Especial Todo es río
Traducción del portugués por Brenda Ríos.
Capítulo 1
Puta. No hay otro nombre para Lucy. De profesión eso es lo que era, puta. Trabajaba en un burdel, vivía en un burdel. Sin embargo, no sólo por eso era puta. Si hubiera sido sólo por eso, tendría otros nombres más respetuosos, como meretriz o prostituta. Era una puta y ya, palabra que así, a secas, carga un insulto, y quienes conocían a Lucy inmediatamente querían soltarlo. Tenía una forma vil y arrogante de provocar a todo el mundo, frotando su sexo sin censuras, enseñando sus senos y profiriendo palabras crudas encharcadas de lodo. Una belleza que los clientes habituales se disputaban a golpes y le daba a ella el poder de no ser suficiente a los ojos: quien fuera que viera a Lucy, la quería probar. Dicen que sabía hacer hasta lo que no con un hombre en la cama. Enloquecía a cualquiera que pasara por sus manos. No había uno solo que no quisiera más.
Lucy tenía voluntad, no aceptaba la lástima de nadie, repelía con sadismo a las señoras cristianas que le ofrecían algo de bondad. “Yo practico el gozo, no el sufrimiento”, humillaba. Se la pasaba diciendo que de ese burdel y tal vez de todos los demás burdeles del mundo, ella era la única puta a la que se le podía decir mujer de vida fácil. “¿Quiere una vida más fácil que la mía, una puta a la que le gusta coger?”.
Para toda la ciudad eso era una provocación sin precedente, cualquier persona de bien tolera a las putas, a condición de sentir lástima por ellas. Lucy, demasiado dueña de sí misma, privaba a las mujeres de familia del ejercicio de la compasión. Eso provocaba profundos deseos de infierno. Las señoras más respetadas se unían para exigirle a Dios que le hiciera difícil su vida fácil. Se creían con el poder de juzgar y condenar a la indecente.
Muchas de esas señoras tenían en la casa esposos que presenciaban mudos la ira en contra de Lucy. Entre más aumentaba la rabia de éstas, más crecía la reputación de Lucy. Los hombres se enfermaban de una curiosidad científica por ella, vulgarmente conocida como obsesión. Se enfilaban, dispuestos a cualquier migaja. Y como el hambre hace más por la cocinera que los condimentos, la puta más ordinaria del mundo gozaba de una reputación de preciosidad, cobrando caro todos los días.
En ese vaivén de todo lo que es color, pertenencias y credos, cuesta creer que Lucy se haya enamorado perdidamente justo de Venâncio, el esposo de Dalva. Venâncio frecuentaba la Casa de Manu cuando atravesaba el desierto de estar solo. Un hombre triste, apesadumbrado, que cargaba consigo un tormento abismal. Manos de carpintero marcadas por los errores de los martillos y serruchos, y ojos profundos de abismos por dentro. Pues bien, fue ese tipo, alejado de cualquier vanidad, sudado y maltratado, que Lucy veía sin interés y con algo de aversión, el que terminó suscitándole una pasión desmedida, de esas color rojo sangre, tormentosas, que sólo una puta difícil sabe permitir.
La historia de ambos empieza sin ninguna novedad, la bobería de siempre, gustar a quien no le gustamos. Todos querían a Lucy, hacían fila, buscaban pelea, gastaban oro, hacían todo por el placer de restregarse con ella. Menos Venâncio. Ése llegaba a la zona roja y se acostaba con cualquiera, sin darse cuenta de la disputa. Ella se ofrecía, él la rechazaba. Era un no con voz inequívoca, no de promesa, jurado en el silencio de las entrañas. Nadie le sonsacaba el motivo.
Y dado que quien no sabe, inventa, la intriga se ensanchó en la boca del mujerío: todas las demás que rían saber por qué Venâncio no se acostaba con Lucy. El poder incuestionable de la puta segura de sí misma estaba al borde del descrédito. El caldo grueso de la envidia se derramó y el tema llegó a los oídos de la rechazada.
