para el que no es instrumento adecuado, como talar un árbol de muy grueso tronco, o que se utiliza con fines moralmente reprobables, como asesinar a alguien. Nos planteábamos si esas serían razones aptas para justificar que a ese cuchillo dejara de llamárselo cuchillo y se lo denominara, por ejemplo, no-cuchillo, puro metal con mango o cuchillo que por aberrante deja de ser tal. Parece que no. ¿Y qué sucede en el caso del derecho, de las normas jurídicas? ¿Dejan de ser jurídicas esas normas cuando no se emplean para los fines apropiados a su naturaleza o cuando se ponen al servicio del mal moral, de la inmoralidad? No interesan aquí tanto las consideraciones sobre las funciones del derecho, sean las funciones posibles, sean las que demanda un determinado modelo de Constitución y de Estado, sino si la insuficiente satisfacción de las funciones que se le asignen o el uso de sus normas para objetivos que se entienden para el derecho inadecuados privan a las respectivas normas de la cualidad de jurídicas y al respectivo sistema de su catalogación posible como derecho, como sistema jurídico. Si afirmamos que un derecho que no cumpla tales o cuales funciones concretas deja de ser tal, tendríamos que reconocer que lo que generalmente se entiende como derecho de muchos 139    : ,     países o Estados no es verdadero derecho, sino otra cosa. Deberíamos, entonces, ponernos de acuerdo en el nombre de esa otra cosa, sea dicho nombre el de fuerza bruta, arbitrariedad, dominación ajurídica o el que se quiera, y, al tiempo, habría que plantearse una estrategia para que le gente, tanto del propio país como de los otros, dejara de llamar “derecho” de ese Estado a las normas que no son jurídicas por carecer de esa función definitoria de lo jurídico. Una quimera, tanto lingüística como práctica o comunicativa. Tendríamos que terminar por usar circunloquios o expresiones del tipo “las normas de ese Estado E que parecen derecho, pero no lo son en modo alguno o que no lo son del todo”. Confuso y poco práctico proceder, sin duda. O incurrir en contradicciones expresivas y pragmáticas como la de decir que “el derecho de E no es derecho”. Si no es derecho ese derecho, ¿por qué partimos de llamar derecho a lo que luego mantenemos que no es tal? Un derecho que no se emplee para lo que sean o nos parezcan sus funciones propias y viables es como aquel cuchillo que utilizábamos para talar en gran árbol: no deja de ser cuchillo, aunque su usuario sea necio. En la teoría del derecho del siglo XX ha habido algún debate muy interesante sobre otro aspecto instrumental o práctico del derecho, el de si este puede llegar a autosabotearse por razón del torpe o inadecuado modo en que disponga su propio funcionamiento. Igual que de un cuchillo extraordinariamente mellado o muy roto podemos empezar a preguntarnos cuándo deja de ser un cuchillo o, al menos, un cuchillo que valga para cualquiera de las cosas que con los cuchillos propiamente se hacen, cabe que nos interroguemos sobre en qué momento aproximado un sistema jurídico se autoorganiza de tal manera inadecuada o tiene unos caracteres que hacen inviable su propia operatividad efectiva. 140     Dos son en este punto las cuestiones a las que merece la pena aludir, aunque sea nada más que de pasada. Una, la discusión sobre las relaciones entre eficacia y juridicidad o condición de derecho de un sistema de normas. Kelsen y Ehrlich, por ejemplo, se enfrentaban a propósito de ese tema y tuvo el muy normativista Kelsen que hacer determinadas concesiones al condicionamiento fáctico de la juridicidad. El otro debate sí versa sobre si un sistema jurídico puede autosabotearse y volverse inoperante por motivo de sus contenidos y modo de organización. A tal cuestión parece que están aludiendo Fuller o Hart, aun con sus notables diferencias, cuando el primero habla de la moralidad interna del derecho o el segundo del contenido mínimo de derecho natural, expresiones ambas poco afortunadas, pues no quieren tanto decir que un derecho, para sobrevivir como tal, tenga que adecuarse mínimamente a alguna moral material u objetiva, cuanto a que se desactivaría a sí mismo un derecho cuyas normas fueran todas retroactivas, o cambiaran cada día, o carecieran todas de sanciones para su incumplimiento, etc.53; o, podría añadirse, desarrollando otro aspecto de la teoría de las normas de Hart, que no tuviera normas de cambio y normas de adjudicación. 53 “Cabe distinguir entre dos tipos de exigencias morales que pueden estar en una relación necesaria con el sistema jurídico: formales y materiales. Un ejemplo de una teoría que sostiene una conexión necesaria entre criterios morales formales y el sistema jurídico es la de Fuller sobre la moralidad interna del derecho (internal morality of law). Aquí incluye Fuller los principios del Estado de derecho (legality) tales como la generalidad de la ley (generality of law), la publicidad (promulgation) y la prohibición de la retroactividad (retroactive laws). En cambio, se trata de la conexión entre criterios morales materiales y el sistema jurídico cuando Otfried Höffe afirma que sistemas normativos que no satisfacen determinados criterios fundamentales de la justicia no son órdenes jurídicos” (Alexy, Robert, El concepto y la validez del derecho, Barcelona, Gedisa, 1997, trad. de Jorge M. Seña, pp. 37-38). 141    : ,     Pero alrededor de estos asuntos anteriores no suele girar la polémica entre positivistas y antipositivistas, sino que versa más que nada sobre si el uso inmoral del derecho priva a las correspondientes normas de ese carácter de derecho. Recordemos que aquí la comparación era con el problema de si el cuchillo que se utiliza para asesinar sigue siendo o no un cuchillo. Nos extrañaría que alguien defendiera que desde el momento en que ese objeto, el cuchillo, se usa con propósitos de asesinato deja de ser un cuchillo, que se afirmara algo así como que “este cuchillo ya no es un cuchillo, sino un metal asesino”. Las razones para negarle al objeto la condición de cuchillo provendrían de la inmoralidad de su uso. No podríamos, pues y según esa postura, proclamar nunca que el asesinato se cometió con un cuchillo, y habría que decir que el asesinato se perpetró con lo que al cualquiera le parecerá un cuchillo, pero que no lo es, pues a los cuchillos les es ontológicamente inmanente que no pueden ser empleados para asesinar. Esa confusión entre la cosa y los juicios morales sobre su utilización es la que viene a cuestionar el positivismo, simplemente eso. Pero a nuestra comparación se podría quizá objetar que mezcla el objeto externo con las intenciones o prácticas de su usuario y que no va por ese camino la vinculación inmanente entre derecho y moral; que la analogía podría ser pertinente si se diera con una norma y su uso torticero o mal intencionado. Es decir, que el ligamen entre normas jurídicas y moral se aplica respecto de las propiedades definitorias de las normas jurídicas. Expliquemos esto un poco mejor. Cabría la comparación, se objetará, si entre las propiedades definitorias del cuchillo hubiera una de carácter moral. Pues lo que el antipositivismo hace es añadir una propiedad moral constitutiva y definitoria al “objeto” norma jurídica. Para los antipositivistas, entre esas propiedades constitutivas y definitorias 142     del “objeto” norma jurídica está la de que su contenido no puede ser inmoral, o fuertemente inmoral. En consecuencia, la norma jurídica o el objeto que en principio parezca tal no será en verdad norma jurídica si carece de esa propiedad, si no cumple dicha condición. Trabajemos con otro ejemplo. Los curas de mi colegio solían contarnos que la práctica sexual sin amor no es propiamente sexo, sino mera genitalidad. No admitían que pudiera darse verdadero sexo sin amor, aunque amor sin sexo sí cabía y hasta era en muchos casos lo más recomendable. Similarmente, los antipositivistas proclaman que no puede haber derecho sin un mínimo de moralidad, aunque sí existe la moral sin juridicicidad. O sea, que una norma jurídica deja de ser jurídica si es inmoral, pero una norma moral no deja de ser moral si resulta antijurídica, esto es , de contenido opuesto al derecho, a alguna norma jurídica. La moralidad (o una moralidad mínima) es condición definitoria de lo jurídico, pero la juridicidad no es condición definitoria de lo moral. De esa forma, lo que el antipositivismo propugna es una superior jerarquía de la moral sobre el derecho, ya que aquella puede condicionar los contenidos de este, pero no a la inversa. Las variantes de las doctrinas antipositivistas se derivan del tipo de naturaleza u ontología que atribuyan a esa moral que ponen como condición de lo jurídico. Para el iusnaturalismo teológico era la moral cristiana, bajo la forma de ley eterna y su reflejo en la ley natural, grabada por Dios en la naturaleza humana. Para el iusnaturalismo racionalista se trataba de las pautas morales, insertas “naturalmente” en la naturaleza humana, parte constitutiva de esa naturaleza humana y cognoscible mediante la razón. Para el iusmoralismo no iusnaturalista o