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La conquista del pan

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La conquista del pan (1892)
de Piotr Kropotkin
traducción de León-Ignacio, corregida y actualizada por Frank Mintz y Rubén Reches


PRÓLOGO

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Tratar de no morirse de hambre es un problema que -sin contar a los niños que, padeciendo carencias alimenticias y nutridos con soja transgénica, serán adultos con deficiencias incurables-continúan teniendo muchos argentinos. Por eso comer, conquistar el pan de cada día es un problema acuciante en los tiempos de capitalismo neoliberal. La obra que publicamos es una denuncia de la injusticia, un grito por otra sociedad cuyas directrices se delinean y que fueron ya seguidas con éxito.

El autor, Kropotkin, sigue siendo en parte un desconocido porque no dio a conocer parte de su militancia con el movimiento ruso que no cesó durante su exilio de 1876 a 1917 (41 años). Su regreso a los 75 años, en 1917, a la Rusia revolucionaria, con el carisma de artífice de la lucha social y de científico de fama internacional, lo colocó en una situación de guía espiritual que tanto Kerensky como Lenin quisieron aprovechar y que él no siempre supo soslayar1. De paso se puede notar que Kropotkin se dedicó al militantismo a partir de los treinta años en plena creación social y científica y no cejó hasta la muerte. Esto explica cómo de hecho el posicionamiento revolucionario de La conquista de pan se exprese a través de múltiples artículos, informes y cartas sobre problemas concretos.

Kropotkin ya se quejaba en 18972 del absurdo de no estar en y con la clase obrera3, con los oprimidos:

Tome Rusia. Allí existe un fuerte movimiento obrero (y “uno no se hace obrero en dos años” dijo recientemente un inglés que vivió unos años en Rusia). Nadie atendió a los obreros, excepto los socialdemócratas. Y ahora el movimiento obrero está en sus manos y lo conducirán a sus metas, a la catástrofe. ¿Acaso no está ocurriendo también en Europa occidental? Todo el movimiento obrero ha caído en manos de los políticos, que lo ahogan, como ya ahogaron el primero de mayo revolucionario. ¿Por qué? Porque los anarquistas somos muy pocos, y lo que pasa es que los que lo son se apartan del movimiento obrero, incluso cuando los obreros no se apartan de nosotros, y en lugar de ir hacia ellos, hasta durante las huelgas, algunos encuentran “very anarchistic” no unirse a los huelguistas, y continúan trabajando.

Mantienen la pureza de los principios, quedando fuera, no interviniendo en ningún asunto social, lo que no trae ningún mérito ni ninguna ventaja. Hay que mantener los principios trabajando con los demás, en medio de los otros.

Kropotkin, naturalmente, no soportaba el individualismo anarquista (que es una tendencia -que se agrega a las ideas de Proudhon que Bakunin afianzó- hacia fines del siglo xix):

Stirner [...] invocaba, no sólo una revuelta total contra el Estado y la servidumbre que el comunismo autoritario quisiera imponer a los hombres, sino además la liberación completa del individuo de cualquier lazo social y moral, la rehabilitación del “ego”, la supremacía del individuo, el amoralismo total y la “asociación de egoístas”. La conclusión final de este tipo de anarquismo individualista [...] es en ninguna manera permitir a todos los miembros de la comunidad que se desarrollen normalmente, sino que ciertos individuos mejor dotados “se desenvuelvan completamente”, incluso a cuestas de la felicidad y de la misma existencia de la masa de la humanidad, se trata por lo tanto de un regreso al individualismo más ordinario, sustentado por todas las minorías que pregonan su superioridad [...]. Por eso esta dirección de pensamiento, si bien, sin lugar a dudas, es una invocación sana y útil al desarrollo completo del individuo, sólo encuentra un ámbito propicio en los cenáculos artísticos y literarios4.

Con el movimiento revolucionario de los soviets [consejo, en ruso, en el sentido de asamblea popular abierta a todos] que brotó en 1905 en Rusia y la consiguiente represión, Kropotkin apunta:

Día a día, en todas partes, se suceden las ejecuciones, y los ahorcamientos en las cárceles, incluso de jóvenes, sin ningún juicio ni examen, y su causa es el pillaje. Y cada día los revolucionarios mueren heroicamente entregando sus jóvenes vidas a la causa de la liberación del pueblo ruso.

Es imposible razonar con tranquilidad en este momento acerca de la utilidad que pueda tener para la revolución el pillaje de los centros del Estado y de la sociedad. Cuando el gobierno multiplica ferozmente las ejecuciones sumarias por causa del pillaje y no contento con ello organiza abiertamente él mismo el bandidismo, el pillaje y el asesinato en las calles con las Centurias Negras; cuando los pogromos y las violencias contra los judíos se preparan en los ministerios con el asentimiento de la Corte y son asesinados por las Centurias Negras sin contar ni siquiera con un arma para defenderse; en tales condiciones, razonar es inútil. Al obrar de esa manera, el gobierno mismo empuja a cada ciudadano al pillaje y justifica de antemano toda exacción.

Todo lo que podemos hacer, pues, es recordarles a los camaradas que en ninguna circunstancia debemos abandonar la grande e importante tarea revolucionaria.

Cuando se ha iniciado una lucha a muerte entre los funcionarios, el entorno despótico del trono y el pueblo ruso, y cuando los dirigentes rusos no vacilan en recurrir a medios como el ahorcamiento sin juicio de los mineros, la matanza de mujeres y niños en las calles y la organización del pillaje y de los pogromos, en estas condiciones es difícil razonar sobre una base ética.

Pero, a pesar de todo, la fuerza principal, poderosa, triunfante de la revolución no reside en los medios materiales. En este plano toda revolución es más débil que el Estado, así como toda revolución está hecha por una minoría. La principal fuerza de la revolución reside en su grandeza moral, en su grandeza para perseguir su finalidad, que es el bien del pueblo en su totalidad, el sentimiento que suscita en las masas, la impresión que produce en millones de personas, la atracción que ejerce. Y esta fuerza depende por completo de cómo empieza a plasmarse en la vida.

Sin esas fuerzas morales nunca sería posible ninguna revolución. Las debemos conservar cualesquiera sean las condiciones pasajeras del combate. Y sólo podemos preservar esta fuerza moral de la revolución si la recordamos siempre y en todas partes, como en todas partes lo hacen los campesinos rusos, porque la meta de la revolución no es el paso de la riqueza de unos a otros, sino el paso de los bienes privados a la sociedad, al conjunto del pueblo.

Debemos consagrarnos ante todo a esas elevadas metas sociales y recordar que sólo podemos alcanzarlas de la siguiente manera: por la acción del conjunto del pueblo. Para ello es necesario conservar con firmeza una línea moral, que hasta ahora los revolucionarios siempre han presentado al pueblo ruso5.

Esta insistencia en la moral está en La conquista del pan para hechos tan concretos como la oposición al concepto de la toma del poder por los políticos y su aplicación a favor de los empresarios y en detrimento del conjunto del pueblo (como se hizo con el marxismo leninismo en la URSS y se vio tanto en la España republicana de 1931-1936 como en el Chile de Allende).

Por mucho que se predique la paciencia, el pueblo ya no aguantará; y si todos los víveres no se ponen en común, saqueará las panaderías.
Si el empuje del pueblo no es bastante fuerte, se le fusilará. Para que el colectivismo pueda establecerse, necesita, ante todo, orden, disciplina, obediencia. Y como los capitalistas advertirán muy pronto que hacer fusilar al pueblo por los que se llaman revolucionarios es el mejor medio de darle asco por la revolución, prestarán ciertamente su apoyo a los defensores del orden, aun a los mismos colectivistas. Ya verán más tarde el medio de aplastar a éstos a su vez.

Si “se restablece el orden” de esta manera, las consecuencias son fáciles de prever. La represión no se limitará a fusilar a “los saqueadores”. Habrá que buscar “los promotores del desorden”, restablecer los tribunales, la guillotina, y los revolucionarios más ardientes subirán al cadalso. Será una repetición de 1793.

No olvidemos cómo triunfó la reacción en el siglo pasado. Primero se guillotinó a los hebertistas, a los “enragés” a quienes, con el recuerdo reciente de las luchas, llamaba Mignet “los anarquistas”. No tardaron en seguirlos los dantonianos.

Y cuando los robespierristas hubieron guillotinado a estos revolucionarios, les tocó el turno de subir también al patíbulo. Con lo cual, disgustado el pueblo y viendo perdida la revolución, dejó hacer a los reaccionarios.

Si “el orden queda restablecido”, los colectivistas guillotinarán a los anarquistas, los posibilistas guillotinarán a los colectivistas, que a su vez serán guillotinados por los reaccionarios.

La revolución tendría que volver a empezar6.

Kropotkin nunca cayó en prejuicios de oponer la moral a la realidad, como lo demuestra esta resolución sobre “los actos de protesta individual y colectiva"', o sea los atentados:

...no hay que olvidar sin embargo que el sentido de todo acto terrorista se mide por sus resultados y por las impresiones que produce. Esta observación puede servir como criterio para distinguir los actos que ayudan a la revolución y los que resultan ser una pérdida inútil de fuerza y de vidas humanas. La primera condición, de importancia vital, consiste en que los actos de un terrorista sean comprensibles para todos, sin necesidad de largas explicaciones ni exposiciones complicadas. En cada localidad hay individuos o habitantes conocidos por sus acciones habituales en toda la comarca, y cualquier anuncio de un atentado contra ellos, dado su pasado, de una manera inmediata y sin que sea necesario el apoyo de la propaganda revolucionaria, revela con absoluta claridad el sentido del acto terrorista. Si para comprender un acto el hombre de la calle, que no es un militante, comienza a hacerse muchas preguntas, la influencia de ese acto resulta nula o incluso negativa. El acto de protesta se convierte entonces para las masas un crimen incomprensible7.

Otro rasgo moral, y sobre todo ideológico, es el rechazo de la creación de una nueva clase superior y por lo tanto explotadora, que se impondría a todos para dar soluciones sacadas de su propio cerebro y depurar, separar a los ciudadanos según sus orígenes sociales, religiosos, étnicos como se hizo en la URSS, en Alemania y se sigue haciendo en EE. UU. y donde el neoliberalismo es la pauta social.

Bakunin ya había escrito:

La revolución por otra parte no es ni vindicativa ni sanguinaria. Ella no pide ni la muerte ni siquiera la transportación en masa, e individual, de toda esta turba bonapartista que, armada con medios potentes, y mucho mejor organizada que la misma República, conspira abiertamente contra esta República, contra Francia. [...] La revolución, desde que adoptó el carácter socialista, dejó de ser sanguinaria y cruel. El pueblo no es en absoluto cruel, son las clases privilegiadas quienes lo son. A veces, se alza, furioso por todos los engaños, todas las vejaciones, todas las opresiones y torturas de que es víctima. Entonces se abalanza como un toro rabioso, no viendo nada delante de sí y embistiéndolo todo por su paso. Pero son momentos muy escasos y muy cortos. Suele ser el pueblo bueno y humano. Sufre demasiado él mismo como para no apiadarse de los sufrimientos ajenos. [...] ¡No es pues en el pueblo, es en los instintos, en las pasiones y las instituciones políticas y religiosas de las clases privilegiadas, es en la Iglesia y en el Estado, es en sus leyes y en lo despiadada e inicua de las mismas, donde hay que buscar la crueldad y el furor frío, concentrado y sistemáticamente organizado!”8.

Kropotkin retoma la idea en La conquista del pan:

¿Quién tendrá derecho a los víveres comunes? Ésta será, por cierto, la primera cuestión que se plantee. Cada población responderá según su contexto; y estamos convencidos de que todas las respuestas estarán dictadas por el sentimiento de justicia. Mientras los trabajos no estén organizados, en tanto dure el período de efervescencia y sea imposible distinguir entre el holgazán perezoso y el desocupado involuntario, los alimentos disponibles deben ser para todos sin excepción alguna. Quienes hayan resistido con las armas en la mano a la victoria popular, o hayan conspirado en su contra, se apresurarán por sí solos a liberar de su presencia el territorio insurrecto. Pero nos parece que el pueblo, siempre enemigo de las represalias y magnánimo, compartirá el pan con todos los que hayan permanecido en su seno, ya sean expropiadores o expropiados. Si se inspira en esta idea, la revolución no habrá perdido nada; y cuando se reanude el trabajo, se verá a los combatientes de la víspera reencontrarse en el mismo taller9.

También supo Kropotkin intuir el papel de la mujer:

Sirvienta o esposa, es sobre la mujer, ahora y siempre, con la que cuenta el hombre para liberarse del trabajo del hogar. Pero por fin también la mujer reclama su parte en la emancipación de la humanidad. Ya no quiere seguir siendo la bestia de carga de la casa. Ya es suficiente con todos los años de su vida que tiene que dedicar a la crianza de sus hijos. ¡Ya no quiere seguir siendo la cocinera, la remendona, la barrendera de la casa! Y como las norteamericanas han tomado la delantera en esta obra de reivindicación, en los Estados Unidos hay una queja generalizada por la falta de mujeres que estén dispuestas a realizar tareas domésticas. La señora prefiere el arte, la política, la literatura o la sala de juego; la obrera hace otro tanto, y ya no se encuentra sirvientas. En los Estados Unidos, son raras las muchachas y las mujeres que estén dispuestas a aceptar la esclavitud del delantal10.

Los dos experimentos sociales más importantes con inspiración anarquista están directamente impregnados de La conquista del pan.

Era preciso [para el cambio social] que una voz enérgica les expusiera [a los campesinos] en un lenguaje simple y claro los punto esenciales de La conquista del pan [...] Kropotkin [a pesar de su posición timorata en Rusia] quedaba para nosotros el más grande y el más fuerte teórico, el apóstol del movimiento anarquista11.

Y Makhno, en nombre del anarcocomunismo de Kropotkin, supo estimular y construir una fuerza armada revolucionaria que respondía a los anhelos de los trabajadores de edificar una sociedad sin explotadores: “Los makhnovistas somos los mismos trabajadores cuya labor enriquece, ceba y permite que reine la burguesía en general y en la actualidad la burguesía roja en particular”12. El movimiento de Makhno consiguió ocupar en Ucrania -entre 1918 y 1921- un territorio de unos 300.000 km2 con unos 15 millones de habitantes, pero las vicisitudes de los ataques militares de las fuerzas de la derecha y del ejército rojo (hubo dos alianzas rotas alevosamente por el Partido Comunista) acabaron con la toma en mano de la producción por lo mismos trabajadores.

En España, el anarcosindicalismo de la Confederación Nacional del Trabajo, CNT, se empapó de esta obra de Kropotkin. “Un día pregunté a un compañero por qué era anarquista. Me contestó que pasaba tanta hambre que un trozo de pan seco era para él la gloria. Vio a un amigo que leía un libro que llevaba el título de La conquista del pan de Kropotkin, y se dijo ésos son los míos”13.

Carlos Díaz ha señalado que La conquista del pan era una de las cinco obras más leídas por el proletariado español a principios del siglo xx. En una carta del editor F. Sempere a don Miguel de Unamuno (9 de marzo de 1909) se hace el recuento detallado de las ediciones de este libro, con el número de ejemplares vendidos en España y a América. En total, 58.000 ejemplares. Era en 1909 y hay que saber que hubo otras ediciones y que antes la obra había sido publicada por otras tres editoriales de Barcelona (Maucci, Presa y Atlante).

Pocos años antes de la guerra civil Isaac Puente, en un folleto titulado El comunismo libertario (en oposición al de la URSS), publicado en decenas de miles de ejemplares, exponía una síntesis personal y claramente kropotkinista de lo que iban a aplicar luego los trabajadores españoles más conscientes.