Y bueno, con eso bastó. Lucy abrazó el desafío, no importaba el costo que tendría que pagar para poner a Venâncio dentro de ella. Cuestión de honor, la condición para callar la boca de las despechadas y mantener su fama a la altura de lo que era capaz de hacer en la cama. Del fondo del alma a la superficie de la piel, de la punta de los dedos a la punta de los vellos, desde adentro y desde afuera, donde Lucy existía no había un espacio, por más mínimo que fuera, que no sustentara la certeza más absoluta de que iba a ser fácil llevar a un hombre abatido como él a la cama.
Capítulo 2
Doralda, Rosa, Margarida, Lucíola, Madalena, quien fuera a venir esa noche, no importaba. Venâncio esperaba a la que fuera y de ellas no esperaba nada. Sola mente rechazaba a Lucy.
Quedó sorprendido la primera vez que ella irrumpió en su habitación, y casi incapaz de actuar, ya había dicho un no en el salón, hacía unos días, y pensó que con eso sería suficiente. No lo fue. Cuando ella llegó sin que se le invitara, traía el olor de la saña. Poderosa, se quitó la ropa, prenda por prenda, mirando por encima de la nariz hacia abajo, hacia Venâncio, sentado en la cama, presenciando todo desde su lugar. Paralizado. Quedó desnuda, vello y piel, acercándose poro a poro muy de cerca, ofreciéndose a que la montara.
Lucy tenía un cuerpo indecente, que invitaba a gritos a lenguas y manos. Él sentado, ella de pie; entre el ombligo y sus vellos, los ojos de Venâncio. “Vamos, hombre, hoy quiero que me cojas, ven a probar mi sabor con tu boca. Aprovecha que me mojo mucho. Tienes suerte, estoy demasiado buena”.
Venâncio se quedó inmóvil, evaluó, mientras Lucy describía sin modestia su competencia. Entre más hablaba ella, más escuchaba él lo que no quería. Cuando abrió la boca, fue un punto final sin apelación. “No, no quiero, muchacha, guarda toda esa ricura para tu fila de babosos, a mí me gustan las putas que cogen mal”.
Lucy, desprevenida, recibió la patada, quiso golpear a Venâncio, exigirle obediencia. Apeló. Le dijo que se metiera en el culo todas las cosas que tienen nombre y salió echando el fuego que no encendió en él, pero al día siguiente volvió. Y luego, volvió a regresar, eran días que agotaban semanas que se volvían meses empujando la vida.
Cada noche se quitaba la ropa de una forma distinta, a veces sólo la parte de arriba, otras sólo la de abajo. Lento, rápido. Se mordía la boca, jugaba con los dedos, expresaba los ojos. Se ponía de frente, de lado, a cuatro patas, exhausta. Después de algún rato, Venâncio, hastiado, la sacaba sin satisfacer ni siquiera un poco su apetito. Lucy canceló la fila, juró que no se acostaría con nadie más mientras no fuera mujer para Venâncio. Y así fue como se fue dando la cosa, sin otro pensamiento más que esa idea acorralada. Lucy se atrofió, disminuyó en tamaño por la angustia de no tener nada más que inventar, dudó de todas las certezas que tenía.
Hasta que un día, un modo de proceder derribó un muro y amenazó la distancia entre ellos. Lo que ella hizo, sin saber qué hacía, provocó en Venâncio una emoción aguda, sus ojos se llenaron de un agua triste, turbia como el agua que fluye por un caño donde nada pasaba hacía mucho tiempo y que expulsa con ella una vieja suciedad, un antiguo abandono demorado. Aquel hombre maltratado era dueño de una belleza que la desgracia escondió bajo su capa gruesa de hostilidad. En ese momento donde lo opaco ganó transparencia, dejó ver lo que había sido.