bien se trata de una moral objetiva, en sí subsistente y cognoscible mediante la intuición o una reflexión ética metódicamente guiada, o bien 143    : ,     de algún tipo de moral social positiva común a todos los pueblos en un momento histórico dado (tal era la postura de Radbruch o del llamado derecho natural de contenido variable) o de la moral socialmente vigente en el Estado o grupo humano en el que surge un sistema jurídico, moral que da su sentido último al respectivo sistema jurídico, lo complementa y, en su caso, lo corrige o condiciona (Dworkin). El neoconstitucionalismo va un paso más allá y, presuponiendo o bien el tipo de moral a que se refieren Dworkin o Radbruch, o bien algún género de moral objetiva como la que la alemana Jurisprudencia de Valores ponía en la base de los sistemas jurídicos,4 insiste en que esa moral está presente como sustancia o esencia última de las constituciones vigentes. Sea como sea, el elemento común y característico es ese de colocar un componente de moralidad como condición definitoria del derecho. Por consiguiente, para el antipositivismo no serán parte del derecho, no serán con propiedad jurídicas, las normas de contenido inmoral o fuertemente inmoral y no se deben aplicar las normas jurídicas que, aun no siendo en su contenido abstracto inmorales, conduzcan en el caso concreto que se enjuicie a una solución incompatible con la moralidad de referencia. 2. las dos notas con que el positivismo caracteriza el derecho El positivismo jurídico es una manera de nombrar, es una opción sobre qué es funcional y comunicativamente más razonable llamar derecho. Su razón fundamental es que no se debe confundir la denominación socialmente establecida sobre lo que cuenta como derecho con las pretensiones que se tengan sobre cómo debería ser o cómo debería usarse y para qué el derecho. 144     Es, pues, antes que nada, una tesis conceptual y semántica. Cada persona o grupo pueden tener su opinión sobre el cuchillo mejor, sobre el sexo ideal o sobre el amor perfecto, pero no está en su mano determinar las propiedades del concepto de cuchillo y, en consecuencia, la referencia de términos como “cuchillo”, “amor” o “sexo”. Desde ese núcleo de la tesis se pueden comprender las dos notas con que el positivismo acostumbra a presentarse, la de la separación conceptual entre derecho y moral y la del carácter convencional del derecho. La separación conceptual se capta bien si volvemos al caso del sexo y el amor. Conceptualmente somos perfectamente capaces los hablantes de nuestro idioma de diferenciar y separar amor y sexo y de ver los dos términos como alusivos a prácticas o sensaciones distintas. Una cosa es la práctica sexual y otra el sentimiento amoroso. Gracias a que poseemos esos dos conceptos podemos distinguir y catalogar tres situaciones diversas, atinentes a la relación entre esas dos “cosas”. Así, discernimos cuando se da amor sin sexo, sexo sin amor o lo uno junto con lo otro. Correlativamente, la presencia del concepto de moral y del de derecho (o de norma moral y norma jurídica) nos capacita para determinar cuándo estamos ante una norma moral que no es jurídica o que es antijurídica (opuesta al contenido de una norma jurídica), ante una norma jurídica que no es moral o que es inmoral (opuesta al contenido de una norma moral), o ante un contenido normativo que se corresponde tanto con el de una norma moral como con el de una norma jurídica. Lo que decimos de esa separación conceptual vale también para distinguir el derecho de otras “cosas”, como la economía. Una norma jurídica cuyo contenido esté en pugna con los dictados de la economía no deja de ser jurídica por ser antieconómica, inconveniente o contraproducente desde el punto de 145    : ,     vista económico54. Y una ley de la ciencia económica tampoco pierde su validez científica, si la tiene, por estar reñida con los dictados del derecho vigente. Por las mismas, también distinguimos el sexo del placer y, aunque muchas veces vayan de la mano, podemos entender que haya sexo sin placer y placeres sin sexo, placeres no sexuales. Tal capacidad para distinguir es perfectamente independiente de las convicciones que cada cual pueda tener sobre cuáles son las mejores o más adecuadas vivencias o prácticas del amor, del sexo y del placer. Más aún, si tales concepciones pueden afirmarse y desarrollarse es precisamente gracias a ese arsenal de conceptos diferenciables y combinables en relaciones variadas. No parecería razonable que alguien adujera que expresiones de nuestra lengua, como la que permite llamar “hacer el amor” a ciertas práctica sexual sean prueba de que sexo y amor están inescindiblemente unidas en un concepto único y complejo, de modo que no pueda existir sexo sin amor, sin sentimiento amoroso. La presencia de dicha expresión sólo prueba que la palabra “amor” es ambigua, tiene significados distintos. Otro tanto ocurre con la expresión “no hay derecho”, que usamos para indicar que una situación nos parece injusta. Lo único que aquí se comprueba es que también la palabra “derecho” es ambigua y no solo se emplea para aludir a un conjunto de 54 En palabras de Alexander Somek, “Morality is not a necessary condition of legal validity. The separability thesis extends to other modes of evaluating norms on their merits, for example, on grounds of either economic efficiency or comprehensibility. Inefficient norms are just as legally valid as regulations that are too complex to make any sense” (Somek, Alexander, “The Spirit of Legal Positivism”, German Law Journal, vol. 12, nº 2, 2011, p. 733). Similarmente, Jon Gardner: “Legal positivists line up equally against views according to which the validity of law depends upon, for example, its economic or aesthetic merits” (Gardner, John, “Legal Positivism”, cit., p. 168). 146     normas pertenecientes a un sistema jurídico. Lo que no resulta fácilmente comprensible es que alguien use tales ambigüedades semánticas para sostener que todo sexo tiene necesariamente una dimensión amorosa o que a todo derecho le es inmanente un contenido mínimo de justicia. Algo parecido sucede con las teorías tridimensionales del derecho cuando se invocan como tesis opuestas al positivismo. En su formulación estándar esa teoría tridimensional dice que el derecho es norma, y como tal calificable en términos de validez o invalidez formal o propiamente jurídica; hecho, y como tal calificable en clave de eficacia o ineficacia; y valor, y como tal tildable de bueno o malo, justo o injusto, moral o inmoral. Perder de vista cualquiera de esas dimensiones supondría, se dice, dejar de lado un aspecto esencial de la ontología de lo jurídico, pues el derecho propiamente dicho sólo se da en aquellas normas que reúnen las tres condiciones positivas: validez, eficacia y justicia. Se trata de una grosera confusión entre el objeto y los puntos de vista sobre el objeto. Un cuadro, por ejemplo, una obra pictórica, puede ser contemplado y calificado desde múltiples ópticas o puntos de vista: su belleza a tenor de los cánones estéticos, la moralidad de la escena que represente, conforme a los patrones morales, el precio o valor económico, según los dictados económicos o del marcado del arte. ¿Tendría sentido que defendiéramos que un cuadro es arte nada más que si combina las propiedades de ser bello, de representar escenas o situaciones no inmorales y de ser económicamente valioso? De esa forma, si el artista representó una violación o una estampa sacrílega o si por su cuadro no le dan más de cuatro euros, no sería artística su obra en modo alguno, aunque para los estándares estéticos pudiera considerarse una obra de primera. Además, suena arbitrario, ya puestos, que se limiten a tres las dimensiones de lo jurídico. ¿Por qué no igualmente 147    : ,     una dimensión estética, ya que de las normas o su redacción podemos hacer juicios en términos de belleza o fealdad literaria? ¿Y una dimensión económica, puesto que podemos juzgar de sus efectos económicos positivos o negativos? ¿Y una religiosa, pues sus contenidos pueden verse como pecaminosos o acordes con el dogma de tal o cual religión? Y así sucesivamente. Un cuchillo será un cuchillo al margen de que se use mucho o poco, de que nos parezca moral o inmoral que se fabriquen cuchillos, de que se venda caro o barato, de que sea hermoso o feo, etc., etc. Sobre un cuchillo, una práctica sexual, un sentimiento amoroso o una norma jurídica pueden combinarse múltiples puntos de vista y juicios de muy diverso tipo. Pero cuando se nos pregunta qué es un cuchillo sólo podremos caracterizarlo con propiedad si enumeramos las notas del concepto y las claves de la referencia del término “cuchillo” en nuestra lengua. Imaginemos que encuentro una piedra y que deseo saber de qué mineral se trata o qué minerales la componen. Voy al geólogo y, tras los análisis pertinentes en su laboratorio, dictamina que se trata de cuarzo; mas añade: “pero este cuarzo es tan feo que en realidad se trata de un cuarzo que no es cuarzo, sino que sólo lo parece, ya que el verdadero cuarzo sólo puede ser