En Barcelona, durante las primeras horas de resistencia al golpe faccioso de Mola, Franco y compañía, los antifascistas (desde los anarquistas y los anarcosindicalistas14 hasta los miembros de las fuerzas de represión antiobrera como las guardias de asalto, la guardia civil -con titubeos- y los mozos de escuadra, que era la policía catalana) resistieron. Simultáneamente, muchos sindicalistas se apoderaban de los medios de producción fundamentales de la ciudad para que no faltara nada, tal como aconsejaba Kropotkin en La conquista del pan15. Y efectivamente, no faltaron ni la leche ni el pan, ni los tranvías, y además parte de la producción se convirtió en industria de guerra, gracias a la preparación de los anarcosindicalistas de la CNT que estimularon con su ejemplo a no pocos compañeros de la UGT, del POUM y a toda la población de Cataluña. La CNT, en su conjunto, no discriminó a los ex propietarios y sus familiares, sino que los integró en sus realizaciones tal como lo aconsejaban las páginas ya citadas de Bakunin y de La conquista del pan. En total unos dos millones de españoles, de unos diez millones de asalariados del territorio republicano, vivían practicando la autogestión16.

En un mundo guiado por los ejércitos de EE. UU., en un país de policía de gatillo fácil, de justicia que camina a paso de caracol para encarcelar a los 2.500 responsables y torturadores de los 30.000 desaparecidos, los miles de criminales de la deuda exterior y de la corrupción financiera generalizada, las palabras de Kropotkin enseñan verdades para cambiar el mundo.

Frank Mintz, marzo de 2005.

'NOTAS'

  1. Esta parte aparece en Kropotkin obr(a), Barcelona, Anagrama, 1977, que publiqué con el seudónimo de Martín Zemliak y en el prólogo que hice a Kropotkin La Ética, Madrid, La Catarata, 2003.
  2. Carta a María Goldsmit, o Isidin, o Kom, traducción completa en La Ética, o. c.; texto original en P. A. Kropotkin i ego uchenie [Kropotkin y su enseñanza], Chicago, 1931; otra edición de Michael Confino Corres-pondance inédite de Pierre Kropotkine a Marie Goldsmith 1897-1917, Paris, Institut d’Études Slaves, 1995, 579 pp. [el 99% de las cartas está en ruso y la edición, la presentación y las notas vienen en francés].
  3. Los movimientos anarquistas ruso, búlgaro, sueco, italiano y español no vivieron esta vacilación, en cambio en la Francia de 1960-67, en la Argentina de los años 1950-99, la España de 1980-95 y en Gran Bretaña, desde la época en que Kropotkin escribió su texto hasta hoy, hubo -y hay-períodos aberrantes de desconocimiento de la clase obrera, con el inevitable defecto al que alude Kropotkin de sectarismo y de alejamiento de la realidad.
  4. Definición de la palabra “anarquismo” para la Encyclopedia Britannica (traducción personal).
  5. Punto II de las conclusiones del congreso anarcocomunista ruso de 1906, redactados por Kropotkin., traducido del ruso en Ruskaya revolutsia y anarjizm [La Revolución Rusa y el anarquismo], Londres, 1907.
  6. La conquista del pan, página 70 de esta edición.
  7. Nota 5 punto III.
  8. El Imperio knuto-germánico (fragmentos), (Euvres, t.8, p. 345 [manuscrito de 25 páginas que precedía el manuscrito del apéndice], traducción personal.
  9. La conquista del pan, página 75 de esta edición.
  10. Ob. cit., página 125 de esta edición.
  11. Makhno, Larévolution en Ukraine(mai 1917-avril 1918), París, 2003, pp. 92 et 102.
  12. Skirda Alexandre Nestor Makhno (le cosaque libertaire 1888-1934), Paris, 1999, pp. 459-460, 27 de abril de 1920.
  13. Anécdota de principios del siglo xx citada por el amigo que fue Manuel Cruells en Salvador Seguí, el Noy del sucre, Barcelona, 1974.
  14. La diferencia entre “anarquistas” y “anarcosindicalistas” es que los primeros pueden ser antisindicalistas, individualistas, terroristas, etc., mientras que los segundos, sin ser forzosamente anarquistas, defienden un sindicalismo de lucha de clase y anticapitalista, capaz de administrar toda la sociedad, sobre una base federalista.
  15. “¡Pan, la revolución necesita pan! ¡Que otros se ocupen de lanzar circulares prosa brillante! ¡Que se cuelguen todos los galones que puedan soportar sus hombros! ¡Que otros finalmente hagan peroratas sobre las libertades políticas! Nuestra tarea específica consistirá en obrar de manera tal que desde los primeros días de la revolución y mientras ésta dure no haya un solo hombre en el territorio insurrecto a quien le falte el pan...”, La conquista del pan, página 65.
  16. Mintz, Frank, La autogestión en la España revolucionaria, Madrid, 1977.

PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN FRANCESA POR ELISÉE RECLUS

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Piotr Kropotkin me ha pedido que escriba algunas palabras encabezando su obra y yo, experimentando una cierta molestia en hacerlo, me rindo a su deseo. No pudiendo agregar nada al conjunto de argumentos que él aporta en su obra, corro el riesgo de debilitar la fuerza de sus palabras. Pero la amistad me excusa. Mientras que para los “republicanos” franceses el supremo buen gusto consiste en prosternarse a los pies del zar, a mí me gusta relacionarme con los hombres libres, hombres libres que éste mandaría azotar, encerrar en las mazmorras de una ciudadela o ahorcar en un oscuro patio. Con estos amigos, olvido por un instante la abyección de los renegados que en su juventud se enronquecían gitando: ¡Libertad, Libertad! y que en la actualidad se dedican a emparejar los aires de la Marsellesa y el del Boje Tsara Khrani1.
La última obra de Kropotkin, Palabras de un rebelde, estuvo dedicada sobre todo a realizar una crítica ardiente de la sociedad burguesa, feroz y corrupta a la vez, haciendo un llamado a las energías revolucionarias contra el Estado y el régimen capitalista. La obra actual, que sigue a Palabras, es de andar más tranquilo. Se dirige a los hombres de buena voluntad que honestamente desean colaborar con la transformación social, y expone a grandes rasgos las fases de la historia inminente que nos permitirán finalmente constituir la familia humana sobre las ruinas de los bancos y de los Estados.
El título del libro: La conquista del pan, está tomado en el sentido más amplio, porque “el hombre no vive de pan solamente”. En una época donde los generosos y valientes intentan transformar su ideal de justicia social en realidad viviente, no es sólo a conquistar el pan, aun con el vino y la sal, a lo que se limitará nuestra ambición. Será preciso conquistar también todo lo necesario o lo simplemente útil para una vida confortable; es preciso que podamos asegurar a todos la plena satisfacción de sus necesidades y de sus deseos. En tanto que no hayamos hecho esta primera “conquista”, en tanto “que haya pobres entre nosotros”, es una burla amarga dar el nombre de “sociedad” a este conjunto de seres humanos que se odian y se destruyen entre ellos, como animales feroces encerrados en la arena del circo.
Desde el primer capítulo de su obra, el autor enumera las inmensas riquezas que ya la humanidad posee y el prodigioso equipamiento en máquinas que ha adquirido gracias al trabajo colectivo. Los productos obtenidos cada año serían ampliamente suficientes para proporcionar el pan a todos los hombres; si el capital enorme de ciudades, fábricas, de medios de transporte y de escuelas devienen en propiedad común en lugar de ser aprisionadas en propiedades privadas, el bienestar sería fácil de conquistar: las fuerzas que estén a nuestra disposición serían aplicadas, no a trabajos inútiles o contradictorios, sino a la producción de todo aquello que el hombre necesita para su alimentación, su alojamiento y sus ropas, para su confort, para el estudio de las ciencias, para la cultura y el arte.
No obstante la recuperación de las posesiones humanas, o sea la expropiación, sólo puede ser realizada por el comunismo anárquico: es preciso destruir el gobierno y sus leyes, repudiar su moral, ignorar a sus agentes, y se llevará a cabo por los interesados mismos siguiendo su propia iniciativa, agrupándose según sus afinidades, sus intereses, su ideal y la naturaleza de los trabajos emprendidos. Esta cuestión de la expropiación, la más importante del libro, es también una de las que el autor ha tratado con el mayor detalle, sobriamente y sin violencia verbal, pero con la calma y la claridad de visión que demanda el estudio de una revolución próxima, en lo sucesivo inevitable. Es después del derrumbe del Estado que los grupos de trabajadores liberados, no teniendo ya que sudar al servicio de acaparadores y de parásitos, podrán dedicarse a ocupaciones atrayentes libremente elegidas y proceder científicamente al cultivo del suelo y a la producción industrial, en combinación con recreaciones consagradas al estudio o el placer. Las páginas del libro que tratan sobre los trabajos agrícolas ofrecen un interés capital, porque en ellas se narran los hechos que la práctica ya ha comprobado y que son fáciles de aplicar en todas partes y a gran escala, en beneficio de todos y no solamente para el enriquecimiento de algunos.
Los chistosos hablan del “fin de siglo” para burlarse de los vicios y los defectos de la juventud elegante; pero ahora se trata de otra cosa bien diferente que el fin de un siglo. Hemos llegado al fin de una época, de una era de la historia. Es la antigua civilización entera que vemos acabarse. El derecho de la fuerza y el capricho de la autoridad, la rígida tradición judía y la cruel jurisprudencia romana no se nos imponen ya; profesamos una fe nueva, y cuando esta fe, que es al mismo tiempo la ciencia, sea la de todos aquellos que buscan la verdad, tomará cuerpo en el mundo de las realizaciones, porque la primera de las leyes históricas es que la sociedad se modela sobre su ideal. ¿Cómo podrán mantener el orden caduco de las cosas sus defensores? Ya no creen; no teniendo ni guía ni bandera, combaten al azar contra los innovadores, ellos tiene las leyes y los fusiles, policías con porras y parques de artillería, pero todo esto no puede estar a la altura de un pensamiento, y todo el antiguo régimen de arbitrariedad y de opresión está destinado a perderse rápidamente en una suerte de prehistoria.
Ciertamente, la inminente revolución, por importante que pueda ser en el desarrollo de la humanidad, no diferirá en nada de las revoluciones anteriores dando un salto brusco; la naturaleza no lo hace. Pero se puede decir que, por mil fenómenos, por mil modificaciones profundas, la sociedad anárquica está ya después de largo tiempo en pleno crecimiento. Ella va creciendo, se organiza por todas partes, en donde el pensamiento libre se desprende de la letra del dogma, en donde el genio del investigador ignora las viejas fórmulas o en donde la voluntad humana se manifiesta en acciones independientes, en todas partes donde los hombres sinceros, rebeldes a toda disciplina impuesta, se unan por su plena voluntad para instruirse mutuamente y reconquistar juntos, sin amos, su parte de la vida y la satisfacción integral de sus necesidades. Todo esto es la anarquía, aun cuando se la ignore, y de más en más llega a reconocerse. Cómo no va a triunfar, ya que tiene su ideal, y la audacia de su voluntad, en tanto que la masa de sus adversarios, en adelante sin fe, se abandona al destino, gritando “¡Fin de siglo! ¡Fin de siglo!”.
La revolución que se anuncia, así pues, se llevará a cabo, y nuestro amigo Kropotkin trata en su derecho de historiador, de ubicarse ya en el día de la revolución para exponer sus ideas sobre la retoma de la posesión del patrimonio colectivo debido al trabajo de todos y haciendo un llamado a los tímidos, que se dan perfecta cuenta de las injusticias reinantes, pero no osan entrar en abierta rebeldía contra una sociedad de la cual mil lazos de intereses y de tradiciones les hacen depender. Ellos saben que la ley es inicua y mendaz, que los magistrados son los cortesanos de los fuertes y los opresores de los débiles, que la conducta regular de la vida y la probidad sostenida en el trabajo no son siempre recompensados por la certeza de tener un pedazo de pan, y que, son mejores armas para la “conquista del pan” y del bienestar, la cínica impudicia del especulador bursátil y la áspera crueldad del prestamista prendario, que todas las virtudes; pero en lugar de regir sus pensamientos, sus deseos, sus emprendimientos, sus acciones, con arreglo a la luz sana de la justicia, la mayoría se evade hacia algún callejón lateral para escapar a los peligros de una actitud franca. Eso sucede con los neorreligiosos, que no pudiendo más profesar la “fe absurda” de sus padres, se consagran a alguna iniciación mística más original, sin dogmas precisos perdiéndose en una bruma de sentimientos confusos: se harán espiritistas, rosacruces, budistas o taumaturgos. Discípulos pretendidos de Sakyamuni, pero sin tomarse el trabajo de estudiar la doctrina de su maestro, los señores melancólicos y las damas vaporosas fingen buscar la paz en el anonadamiento del nirvana Pero puesto que ellas hablan sin cesar del ideal, es que estas “bellas almas” se tranquilizan. Seres materiales como nosotros somos, tenemos -esto es verdad- la debilidad de pensar en la alimentación, porque frecuentemente ha faltado; falta ahora a millones de nuestros hermanos eslavos, los súbditos del zar, y a otros millones más; ¡pero más allá del pan, más allá del bienestar y todas las riquezas colectivas que pueda procuramos la puesta en actividad de nuestros campos, vemos surgir a lo lejos, delante nuestro, un mundo nuevo, en el cual podremos amarnos con plenitud y satisfacer esta noble pasión del ideal que los amantes etéreos de lo bello despreciando la vida material, dicen que es la sed inextinguible de sus almas! Cuando no haya más ni rico, ni pobre, cuando el famélico ya no tenga que mirar envidiosamente al saciado de comida, la amistad natural podrá renacer entre los hombres, y la religión de la solidaridad, hoy asfixiada, tomará el lugar de esta religión vaga que dibuja imágenes huidizas sobre los vapores del cielo.
La revolución cumplirá más que lo prometido; ella renovará las fuentes de la vida limpiándonos del contacto impuro de todas las policías y nos liberará finalmente de las viles preocupaciones por el dinero que envenenan nuestra existencia. Será entonces que cada uno podrá seguir libremente su camino: el trabajador cumplirá la tarea que le convenga; el investigador estudiará sin prejuicios; el artista no prostituirá más su ideal de belleza por su sustento y en adelante todos amigos, podremos realizar concertadamente las grandes cosas entrevistas por los poetas. Sin duda entonces a veces se recordarán los nombres de aquellos que, por su propaganda abnegada, pagada con el exilio o la prisión, hubieron preparado la nueva sociedad. Es pensando en ellos que nosotros editamos La conquista del pan: recibiendo este testimonio del pensamiento común, a través de sus barrotes o en tierra extranjera, se sentirán algo más fortificados. El autor seguramente me aprobará si dedico su libro a todos aquellos que sufren por la causa, y sobre todo a un querido amigo cuya vida entera fue un largo combate por la justicia. No diré su nombre: leyendo estas palabras de un hermano, él se reconocerá en los latidos de su corazón2.
NOTAS

  1. Himno zarista cuyas primeras palabras significan Dios protege al zar [N. del T.].
  2. Se trata de Pierre Martin. El 12 de agosto de 1890, el Tribunal de Isére lo condenó a cinco años de prisión por haber tomado parte en la manifestación del Io de Mayo de los anarquistas de Viena. Anteriormente, en 1884, con Piotr Kropotkin, había sido condenado a cuatro años de prisión. Era un muy querido amigo de Reclus.