Capítulo 3
Venâncio y Dalva se casaron enamorados. Perdidamente. Quien los veía le pedía a Dios la misma suerte. El amor tiene nombre, pero no es algo que podamos reconocer con sólo mirarlo. El dolor sí sabemos qué es, tiene tal lugar e intensidad que cabe en la ciencia. La rabia, el miedo, el odio deforman la cara de modo evidente. ¿Pero el amor? ¿Qué es sino una montaña de gusto? Gusto por hablar, gusto de tocar, gusto de oler, gusto de escuchar, gusto de mirar. Gusto por abandonarse al otro. El amor no es más que un gustar de muchos verbos al mismo tiempo. En el caso de Venâncio y Dalva, el gusto de cada sentido los unía a ambos para más de muchas vidas, parecían eternos de tan unidos. Uno saboreaba al otro. Vivieron así irrigados por mucho tiempo, hasta que Dalva se embarazó. Parecía ser una buena noticia, el amor dando fruto, cosa más sagrada la suma de los dos, la perfección de la naturaleza que providencia la continuidad de todo. Eso era lo que debían sentir y se quedaron mucho tiempo intentando hacer lo que debían. Insistieron en la tontería de poner en su camino la ruta de los demás. Y resultó en lo que resultó. ¿Quién puede negar, en la mirada más honesta, que, dada la compenetración perfecta, no so bre espacio para nada más? La forma en que el uno se unió al otro era demasiado estrecha. Venâncio, al ver crecer el vientre de Dalva, vio crecer en él unos celos enfermizos. Pero ya era tarde, no dirigía el curso del río. Estaba hecho.
Dalva ya quería a aquel hijo más que a cualquier otra cosa. Pensaba en él, hablaba de él, entregaba sus manos a su vientre y de él no se despegaba. Era cunita para acá, bordados para allá, largos baños enfocados en su propio ombligo, tardes enteras cantando canciones de cuna con una voz boba, de esas que los adultos hacen cuando creen cautivar a los niños. Empezó a evitar a Venâncio por miedo a lastimar al bebé, miraba más al espejo que a los ojos de Venâncio y fue alimentando en él la más profunda convicción de que en aquel vientre crecía un ladrón que le robaría para siempre a la mujer de su vida.
La locura empieza como la enfermedad, diminuta. Se va extendiendo célula por célula ocupándolo todo, destruyendo la salud, acabando con la vida de quien no encuentra la forma de detener los malos pensamientos, creadores de los más profundos infiernos. El pensamiento suelto, insistente y amargo construye y anticipa la desgracia, es cruel en su forma de destruir.
Ese día, Venâncio pudo haberse ido, ya estaba allá fuera, en el portón, cuando reparó en su vejiga llena y pesada. Se regresó a orinar. Durante los últimos años, el recuerdo de ese segundo, el momento exacto en el que decidió volver, provocaba en él una angustia sin alivio. El hijo había nacido en la mañana; cuando él entró en la habitación, Dalva le estaba ofreciendo el pezón de su pecho al niño. Los ojos de Venâncio se detuvieron ahí, sintió un dolor de infidelidad, traición, su nuca se calentó a punto de casi desmayarse. Ella ponía en la boca del niño el pezón del pecho que era de él, el pezón, erizado y desnudo, estaba ahí, entumecido, listo, sin que él lo hubiera excitado.
La boca del nene buscaba ansiosa el pecho rebosante y húmedo queriendo chupar, tragar todavía sin saber nada. El pezón se doblaba al pasar en la pequeña boquita, queriendo que ésta lo agarrara. Dalva se entregaba a una emoción única, de la ternura más conmovedora. El momento de ella y del hijo cegó a Venâncio con una locura absurda. Arrancó al niño de sus brazos y lo arrojó lejos. Golpeó a Dalva, la golpeó y la golpeó. Le dio una paliza.