hermoso”. Tendríamos a dicho geólogo por un chalado que no sabe distinguir los objetos de su ciencia de sus juicios estéticos personales. Si para la comunidad científica de los geólogos y para la gente en general esa piedra tiene las propiedades del cuarzo, acreditadas además por los procedimientos de análisis de la ciencia geológica, no será de recibo negar que sea cuarzo porque es un pedrusco muy feo o porque una vez alguien mató a otro golpeándolo con una piedra de cuarzo o con esa misma piedra de cuarzo. ¿Y si a usted le preguntan si el derecho español permite el aborto voluntario dentro de un plazo? ¿No incurre en el mismo 148     sinsentido si contesta que hay en el derecho español una norma que sí lo permite pero que en realidad esa norma no es jurídica ni forma parte de tal derecho porque el aborto es suprema inmoralidad? Su interlocutor sigue con el interrogatorio: ¿Acaso esa norma ha sido anulada por el órgano competente para tales anulaciones? Usted dice que no, que no lo ha sido (supongamos, además, que el Tribunal Constitucional ha sentenciado que dicha norma no es inconstitucional), pero que en realidad nadie necesita anularla porque ya es nula de por sí. Y sigue, pertinaz, el interrogador: ¿qué le sucede, entonces, a la mujer que se somete voluntariamente a un aborto dentro de ese término o bajo esas condiciones, o al médico que lo practica? Usted: no les sucede nada, no los condenan, conforme al derecho vigente, sólo que ese derecho vigente en realidad no es derecho y esas personas deberían ser sancionadas si el derecho fuera como debería ser, si en lugar de regirnos por el derecho vigente nos gobernáramos por el verdadero derecho. ¿No sería mejor que usted dijera que el derecho es el que es, pero que a usted no le gusta nada y que piensa que debería cambiarse? Ahora supóngase que es derogada la norma que permite el aborto voluntario en ciertos casos o dentro de determinado plazo. Todo aborto voluntario pasa a ser delito y a acarrear sanción penal. Viene un conciudadano y le pregunta si en nuestro derecho está permitido el aborto voluntario, al menos en alguna circunstancia. Usted le aclara que no, pues hay en nuestro ordenamiento una norma que lo veda y lo castiga. Pero resulta que ese que con usted dialoga es un declarado defensor del derecho al aborto y no ve inmoralidad o injusticia en su práctica, sino en su prohibición. No son pocas las personas que así opinan, en razón de su sistema moral, de su concepción de la moralidad, del bien y de la justicia. Ese interlocutor suyo es un iusmoralista y un antipositivista como usted, solo que su moral es bien distinta 149    : ,     de la suya, de la de usted. Así que ante su referencia a la norma jurídica positiva, él le replica que, de tan injusta, esa norma prohibitiva del aborto no es auténtico derecho y que el verdadero derecho no prohíbe el aborto, sino que lo permite, por lo cual, las condenas de quienes abortan voluntariamente o practican abortos no son condenas conforme a derecho, sino puros actos de poder antijurídico o ajurídico. Entonces usted aduce que la norma vigente no solo es derecho, sino que es además derecho justo y, por consiguiente, derecho genuino. ¿Tiene salida ese debate? Parece que sólo es pensable una: que se pongan de acuerdo sobre los hechos y su nombre y que distingan los hechos de su calificación moral, económica, política, estética o cualquier otra. El hecho es que aquí y ahora el derecho dice que el aborto está prohibido o permitido. Y también es un hecho que el juicio moral sobre la respectiva norma puede ser discrepante. Pero la discrepancia moral sobre los hechos no tiene que ser confundida con la constatación de los hechos, con el juego de los conceptos y con los nombres de las cosas. Si cada uno llama derecho nada más que a las normas que a él le parecen moralmente admisibles, incluso desde su concepción personal del objetivismo moral y de la verdad moral, y si ese modo personalizado de nombrar se impone generalmente, deja de haber en la sociedad derecho, por no existir un concepto común de derecho: el término pierde su referencia en el lenguaje que compartimos. Pero lo cierto es que en cada sociedad, y en la nuestra, el término derecho sí tiene una referencia común compartida, pese a quien pese. Pongámonos ante una sociedad en la que tal situación se produjera, en la que cada uno sólo considerara derecho aquellas normas que son acordes con su moral. Sería imposible saber, en los casos de discrepancias entre las morales de los individuos o los grupos, si el derecho permite o prohíbe el aborto, ya que el 150     veredicto de cada persona o cada grupo será discordante. No sería raro que de tal caos práctico se intentara salir mediante un acuerdo: el acuerdo de dar a la norma jurídica el contenido que determine la mayoría. Se inventaría la democracia como procedimiento para crear derecho positivo vinculante para todos por encima de los juicios morales de cada uno. Por eso puede sostenerse que, en su fundamento como sistema jurídico-político de una sociedad reconocidamente pluralista, la democracia exige el positivismo en el modo de identificar y nombrar el derecho. La democracia supone el acuerdo para sentar y hacer en común vinculantes, bajo la forma de derecho, las normas sobre las que discrepamos, pero que, por versar sobre asuntos importantes para la convivencia colectiva, tienen que ser normas que rijan para todos. Por eso en democracia se legisla el derecho de todos, pero no, en modo alguno, la moral de cada uno. Porque el derecho es de todos y para todos, guste o disguste a unos o a otros, mientras que la moral es de cada uno y desde la moral de cada uno hace cada cual sus propuestas para todos y participa en las reglas del juego común de la legislación. Quien pone condiciones personales de validez a las normas democráticamente legisladas se sustrae al juego compartido de la democracia y coloca sus valores personales por encima del valor de ese sistema55. 55 Resulta de lo más tentador reproducir aquí la clasificación propuesta por Ulises Schmill (“El positivismo jurídico”, en Garzón Valdéz, Ernesto, Laporta, Francisco J. (eds.), El derecho y la justicia, Madrid, Trotta, 1996, p. 74). Dice: “Si consideramos la posición que, pragmáticamente puede asumirse con respecto a las relaciones posibles entre un conjunto personal de principios o máximas personales y un orden de normas válido preexistente, podemos encontrar, en general, que estas relaciones tipifican posturas que han sido asumidas en el ámbito de la política: 1) considerar el orden personal de normas como idéntico al orden normativo preexistente; es la consideración que haría un conservador optimista. 151    : ,     Naturalmente, la democracia no es impepinable y ese sistema de decisiones en común sobre los asuntos concernientes a la convivencia de todos y sobre los que individual y grupalmente discrepamos no es insoslayable. Hay una alternativa, la del autoritarismo y la dictadura: que la persona o grupo que se considere en posesión de la verdad moral suprema imponga su ley a los otros, aunque estos otros sean mayoría. Pero en ese caso la pretendida razón necesitará el soporte de la fuerza, de la represión. En democracia legisla la mayoría porque es mayoría, no porque tenga razón o sea propietaria de la verdad moral. Las dictaduras, en cambio, se legitiman por la posesión, pretendida, de la verdad y reprimen la discrepancia, sea de minorías, sea de la mayoría, por considerarla sinrazón, aberración pura, supremo descarrío. La dictadura, a diferencia de la democracia, presupone la división de la sociedad entre seres superiores, llamados a mandar, y seres inferiores, abocados a obedecer. Superiores son, por supuesto, los que conocen la verdadera moral, e inferiores los que no la conocen o no son caparse de conducirse en conformidad con ella. Una rama muy potente del iusmoralismo de nuestros días transita por una ruta que puede parecer intermedia y no antidemocrática, no contramayoritaria. Lo hace basándose en las doctrinas llamadas constructivistas. Los constructivistas parten de que, al comunicarnos y convivir, todos asumimos ciertos 2) considerar el oren personal de normas existiendo independientemente del orden normativo preexistente; es la consideración que haría un pluralista democrático. 3) considerar el orden personal de normas como supraordenado al orden normativo preexistente, el cual deriva su validez de aquél; es la consideración del autoritarismo. 4) considerar que el orden personal de normas está supraordenado al orden normativo preexistente y lo deroga en caso de contradicción entre ellos; es el caso del autoritarismo intolerante”. 