NUESTRAS RIQUEZAS

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La humanidad ha recorrido bastante camino desde aquellos lejanos años en los que el hombre, construyendo en sñex herramientas rudimentarias, vivía del azar de la caza, y no dejaba a sus hijos más herencia que un refugio bajo las rocas, pobres instrumentos de piedra y la propia Naturaleza -inmensa, incomprendida, terrible- contra la que tenían que luchar para continuar con sus miserables existencias.

Sin embargo, desde ese confuso período que ha durado millares y millares de años, el género humano acumuló inauditos tesoros. Roturó la tierra, desecó los pantanos, abrió senderos en los bosques, trazó caminos; edificó, inventó, observó, razonó; creó instrumentos complejos, le arrancó sus secretos a la Naturaleza, dominó al vapor. Hoy, al nacer, el hijo del hombre civilizado encuentra a su servicio un capital inmenso, acumulado por sus predecesores. Y ese capital le permite obtener, nada más que con su trabajo, combinado con el de otros, riquezas que superan los sueños de los orientales en sus cuentos de Las mil y una noches. El suelo está en parte roturado, listo para recibir la labranza inteligente y las semillas escogidas, para adornarse con cosechas abundantes -más de las necesarias para satisfacer todos los requerimientos de la humanidad-. Los medios de cultivo se conocen. En el suelo virgen de las praderas de América, cien hombres, ayudados por poderosas máquinas, producen en pocos meses el trigo necesario para que puedan vivir un año diez mil personas. Donde el hombre quiere duplicar, triplicar, centuplicar sus productos, forma el suelo, da a cada planta los cuidados que requiere, y obtiene prodigiosas cosechas. Y en tanto el cazador tenía que recorrer en otro tiempo cien kilómetros cuadrados para encontrar allí el alimento de su familia, el hombre civilizado hace crecer con menos trabajo y más seguridad, en una diezmilésima parte de ese espacio, todo lo que necesita para que vivan los suyos. El clima ya no es un obstáculo. Cuando falta el sol, el hombre lo reemplaza con calor artificial, en la espera de que se haga también la luz para activar la vegetación. Utilizando el vidrio y conductos de agua caliente puede cosechar en un espacio dado diez veces más productos que los que en el pasado conseguía. Son más asombrosos los prodigios realizados en la industria. Con esos seres inteligentes, las máquinas modernas -fruto de tres o cuatro generaciones de inventores, en su mayor parte desconocidos- cien hombres fabrican con qué vestir a diez mil hombres durante dos años. En las minas de carbón bien organizadas, cien hombres extraen cada año suficiente combustible para que se calienten diez mil familias en un clima riguroso. Y últimamente pudo verse toda una ciudad maravillosa surgir en unos meses en el Campo de Marte sin que se produjera la menor interrupción en los trabajos regulares de la nación francesa. Y si bien es cierto que en la industria, en la agricultura y en el conjunto de nuestra organización social, la labor de nuestros antepasados sólo beneficia a un pequeñísimo número de personas, no es menos cierto que la humanidad entera podría gozar una existencia de riqueza y de lujo con la ayuda de los sirvientes de hierro y de acero que posee. Somos ricos, muchísimo más ricos de lo que creemos. Lo somos por lo que poseemos ya; y aún más por lo que podemos conseguir con los instrumentos actuales; somos infinitamente más ricos por lo que potencialmente podemos obtener de nuestro suelo, y por lo que nuestra ciencia y nuestras técnicas nos podrían dar, si estuviesen aplicadas a procurar el bienestar de todos.

II

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Somos ricos en las sociedades civilizadas. ¿Por qué, entonces, esta miseria en torno de nosotros? ¿Por qué ese trabajo penoso y embrutecedor de las masas? ¿Por qué esa inseguridad sobre el mañana aún hasta para el trabajador mejor retribuido, en medio de las riquezas heredadas del ayer y a pesar de los poderosos medios de producción que darían a todos el bienestar a cambio de algunas horas de trabajo cotidiano? Los socialistas lo han dicho y repetido hasta el cansancio y lo han demostrado tomando los argumentos de todas las ciencias: porque todo lo necesario para la producción, el suelo, las minas, las máquinas, las vías de comunicación, los alimentos, el abrigo, la educación, el saber, ha sido acaparado por algunos en el transcurso de esta larga historia de saqueos, éxodos, guerras, ignorancia y opresión en que ha vivido la humanidad antes de aprender a dominar las fuerzas de la naturaleza. Porque esos mismos, amparándose en pretendidos derechos adquiridos en el pasado, hoy se apropian de dos tercios del producto del trabajo humano, dilapidándolo del modo más insensato y escandaloso. Porque reduciendo a las masas al punto de no tener con qué vivir un mes o una semana, permiten al hombre trabajar solamente si se deja quitar la parte del león. Porque le impiden producir lo que necesita y lo fuerzan a producir, no lo necesario para los demás, sino lo que más grandes beneficios promete al acaparador. ¡En esto estriba todo el socialismo! Consideremos el caso de un país civilizado. Se talaron los bosques que lo cubrían, se desecaron los pantanos y se saneó el clima: se lo hizo habitable. El suelo, que en otros tiempos sólo producía plantas silvestres, suministra hoy ricas mieses. Los roquedales forman terrazas por donde trepan las viñas de dorado fruto. Plantas que antes no daban sino un fruto áspero o unas raíces no comestibles, han sido transformadas por reiterados cultivos en sabrosas hortalizas o en árboles cargados de frutas exquisitas. Millares de caminos pavimentados y ferrocarriles surcan la tierra, horadan las montañas; en las gargantas de los Alpes, el Cáucaso o del Himalaya silba la locomotora. Los ríos se han hecho navegables; las costas, sondeadas y esmeradamente reproducidas en mapas, son de fácil acceso; puertos artificiales, trabajosamente construidos y resguardados contra los furores del océano, dan refugio a los buques. Se han perforado las rocas con pozos profundos, los laberintos de galerías subterráneas se extienden allí donde haya carbón que sacar o minerales que recoger. En todos los puntos donde se entrecruzan caminos han brotado y crecido ciudades que contienen todos los tesoros de la industria, de las artes y de las ciencias. Generaciones enteras, nacidas y muertas en la miseria, oprimidas y maltratadas por sus patrones, extenuadas por el trabajo, han legado esta inmensa herencia al siglo diecinueve. Durante millares de años, millones de hombres trabajaron aclarando bosques, desecando pantanos, abriendo caminos, endicando ríos. Cada hectárea de suelo que labramos en Europa ha sido regada con el sudor de muchas razas; cada camino tiene una historia de servidumbre personal, de trabajo sobrehumano, de sufrimientos del pueblo. Cada legua de vía férrea, cada metro de túnel, han recibido su porción de sangre humana. Los pozos de las minas conservan aún frescas las muescas hechas en la roca por el brazo del barrenador. De uno a otro pilar se pueden señalar las galerías subterráneas por las tumbas de mineros, arrebatados en la flor de la edad por la explosiones de grisú, los hundimientos o las inundaciones, y es fácil adivinar cuántas lágrimas, privaciones y miserias sin nombre han costado cada una de esas tumbas a las familias que vivían con el exiguo salario del hombre enterrado bajo los escombros. Las ciudades, conectadas entre sí con ferrocarriles y líneas de navegación, son organismos que han vivido siglos. Si cavásemos en sus suelos encontraríamos superpuestas calles, casas, teatros, circos y edificios públicos. Si profundizásemos en su historia, veríamos cómo la civilización de la ciudad, su industria y su genio, han crecido y madurado lentamente por acción de todos sus habitantes antes de llegar a ser lo que son. Y aún hoy, el valor de cada casa, de cada taller, de cada fábrica, de cada almacén, sólo es producto del trabajo acumulado de millones de trabajadores sepultados bajo tierra, y no se mantiene sino por el esfuerzo de las legiones de hombres que habitan ese punto del globo. Cada uno de los átomos de lo que llamamos la riqueza de las naciones no adquiere su valor más que por el hecho de ser una parte de este inmenso todo. ¿Qué sería de los docks de Londres, o de los grandes mercados de París, si no estuvieran situados en esos grandes centros del comercio internacional? ¿Qué sería de nuestras minas, de nuestras fábricas, de nuestros astilleros y de nuestras vías férreas, sin el cúmulo de mercaderías que son transportadas diariamente por mar y por tierra? Millones de seres humanos han trabajado para crear esta civilización que nos enorgullece. Otros millones, diseminados por todo el globo, trabajan para sostenerla. Sin ellos, en menos de cincuenta años no quedarían más que escombros. Hasta el pensamiento, hasta la invención, son hechos colectivos, producto del pasado y del presente. Millares de inventores, conocidos o desconocidos, muertos en la miseria, han concebido esas máquinas, en las cuales admira el hombre su genio. Miles de escritores, poetas y pensadores han trabajado para elaborar el saber, extinguir los errores y crear esa atmósfera de pensamiento científico, sin la cual no hubiera podido aparecer ninguna de las maravillas de nuestro siglo. Pero esos millares de filósofos, poetas, sabios e inventores, ¿no han sido también inspirados por la labor de los siglos anteriores? ¿No fueron durante su vida alimentados y sostenidos, tanto en lo físico como en lo moral, por legiones de trabajadores y artesanos de todas clases? ¿No tomaron su impulso de todo lo que les rodeaba? Ciertamente, el genio de un Seguin, de un Mayer o de un Grove, ha hecho más por el desarrollo de la industria que todos los capitalistas del mundo. Pero estos mismos genios son hijos de la propia industria, igual que de la ciencia, porque ha sido necesario que millares de máquinas de vapor transformasen, año tras año, a la vista de todos, el calor en fuerza dinámica, y esta fuerza en sonido, en luz y en electricidad, antes de que esas inteligencias geniales llegasen a proclamar el origen mecánico y la unidad de las fuerzas físicas. Y si nosotros, los hijos del siglo xix, al fin hemos comprendido esta idea y hemos sabido aplicarla, es también porque, para ello, estábamos preparados por la experiencia cotidiana. También los pensadores del siglo pasado la habían entrevisto y enunciado, pero quedó sin ser comprendida en su totalidad, porque el siglo XVIII no creció, como nosotros, junto a la máquina de vapor. Pensemos solamente en que si Watt no hubiese encontrado en Soho trabajadores hábiles para construir con metal sus presupuestos teóricos y perfeccionar todas sus partes -y hacer por fin el vapor, aprisionándolo dentro de un mecanismo completo, más dócil que el caballo, más manejable que el agua, hacerlo, en una palabra, el alma de la industria-, podrían haber transcurrido innumerables décadas sin que se hubieran descubierto las leyes que han permitido revolucionar la industria moderna. Cada máquina tiene la misma historia: una larga serie de noches en blanco y de miseria; de desilusiones y de alegrías, de mejoras parciales halladas por varias generaciones de obreros desconocidos que han añadido a la invención primitiva esas pequeñeces sin las cuales permanecería estéril la idea más fecunda. Aun más: cada nueva invención es una síntesis resultante de mil inventos anteriores en el inmenso campo de la mecánica y de la industria. Todo se entrelaza: ciencia e industria, saber y aplicación. Los descubrimientos y las realizaciones prácticas que conducen a nuevas invenciones, el trabajo intelectual y el trabajo manual, la idea y los brazos. Cada descubrimiento, cada progreso, cada aumento de la riqueza de la humanidad, tiene su origen en la conjunción del trabajo manual e intelectual del pasado y del presente. Entonces, ¿con qué derecho alguien se apropia de la menor parcela de ese inmenso todo y dice: “Esto es sólo mío y no de todos”?

III

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Pero sucedió que todo cuanto permite al hombre producir y acrecentar sus fuerzas productivas fue acaparado por algunos. Un día tal vez contemos cómo ocurrió. Por el momento nos alcanza con constatar el hecho y analizar sus consecuencias. El suelo, que precisamente saca su valor de las necesidades de una población que crece sin cesar, pertenece hoy a minorías que pueden impedir e impiden al pueblo el cultivarlo o le impiden el cultivarlo de acuerdo con los requerimientos actuales. Las minas, que representan el trabajo de muchas generaciones y cuyo valor no deriva sino de las necesidades de la industria y la densidad de la población, pertenecen también a unos pocos, y esos pocos limitan la extracción del carbón, o la prohíben en su totalidad si encuentran una colocación más ventajosa para sus capitales. Tampoco deja de pertenecer a algunos pocos patrones la maquinaria actual, aunque contiene, sin duda alguna, los perfeccionamientos al diseño original aportados por varias generaciones de trabajadores. Si los nietos del mismo inventor que construyó la primera máquina de hacer encajes se presentasen hoy en una fábrica de Basilea o de Nottingham y reclamasen sus derechos, les gritarían: “¡Fuera; estas máquinas son nuestras!”. Y si quisiesen tomar posesión de ellas, los harían fusilar. Los ferrocarriles, que no serían más que inútil hierro viejo sin la densa población de Europa, sin su industria y su comercio, pertenecen a algunos accionistas, ignorantes quizá de dónde se encuentran las vías que les dan rentas superiores a las de un rey de la Edad Media. Y si los hijos de los que murieron a millares cavando las trincheras y abriendo los túneles se reuniesen un día y fueran, andrajosos y hambrientos, a pedir pan a los accionistas, encontrarían las bayonetas y la metralla para dispersarlos y defender los “derechos adquiridos”. En virtud de esta organización monstruosa, cuando el hijo del trabajador entra en la vida, no halla campo que cultivar, máquina que conducir ni mina que acometer con el pico, si no cede a un patrón la mayor parte de lo que él pueda producir. Tiene que vender su fuerza de trabajo por una ración mezquina e insegura. Su padre y su abuelo trabajaron en desecar aquel campo, en edificar aquella fábrica, en perfeccionarla. Si él obtiene permiso para dedicarse al cultivo de ese campo, es a condición de ceder la cuarta parte del producto a su patrón, y otra cuarta al gobierno y a los intermediarios. Y ese impuesto que le sacan el Estado, el capitalista, el patrón y el negociante, irá creciendo sin cesar. Si se dedica a la industria, se le permitirá que trabaje a condición de no recibir más que el tercio o la mitad del producto, siendo el resto para aquel a quien la ley reconoce como propietario de la fábrica. Clamamos contra el barón feudal que no permitía al cultivador tocar la tierra, a menos de entregarle el cuarto de la cosecha. Llamamos bárbaros a esos tiempos. Y ahora el trabajador, con el nombre de libre contratación, acepta obligaciones feudales, porque no encuentra condiciones más aceptables en ninguna parte. Como todo tiene dueño, tiene que ceder o morirse de hambre. De tal estado de cosas resulta que toda nuestra producción va a contramano. A la empresa no la conmueven las necesidades de la sociedad; su único objetivo es aumentar los beneficios del empresario. De ahí las continuas las crisis crónicas y las fluctuaciones en la industria, que dejan en la calle a cientos de miles de trabajadores. No pudiendo los obreros comprar con su salario las riquezas que ellos mismos producen, la industria busca mercados afuera, entre los acaparadores de las demás naciones. En Oriente, en África -no importa dónde-, Egipto, Tonkin, El Congo, el europeo, en estas condiciones, debe incrementar el número de sus siervos. Pero en todas partes encuentra competidores, ya que la evolución de todas las naciones se realiza en el mismo sentido. Y las guerras -la guerra permanente- tienen que estallar por el derecho de ser dueños de los mercados. Guerras por las posesiones en Oriente, por el imperio de los mares, para imponer derechos aduaneros y dictar condiciones a sus vecinos, ¡Guerras contra los que se sublevan! En Europa no cesa el ruido del cañón; generaciones enteras son asesinadas; los estados europeos gastan en armamentos el tercio de sus presupuestos -y ya se sabe lo que son los impuestos y lo que le cuestan al pobre-. La educación también es privilegio de ínfimas minorías. ¿Puede hablarse de educación cuando el hijo del obrero se ve obligado a la edad de trece años a bajar a la mina o ayudar a su padre en las labores del campo? ¿Puede hablársele de estudios al obrero que regresa de noche, deshecho por una jornada de trabajo forzado, casi siempre embrutecedor? Las sociedades se dividen en dos campos hostiles y en estas condiciones la libertad no es más que una palabra vana. Los radicales que piden mayor extensión de las libertades políticas, muy pronto advierten que el hálito de la libertad produce con rapidez el levantamiento de los proletarios, entonces cambian de camisa, mudan de opinión y retornan a las leyes excepcionales y al gobierno del sable. Un vasto conjunto de tribunales, jueces, verdugos, policías y carceleros es necesario para mantener los privilegios. Y este conjunto se convierte en el origen de todo un sistema de delaciones, engaños, amenazas y corrupción. Por otra parte este sistema frena el desarrollo de los sentimientos sociales. Cualquiera comprende que sin rectitud, sin respeto por sí mismo, sin simpatía y apoyos mutuos, la especie debe desaparecer, como desaparecen las pocas especies animales que viven del merodeo y de la servidumbre. Pero esto atentaría contra los intereses de las clases dirigentes, las cuales inventan toda una ciencia absolutamente falsa para probar lo contrario. Se han dicho cosas muy bonitas acerca de la necesidad de compartir lo que se posee con aquellos que no tienen nada. Pero cuando se le ocurre a cualquiera poner en práctica este principio, rápidamente es advertido que todos esos grandes sentimientos son buenos en los libros poéticos, pero no en la vida. “Mentir es envilecerse, rebajarse”, decimos nosotros, y toda la existencia civilizada se trueca en una inmensa mentira. ¡Y nos habituamos, acostumbrando a nuestros hijos a practicar como hipócritas una moralidad de dos caras! Y como el cerebro no se presta a ello con facilidad, lo acostumbramos al sofismo. Hipocresía y sofismo se convierten en la segunda naturaleza del hombre civilizado. Pero una sociedad no puede vivir así. Hay que volver a la verdad o desaparecer. El simple hecho del acaparamiento extiende sus consecuencias al conjunto de la vida social. A riesgo de desaparecer, las sociedades humanas necesitan recurrir a los principios fundamentales: siendo los medios de producción obra colectiva de la humanidad, deberán volver al poder de la colectividad humana. La apropiación personal de ellos no es justa ni útil. Todo es de todos, ya que todos lo necesitan, y todos han trabajado en la medida de sus fuerzas, siendo imposible determinar la parte que pudiera corresponder a cada uno en la actual producción de las riquezas. ¡Todo es de todos! Consideremos el ingente equipamiento que el siglo xix ha creado; consideremos los millones de esclavos de hierro que llamamos máquinas que cepillan y sierran, tejen e hilan para nosotros, que descomponen y recomponen la materia prima y forjan las maravillas de nuestra época. Nadie tiene derecho a apoderarse de una sola de esas máquinas y decir: “Es mía; por su uso pagarás un tributo por cada elemento que con ella produzcas”. Como tampoco el señor de la Edad Media tenía derecho para decir al labrador: “Esta colina, ese prado, son míos, y me pagarás por cada trigo que recojas, por cada montón de heno que formes”. ¡Todo es de todos! Y con tal que el hombre y la mujer contribuyan con su cuota individual de trabajo, tienen derecho a una cuota de todo lo que será producido por todos. Y con sólo esta parte alcanzarán el bienestar. Basta ya de fórmulas ambiguas, tales como “el derecho al trabajo”, o “a cada uno el producto íntegro de su trabajo”. Lo que nosotros proclamamos es el DERECHO AL BIENESTAR, EL BIENESTAR PARA TODOS.

El BIENESTAR PARA TODOS

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El bienestar para todos no es un sueño. Es posible, realizable, después de lo que han hecho nuestros antepasados para hacer fecunda nuestra fuerza de trabajo. Sabemos que los productores, que apenas son un tercio de los habitantes en los países civilizados, producen ya lo suficiente para que exista cierto bienestar en el hogar de cada familia. Sabemos, además, que si todos cuantos derrochan hoy los frutos del trabajo ajeno se viesen obligados a ocupar su tiempo ocioso en trabajos útiles, nuestra riqueza crecería en proporción al número de brazos productores. Y sabemos en fin que, en contra de la teoría de Malthus -pontífice de la ciencia burguesa- el hombre acrecienta su fuerza productiva con mucha más rapidez de lo que él mismo se multiplica. Cuanto mayor número de hombres hay en un territorio, tanto más rápido es el progreso de las fuerzas productivas. Mientras que la población de Inglaterra sólo ha aumentado en un 62% desde 1844, su fuerza de producción ha crecido más del doble, en un 130%. En Francia, donde la población ha aumentado menos, el crecimiento es, sin embargo, rapidísimo. A pesar de la crisis agrícola, de la injerencia del Estado, del impuesto de sangre, de la banca, de las contribuciones y de la industria, la producción de trigo se ha cuadruplicado y la producción industrial se ha decuplicado en el transcurso de los últimos ochenta años. En los Estados Unidos el progreso es aún más pasmoso: a pesar de la inmigración, o más bien, precisamente a causa de ese aumento de trabajadores europeos, los Estados Unidos han duplicado su producción. Pero estas cifras no dan más que una pálida idea de lo que podría incrementarse la producción en mejores condiciones. Hoy, a medida que se desarrolla la capacidad de producir, aumenta en una proporción sorprendente el número de vagos e intermediarios. Al revés de lo que se decía en otros tiempos entre socialistas -que el capital llegaría a reconcentrarse bien pronto en tan pequeño número de manos, que sólo sería menester expropiar a algunos millonarios para entrar en posesión de las riquezas comunes- cada vez es más considerable el número de los que viven a costa del trabajo ajeno. En Francia no se llega a diez productores directos por cada treinta habitantes. Toda la riqueza agrícola del país es obra de menos de siete millones de hombres, y en las dos grandes industrias, las minas y los tejidos, se cuentan menos de dos millones quinientos mil obreros. ¿Cuál es el número de explotadores? En Inglaterra (sin Escocia e Irlanda), un millón treinta mil obreros, hombres, mujeres y niños, fabrican todos los tejidos; un poco más de medio millón explotan las minas, menos de medio millón labran la tierra, y los estadísticos tienen que exagerar las cifras para obtener un máximo de ocho millones de productores para veintiséis millones de habitantes. En realidad, son de seis a siete millones de trabajadores quienes crean las riquezas enviadas a las cuatro partes del mundo. ¿Y cuántos son los rentistas o los intermediarios que añaden a sus rentas las que se adjudican haciendo pagar al consumidor de cinco a veinte veces más de lo que han pagado al productor? Esto no es todo. Los que detentan el capital reducen o impiden constantemente la producción. No hablemos de esos toneles de ostras arrojados al mar para impedir que la ostra llegue a ser un alimento de la plebe y deje de ser una golosina propia de la gente acomodada; no hablemos de los miles y miles de objetos de lujo -tejidos, alimentos, etc.- tratados de igual manera que las ostras. Recordemos tan sólo cómo se limita la producción de las cosas necesarias a todo el mundo. Ejércitos de mineros no desean más que extraer todos los días carbón y enviarlo a quienes tiritan de frío. Pero con frecuencia uno o dos tercios de esos ejércitos se ven impedidos de trabajar más de tres días por semana, para que se mantengan los precios altos. Millares de tejedores no pueden manejar los telares, mientras que sus mujeres y sus hijos no tienen sino harapos para cubrirse y las tres cuartas partes de los europeos no cuentan con un vestido que merezca tal nombre. Centenares de altos hornos, miles de fábricas permanecen regularmente inactivas; otras no trabajan más que la mitad del tiempo, y en cada nación civilizada hay siempre una población de unos dos millones de individuos que buscan trabajo y no lo encuentran. Millones de hombres serían felices con transformar los grandes latifundios mal cultivados en campos cubiertos de cereal. Un año de trabajo inteligente les bastaría para quintuplicar el producto de tierras que hoy no dan más que ocho hectolitros de trigo por hectárea. Pero estos audaces pioneros tienen que seguir parados porque los poseedores de la tierra, de la mina, de la fábrica, prefieren dedicar los capitales a préstamos a los turcos o egipcios, o en acciones de oro de la Patagonia, que trabajen para ellos los fellahs egipcios, los italianos emigrados de su país de origen o los coolies chinos. Esta es la limitación consciente y directa de la producción. Pero hay también una limitación indirecta e inconsciente, que consiste en malgastar el trabajo humano en objetos inútiles, o destinados tan sólo a satisfacer la necia vanidad de los ricos. Ni siquiera podría evaluarse en cifras hasta qué punto la productividad resulta reducida indirectamente a causa del desperdicio de las fuerzas que podrían servir para producir y, sobre todo, para preparar las herramientas y máquinas necesarias para esta producción. Basta citar los miles de millones gastados por Europa en armamento, sin más fin que conquistar mercados, para imponer la ley económica a los vecinos y facilitar su explotación; los millones pagados cada año a funcionarios de todo tipo, cuya misión es mantener el derecho de las minorías a gobernar la vida económica de la nación; los millones gastados en jueces, cárceles, policías y todo ese embrollo que llaman justicia, cuando alcanza, como es sabido, con aligerar tan sólo un poco la miseria de las grandes ciudades para que la criminalidad disminuya en proporciones considerables; en fin, los millones empleados en propagar por medio de la prensa ideas nocivas y noticias falsas, en provecho de partidos, personajes políticos y compañías explotadoras. Pero esto no es todo. Aún se gasta más trabajo inútilmente, aquí para mantener la caballeriza, la perrera y la servidumbre doméstica del rico; allá para responder a los caprichos de las prostitutas de alto copete y al depravado lujo de los viciosos elegantes; en otra parte, para forzar al consumidor a que compre lo que no necesita o para imponerle con la publicidad un artículo de mala calidad; más allá para producir sustancias alimenticias, provechosas para el industrial y para el comerciante, pero nocivas para el que las consume. Lo que se malgasta de esta manera bastaría para duplicar la producción útil, o para crear talleres y fábricas que bien pronto inundarían los almacenes con todas las provisiones de las cuales carecen dos tercios de la nación. De aquí resulta que de los que en cada país se dedican a los trabajos productivos, la cuarta parte por lo menos se ven obligados con regularidad a un paro forzoso de tres o cuatro meses al año, y otra cuarta parte, si no la mitad, no puede producir con su labor otros resultados que divertir a los ricos o explotar al público. Así, pues, por un lado si se considera la rapidez con que las naciones civilizadas aumentan su fuerza de producción, y por otro los límites puestos a ésta, debe deducirse que una organización económica medianamente razonable permitiría a las naciones civilizadas amontonar en pocos años tantos productos útiles, que deberíamos exclamar: “¡Basta de carbón, basta de trigo, basta de ropas! ¡Descansemos para utilizar mejor nuestras fuerzas, para emplear mejor nuestros ocios!”. No; el bienestar para todos no es un sueño. Puede haberlo sido cuando a duras penas se lograban recoger ocho o diez hectolitros de trigo por hectárea, o había que construir artesanalmente los instrumentos mecánicos necesarios para la agricultura y la industria. Ya no es un sueño desde que se inventara el motor que, con un poco de hierro y algunos kilos de carbón, proporciona la fuerza de un caballo dócil, manejable, capaz de poner en movimiento la máquina más complicada. Mas para que el bienestar llegue a ser una realidad, es preciso que este inmenso capital -ciudades, casas, campos labrados, vías de comunicación, educación- deje de ser considerado como propiedad privada de los capitalistas que disponen de ella a su antojo. Es preciso que estos ricos instrumentos para la producción, duramente obtenidos, edificados, fabricados e inventados por nuestros antepasados sean de propiedad común, para que el espíritu colectivo saquen de ellos los mayores beneficios para todos: se impone la EXPROPIACIÓN. El bienestar de todos como fin; la expropiación como medio.

II

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La expropiación: tal es el problema planteado por la historia ante nosotros, hombres de fines del siglo xix. La recuperación por la comunidad de todo lo que sirva para conseguir el bienestar general. Pero este problema no puede resolverse por la vía legislativa. Nadie piensa en ello. Pobres y ricos comprenden que ni los gobiernos actuales, ni los que pudieran surgir de una revolución política, son capaces de resolverlo. Se siente la necesidad de una revolución social, y tanto los ricos como los pobres saben que esa revolución está próxima, que puede estallar de un día para otro. La evolución tuvo lugar en los espíritus durante el curso de esta última mitad de siglo: pero comprimida por la minoría, es decir por las clases poseedoras, y no habiendo podido tomar cuerpo, esta evolución debe deshacerse de los obstáculos mediante la fuerza y realizarse violentamente por medio de la revolución. ¿De dónde vendrá la revolución? ¿Cómo se anunciará? Nadie lo puede decir. Es una incógnita. Pero los que observan y meditan no se equivocan: trabajadores y explotadores, revolucionarios y conservadores, pensadores y hombres prácticos, todos sienten que está llamando a nuestras puertas. Y bien, ¿que haremos cuando se produzca la revolución? Se ha estudiado mucho el lado dramático de las revoluciones, y poco su obra verdaderamente revolucionaria. Muchos de nosotros no ven en esos grandes movimientos más que el aparato escénico, la lucha de los primeros días, las barricadas. Pero esas luchas, esas primeras escaramuzas, terminan muy pronto; sólo después de la derrota gubernamental comienza la verdadera obra revolucionaria. A los gobernantes, incapaces e impotentes, atacados por todas partes, pronto se los lleva el soplo de la insurrección. En pocos días dejó de existir la monarquía burguesa de 1848, y cuando un coche de alquiler se llevó a Luis Felipe fuera de Francia, París perdió el interés en el ex rey. En pocas horas, el 18 de marzo de 1871, el gobierno de Thiers desapareció, dejando a París dueño de sus destinos. Y sin embargo, las de 1848 y 1871 no fueron más que insurrecciones. Ante una revolución popular, los gobernantes se eclipsan con sorprendente rapidez. Empiezan por huir -a menos que se vayan a otra parte a conspirar-, tratando de prepararse un regreso posible. Desaparecido el gobierno, el ejército, vacilante por la oleada del levantamiento popular, ya no obedece a sus jefes. Cruzándose de brazos, la tropa deja hacer, o con las armas en alto se une a los insurrectos. La policía, con los brazos caídos, no sabe si reprimir o gritar: “¡Viva la Comuna!”. Y los agentes de orden público se meten en sus casas “a esperar el nuevo gobierno”. Los grandes burgueses preparan su equipaje y se ponen a buen recaudo. Sólo queda el pueblo. Así se anuncia una revolución. Se proclama la Comuna en varias grandes ciudades. Miles de personas se vuelcan a las calles, y concurren por la noche a asambleas improvisadas, preguntándose: “¿Qué vamos a hacer?”, y discuten con ardor las cuestiones públicas. Todo el mundo se interesa en ellos; los indiferentes de la víspera son quizá los más exaltados. Por todas partes mucha buena voluntad y un vivo deseo de asegurar la victoria. Se suceden los actos heroicos. El pueblo desea sólo marchar adelante. Todo esto es bello, es sublime. Pero no es todavía la revolución. Al contrario, es ahora cuando va a dar comienzo el trabajo del revolucionario. De seguro habrá venganzas satisfechas. Los Watrin y los Thomas pagarán su impopularidad, pero sólo serán accidentes de la lucha y no la revolución. Los socialistas gubernamentales, los radicales, los genios desconocidos del periodismo, los oradores efectistas -burgueses y ex trabajadores-, corren al municipio, a los ministerios, para tomar posesión de los sillones abandonados. Se contemplan en los espejos ministeriales y estudian la mejor forma de dar órdenes con la gravedad correspondiente a la importancia de su nueva posición. ¡Les hace falta un fajín rojo, un quepis galoneado y un ademán magistral para imponerse al ex compañero de redacción o de taller! Otros se meterán entre expedientes para, con la mejor voluntad, comprender alguna cosa. Redactarán leyes y emitirán decretos llenos de frases sonoras, que nadie se preocupará en hacer cumplir, justamente porque se está en plena revolución. Para darse aires de una autoridad que no tienen, buscarán la sanción de las antiguas formas de gobierno. Elegidos o aclamados, se reunirán en parlamentos o en consejos de la Comuna. Allí se podrán encontrar hombres pertenecientes a diez, a veinte escuelas diferentes -que no son capillas particulares, como suele decirse- sino que corresponden a diversas maneras de concebir la extensión, el alcance y los deberes de la revolución. Posibilistas, colectivistas, radicales, jacobinos, blanquistas, forzosamente reunidos, perderán el tiempo en discutir. Las personas honradas se confundirán con los ambiciosos, que sólo piensan en dominar y en despreciar a la multitud de la cual han surgido. Llegando todos con ideas diametralmente opuestas, se verán obligados a formar alianzas ficticias para constituir mayorías que no durarán ni un día; disputarán, se tratarán unos a otros de reaccionarios, de autoritarios, de bribones; incapaces de entenderse acerca de ninguna medida seria, perderán el tiempo en discutir necedades; no lograrán más que dar a luz proclamas altisonantes, todo se tomará seriamente, pero la verdadera fuerza del movimiento estará en la calle. Todo esto puede divertir a los que gustan del teatro. Pero no se trata aún de la revolución. ¡Nada ha sido hecho aún! Durante ese tiempo, el pueblo sufre. Se paran las fábricas, los talleres están cerrados, el comercio se estanca. El trabajador ya no cobra ni aun el mezquino salario de antes. El precio de los alimentos sube. Con esa abnegación heroica que siempre lo ha caracterizado, y que llega a lo sublime en las grandes épocas, el pueblo tiene paciencia. El es quien exclamaba en 1848: “Ponemos tres meses de miseria al servicio de la República”, mientras que los “representantes”y los señores del nuevo gobierno, hasta el último policía, cobraban con regularidad sus sueldos. El pueblo sufre. Con su ingenua confianza, con la candidez de la masa que cree en los que la conducen, espera que se ocupen de él allá arriba, en la Cámara, en la Municipalidad, en el Comité de Salud Pública. Pero allá arriba se piensa en toda clase de cosas, excepto en los sufrimientos de la multitud. Cuando el hambre roe a Francia en 1793 y compromete la revolución; cuando el pueblo se ve reducido a la última miseria, mientras que los Campos Elíseos están llenos de magníficos carruajes llevando mujeres adornadas lujosamente, ¡Robespierre insiste en el Club de los Jacobinos en hacer discutir su memoria acerca de la constitución inglesa! Cuando en 1848 el trabajador sufre con la paralización general de la industria, el gobierno provisional y la Cámara discuten acerca de las pensiones militares y el trabajo en las prisiones, sin preguntarse de qué vive el pueblo durante esa época crítica. Y si algún cargo debe hacerse a la Comuna de París, nacida bajo los cañones de los prusianos, y que sólo duró setenta días, es el no haber comprendido que la revolución comunera no podía triunfar sin combatientes bien alimentados, y que con unas pocas monedas diarias no podían batirse en las barricadas y al mismo tiempo mantener a sus familias. El pueblo sufre y se pregunta: “¿Qué hacer para salir de este punto muerto?”.