152     presupuestos, presupuestos que tienen valor normativo. Por ejemplo, y dicho sea con suma sencillez, cuando optamos por hablar con otro, en lugar de emplear con él la violencia para forzarlo a obrar en nuestro interés o según nuestras preferencias, lo estamos reconociendo como un igual cuyas razones valen como las nuestras y merecen ser ponderadas con imparcialidad. Lo que tendríamos que preguntarnos, según el constructivismo, es a qué acuerdos llegaríamos sobre esos temas a propósito de los cuales inicialmente podemos discrepar por razón de nuestros intereses o nuestras convicciones individuales; qué acuerdos alcanzaríamos si nuestro razonar conjuntamente y dialogar se llevara a cabo de conformidad con algún procedimiento discursivo que garantizara la imparcialidad del resultado, para que ese resultado ya no sea expresión de alguna forma de dominación o del simple cómputo de mayorías y minorías, sino manifestación de lo que aquí y ahora la razón exige para el objeto de nuestro debate. En otras palabras, nos preguntamos a qué acuerdos arribaríamos si nos encontráramos, por ejemplo, en la habermasiana situación ideal de habla o en la rawlsiana posición originaria y bajo el velo de ignorancia. En cuanto estemos de acuerdo sobre lo que acordaríamos en esa situación hipotética e ideal en la que se respetaran plenamente las condiciones de imparcialidad del razonamiento, habremos dado con lo que buscábamos, a saber, cuál es la solución racional para nuestro debate aquí y en este momento. ¿Sobre qué pueden tratar esas discusiones nuestras aquí y ahora? Pues sobre cosas tales como si el aborto debe estar prohibido o permitido por el derecho o sobre si debe ser delito o no la apología del terrorismo o sobre si debe ser delito o no la negación de holocausto o sobre si es preferible modificar los tramos del impuesto sobre la renta o aumentar los impuestos indirectos. Aquí y ahora, mortales, prejuiciosos y parciales, no 153    : ,     nos ponemos de acuerdo, pero si no estuviéramos obnubilados por prejuicios e interesadas ideologías, sí que lo lograríamos, se supone. ¿Cómo sale el constructivista del embrollo? ¿Cómo puede llegar a saber, él solo, lo que él mismo preferiría si en lugar de ser él mismo, una persona marcada por su particular situación, fuera él y fueran todos los interlocutores posibles sujetos perfectamente racionales y capaces de razonar de modo plenamente imparcial? No sé, pero lo sabe. Lo sabe, ya que nunca oímos a un constructivista decir que sus personales convicciones sobre el asunto en disputa son tales, pero que una vez pasadas por el tamiz del diálogo plenamente intersubjetivo y racional se ha dado cuenta de que estaba equivocado y de que la postura correcta es la que otro mantenía. No, lo que el constructivista hace siempre es tildar como racional o razonable su postura subjetiva, puesto que ya la habría pasado por ese filtro hipotético de la intersubjetividad y, en consecuencia, su idea subjetiva ya no es meramente subjetiva, sino la intersubjetivamente racional. Por eso son tan divertidas y aleccionadoras las discrepancias entre constructivistas, porque todos se dicen respaldados por el mismo experimento hipotético, por la misma imaginación de lo que nacería de un diálogo perfecto entre sujetos imparciales. El proceder constructivista siempre da a los constructivistas la razón; le da la razón a cada uno y no hay manera de que se pongan racionalmente de acuerdo entre ellos. Quizá necesitarían un metaconstructivismo: un constructivismo para constructivistas, un constructivismo de segundo grado; y así sucesivamente. Nos hemos alejado bastante del punto que tratábamos, el de la tesis positivista de la separación conceptual entre derecho y moral, pero los temas estaban relacionados. Vamos ahora con la tesis del carácter convencional de todo derecho. Consiste en mantener que el derecho es cosa de este mundo y no de otros 154     mundos hipotéticos o imaginarios, y que se hace en las sociedades o por las sociedades. El derecho por tanto, no es natural, sino obra social, y no se basa en constataciones, sino en decisiones y acuerdos. Derecho es lo que la sociedad entienda como derecho y no lo que como tal exista en alguna otra parte independiente y separada de los acuerdos sociales efectivos y del imaginario social. Derecho es, en suma, lo que una sociedad piensa, vive y practica como derecho56. Por eso los caracteres de los sistemas jurídicos y, por supuesto, los contenidos de las normas jurídicas cambian de sociedad a sociedad y de época a época. Lo que el positivismo defiende es, repito, que todas las normas son de este mundo y que se trata de “objetos” socialmente creados, en su forma y en sus contenidos, que son hechos sociales de cierto tipo, constructos del imaginario social que gobiernan las prácticas sociales. En otras palabras, que no hay parámetros extra o suprasociales que determinen lo que en tal o cual sociedad puede ser o no derecho. El derecho es social porque cada sociedad tiene y pone en práctica el suyo, y su carácter convencional indica que ninguna normatividad puede socialmente operar si no es colectivamente reconocida como tal: como normatividad que permite calificar las conductas como debidas o indebidas. Con la evolución de las sociedades y hasta llegar a la época moderna, lo que habría tenido lugar es un proceso de decantación de distintos tipos de normatividades, de forma que en estas sociedades más complejas se reconoce de hecho la diferencia entre diversos 56 La tesis del carácter convencional del derecho se llama también tesis del carácter social del derecho y, en cuanto elemento nuclear del positivismo jurídico, Raz, entre tantos, la describe así: “In the most general terms the positivist social thesis is that what is law and what is not is a matter of social facts”, y tal tesis expresa “the view that the law is posited, is made law by the activities of human beings” (Raz, Joseph, “Legal Positivism and the Sources of Law”, en Kavanagh, Aileeen, Oberdiek, John (eds.), Arguing About Law, Londres y Nueva York, Routledge, 2009, p. 117). 155    : ,     patrones y sistemas normativos: religioso, moral, jurídico, etc. Gracias a esas convenciones establecidas y vigentes socialmente, podemos diferenciar, por ejemplo, entre moral y derecho, y decir cosas tales como que la conducta X es acorde con la moral, pero no con el derecho, o que la conducta Y es conforme con el derecho pero contraria a los preceptos de la religión. Cuando el antipositivismo rebate el carácter convencional de todo derecho posible ha de estar presuponiendo algún tipo de normatividad no convencional, por sí subsistente y existente al margen del pensar y las prácticas de las sociedades. Para el iusnaturalismo teológico esa normatividad vive, bajo la forma de ley eterna y ley natural, en el orden de la Creación, en cuanto proviene de la razón y voluntad de Dios. Para el iusnaturalismo racionalista el derecho natural no es convencional porque está presente en la naturaleza humana, igual que en ella se hallan el hígado o el corazón, si bien bajo forma no empírica o fáctica de existencia. Al fin y al cabo, la naturaleza humana se componía de cuerpo, la parte empírica, y alma, la parte no empírica pero igualmente “natural”. Del mismo modo que el alma debía gobernar el cuerpo para que la naturaleza del hombre no se rebajara a naturaleza meramente animal, las normas ideales o no empíricas del derecho natural tenían que primar sobre las normas positivas o de creación social. El humano, un ser con dos naturalezas o con una compleja naturaleza doble tenía que estar guiado por dos normatividades que se concilian en un normatividad compleja en la cual el derecho natural está por encima y pone límites al derecho positivo. Pero el iusmoralismo antipositivista de hoy no es solo o no es todo iusnaturalismo. Ese iusmoralismo tiene que presuponer, sin embargo, algún tipo de objetividad de las normas morales, si es que éstas pueden y deben acotar los caracteres o contenidos posibles de las normas jurídicas, de las normas que resultan 156     de las convenciones sociales. Dicho de otra manera, para que el antipositivismo pueda objetar seriamente, desde la moral, la tesis positivista del carácter convencional de todo derecho, debe dar por sentada una moral de carácter no convencional, que no sea también un producto contingente de las respectivas sociedades. Porque si la moral también es convencional, al igual que el derecho, se pierde irremisiblemente la base para sostener que hay una parte del derecho que es moral y, por tanto, no convencional. Si esas normas morales no convencionales y, por tanto, distintas de la moral social positiva viven en la mente o la voluntad de Dios, retornamos al iusnaturalismo teológico. Si están insertas en la naturaleza humana o en un orden natural y necesario del mundo, en la naturaleza de las cosas, no hemos salido del iusnaturalismo racionalista. Si están en otra parte, ¿dónde están, cómo son y cómo cabe conocerlas? ¿Y cómo es posible que unos lleguen a su preciso conocimiento y a otros no se les alcance? El iusmoralismo sólo dejará de ser o parecer una doctrina con endeble fundamento si va de la mano de un bien desarrollado y adecuadamente explicitado objetivismo y cognitivismo ético. No será misión imposible, pero es misión necesaria si sus invocaciones de la moral como límite al derecho y a su carácter convencional tienen que parecer algo más que interesado argumento para hacer pasar las preferencias morales subjetivas del iusmoralista por tesis objetivas sobre el bien y la justicia. 