III

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¡Y bien! A nosotros nos parece que hay una respuesta a esta cuestión: Reconocer y proclamar que cada uno, cualquiera que haya sido su lugar en el pasado, cualquiera fuese su fuerza o su debilidad, sus aptitudes o su incapacidad, tiene ante todo el derecho a vivir, y que la sociedad debe repartir entre todos, sin excepción, los medios de existencia de que dispone. ¡Reconocerlo, proclamarlo y obrar en consecuencia! Actuar de forma tal que, desde el primer día de la revolución, el trabajador sepa que una nueva era se abre ante él; que en lo sucesivo nadie se verá obligado a dormir bajo los puentes junto a los palacios, a permanecer en ayuno cuando hay alimentos y a tiritar de frío cerca de las tiendas de ropa. Sea todo de todos, tanto en realidad como en principio, y que se produzca al fin en la historia una revolución que piense en las necesidades del pueblo antes que en leerle la lista de sus deberes. Esto no podrá realizarse por decretos, sino tan sólo por la toma de posesión inmediata, efectiva, de todo lo necesario para la vida de todos; tal es la única manera en verdad científica de proceder, la única que comprende y desea la masa del pueblo. Tomar posesión, en nombre del pueblo sublevado, de los graneros de trigo, de los almacenes atestados de ropa y de las casas habitables. No derrochar nada, organizarse rápidamente para llenar los vacíos, hacer frente a todas las necesidades, satisfacerlas todas; producir, no ya para dar beneficios, sea a quien fuere, sino para hacer que viva y se desarrolle la sociedad. Basta de esas fórmulas ambiguas, como la del 6‘derecho al trabajo”, con la cual se engañó al pueblo en 1848 y con la que se trata de engañarlo aún hoy. Tengamos el coraje de reconocer que el bienestar, ya posible desde ahora, debe realizarse a todo precio. Cuando los trabajadores reclamaban en 1848 el “derecho al trabajo”, se organizaban talleres nacionales o municipales y se los enviaba a trabajar duramente en ellos por unas pocas monedas diarias. Cuando reclamaban la organización del trabajo, les respondían: “Paciencia, amigos; el gobierno va a ocuparse de eso, por hoy acepten estos centavos. ¡Y después de cada jornada dediqúense a descansar, trabajadores esforzados, ya bastante tienen con el cansancio de toda una vida!”. Y entretanto, se apuntaban los cañones, se convocaban hasta las últimas reservas del ejército, se desorganizaban a los propios trabajadores por mil medios que los burgueses conocen perfectamente. Y cuando menos lo pensaban, les dijeron: “¡O se van a colonizar África, o los fusilamos!”. ¡Muy diferente sería el resultado si los trabajadores reivindicasen el derecho al bienestarl Si proclamasen su derecho a apoderarse de toda la riqueza social; a tomar las casas e instalarse en ellas de acuerdo con las necesidades de cada familia; a tomar los víveres acumulados y consumirlos de forma tal que pudieran conocer la satisfacción tanto como conocen el hambre. Si proclamasen su derecho a todas las riquezas, y conocieran lo que son los grandes placeres del arte y de la ciencia, tanto tiempo acaparados por los burgueses. Y que al afirmar su derecho al bienestar declararan, lo que es más importante, su derecho a decidir por ellos mismos en qué ha de consistir ese bienestar, lo que es preciso para asegurarlo y lo que, en lo sucesivo, deberá abandonarse como desprovisto de valor. El derecho al bienestar es la posibilidad de vivir como seres humanos y de criar a los hijos de forma de hacerlos miembros iguales de una sociedad superior a la nuestra, mientras que el derecho al trabajo es el derecho a continuar siendo siempre un esclavo asalariado, un hombre de labor, gobernado y explotado por los burgueses del mañana. El derecho al bienestar es la revolución social; el derecho al trabajo es, a lo sumo, un presidio industrial. Ya es tiempo de que el trabajador proclame su derecho a la herencia común y que tome posesión de ésta.

El COMUNISMO ANARQUISTA

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Toda sociedad que rompa con la propiedad privada se verá forzada, según creemos, a organizarse de acuerdo con el comunismo anárquico. La anarquía conduce al comunismo, y el comunismo a la anarquía, y una y otro no son más que la tendencia predominante en las sociedades modernas, la búsqueda de la igualdad. Hubo un tiempo en que una familia de campesinos podía considerar el trigo que cultivaba y las vestimentas de lana tejidas en casa como productos de su propio trabajo. Aun entonces, esta creencia no era del todo correcta. Había caminos y puentes hechos en común, pantanos desecados por un trabajo colectivo y pastos comunes cercados por setos que todos costeaban. Una mejora en las formas de tejer o en el modo de teñir los tejidos aprovechaba a todos; en aquella época, una familia campesina tampoco podía vivir sino a condición de encontrar apoyo en la ciudad, en el municipio. Pero hoy, con el actual estado de la industria, en que todo se entrelaza y se sostiene, en que cada rama de la producción se vale de todas las demás, es absolutamente insostenible la pretensión de dar una origen individualista a los productos. Si las industrias textiles o las metalúrgicas han alcanzado tamaña perfección en los países civilizados, lo deben al simultáneo desarrollo de otras mil industrias, grandes y pequeñas; lo deben a la extensión de la red de ferrocarriles, a la navegación trasatlántica, a la destreza de millones de trabajadores, a cierto grado de cultura general de toda la clase obrera; en fin, a trabajos realizados de un extremo a otro del mundo. Los italianos que morían de cólera cavando el canal de Suez, o de silicosis en el túnel de San Gotardo, y los americanos muertos por las granadas en la guerra por la abolición de la esclavitud han contribuido al desarrollo de la industria algodonera en Francia e Inglaterra, tanto como las jóvenes que se extenúan en las fábricas de Manchester o de Ruán o el ingeniero que por sugerencia de algún trabajador ha realizado alguna mejora en un telar. ¿Como estimar la parte correspondiente a cada uno de las riquezas que entre todos hemos contribuido a acumular? Situándonos en este punto de vista general, sintético, de la producción, no podemos admitir, con los colectivistas, que pueda ser un ideal, ni siquiera un paso adelante hacia ese ideal, una remuneración proporcional a las horas de trabajo aportadas por cada uno en la producción de las riquezas. Sin discutir aquí si realmente el valor de cambio de las mercancías se mide en la sociedad actual por la cantidad de trabajo necesario para producirlas (según lo han afirmado Smith y Ricardo, cuya tradición ha seguido Marx), nos basta decir que el ideal colectivista nos parece irrealizable en una sociedad que considerara los instrumentos de producción como un patrimonio común. Basada en este principio, se vería obligada a abandonar en el acto cualquier forma de salario. Estamos convencidos de que el individualismo mitigado del sistema colectivista no podría existir junto con el comunismo parcial de la posesión colectiva del suelo y de los instrumentos del trabajo. Una nueva forma de posesión requiere una nueva forma de retribución. Una nueva forma de producción no podría mantener antiguas formas de consumo, como tampoco podría amoldarse a formas antiguas de organización política. El salariado ha nacido de la apropiación personal del suelo y de los instrumentos para la producción por parte de algunos. Era la condición necesaria para el desarrollo de la producción capitalista; morirá con ella, aunque se trate de disfrazarla bajo la forma de “bonos de trabajo”. La posesión común de los instrumentos de trabajo traerá consigo necesariamente el disfrute en común de los frutos de la labor común. Sostenemos, no sólo que es deseable el comunismo, sino que hasta las actuales sociedades, fundadas en el individualismo, se ven obligadas de continuo a caminarhacia él. El desarrollo del individualismo, durante los tres últimos siglos, se explica, sobre todo, por los esfuerzos del hombre que quiso prevenirse contra los poderes del capital y del Estado. Creyó por un momento -y así lo han predicado los que formulaban su pensamiento por él- que podía libertarse por completo del Estado y de la sociedad. “Mediante el dinero -se decía-puedo comprar todo lo que necesito.” Pero el individuo ha tomado un camino equivocado, y la historia moderna lo conduce a reconocer que, sin el concurso de todos, no puede nada, aun teniendo su caja fuerte llena de oro. En efecto, junto con esa corriente individualista vemos en toda la historia moderna, por una parte, la tendencia a conservar todo lo que resta del comunismo parcial de la antigüedad, y por otra a restablecer el principio comunista en las mil y una manifestaciones de la vida. En cuanto los municipios de los siglos x, xn y xn consiguieron emanciparse del señor laico o religioso, dieron inmediatamente gran extensión al trabajo en común, al consumo en común. La ciudad, no los particulares, era la que fletaba buques y despachaba caravanas para el comercio lejano, los beneficios así obtenidos eran para todos y no para determinados individuos; de esta manera también se compraban las provisiones para sus habitantes. Las huellas de esas instituciones se han mantenido hasta el siglo xix, y los pueblos conservan religiosamente el recuerdo de ellas en sus leyendas. Todo eso ha desaparecido. Pero el municipio rural aún lucha por mantener los últimos vestigios de ese comunismo, y lo consigue mientras el Estado no introduce su abrumadora espada en la balanza. Al mismo tiempo surgen, bajo mil diversos aspectos, nuevas organizaciones basadas en el mismo principio de a cada uno según sus necesidades, porque sin cierta dosis de comunismo no podrían subsistir las sociedades actuales. A pesar del sesgo estrechamente egoísta que la producción mercantil da a los espíritus, la tendencia comunista se revela a cada instante y penetra en nuestras relaciones bajo todas las formas. El puente, por cuyo paso pagaban en otro tiempo los transeúntes, se ha hecho de uso común. El camino, que antiguamente se pagaba a tanto el kilómetro, ya no existe más que en Oriente. Los museos, las bibliotecas libres, las escuelas gratuitas, las comidas comunes para los niños, los parques y los jardines abiertos para todos, las calles empedradas y alumbradas, libres para todo el mundo; el agua enviada a domicilio y con tendencia general a no tener en cuenta la cantidad consumida, he aquí otras tantas instituciones fundadas en el principio de “Toma lo que necesites”. Los tranvías y ferrocarriles introducen ya el billete de abono mensual o anual, sin tener en cuenta el número de viajes, y recientemente toda una nación, Hungría, ha introducido en su red de ferrocarriles el billete por zonas, que permite recorrer quinientos o mil kilómetros por el mismo precio. Tras de esto no falta mucho para el precio uniforme, como ocurre en el servicio postal. En todas estas innovaciones, y otras mil, existe la tendencia a no medir el consumo. Hay quien quiere recorrer mil kilómetros, y otro solamente quinientos. Ésas son necesidades personales, y no hay razón alguna para hacer pagar a uno el doble que al otro sólo porque sea dos veces más intensa su necesidad. Éstos son los fenómenos que se observan aún en nuestras sociedades individualistas. Existe también la tendencia, por más débil que ésta sea aún, a poner las necesidades del individuo por encima de la evaluación de los servicios que haya prestado o que preste algún día a la sociedad. Se ha llegado a considerar a la sociedad como un todo en donde cada una de las partes está tan íntimamente ligada con las demás que el servicio prestado a tal o cual individuo es un servicio prestado a todos. Cuando se concurre a una biblioteca pública -no a la Biblioteca Nacional de París, por ejemplo, pero, digamos, a la de Londres o a la de Berlín-, el bibliotecario no pregunta qué servicio se ha prestado a la sociedad para facilitar el o los cincuenta libros pedidos, y, si es necesario, ayuda a buscarlos en el catálogo. Mediante un derecho de entrada único -y muy frecuentemente lo que se prefiere es una contribución en forma de trabajo-, la sociedad científica abre sus museos, jardines, bibliotecas, laboratorios, y da fiestas anuales a cada uno de sus miembros, ya sea uno un Darwin o un simple aficionado. En San Petersburgo, si alguien trabaja en una invención, puede concurrir a un taller especial, donde hay espacio, un banco de carpintero, un torno de mecánico, todas las herramientas y todos los instrumentos de precisión necesarios, allí se lo dejará trabajar todo el tiempo que necesite. Ahí están las herramientas; si prefiere no trabajar solo, puede interesar a algunos amigos en la idea o asociarse con personas de diversos oficios; llegar a inventar un avión o no inventar nada es asunto de cada uno. Una idea lo entusiasma y es suficiente con esto. Los marinos de un bote de salvamento no preguntan sus títulos a los marineros de un buque naufragado; lanzan su embarcación, arriesgan su vida entre las olas, y algunas veces mueren por salvar a unos hombres a quienes no conocen siquiera. ¿Y para qué necesitan conocerlos? “Les hacen falta nuestros servicios, son seres humanos: eso basta, su derecho queda asentado. ¡Salvémoslos!”. Ésta es la tendencia, eminentemente comunista, que aparece en todas partes, bajo todas las formas posibles, en el mismo seno de nuestras sociedades que predican el individualismo. Que mañana una de nuestras grandes ciudades, tan egoístas en tiempos corrientes, sea visitada por una calamidad cualquiera -por ejemplo, un sitio-, y esa misma ciudad decidirá que las primeras necesidades que han de ser satisfechas son las de los niños y los viejos, sin informarse de los servicios que hayan prestado o presten a la sociedad; es preciso mantenerlos, cuidar a los combatientes, independientemente de la valentía o de la inteligencia demostradas por cada uno de ellos; hombres y mujeres a millares rivalizarán en abnegación por cuidar a los heridos. Existe la tendencia. Se acentúa en cuanto quedan satisfechas las más imperiosas necesidades de cada uno, a medida que aumenta la fuerza productiva de la humanidad; se acentúan aún más cada vez que una gran idea ocupa el puesto de las mezquinas preocupaciones de nuestra vida cotidiana. ¿Cómo dudar entonces que el día en que se entreguen los instrumentos de producción a todos, en que las tareas sean comunes y el trabajo -recobrando su sitio de honor en la sociedad- produzca mucho más que lo necesario para todos, ¿cómo dudar de que esta tendencia (ya pujante) ensanchará su esfera de acción hasta llegar a ser el principio mismo de la vida social? Por estos indicios y reflexionando además en el aspecto práctico de la expropiación del que hablaremos en los siguientes capítulos, opinamos que, cuando la revolución haya quebrantado la fuerza que mantiene el sistema actual, nuestra primera obligación será realizar inmediatamente el comunismo. Pero nuestro comunismo no es el de los falansterianos ni el de los teóricos autoritarios alemanes, sino el comunismo anarquista, el comunismo sin gobierno, el de los hombres libres. Ésta es la síntesis de los dos fines perseguidos por la humanidad a través de los siglos: la libertad económica y la libertad política.

II

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Tomando la anarquía como ideal de la organización política, no hacemos más que formular también otra pronunciada tendencia de la humanidad. Cada vez que lo permitía el curso del desarrollo de las sociedades europeas, éstas sacudían el yugo de la autoridad y esbozaban un sistema basado en los principios de la libertad individual. Y vemos en la historia que los períodos durante los cuales fueron derribados los gobiernos a consecuencia de revueltas parciales o generales, han sido épocas de repentino progreso en el terreno económico e intelectual. Ya sea la independencia de los municipios, cuyos monumentos -fruto del trabajo libre de asociaciones libres- no han sido superados desde entonces; ya sea el levantamiento de los campesinos, que hizo la Reforma y puso en peligro el Papado; ya sea la sociedad -libre en los primeros tiempos- fundada al otro lado del Atlántico por los descontentos que huyeron de la vieja Europa. Y si observamos el desarrollo presente de las naciones civilizadas, vemos un movimiento cada vez más acentuado en pro de limitar la esfera de acción del gobierno y dejar cada vez mayor libertad al individuo. Ésta es la evolución actual, aunque dificultada por el fárrago institucional y los prejuicios heredados del pasado. Lo mismo que toda evolución, no espera más que la revolución para barrer las viejas ruinas que le sirven de obstáculo y tomar libre vuelo en la sociedad renovada. Después de haber intentado largo tiempo resolver el problema insoluble de inventar un gobierno que “pueda constreñir al individuo a la obediencia, sin al mismo tiempo dejar de obedecer él mismo a la sociedad”, la humanidad intenta libertarse de toda especie de gobierno y satisfacer sus necesidades de organización, mediante el libre acuerdo entre individuos y grupos que persigan los mismos fines. La independencia de cada mínima unidad territorial es ya una necesidad apremiante; el común acuerdo reemplaza a la ley, y pasando por encima de las fronteras, regula los intereses particulares con la mira puesta en un fin general. Todo lo que en otro tiempo se tuvo como función del gobierno se le disputa hoy, acomodándose más fácilmente y mejor sin su intervención. Estudiando los progresos hechos en este sentido, nos vemos llevados a afirmar que la humanidad tiende a reducir a cero la acción de los gobiernos, esto es, a abolir el Estado, esa personificación de la injusticia, de la opresión y del monopolio. Ya podemos entrever un mundo en el cual el individuo, al dejar de estar atado por leyes, no tendrá más que hábitos sociales, como resultado de la necesidad experimentada por cada uno de nosotros de buscar el apoyo, la cooperación, la simpatía de nuestros vecinos. Ciertamente que la idea de una sociedad sin Estado provocará por lo menos tantas objeciones como la economía política de una sociedad sin capital privado. Todos hemos sido amamantados con prejuicios acerca de las funciones providenciales del Estado. Toda nuestra educación, desde la enseñanza de las tradiciones romanas hasta el código de Bizancio -que se estudia con el nombre de derecho romano- y las diversas ciencias profesadas en las universidades, nos acostumbran a creer en el gobierno y en las virtudes del Estado providencial. Para mantener este prejuicio se han inventado y enseñado sistemas filosóficos. Las teorías sobre las leyes son redactadas con el mismo objetivo. Toda la política se funda en ese principio, y cada político, cualquiera que sea su matiz, dice siempre al pueblo: “¡Dame el poder; quiero y puedo librarte de las miserias que pesan sobre ti!”. Desde la cuna a la tumba todas nuestras acciones son dirigidas por este principio. Al abrir cualquier libro de sociología, de jurisprudencia, se encuentra siempre al gobierno, con su organización y sus actos, ocupando un lugar tan importante que nos acostumbramos a creer que por fuera del gobierno y de los hombres de Estado no hay nada. La prensa repite la misma lección en todos los tonos. Columnas enteras se consagran a las discusiones parlamentarias, a las intrigas de los políticos; apenas si se advierte la inmensa vida cotidiana de una nación en algunas líneas que tratan de un asunto económico, a propósito de una ley, o en la sección de noticias o en la de sucesos del día. Y cuando se leen esos periódicos, en lo que menos se piensa es en el inmenso número de seres humanos que nacen y mueren, trabajan y consumen, conocen los dolores, piensan y crean, más allá de esos personajes molestos, a quienes se glorifica hasta el punto de que sus sombras, agrandadas por nuestra ignorancia, cubren y ocultan la humanidad. Y sin embargo, en cuanto se pasa del papel impreso a la vida misma, en cuanto se echa una ojeada a la sociedad, salta a la vista la parte infinitesimal que en ella representa el gobierno. Balzac ha hecho notar cuántos millones de campesinos permanecen durante toda su vida sin conocer nada del Estado, con excepción de los impuestos que están obligados a pagarle. Diariamente se hacen millones de transacciones sin que intervenga el gobierno, y las más grandes de ellas -las del comercio y la bolsa- se hacen de modo que ni siquiera se podría invocar al gobierno si una de las partes contratantes tuviese la intención de no cumplir sus compromisos. Si se habla con alguien conocedor del comercio, dirá que los intercambios realizados todos los días entre comerciantes serían imposibles si no tuvieran como base la confianza mutua. La costumbre de cumplir con la palabra empeñada, el deseo de no perder el crédito, bastan ampliamente para sostener esa honradez comercial. El mismo que sin el menor remordimiento envenena a sus parroquianos con infectas drogas cubiertas de etiquetas pomposas, tiene el pundonor de cumplir sus compromisos. Pues bien; si esa moralidad relativa ha podido desarrollarse, hasta en las condiciones actuales, cuando el enriquecimiento es el único móvil y el único objetivo, ¿podemos dudar que no progrese rápidamente cuando ya no sea la base fundamental de la sociedad la apropiación de los frutos de la labor ajena? Otro rasgo sorprendente, que caracteriza sobre todo a nuestra generación, habla aún más en favor de nuestras ideas. Es el crecimiento continuo de los emprendimientos debidos a la iniciativa privada y el prodigioso desarrollo de todo género de agrupaciones libres. Nos extenderemos sobre esto en el capítulo dedicado a la libre asociación. Basta decir aquí que estos hechos son innumerables, y tan habituales, que forman la esencia de la segunda mitad de este siglo, aun cuando los que escriben sobre socialismo y política los ignoran, prefiriendo hablarnos siempre de las funciones del gobierno. Estas organizaciones libres, variadas hasta lo infinito, son productos naturales, que crecen rápidamente y se agrupan con facilidad; ellas son el resultado necesario del continuo crecimiento de las necesidades del hombre civilizado y reemplazan con tantas ventajas a la injerencia gubernamental, que debemos reconocer en ellas un factor cada vez más importante en la vida de las comunidades. Si no se extienden aún al conjunto de las manifestaciones de la vida es porque hallan un obstáculo insuperable en la miseria del trabajador, en las castas de la sociedad actual, en la apropiación privada del capital colectivo, en el Estado. Abolidos esos obstáculos, las veremos cubrir el inmenso dominio de la actividad de los hombres civilizados. La historia de los últimos cincuenta años es una prueba viviente de la impotencia del gobierno representativo para desempeñar las funciones con las que se le ha querido revestir. Algún día se citará al siglo xix como la época en la que abortó el parlamentarismo. Esta impotencia es tan evidente para todos, son tan palpables las faltas del parlamentarismo y los vicios fundamentales del principio representativo, que los pocos pensadores que han hecho la crítica de este sistema (John Stuart Mill, Leverdaiys) no han tenido más que traducir el descontento popular. En efecto, ¿no se entiende que es absurdo elegir a algunos hombres y decirles: “Aunque ninguno de ustedes las conozcan, hágannos leyes para todas las circunstancias de nuestra vida”? Se empieza a entender que gobierno de las mayorías quiere decir abandono de todos los asuntos del país a los que constituyen las mayorías, es decir, a los “sapos del pantano”, en la Cámara de Diputados y en los comicios: en una palabra, a los que no tienen opinión: la humanidad busca y ya encuentra nuevas salidas. La unión postal internacional, las uniones de ferrocarriles, las sociedades científicas, dan el ejemplo de soluciones halladas por el libre acuerdo, en vez de por la ley. Hoy, cuando grupos diseminados por el mundo quieren llegar a organizarse para un fin cualquiera, no nombran un parlamento internacional de diputados que se encarguen de todo y a quienes se les dice: “Voten leyes, que nosotros las obedeceremos”. Cuando estos grupos no pueden entenderse directamente o por correspondencia, envían delegados que conocen la cuestión especial que va a tratarse, diciéndoles: “Hay que ponerse de acuerdo acerca de tal asunto, cuando lo hagan no vuelvan con una ley en el bolsillo, sino con una propuesta, que podremos aceptar o no”. Así es como obran las grandes sociedades industriales y científicas, las numerosas asociaciones de todas clases, que existen en Europa y en los Estados Unidos. Y así deberá obrar la sociedad liberada. Para realizar la expropiación, le será absolutamente imposible organizarse bajo el principio de la representación parlamentaria. Una sociedad fundada en la servidumbre podía conformarse con la monarquía absoluta; una sociedad basada en el salario y en la explotación de las masas por los detentadores del capital, se adecúa al parlamentarismo. Pero una sociedad libre que recobre su patrimonio colectivo, tendrá que buscar en el libre agrupamiento y en la libre federación de los grupos una nueva organización apropiada a la nueva fase económica de la historia. A cada fase económica responde una fase política, será imposible eliminar la propiedad sin encontrar al mismo tiempo un nuevo modo de vida política.

La EXPROPIACIÓN

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Se cuenta que Rothschild, viendo amenazada su fortuna por la revolución de 1848, inventó la siguiente humorada: “Admitamos que mi fortuna se haya adquirido a costa de los demás. Dividiéndola entre los varios millones de europeos, correspondería a cada persona un escudo. Pues bien; me comprometo a restituir su escudo a cada uno que me lo pida”. Dicho esto, y luego de debidamente publicitado, nuestro millonario se paseaba tranquilo por las calles de Frankfurt. Tres o cuatro transeúntes le pidieron sus respectivos escudos y él, con sardónica sonrisa, se los entregó quedando hecha la jugarreta. La familia del millonario aún está en posesión de sus tesoros. Poco más o menos así razonan los sabihondos de la burguesía cuando nos dicen: “¡Ah, la expropiación! Comprendo. Ustedes despojan a todos de sus abrigos, los apilan, y cada cual se acerca a apropiarse de uno, incluyendo la disputa producida por ver quién elige el mejor”. Esto es un chiste de mal gusto. Lo que necesitamos no es poner en un montón los abrigos para distribuirlos después -y eso que los que tiritan de frío aún encontrarían en ello alguna ventaja-. Tampoco tenemos que repartirnos los escudos de Rothschild. Lo que necesitamos es organizamos de tal forma que cada ser humano, al venir al mundo, pueda estar seguro de aprender un trabajo productivo, acostumbrarse a él, y después poder ocuparse de ese trabajo sin pedir permiso al propietario y al patrón y sin pagar a los acaparadores de la tierra y de las máquinas la parte del león sobre todo lo que se produzca. En cuanto a las riquezas de todas clases, detentadas por los Rothschilds o los Vanderbilt, nos servirían para organizar mejor nuestra producción en común. El día en que el trabajador del campo pueda arar la tierra sin pagar la mitad de lo que produce; el día en que las máquinas necesarias para preparar el suelo para las grandes cosechas estén a la libre disposición de los cultivadores; el día en que el obrero fabril produzca para la comunidad y no para el monopolio, los trabajadores ya no irán harapientos, y ya no habrá más Rothschilds ni otros explotadores. Nadie tendrá ya necesidad de vender su fuerza de trabajo por un salario que sólo representa una parte del total de lo que produce. “Sea -nos dirán-. Pero desde afuera vendrán otros Rothschilds. ¿Se podrá impedir que un individuo que haya acumulado millones en la China se establezca y se rodee de servidores y trabajadores asalariados, que los explote y se enriquezca a costa de ellos? La revolución no triunfará simultáneamente en toda la tierra. ¿Se van a establecer aduanas fronterizas, para registrar a quienes llegan y apoderarse del oro que traigan?” ¡Habría que ver a los policías anarquistas disparando contra los viajeros! Pues bien; en el fondo de este razonamiento hay un grueso error, y es que nadie se ha preguntado nunca de dónde provienen las fortunas de los ricos. Un poco de reflexión bastaría para demostrar que el origen de esas fortunas está en la miseria de los pobres. Cuando no haya miserables, no habrá ricos para explotarlos. Fijémonos un poco en la Edad Media, época en la que comienzan a surgir las grandes fortunas. Un barón feudal se apodera de un valle fértil. Pero en tanto esos campos no estén poblados este barón no podrá llamarse rico. Su tierra no le rinde nada, tanto le valdría tener posesiones en la luna. ¿Qué va a hacer nuestro barón para enriquecerse? ¡Buscar campesinos! Sin embargo, si cada agricultor tuviese un pedazo de tierra libre de cargas y además las herramientas y el ganado suficientes para la labor, ¿quién iría a arar las tierras del barón? Cada cual se quedaría en las suyas. Pero hay poblaciones enteras de miserables. Unos han sido arruinados por las guerras, otros por las sequías o la peste; no tienen animales ni herramientas. (El hierro era costoso en la Edad Media y más costoso era todavía un animal de labor.) Todos los miserables buscan mejores condiciones. Un día ven en el camino, en el linde de las tierras de nuestro barón, un poste indicando, con ciertos signos comprensibles, que el labrador que se instale en estas tierras recibirá junto con el suelo instrumentos y materiales para edificar una choza y sembrar su campo, sin que, en cierto número de años, tenga que pagar ningún tributo. Ese número de años se indica con otras tantas cruces en el mismo poste, y el campesino entiende lo que significan esas cruces. Entonces los miserables afluyen a las tierras del barón; trazan caminos, desecan los pantanos, levantan aldeas. A los nueve años, el barón les impondrá un arrendamiento, cinco años más tarde les cobrará tributos, que duplicará después, y el labrador aceptará esas nuevas condiciones porque en otra parte no las hallará mejores. Y poco a poco, con ayuda de la ley hecha por los letrados, la miseria del campesino se convertirá en manantial de riqueza para el señor; y no sólo para el señor, sino para toda una nube de usureros que se descarga sobre las aldeas, y que se multiplican tanto más cuanto mayor es el empobrecimiento del campesino. Así pasaba en la Edad Media. ¿Y no sucede hoy lo mismo? Si hubiese tierras libres que el campesino pudiese cultivar a su antojo, ¿sería arrendatario del latifundista que se digna a cederle una parcela? ¿Pagaría un arrendamiento oneroso, que le quitaría un tercio de lo que produce? ¿Se convertiría en aparcero, para entregar la mitad de su cosecha al propietario? Pero como nada tiene, acepta todas las condiciones con tal de poder vivir cultivando el suelo, y en consecuencia, enriquece al señor. En pleno siglo xix, como en la Edad Media, la pobreza del campesino es la riqueza para los propietarios de bienes raíces.