3. a qué no compromete el positivismo Recapitulemos. Lo que el positivismo viene a proponer es algo extremadamente sencillo. Por una parte, nos plantea que por qué vamos a dejar de llamar derecho lo que aquí y ahora, en la sociedad que sea, se entiende como derecho, se aplica como 157    : ,     derecho y se denomina derecho; que por qué vamos a prescindir del concepto delimitado de derecho, una vez que se ha llegado, en los hechos sociales, a esa delimitación. Y, en segundo lugar, que si se sostiene que hay derecho “fuera de aquí”, independiente de las convenciones sociales en las que se asienta la convivencia de unos u otros grupos, habrá que fundamentar muy convincente y detalladamente dónde está ese derecho que no es de aquí, sino de todas partes, y que no es de este tiempo nuestro, sino de cualquier tiempo. Porque afirmar que existe puesto que yo creo en él no parece que pueda ser razón suficiente para imponerlo como derecho de todos o como límite de los contenidos posibles de nuestras convenciones, acuerdos y procedimientos de decisión. Con nada más nos compromete el iuspositivismo. No compromete: (i) con el juicio moral positivo sobre el derecho como tal o con los contenidos de sus normas y, por tanto, con la preferencia por la obediencia a las normas jurídicas; (ii) con el juicio político positivo sobre la aplicación de las normas jurídicas o la obediencia a ellas; (iii) con el escepticismo o el relativismo moral; (iv) con el ateísmo o la oposición a las religiones; (v) con una determinada opción política, ni siquiera con la preferencia por la democracia. (i) A uno le enseñan un cuchillo y le preguntan qué es. Responde que es un cuchillo y le replican así: ah, entonces te gusta. Le muestran una pareja haciendo el amor y le interrogan sobre qué hacen. Contesta que están haciendo el amor o teniendo una relación sexual completa, según como queramos llamarlo, ante lo que le dicen esto: ah, por tanto estás diciendo que se aman, que se quieren con verdadero amor. Luego ponen ante él un precepto del Código Civil y, siendo evidente que se trata del Código Civil en vigor, el interpelado explica que se trata de una norma jurídica, momento que aprovechan sus interlocutores para espetarle: ah, 158     caramba, por consiguiente te parece justo el contenido de ese precepto o, al menos, no lo tienes por muy injusto. ¿Están o no están claramente emparentados los anteriores supuestos? ¿No pasa en todos esos casos que se confunde la identificación de un objeto, comportamiento o estado de cosas (un cuchillo, un acto sexual, una norma que forma parte de un sistema jurídico) y el correspondiente nombrarlo conforme al nombre que lleva en nuestro idioma, con la calificación que desde parámetros ajenos a ese objeto se puede hacer o que algunos hacen? El positivismo pide que no se caiga en esa confusión cuando nos referimos al derecho, a normas jurídicas; que, si existen y compartimos criterios de identificación de las normas jurídicas socialmente reconocidos y, por tanto, vigentes y operantes, no hagamos ese tipo de razonamiento con esta estructura: esta norma jurídica N no es una norma jurídica en realidad, aunque cumpla con todos los requerimientos del sistema jurídico y del sistema de fuentes reconocido, porque tiene la propiedad negativa P (es antieconómica, estéticamente horrible, políticamente inconveniente, pecaminosa, inmoral...). Nada más que eso. A usted le enseñan una adelfa y le recuerdan que es un arbusto muy decorativo para los jardines. Usted, buen conocedor de los secretos de la botánica, responde que la adelfa es venenosa y que, en consecuencia, no es arbusto decorativo en modo alguno. ¿Qué le replicarían? Que el concepto de planta decorativa es independiente de propiedades como la de ser venenosa o no; que las propiedades que la hacen decorativa (tamaño, tipo y color de las hojas, belleza de las flores...) son independientes de otras que esa misma planta puede tener (ser cara, ser apta sólo para terrenos arcillosos, requerir abundante riego, ser venenosa...). 159    : ,     Ni por ser venenosa deja la adelfa de ser decorativa ni por ser decorativa deja de ser venenosa. Cuestión diferente es que esa propiedad de ser venenosa importe para usted como razón para no plantar una adelfa en su jardín, quizá porque tiene niños que puedan morder sus hojas o porque usted mismo es despistado y puede olvidarse del peligro y probar un día una ensalada con sus brotes. Que usted tenga buenas razones para no querer cerca ese arbusto decorativo no priva al arbusto de tal propiedad, la de ser decorativo o estar generalmente considerado como tal. Igual que si usted tiene alergia al polen de las gramíneas no negará a éstas su condición herbácea, sino que simplemente procurará mantenerse alejado de ellas. Si a usted (o a muchos como usted) una norma jurídica le parece descarnadamente injusta, así lo proclamará y hará lo que esté en su mano para que se cambie, pero no dirá que esa norma jurídica, por injusta, no es jurídica. ¿O sí? Pero hay otra cosa que tampoco se sigue. Si usted ha concedido que la adelfa, sea venenosa o no, es un árbol muy decorativo, no se desprende que usted tenga, sí o sí, que colocar adelfas en su jardín. Puede preferir otro tipo de plantas o arbustos cuyas formas o colores le sean infinitamente más gratos. Es más, puede tenerles auténtica aversión a las adelfas, porque le traen malos recuerdos o porque había muchas en las fincas de su primera esposa. Pero ni ello es razón para que usted le niegue el carácter generalmente reconocido de arbusto decorativo ni el reconocerle esa cualidad a la adelfa le compromete a que a usted le agraden o a que tenga que plantarlas. Con las normas jurídicas ocurre otro tanto, según el positivismo. Tan sólidas y claras como pueden ser las razones para identificarlas como tales, pueden ser las razones para abominar de su contenido y hasta para desobedecerlas. Ni dejarán de ser lo que son porque usted las estime muy injustas, ni porque usted 160     reconozca que son lo que son podrá nadie decirle que, por tanto, usted las ha reconocido como justas y merecedoras de obediencia en conciencia. Las normas jurídicas producen obligaciones jurídicas. Esto simplemente quiere decir que desde el punto de vista del sistema jurídico sus normas obligan; obligan en derecho o según el derecho. Por eso su incumplimiento se sanciona y su cumplimiento puede reclamarse coactivamente. Las obligaciones jurídicas son obligaciones a tenor del sistema jurídico. Nada más que eso57. Las normas morales producen obligaciones morales. Ni es pensable un derecho que diga que sus normas no importan y que cada uno las acate nada más que si le apetece y que en caso de desacato no será sancionado, ni un sistema moral que se base en la idea de que las normas morales ninguna relevancia tienen y que tanto cuenta para bien la conducta del sujeto que sea acorde con ellas como aquella que las contradiga. Así que hay obligaciones jurídicas porque existen los sistemas jurídicos, con sus normas jurídicas, y hay obligaciones morales porque existen los sistemas morales, con sus normas morales. Una acción o conducta de un sujeto puede ser calificada desde tantos sistemas normativos como vengan al caso y ofrezcan reglas o pautas para tal calificación o catalogación. Yo realizo la acción A. Esa acción mía para el sistema moral será moral o inmoral, para el sistema jurídico será jurídica o antijurídica, para 57 De ahí que explique Gardner que el positivismo, con su la tesis de que la validez de las normas jurídicas es independiente de su mérito, no da ninguna indicación sobre lo que una persona debe hacer en cada ocasión, por lo dicha tesis es “normatively inert”. “By itself it does not point in favor of or against doing anything at all. I don´t just mean that it provides no moral guidance. It provides no legal guidance either. It merely states one feature that all legal guidance necessarily has, viz. that if valid qua legal it is valid in virtue of its sources, not its merits” (Gardner, John, “Legal Positivism”, cit., p. 155). 