II

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El terrateniente se enriquece con la miseria de los campesinos. Lo mismo sucede con el empresario industrial. Un burgués, que de una manera u otra haya ahorrado quinientos mil francos, podría gastarse ese capital a razón de cincuenta mil francos al año, poquísima cosa en el fondo, dado el lujo caprichoso e insensato que vemos en estos días. Pero procediendo de esa forma, al cabo de diez años, no le quedaría nada. Así, pues, como hombre “práctico”, prefiere guardar intacta su fortuna creándose además una linda renta anual. Eso es muy sencillo en nuestra sociedad, precisamente porque nuestras ciudades y pueblos bullen de trabajadores que no tienen para vivir un mes, ni siquiera una quincena. Nuestro burgués monta una establecimiento fabril, los banqueros se apresuran a prestarle otros quinientos mil francos, sobre todo si tiene fama de ser hábil, y con su millón podrá hacer trabajar a quinientos obreros. Si en los contornos no hubiese más que hombres y mujeres cuya existencia estuviera garantizada, ¿quién iría a trabajar para nuestro burgués? Nadie consentiría en fabricarle, por un salario de tres francos por jornada, objetos comerciales por valor de cinco a diez francos. Por desgracia, lo sabemos bien, los barrios pobres de la ciudad y de los pueblos próximos están llenos de gente cuyos hijos lloran delante de la despensa vacía. Por eso, aún antes de que la fábrica este terminada acuden corriendo los trabajadores para embaucarse. No hacen falta más que cien y se presentan mil. Y en cuanto funciona la fábrica, el patrón, si no es el último de los imbéciles, se embolsará un millar de francos al año por cada par de brazos que trabajan para él. Nuestro patrón obtiene así una bonita renta. Si ha elegido una rama industrial lucrativa, y si es hábil, agrandará poco a poco su fábrica y aumentará sus rentas, duplicando el número de hombres a los que explota. Entonces llegará a ser un personaje importante en su comarca. Podrá pagar almuerzos a otros notables, a los concejales, al señor diputado. Podrá unir, mediante el matrimonio, su fortuna a otra fortuna y más tarde colocar ventajosamente a sus hijos y obtener luego alguna concesión del Estado. Se le pedirán suministros para el ejército o para la provincia, y continuará redondeando su tesoro hasta que una guerra, o el simple rumor de ella, o una especulación bursátil le permitan tener otro golpe de fortuna. Las nueve décimas partes de las colosales fortunas de los Estados Unidos (así lo ha relatado Henry Jorge en “Problemas sociales”) se deben a un gran negociado hecho con la complicidad del Estado. En Europa, los nueve décimos de las fortunas, en nuestras monarquías y en nuestras repúblicas, tienen el mismo origen. No hay dos maneras de hacerse millonario. Toda la ciencia de adquirir riquezas está en eso: encontrar cierto número de hambrientos, pagarles tres francos y hacerles producir diez; amontonar así una fortuna y acrecentarla en seguida por algún gran golpe de mano con ayuda del Estado. Falta aún hablar de las modernas fortunas atribuidas por los economistas al ahorro el que, por sí solo, no produce nada, si ese dinero ahorrado no se emplea en explotar a muertos de hambre. Supongamos un zapatero a quien se le retribuya bien su trabajo, que tenga buena clientela y que, a fuerza de privaciones, llegue a ahorrar cerca de dos francos diarios, ¡cincuenta francos al mes! Supongamos que nuestro zapatero no esté nunca enfermo; que coma bien, a pesar de su afán por el ahorro; que no se case o que no tenga hijos; que no se muera de tuberculosis; ¡admitamos todo lo que se quiera! Pues bien; a la edad de cincuenta años no habrá ahorrado ni quince mil francos, y no tendrá de qué vivir durante su vejez, cuando ya no pueda trabajar. Ciertamente no es así como se hacen las fortunas. Supongamos otro zapatero. En cuanto tenga algo ahorrado, lo llevará cuidadosamente a la caja de ahorros, y ésta se lo prestará al burgués que está tratando de iniciar su propia explotación de desposeídos. Luego el zapatero tomará un aprendiz, el hijo de un miserable, que se tendrá por feliz si al cabo de cinco años aprende el oficio y consigue ganarse la vida. El aprendiz le “producirá” a nuestro zapatero y si éste tiene clientela, se apresurará a tomar otro, y más adelante un tercer aprendiz. Luego tendrá dos o tres oficiales, felices si cobran tres francos diarios por un trabajo que vale seis. Y si nuestro zapatero “tiene suerte”, es decir, si es lo suficientemente hábil, sus oficiales y aprendices le producirán una veintena de francos además de su propio trabajo. Podrá agrandar su negocio, se enriquecerá poco a poco y no tendrá necesidad de privarse de lo estrictamente necesario. Dejará a su hijo un pequeño capital. He aquí lo que llaman “hacer ahorros, tener hábitos de sobriedad”. En el fondo es, sencillamente, explotar a los muertos de hambre. El comercio pareciera ser una excepción de la regla. “Tal persona -se nos dirá- compra té en la China, lo importa a Francia y realiza un beneficio del treinta por ciento de su dinero. Él no ha explotado a nadie.” Y, sin embargo, el caso es análogo. Si nuestro hombre hubiese traído el té sobre sus espaldas, ¡en buena hora! En los orígenes de la Edad Media de esa manera, precisamente, se hacía el comercio. Por eso no se lograban jamás las pasmosas fortunas de nuestros días; apenas si el mercader de entonces podía guardar algunas monedas después de un viaje lleno de penalidades y peligros. Lo impulsaba a dedicarse al comercio menos el afán de lucro que la afición a los viajes y a las aventuras. Hoy el sistema es más sencillo. El comerciante que tiene capital no necesita moverse del escritorio para enriquecerse. Telegrafía a un comisionista la orden de comprar cien toneladas de té; fleta un buque, y a las pocas semanas, en tres meses si se trata de un velero, tiene en su poder el cargamento. Ni siquiera corre el riesgo de la travesía, porque están asegurados su té y el buque. Y si ha gastado cien mil francos, recogerá ciento treinta mil, a menos que haya querido especular con alguna mercancía nueva, en cuyo caso se arriesga a duplicar su fortuna o a perderla por entero. Pero, ¿cómo pudo encontrar hombres que se decidieran a atravesar los mares, ir a China y volver, trabajar duramente, soportar fatigas, arriesgar la vida por un magro salario? ¿Cómo pudo conseguir en los docks estibadores a quienes pagaba justo lo necesario para que no se muriesen de hambre? ¿Cómo? ¡Porque son miserables! Hay que ir a un puerto, visitar los cafés en la playa, observar a esos hombres que vienen a conchabarse, peleándose entre sí en las puertas de los docks que asedian desde la madrugada para que los admitan para trabajar en los barcos. Hay que ver a esos marineros, felices porque se los contrate para algún viaje lejano, después de semanas y meses de espera; pasaron toda la vida de barco en barco y han de subir a otros más, hasta perecer un día en las olas. Hay que entrar en sus casas miserables, ver a esas mujeres y a esos niños harapientos, que viven como pueden esperando el regreso del padre; y entonces también encontraremos la respuesta. Hay que multiplicar los ejemplos -se los puede elegir donde se quiera-, meditar acerca del origen de todas las fortunas, grandes o pequeñas, provengan éstas del comercio, la banca, la industria o el suelo. En todos los casos se ha de comprobar que la riqueza de unos se ha hecho con la pobreza de otros. Una sociedad anarquista no tiene por qué temer al Rotschild desconocido que pudiera venir de pronto a establecerse en su seno. Si cada miembro de la comunidad sabe que, después de algunas horas de trabajo productivo, tendrá derecho a todos los placeres que procura la civilización, a los goces profundos que la Ciencia y el Arte dan a quienes los cultivan, no irá a vender su fuerza de trabajo por un poco de comida; nadie se ofrecerá para enriquecer a ese Rotschild. Sus monedas serán pedazos de metal, útiles para diversos usos, pero incapaces de multiplicarse. Al responder a la objeción precedente, hemos determinado al mismo tiempo los límites de la expropiación. La expropiación debe ejercerse sobre todo lo que permite a alguien -banquero, industrial o cultivador—el apropiarse del trabajo de otro. La fórmula es simple y comprensible. No queremos despojar a nadie de su sobretodo; pero queremos devolver a los trabajadores todo lo que pueda permitir a cualquiera el explotarlos; y haremos todos nuestros esfuerzos para que, no faltándole nada a nadie, no haya un solo hombre que se vea forzado a vender la fuerza de sus brazos para proveer a la existencia de sus hijos y a la suya. Es de este modo que entendemos la expropiación y nuestro deber durante la Revolución, cuya llegada esperamos que tendrá lugar no dentro de doscientos años, sino en porvenir próximo.

III

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La idea anarquista en general y la de la expropiación en particular encuentran, entre los hombres independientes de carácter y aquellos para quienes el ocio no es el ideal supremo, muchas más simpatías de lo que se cree. “Sin embargo -nos dicen con frecuencia nuestros amigos-, ¡cuidado con ir demasiado lejos! Ya que la humanidad no cambia en un día, no hay que apresurarse con estos proyectos de expropiación y de anarquía. Se corre el riesgo de no hacer nada duradero”. Pues bien; lo que tememos en materia de expropiación no es, precisamente, ir demasiado lejos. Tememos, por el contrario, que la expropiación se haga en una escala demasiado pequeña para que sea duradera, que el ímpetu revolucionario se detenga a la mitad de camino; que se agote en medidas a medias que no alcancen a contentar a nadie, y que produciendo una conmoción formidable de la sociedad y una suspensión de sus funciones no sean, sin embargo, viables, que sólo siembren el descontento general y que conduzcan fatalmente al triunfo de la reacción. Existen efectivamente en nuestras sociedades relaciones establecidas que son materialmente imposibles de modificar si se las afecta sólo en parte. Los diversos engranajes de nuestra organización económica están tan íntimamente ligados entre sí, que no puede modificarse uno solo sin modificarlos a todos en su conjunto; esto se hará evidente en cuanto se quiera expropiar lo que sea. Supongamos que en una región cualquiera se haga una expropiación restringida, que afecte, por ejemplo, sólo a los grandes latifundistas, sin tocar a las fábricas, como recientemente pidió Henry Georges; que en tal o cual ciudad se expropien las casas, sin colectivizar los artículos de primera necesidad, o que en una región industrial se expropien las fábricas sin tocar a las grandes propiedades rurales. El resultado será siempre el mismo. Un trastorno inmenso de la vida económica, sin los medios para reorganizarla sobre bases nuevas. La paralización de la industria y del comercio, sin volver a los principios de la justicia, imposibilitará que la sociedad se reconstituya en un todo armónico. Si el agricultor se libra del gran propietario rural sin que la industria se libre del capitalista, del industrial, del comerciante y del banquero, no se habrá hecho nada. El cultivador sufre hoy, no sólo por tener que pagar la renta al propietario del suelo, sino que padece por el conjunto de las condiciones actuales: padece el impuesto que le cobra el industrial, quien le hace pagar tres francos por una laya que, en comparación con su trabajo, sólo vale quince monedas; las contribuciones impuestas por el Estado, que no puede existir sin una formidable jerarquía de funcionarios; los gastos de mantenimiento del ejército que mantiene el Estado, ya que los industriales de todas las naciones están en lucha perpetua por los mercados, y cualquier día puede estallar la guerra como consecuencia de las disputas por la explotación de tal o cual parte del Asia o del África. El agricultor sufre el despoblamiento de los campos, cuyos jóvenes se ven arrastrados hacia las fábricas de las grandes ciudades, ya sea por el cebo de salarios más altos pagados temporalmente por los productores de objetos de lujo, ya sea por los atractivos de una vida más dinámica; sufre también por la protección artificial de la industria, por la explotación comercial de los países limítrofes, por la usura, por la dificultades que encuentra si quiere perfeccionar sus herramientas y mejorar el suelo que trabaja, etcétera. En resumen, la agricultura es perjudicada, no sólo por la renta, sino por el conjunto de las condiciones de nuestras sociedades basadas en la explotación; y aun cuando la explotación permitiera a todos cultivar la tierra y hacerla rendir sin pagar renta a nadie, la agricultura -aun cuando conociera un momento de bienestar, lo que todavía no está probado-, volvería a caer pronto en el marasmo en que se encuentra hoy. Habría que volver a empezarlo todo, con nuevas dificultades además. Lo mismo sucede con la industria. Si se entregaran mañana las fábricas a los trabajadores, y se hiciera lo que se ha hecho con cierto número de campesinos, a los que se ha convertido en propietarios del suelo. Si se suprimiera al patrón pero se dejara la tierra al latifundista, el dinero al banquero, la bolsa al comerciante. Si se conservara en la sociedad esa masa de ociosos que viven del trabajo del obrero, manteniendo a los mil intermediarios y al Estado con sus innumerables funcionarios, la industria no podrá prosperar. No hallando compradores en la masa de los campesinos que continúan siendo pobres; no teniendo las materias primas y no pudiendo exportar sus productos, a causa, en parte, de la suspensión del comercio, y sobre todo por efecto de la descentralización de las industrias, las fábricas no podrán hacer más que vegetar, quedando los obreros en la calle. Y esos batallones de hambrientos aceptarán someterse al primer intrigante que se les cruce, o incluso a volver al antiguo régimen, si éste les garantiza la mano de obra. O bien, en fin, si se expropiara a los dueños de la tierra y se devolvieran las fábricas a los trabajadores, pero no se tocara a las nubes de intermediarios que especulan hoy con las harinas y los trigos, con la carne y con las especias en los grandes centros urbanos, al mismo tiempo que venden los productos de nuestras manufacturas; cuando se detenga el comercio y las mercancías ya no circulen; cuando en París falte el pan y Lyon no encuentre compradores para sus sedas, la reacción se recobrará terrible, caminando sobre los cadáveres, paseando las ametralladoras por ciudades y campos y celebrando orgías de ejecuciones y deportaciones, como ya lo hizo en 1815, en 1848 y en 1871. Todo se entrelaza en nuestras sociedades, y es imposible reformar algo sin que el conjunto se desestabilice. El día en que se afecte a la propiedad privada en alguna de sus formas, ya sea territorial o industrial, habrá que golpearla en todas las otras. Lo impondrá el mismo triunfo de la revolución. Por otra parte, aunque se quisiera, no se podría llevar a cabo una expropiación parcial. Una vez que el principio de la Santa Propiedad haya sido conmovido en sus cimientos, los teóricos no podrán impedir que sea destruida por los siervos de la gleba y por los de la industria. Si una gran ciudad echa mano solamente de las casas o de las fábricas, la misma fuerza de las cosas la llevará a no reconocer a los banqueros el derecho a cobrar del municipio cincuenta millones de impuesto, bajo la forma de intereses por empréstitos anteriores. Se verá obligada a ponerse en relación con los cultivadores, y forzosamente los impulsará a liberarse de los poseedores del suelo. Para poder comer y producir, se tendrán que expropiar los ferrocarriles. Por último, para evitar el derroche de los víveres y no quedar a merced de los acaparadores de granos, como la Comuna de 1793, confiará a los mismos ciudadanos el cuidado de llenar sus almacenes de víveres y repartir los productos. Sin embargo, algunos socialistas han tratado de establecer una distinción, diciendo: “nos parece bien que se expropien el suelo, el subsuelo, la fábrica, la industria; se trata de instrumentos de producción, y es justo considerarlos una propiedad pública, pero otra cosa son los objetos de consumo, el alimento, el vestido, la habitación, que deben permanecer como propiedad privada”. El sentido común popular triunfó sobre esta distinción sutil. En efecto, no somos salvajes como para vivir en la selva al abrigo de unas ramas. Nos hace falta un cuarto, una casa, una cama, una estufa que funcione. El lecho, la habitación, la casa, son lugares de holgazanería para el que no produce nada. Pero para el trabajador, un cuarto iluminado y cálido es tan un instrumento de producción como lo son la máquina o la herramienta. Es el sitio donde restaura sus músculos y nervios, que se utilizarán mañana en el trabajo. El descanso del productor es necesario para que funcione la máquina. Esto es aún más evidente con los alimentos. A los pretendidos economistas de los que hablamos, nunca se les ocurrió decir que el carbón quemado por una máquina no debe ser considerado dentro de los objetos tan necesarios para la producción como las materias primas. ¿Cómo puede excluirse de los objetos indispensables para el productor el alimento, sin el cual no podría hacer ningún esfuerzo la máquina humana? ¿Será tal vez un resabio de metafísica religiosa? La comida abundante y refinada del rico es un consumo de lujo. Pero la comida del productor es uno de los objetos imprescindibles para la producción, al mismo nivel que el carbón que se quema en la máquina de vapor. Lo mismo ocurre con la vestimenta porque, si los economistas que hacen distinciones entre los objetos de producción y los de consumo, se vistieran al estilo de los salvajes de Nueva Guinea, comprenderíamos tales reservas. Pero tratándose de gentes que no podrían escribir una línea sin llevar una camisa puesta, no están en posición de establecer una distinción tan grande entre su camisa y su pluma. Y si bien los vestidos elegantes de sus señoras son ciertamente objetos de lujo, hay sin embargo cierta cantidad de tela, tejido de algodón y lana que al productor no le pueden faltar para producir. La camisa y los zapatos, sin los cuales a un obrero le resultaría incómodo ir a su trabajo, su gorra y el saco que se pone al concluir la jornada, le son tan necesarios como el martillo y el yunque. Quiérase o no, así entiende el pueblo la revolución. En cuanto haya barrido los gobiernos, tratará, ante todo, de asegurarse un alojamiento sano, una alimentación suficiente y el vestido necesario, sin pagar por ellos. Y el pueblo tendrá razón. Su manera de actuar estará infinitamente más conforme con la ciencia que la de los economistas que hacen tantas distinciones entre los instrumentos de producción y los artículos de consumo. Comprenderá que es precisamente por ahí donde debe comenzar la revolución, y sentará las bases de la única ciencia económica que pueda reclamar el título de ciencia, y que podría llamarse estudio de las necesidades de la humanidad y medios económicos de satisfacerlas.