161    : ,     el sistema estético será bella o fea, para el sistema económico será rentable o no rentable, para el sistema de reglas del trato social será cortés o descortés, para el sistema médico será sana o insana, etc. Ninguna de esas calificaciones compromete las otras ni las condiciona. Por el hecho de que mi acción sea fácilmente tildable de descortés o pecaminosa no se sigue en modo alguno que tenga que ser antijurídica. Por el hecho de que sea fácilmente calificable como conforme a derecho no se desprende que tenga que dejar de ser descortés, a tenor de las reglas del trato social, o pecaminosa, según las normas de una cierta religión. Por el hecho de que sea inmoral no ha de verse como antijurídica. Porque sea antijurídica no ha de verse como inmoral. Si las normas jurídicas, o algunas de ellas, dan razones perentorias, esa perentoriedad sólo existe desde el punto de vista propio o interno del derecho. Pero la calificación con arreglo a un sistema normativo es independiente de la calificación según los otros sistemas normativos. ¿Y qué sucede cuando uno (o varios) califica positivamente (jurídico, moral, rentable, virtuoso, cortés, sano...) y otro (o varios) califica negativamente (antijurídico, inmoral, descortés…)? Pues, sencilla y obviamente, que le corresponderá al sujeto de turno decidir a qué sistema le da prioridad como guía de su conducta. La moral me dice que mi conducta A sería inmoral, que no debo hacerla, y el derecho me indica que me está por él permitida, que sí puedo realizarla. Yo decido si llevo a cabo A o no y, con ello, asumo tanto las consecuencias positivas, conforme al sistema que la califica positivamente, como las negativas que provienen del sistema que la califica de modo negativo. Hice A porque el derecho me lo permitía, más ahora tengo remordimientos o el desprecio de los que comparten mi sistema moral; o no hice A porque la moral me lo prohibía y me he perdido la subvención que el sistema 162     jurídico regalaba a los que A hicieran. Lo que la pluralidad de sistemas normativos que sobre nosotros concurren no permite es estar en la procesión y repicando, ganar por todos los lados y no tener nunca pérdidas o contratiempos. Muchos de nosotros, la inmensa mayoría de los humanos de hoy, al menos en nuestra cultura, estimarán que como orientación última de la conducta ha de estar la moralidad, que somos más humanos y más dignos cuando actuamos en conciencia y por imperativos éticos que cuando acatamos otros mandatos claramente o más claramente heterónomos. Un iuspositivista también puede y suele pensar así. Kelsen lo dijo bien claro. Un servidor, modestísimamente y sin querer compararse, opina lo mismo. Pero eso presupone que un individuo puede ver cualquier norma jurídica como injusta o inmoral y, en consecuencia, decidir desobedecerla, incumpliendo esa norma de derecho para dar satisfacción a una norma moral. Eso no sería posible con tal claridad si una propiedad de las normas jurídicas fuera la de ser morales o justas o, al menos, la de no ser (muy) inmorales o (muy) injustas. Si la justicia o moralidad es propiedad constitutiva de toda norma jurídica, de modo que la norma inmoral no es jurídica, la desobediencia a la norma jurídica será simultáneamente desobediencia a la norma moral y, por tanto, será desobediencia no sólo antijurídica, sino también inmoral. O, como mínimo, tal incumplimiento de la norma no podrá escudarse en razones morales fuertes, pues no podrá haber razones morales fuertes o de gran injusticia contra esa norma jurídica, ya que, de haberlas, no sería jurídica. La moralización del derecho, el entremezclamiento de las calificaciones de esos dos sistemas normativos cierra el paso, al menos en parte, a la autonomía moral del individuo frente a las normas jurídicas. Si la norma sólo puede ser jurídica si es moral, el comportamiento 163    : ,     del sujeto sólo será moral si es jurídico. Esto lo vio y lo explicó claramente Hart hace décadas. En resumidas cuentas, que resultan perfectamente congruentes la adscripción doctrinal al positivismo jurídico y la decisión de oponernos a o desobedecer las normas jurídicas que en conciencia consideremos inmorales. Cierto es que en las clasificaciones del positivismo suele aparecer el llamado por Bobbio positivismo ideológico, que es aquella doctrina que entiende que todas las normas jurídicas son por definición morales por el hecho de ser jurídicas y que existe, en consecuencia, un imperativo moral a la obediencia de todo derecho, de cualquier derecho, de toda norma que provenga del soberano. Pero de Hobbes en adelante pocos, muy pocos, han sido los positivistas de ese pelaje y todos lo eran, precisamente, por revestir el derecho positivo de alguna propiedad moral decisiva, por confundir el derecho con la moral. También se señala a veces que en el balance de las razones que cualquiera hace para decidir si acata o no el derecho en general o una norma jurídica en particular siempre concurren razones morales, lo cual sería indicio terminante de que es moral la naturaleza última del derecho. De esa forma vuelve a mezclarse el ser del derecho con las razones personales para su obediencia o desobediencia. Es como si dijéramos, por ello, que todo derecho tiene naturaleza personal, ya que son personales aquellas razones de cada uno; o que su naturaleza es psicológica, porque la psicología del individuo tiene influencia en su posición personal ante las normas. Es como si afirmáramos que todo cuchillo es un ente moral, pues cada vez que uno se plantea si clavárselo a un vecino impertinente se sopesan razones morales para hacerlo o no. (ii) Tampoco el positivismo compromete con el juicio político sobre la legitimidad de las normas de derecho o del sistema 164     jurídico en su conjunto. Un positivista puede afirmar, sin incoherencia, que el derecho de un Estado carece de legitimidad y hay buenas razones de justicia social o de índole política para resistirse frente a sus mandatos o para que los jueces traten de sabotearlos. Opinar lo contrario supondría, entre partidarios de la legitimidad política de cariz democrático, pretender que solamente hay derecho en los Estados de Derecho democráticos. Tendríamos que decir que el derecho de China no es derecho, o el de Cuba, o que no hubo derecho en la España de Franco, en la Alemania de Hitler, en la Argentina de las dictaduras militares o en el Chile de Pinochet o en la Unión Soviética durante siete décadas. Se puede ser positivista a la hora de describir y nombrar el derecho de un Estado y, a la vez, propugnar un uso alternativo del derecho de ese Estado58. Aquellos jueces y profesores que crearon la doctrina del uso alternativo del Derecho, en países como Italia o España, se guiaban por motivos políticos, pero en modo alguno necesitaban o estaba implícita en su acción una actitud antipositivista. Proponían que los jueces sabotearan el sistema jurídico de Estados con escasa o nula legitimidad política, a fin de contribuir de esa manera a la transformación de esos Estados en Estados más democráticos y sociales, pero no confundían esa digna finalidad política con la descripción del objeto que querían transformar, el derecho. Si por razón de ilegitimidad un derecho no fuera derecho, habría que concluir igualmente que el Estado ilegítimo no es Estado. Estado y Estado legítimo se convertirían así en sinónimos y nos quedaríamos sin nombre para esa entidad con apariencia de Estado pero que no lo sería, pese a que en el Derecho internacional cuenta y es reconocida como tal. 58 O defender el activismo judicial. “One could equally be a legal positivist enthusiast for judges to be the main lawmakers” (Gardner, John, “Legal Positivism”, cit., p. 161). 165    : ,     (iii) Algunos muy notables positivistas del siglo XX han sido relativistas en tema de ética, como Kelsen, o emotivistas, como Alf Ross. Mantenían que en las disputas morales se carece de cualquier patrón objetivo de verdad o corrección que pueda zanjarlas mostrando de qué lado está objetivamente la razón, o que quien sostiene una tesis moral sobre cualquier tema simplemente expresa una preferencia enteramente subjetiva de base emotiva; no intenta más, a fin de cuentas, que hacer que los otros se sometan a esa inclinación suya. Decir X me parece justo o X me parece injusto sería como afirmar que el pescado me gusta o el pescado no me gusta, cuestión de gusto, estrictamente personal y no apta para debate racional ninguno, pues de gustos no cabe discutir con un mínimo sentido; cada uno expone los suyos, si quiere, y no hay el gusto racional ni posibilidad de llegar a acuerdos racionales sobre el mejor gusto gastronómico. Pero en línea de principio el positivismo jurídico no exige ese escepticismo ético ni va con necesidad de su mano. ¿Es inimaginable o incongruente que alguien pueda ser objetivista y cognitivista en temas de ética y positivista en materia de teoría del derecho? Objetivista es quien cree que existen patrones objetivos de verdad o corrección moral, desde los que podemos medir nuestros juicios morales y determinar cuándo son acertados o erróneos. Hay doctrinas éticas objetivistas de muy diverso tipo y fundamento y el objetivismo moral sigue siendo hoy un tipo de teoría ética muy pujante e interesante. Cognitivista es aquel que piensa que esas pautas o verdades morales primeras y anteriores o superponibles a nuestros juicios morales subjetivos son cognoscibles mediante nuestra razón y con ayuda de algún método de reflexión o razonamiento. El objetivista y cognitivista (en adelante nos referiremos a él diciendo nada más que objetivismo u objetivista, sin matices aquí innecesarios) no dice que una norma moral no sea moral porque 166     sea una norma moral errónea a tenor de las pautas de corrección objetiva correspondientes. Simplemente dirá que esa norma moral es norma moral y es norma moral errónea o incorrecta. El objetivista sabe distinguir perfectamente entre la propiedad de una norma como norma moral y la propiedad adicional de una norma moral como norma moral correcta. Paralelamente, ese objetivista moral podrá hacer idéntico razonamiento coherente respecto de una norma jurídica: reconocer que es norma jurídica y sostener que, desde el punto de vista moral, su contenido es erróneo o incorrecto. No es una característica definitoria del objetivismo la de que sus partidarios piensen que no hay más normas morales que las moralmente correctas ni más normas jurídicas que las moralmente correctas. Solo con ese dato ya se capta que un objetivista en ética puede ser positivista en teoría del derecho. Lo que equivale a que un positivista jurídico puede ser, en ética, objetivista. No es ninguna extraña contorsión teórica si, además, recordamos que el positivismo no compromete ni con la obligación moral o política de obediencia ni con el propugnar ningún tipo de superioridad del derecho en términos de razón práctica. El positivista, sabemos, nada más que insiste en que cada cosa es lo que es. ¿Se liga el objetivismo a la superioridad de la moral sobre el derecho? Es comprensible que cuanta mayor sea la convicción de que los juicios morales y las normas morales no son todos igual de relativos o enteramente subjetivos, mayor sea el ánimo para querer colocar la moral como rectora de la vida social. No es fácil imaginar un objetivista que, siéndolo, afirme que le resulta indiferente y le da igual por qué pautas morales se guíe cada uno o la colectividad. Pero eso tampoco será fácil oírselo al relativista o escéptico en ética. Relativista o escéptico no es el que no tiene convicciones morales propias y bien arraigadas que esté dispuesto a defender o que honestamente desee ver plasmadas 167    : ,     en el comportamiento suyo y ajeno, sino el que no piensa que sea posible dotar sus convicciones morales, o las ajenas, de un fundamento objetivo, calificarlas como objetivamente verdaderas o falsas. Lo mismo el objetivista que el relativista o escéptico pueden estar de acuerdo en que la sede de las normas y juicios morales es la conciencia individual y que desde ella cada individuo puede y suele verse impelido a proponer sus pautas morales como parámetro de la convivencia social y del derecho. Los dos pueden acordar que en la decisión en conciencia nos orientamos por nuestras convicciones morales y que no es de recibo que en esa sede, en la conciencia, las normas jurídicas suplanten a las morales. De otra forma dicho, ninguno tiene por qué desterrar la idea de autonomía moral individual. ¿Y en lo que se refiere a la relación entre moral y derecho cuando el conflicto entre ellos no se suscita en la conciencia del individuo, sino como conflicto entre normatividades externas o entre la moral y el sistema jurídico que, por definición, es heterónomo o externo a las conciencias particulares? El objetivista puede decir que la norma jurídica N es por sus contenidos errónea desde los patrones de la moral objetiva. Mas nada en su posición teórica le fuerza a tener que añadir que por ser moralmente errónea, la norma jurídica no es jurídica. Si acaso, tendrá más fuertes motivos para cuestionar que tal norma jurídica deba obedecerse o más poderosos fundamentos para luchar por su derogación o modificación. Ese objetivista ético puede ser al tiempo positivista jurídico sin desgarro y sin contradicción. El iuspositivismo no es una tesis sobre el valor moral del derecho, sino sobre los criterios para la descripción y el nombrar del objeto derecho. Por eso tal tesis descriptiva no choca con ninguna doctrina ética sobre obligaciones morales o sobre si existen o no parámetros objetivos de la corrección moral. 168     (iv) No hará falta extenderse para resaltar que el iuspositivismo no es inconciliable con la fe religiosa. No se necesita ser ateo para poder abogar por una teoría positivista del derecho. Ni todos los positivistas son ateos ni todos los ateos son positivistas. Las religiones, al menos las de nuestro entorno cultural, las monoteístas que se basan en un libro sagrado, tienen sus propios códigos normativos y el creyente consecuente pondrá en consonancia sus creencias morales con sus creencias religiosas, considerando que los mandamientos de su fe son también mandamientos en su conciencia. Chocaría dar con un creyente sincero y mínimamente reflexivo que nos contara que para él el adulterio es pecado, porque lo prohíbe su religión, pero que es conducta moralmente lícita o indiferente para él mismo. Los códigos religiosos penetran los códigos morales y toman la forma de moralidad de base religiosa. Los códigos religiosos invadían también la normatividad jurídica y el iusnaturalismo teológico era salvaguarda de la superioridad de la moral religiosa sobre el derecho y de la fusión entre lo religioso, lo moral y lo jurídico. La época moderna significa, en lo ético, lo político y lo jurídico, la ruptura de esa confusión o compenetración, por consideración al pluralismo de creencias y como intento de poner término a las guerras de religión. Si a cada cual se le reconoce que puede tener una fe u otra, o ninguna, y que puede cultivar una u otra moral, la conciencia pasa a verse como autónoma y la política se autonomiza también, como procedimiento para conseguir acuerdos entre personas con convicciones diversas acerca del bien, de lo sagrado y de lo profano. En un marco de diversidad religiosa y moral, los acuerdos sobre las normas comunes nada más que caben como conciertos cuya validez no esté coartada por la compatibilidad de sus contenidos con tal o cual credo religioso o moral. A la inversa, la historia nos enseña que todo intento de conciliar de 169    : ,     nuevo el derecho con la religión o con una determinada moral rectora presupone que se acabe con o se reprima la libertad de conciencia y el pluralismo de creencias. Cada cual, creyente o no, objetivista ético o escéptico, positivista jurídico o contrario al positivismo, piensa de buena fe que la sociedad sería perfecta si todos se atuvieran a las convicciones suyas y el derecho las reflejara. Cada uno opina que esa sociedad y ese sistema jurídico son injustos si no se orientan por esas reglas. Pero negar que, por ello, esa sociedad sea una verdadera sociedad o que ese derecho constituya derecho auténtico no parece que sea actitud exigida por la fe o la moralidad, sino rasgo de la personalidad individual, extremo afán de poder, propensión al autoritarismo o renuencia a asumir la propia desobediencia como desobediencia a las normas ajenas a uno mismo, y a aceptar las consecuencias de dicha desobediencia a las reglas colectivas. La obediencia al derecho no es una virtud, pero el ánimo de imponer a los otros la moral propia como derecho de todos, sin pasar por la política y la deliberación colectiva, tampoco parece empeño muy virtuoso. (v) Si se viene defendiendo que el positivismo es una tesis sobre lo que el derecho es y no sobre lo que sus normas valgan desde el punto de vista moral, religioso, político, económico, estético, etc., también habrá de concluirse que no hay un vínculo necesario entre el positivismo y un determinado sistema político, igual que no tiene ese vínculo por qué estar presente en el caso del antipositivismo. Es larga la lista de positivistas que fueron, al tiempo, defensores y extraordinarios fundamentadores de la democracia, y en Kelsen hay ejemplo principalísimo. Pero también los hay que en lo político no simpatizan con la democracia. Nada existe de inconsecuente en su actitud, al menos en el hecho de no mezclar la descripción del derecho que es con la opinión sobre cuál es el mejor procedimiento o la más adecuada vía para establecer 170     los contenidos del derecho. Idénticamente, han sido numerosos los objetivistas morales, religiosos o no, que han defendido los procedimientos democráticos con plena consecuencia. La congruencia teórica parece, en cambio, más problemática en el caso del iusmoralista que se quiere demócrata y que, desde una moral objetiva, pone límites a lo que pueda contar o aplicarse como derecho legislado por la mayoría y dentro de los márgenes que acota el sistema jurídico, empezando por la constitución misma. 4. las normas Jurídicas,¿aplicables, pero derrotables? Una parte del debate de hoy sobre el positivismo no se da a propósito de la calificación de la norma en sí por causa de la inmoralidad de su contenido general, sino que versa sobre la aplicabilidad de la norma que en sí pueda no verse como inmoral o tajantemente injusta. El problema se suscita cuando esa norma no injusta resulta en sus términos y alcance aplicable a un caso, pero su solución para ese concreto caso se reputa de inadecuada por injusta o contraria a la equidad. Es una de las facetas de lo que, con expresión muy en boga, se denomina la derrotabilidad de las normas jurídicas. Entre las razones que pueden presentarse como justificaciones de la derrota de una norma en un caso que bajo ella es claramente subsumible se menciona esa de la inmoralidad o injusticia de la solución normativa para el asunto concreto que se enjuicia. No corresponde aquí entrar a tratar de la problemática general de la derrotabilidad de las normas59, sino solo que nos 59 Cfr. García Amado, Juan Antonio, “Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas”, en: Bonorino, Pablo R. (ed.), Teoría del Derecho y decisión judicial, Madrid, Bubok, 2010, pp. 179ss. 171    : ,     planteemos si para el positivismo, entendido del modo que lo hemos caracterizado, una norma jurídica puede ser derrotable. La respuesta requiere matices, y a ellos vamos. Bajo el prisma positivista, una norma jurídica sólo puede ser jurídicamente derrotada por otra norma jurídica. O sea, que, desde el punto de vista interno al sistema jurídico, bajo la óptica del sistema mismo, cuando una norma de tal sistema prescribe una consecuencia para un caso, en derecho únicamente estará justificada la inaplicación de esa norma, su preterición ante otra, cuando esa otra norma concurrente forme parte también del mismo sistema jurídico o a ella el sistema jurídico remita para un caso como ese. ¿Cómo se calificaría, entonces, ese hecho de que una norma jurídica es derrotada por una norma ajena al sistema jurídico, como pueda ser una norma moral a la que el tal sistema no remite para esos casos? El positivismo dirá que lo sucedido es que el derecho se ha incumplido, que la solución dada no es jurídica o no tiene fundamento jurídico (al margen de que esa solución se torne jurídica, ya no en sus fundamentos, sino en sus efectos, cuando deviene cosa juzgada). Sencillamente, un sistema diferente, el moral cuando de él se trate, ha prevalecido como base de la solución de ese litigio. ¿Eso será bueno o malo, según el positivista? Será antijurídico, por disconforme con lo prescrito por el derecho. Pero sabemos ya que para el positivismo la calificación jurídica es autónoma frente a e independiente de otras calificaciones basadas en otros sistemas normativos. El positivista puede sin problema admitir que esa solución antijurídica es moralmente encomiable, económicamente conveniente, políticamente necesaria, etc. Y puede estar de acuerdo con tal derrota del derecho en dicha ocasión. Lo que él no hace es llamar obediencia al derecho o aplicación del derecho a lo que es incumplimiento del mismo, por muy buenas que sean las razones para ello y por mucho que, vistas 172     todas las cosas y consideradas todas las razones, no solamente las jurídicas, eso fuera lo mejor que se podía hacer en tal oportunidad. El iuspositivista no confunde el hecho de que una norma sea derrotada con la afirmación de que haya de ser derecho cualquier regla que la derrote. Por el contrario, el iusmoralista llama derecho a cualquier norma no jurídica que derrote a una norma jurídica; o, al menos, a cualquier norma moral que venza a una norma jurídica. Es el iusmoralista, no el positivista, el que da por sentado que el derecho sólo puede perder ante el derecho y que las razones que justifiquen la derrota de una norma de derecho tendrán que ser razones jurídicas. Cuando en la consideración general de las razones para decidir con arreglo a la norma jurídica que viene al caso o en su contra, con incumplimiento de la misma, predominan las razones contra la norma jurídica y es de hecho vencida por tales razones, el iusmoralista pone el sello de juridicidad a esas razones o a la regla que en ellas dominó. En resumen, que si una norma moral gana a una jurídica, esa norma moral es norma jurídica, es parte del sistema jurídico. De hecho, así, el derecho no pierde nunca y solo unas normas jurídicas podrán derrotar a otras. ¿No era esta última la misma tesis del positivismo cuando adoptaba el punto de vista interno del derecho? Sí y no. Discrepan unos y otros en el sistema de fuentes que aplican o en la configuración del sistema jurídico de la que parten. Para el positivismo el conjunto de las normas que integran el sistema jurídico es un conjunto finito y delimitado por los criterios de pertenencia que dispone el propio sistema. Cuando, para bien o para mal –ese ya no es el punto de vista del sistema jurídico-, una de esas normas del sistema es derrotada por una norma externa o ajena a él, nos encontramos, para el positivismo, ante el hecho de que no se ha decidido con arreglo a derecho. Cómo califiquemos desde otros sistemas normativos ese hecho, que 173    : ,     bajo el prisma del derecho es antijurídico, es cuestión que no cambia el contenido de la calificación interna al derecho, que no modifica la antijuridicidad de la solución recaída. Y también es asunto de ello independiente el tipo de jerarquía que cualquiera, positivista o no, trace entre los diversos sistemas normativos como guías de las decisiones de los sujetos, incluidas las decisiones de los jueces. Un positivista puede afirmar que la decisión de marras es antijurídica, pero profundamente justa y que él mismo la habría tomado así. Solo que no dirá que al tomarla así esté obedeciendo al derecho, sino atendiendo a otras reglas que considera más importantes que las jurídicas en la tesitura de que se trate. El iusmoralista, en cambio, sostiene que del sistema jurídico forman parte no sólo aquellas normas que en él estén en función de los criterios de pertenencia puestos por el propio sistema, por su sistema de fuentes, sino que también son derecho y se integran en al sistema jurídico todas las normas ante las que nos (les) parezca bien que pierda una norma jurídica en algún caso, especialmente si son normas morales. De esa manera, el conjunto de las normas que conforman un sistema jurídico ya no es un conjunto finito, acotado: son normas de un sistema jurídico todas las que en él se insertan a tenor de sus criterios de pertenencia más todas (o todas las morales) que en alguna ocasión pueden justificar su derrota. El derecho es el conjunto de las normas positivas (llamémoslas así para abreviar) más todas aquellas otras normas (al menos las morales) que puedan alguna vez excepcionarlas. Así pues, el juez que decide un caso contra el derecho (positivo) y conforme a la moral, sigue fallando de conformidad con el derecho. ¿Siempre? O siempre que esa moral que lo orienta sea la moral adecuada o la moral verdadera. Con lo que volvemos a los problemas del objetivismo moral y sus fundamentos, que no repetiremos. 174 bibliografía Alexy, Robert, El concepto y la validez del derecho, Barcelona, Gedisa, 1997. Bobbio, Norberto, El positivismo jurídico, Madrid, Debate, 1993. García Amado, Juan Antonio, “Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas”, en: Bonorino, Pablo R. (ed.), Teoría del Derecho y decisión judicial, Madrid, Bubok, 2010 (disponible gratuitamente en: http://www.bubok.es/libros/175862/Teoriadel-Derecho-y-decision-judicial). Gardner, John, “Legal Positivism”, en Kavanagh, Aileen, Oberdiek, John (eds.), Arguing About Law, Londres y Nueva York, Routledge, 2009. Raz, Joseph, “Legal Positivism and the Sources of Law”, en Kavanagh, Aileeen, Oberdiek, John (eds.), Arguing About Law, Londres y Nueva York, Routledge, 2009. Schmill, Ulises, “El positivismo jurídico”, en Garzón Valdéz, Ernesto, Laporta, Francisco J. (eds.), El derecho y la justicia, Madrid, Trotta, 1996. Somek, Alexander, “The Spirit of Legal Positivism”, German Law Journal, vol. 12, nº 2, 2011. 175 Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Panamericana Formas e Impresos S.A. Bogotá, Colombia. En el mes de julio de 2017 Para su elaboración se utilizó en páginas interiores papel bond de 70 grs y la carátula y contracarátula en pasta dura. Las fuentes tipográficas empleadas son Warnock pro en 11 puntos en texto corrido y 13 puntos en títulos. Cuando justificamos los impuestos podemos dar dos tipos de razones a su favor: (i) Razones de justicia distributiva. Al hablar de justicia distributiva aludimos al reparto de bienes, beneficios o cargas entre los integrantes de la sociedad de referencia y presuponemos una pauta o regla de reparto que, correcta e íntegramente aplicada, daría idealmente lugar a una distribución plenamente justa. Sociedad justa sería, pues, aquella en la que rigiera dicha pauta de distribución; y, para cada teoría de la justicia distributiva una sociedad será tanto más justa cuanta mayor sea la proporción en que esa pauta de justa distribución sea efectivamente aplicada. Por poner un ejemplo, si la pauta de justa distribución es la plena igualdad material entre los ciudadanos, una sociedad será tanto más justa, cuantas menores sean las desigualdades materiales entre los ciudadanos; o, con un ejemplo más, gráfico y absurdo, si el criterio fuera el de que cada cual recibiera en el reparto en proporción a su estatura, sería mayor la justicia cuantas menos fueran en la práctica las desviaciones de esa correspondencia. (ii) Razones de costes de servicios públicos y prestaciones públicas. Puesto que el Estado tiene unos gastos derivados de los muy diversos servicios que presta y funciones que desempeña, debe procurarse unos ingresos, que en gran parte provienen de los impuestos, como es obvio. Y a la hora de establecer impuestos, hay que fijar un criterio: a quién, en razón de qué y en qué proporción se cobran. ISBN 978-958-8981-56-7 Directores: Carlos Arturo Hernández • Santiago Ortega Gomero