LOS ALIMENTOS

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Si la próxima revolución ha de ser una revolución social, se distinguirá de los anteriores levantamientos, no sólo por sus fines, sino también por sus procedimientos. Nuevos fines requieren nuevos métodos. Los tres grandes movimientos populares que tuvieron lugar en Francia desde hace un siglo difieren entre sí en muchos aspectos. Y sin embargo tienen todos un rasgo común. El pueblo combate para derribar al antiguo régimen y derrama su sangre preciosa. Después de haberse sacudido el yugo, vuelve a la sombra. Un gobierno compuesto de hombres más o menos honrados se constituye y se encarga de organizar: la república en 1793, el trabajo en 1848 y la Comuna libre en 1871. Imbuido de ideas jacobinas, este gobierno se preocupa ante todo de las cuestiones políticas: reorganización de la máquina del poder, depuración de la administración, separación de la Iglesia y el Estado, libertades cívicas, y así sucesivamente. Es verdad que los clubes obreros vigilan a los nuevos gobernantes y que frecuentemente les imponen sus ideas. Pero aun en estos clubes, ya sean los oradores burgueses o trabajadores, siempre es la idea burguesa la que domina. Se habla mucho de cuestiones políticas, pero se olvida la cuestión del pan. Grandes ideas se originaron en estas épocas, ideas que han conmovido al mundo; las palabras que fueron pronunciadas un siglo atrás aún hacen acelerar los latidos de nuestros corazones. Pero el pan faltaba en los suburbios. En cuanto estalló la revolución, el trabajo -inevitablemente-se suspendió, se detuvo la circulación de los productos, se escondieron los capitales. El patrón no tenía nada que temer en esas épocas, si es que no especulaba con la miseria, vivía de sus rentas; pero el asalariado se veía reducido a vivir al día. La escasez se anunciaba. Aparecía la miseria, una miseria como no se había apenas visto bajo el antiguo régimen.“Son los girondinos quienes nos hambrean”, se dijo por los arrabales en 1793. Y se guillotinó a los girondinos; se dieron plenos poderes a la Montaña, a la Comuna de París. Efectivamente, la Comuna se ocupó del pan; desplegó esfuerzos heroicos para alimentar a París. En Lyon, Fouché y Collot d’Herbois crearon los graneros de la abundancia, pero para llenarlos se disponía de cantidades ínfimas de granos. Las municipalidades se esforzaban para conseguir trigo. Se colgó a los panaderos que acaparaban la harina, y el pan siguió faltando. Entonces la emprendieron con los realistas, guillotinando a doce, quince diariamente, a criadas y duquesas, sobre todo a las criadas, porque las duquesas estaban en Coblenza. Pero aunque hubieran guillotinado a cien duques y vizcondes cada veinticuatro horas, nada habría cambiado. La miseria iba en aumento. Puesto que era preciso siempre cobrar un salario para vivir, y el salario no aparecía, ¿en qué podían influir mil cadáveres más o menos? Entonces el pueblo comenzaba a cansarse. “¡Qué bien va la revolución!” -susurraba el reaccionario al oído del trabajador-; “¡nunca han sido tan miserables como ahora!”. Y poco a poco el rico se tranquilizaba, salía de su escondite, provocaba a los desarrapados con su ostentación, se travestía en petimetre y decía a los trabajadores: “¡Vamos, basta de tonterías! ¿Qué han ganado con la revolución? ¡Ya es hora de acabar con ella!”. Y con el corazón oprimido, al borde de su paciencia, el revolucionario llegaba a decirse: “¡La revolución otra vez perdida!”. Se volvía a su cuartucho y caía en la inacción. Entonces la reacción volvía a aparecer y a alardear altivamente, realizando su golpe de Estado. Muerta la revolución, ya no le quedaba más que pisotear su cadáver. ¡Y lo pisoteaba! Se derramaban raudales de sangre, el terror blanco segaba cabezas, poblaba las cárceles, en tanto las orgías de la del hampa de alto nivel retomaban su curso. He aquí la imagen de todas nuestras revoluciones. En 1848, el trabajador parisino donaba “tres meses de miseria”al servicio de la República, y al cabo de los tres meses, no pudiendo ya más, hacía un postrer esfuerzo desesperado, esfuerzo que era ahogado por las matanzas. Y en 1871 moría la Comuna por falta de combatientes. No había olvidado decretar la separación de la Iglesia y el Estado; pero no fue sino muy tarde cuando pensó en asegurar el pan para todos. Y en París se vieron a petimetres provocando a los federados, diciéndoles: “¡Imbéciles, háganse matar por treinta monedas, mientras nosotros nos vamos de comilona al restaurante de moda!”. Se comprendió el error en los últimos días. Se hicieron ollas populares, pero era demasiado tarde. ¡Los versalleses estaban ya dentro de las murallas! “¡Pan; la revolución necesita pan!” ¡ Que se ocupen otros de lanzar circulares con prosa brillante! ¡Que se pongan todos los galones que puedan soportar sus hombros! ¡ Que otros finalmente hagan peroratas acerca de las libertades políticas! Nuestra tarea específica consistirá en obrar de manera tal que, desde los primeros días de la revolución, y mientras ésta dure, no haya un solo hombre en el territorio insurrecto a quien le falte el pan, ni una sola mujer que se vea obligada a hacer cola ante una panadería para recoger el pedazo de pan de salvado que le quieran arrojar de limosna, ni un solo niño a quien le falte lo necesario para su débil constitución. La idea burguesa fue la de discursear acerca de los grandes principios, o, mejor dicho, acerca de las grandes mentiras. La idea popular será el asegurar el pan para todos. Y mientras que burgueses y trabajadores aburguesados jugarán a ser grandes hombres en sus largas charlas; mientras la gente práctica discutirá interminablemente acerca de las formas de gobierno, nosotros, “los utopistas”, deberemos ocupamos del pan cotidiano. Tenemos la audacia de afirmar que cada uno debe y puede comer tanto como necesita, que es por medio del pan para todos que vencerá la revolución.

II

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Nosotros somos los utopistas, ya se sabe. En efecto, somos tan utopistas, que llevamos nuestra utopía hasta creer que la revolución deberá y podrá garantizar a todos el alojamiento, el vestido y el pan, lo que disgusta enormemente a los burgueses rojos o azules, porque saben perfectamente que un pueblo que comiera satisfactoriamente sería muy difícil de dominar. Pues bien, nosotros persistimos en ese propósito: es preciso asegurar el pan al pueblo sublevado, es menester que la cuestión del pan prive sobre todas las demás. Si se resuelve en interés del pueblo, la revolución estará bien encaminada; porque para resolver la cuestión de los alimentos hay que aceptar un principio de igualdad que se impondrá por encima de cualquier otra solución. Es seguro que la próxima revolución -igual en esto a la de 1848-, estallará en medio de una formidable crisis industrial. Desde hace una docena de años nos encontramos en plena efervescencia, y la situación no puede más que agravarse. Todo contribuye a ello: la competencia de jóvenes naciones que entran en disputa para conquistar los antiguos mercados, las guerras, los impuestos siempre crecientes, las deudas de los Estados, lo inseguro del mañana, las grandes empresas lejanas. Millones de trabajadores en Europa se encuentran desocupados en estos momentos. Peor será cuando haya estallado la revolución y se haya propagado como el fuego en un reguero de pólvora. El número de obreros sin trabajo se duplicará en cuanto se levanten barricadas en Europa y en los Estados Unidos. ¿Qué se va a hacer para asegurar el pan a esas muchedumbres? No sabemos bien si la gente que se autodenomina “práctica” se formuló alguna vez esta pregunta con toda su crudeza. Pero lo que sí sabemos es que ellos quieren mantener el salariado; sabemos que han de preconizar los “talleres nacionales” y los “trabajos públicos”para dar el pan a los desocupados. Ya que se abrieron talleres en 1789 y en 1793; ya que se recurrió al mismo medio en 1848; ya que Napoleón III consiguió durante dieciocho años contener al proletariado parisiense dándole trabajos que le cuestan hoy a París su deuda de dos millones y su impuesto municipal de noventa francos por cabeza; ya que este excelente medio de “domar la bestia” se empleaba en Roma y hasta en Egipto hace cuatro mil años; ya que déspotas, reyes y emperadores han arrojado siempre un pedazo de pan al pueblo para tener tiempo de recoger el látigo, es natural que las gentes prácticas preconicen ese método de perpetuar el salario. ¡Para qué romperse la cabeza, cuando se dispone del método ensayado por los faraones de Egipto! ¡Y bien! Si la revolución tuviese la desgracia de seguir ese camino, estaría perdida. Cuando el 27 de febrero de 1848 se abrieron los talleres nacionales, los obreros sin trabajo no eran, en París, más que ocho mil; quince días después, eran ya casi cuarenta y nueve mil; bien pronto iban a ser cien mil, sin contar los que acudían de las provincias. Pero en aquella época, la industria y el comercio no ocupaban en Francia ni la mitad de los brazos que ocupan hoy. Y se sabe que en tiempo de revolución lo que más sufre es el intercambio comercial y la industria. Basta pensar sólo en el número de obreros que trabajan directa e indirectamente para la exportación, en el número de brazos empleados en las industrias de lujo que tienen por clientela a la minoría burguesa. La revolución en Europa significa el cierre inmediato de la mitad de las fábricas e industrias; son millones de trabajadores arrojados a la calle junto con sus familias. Y es esta situación verdaderamente terrible la que se trataría de remediar con talleres nacionales, es decir, con nuevas industrias creadas para la ocasión para ocupar a desocupados. Es evidente, como ya lo dijo Proudhon, que el menor ataque a la propiedad traerá aparejado la completa desorganización de todo el régimen basado en la empresa privada y el salariado. La sociedad misma se verá obligada a tomar en sus manos el conjunto de la producción y reorganizarla según las necesidades del conjunto de la población. Pero, como esta reorganización no es posible en un día ni en un mes; como exige cierto período de adaptación, durante el cual millones de hombres se verán privados de medios de existencia, ¿qué hacer? En estas condiciones no hay más que una solución verdaderamente práctica, y es la de reconocer lo inmenso de la tarea que se impone y, en vez de buscar remendar una situación que se habrá hecho insostenible, proceder a reorganizar la producción según los nuevos principios. En nuestra opinión, será necesario, para actuar en forma práctica, que el pueblo tome inmediatamente posesión de todos los alimentos que haya en las comunas insurrectas, los inventaríe y proceda en forma tal que, sin derrochar nada, todos aprovechen los recursos acumulados para atravesar el período de crisis. Y durante ese tiempo habrá que ponerse de acuerdo con los obreros fabriles, ofreciéndoles las materias primas que les falten y garantizándoles la existencia durante algunos meses, a fin de que produzcan lo que necesita el cultivador. No olvidemos que si Francia teje las sedas para los banqueros alemanes y las emperatrices de Rusia y de las islas Sandwich, y que si París hace maravillosas chucherías para los ricos del mundo entero, dos tercios de los campesinos franceses carecen de lámparas para iluminarse y de las instrumentos mecánicos necesarios para la agricultura actual. Y, por último, valorizar las tierras improductivas, que no faltan, y mejorar las que no producen ni la cuarta, ni siquiera la décima parte de lo que producirán cuando estén sometidas al cultivo intensivo hortícola y de jardinería. Es la única solución práctica que somos capaces de entrever, y, se lo quiera o no, se impondrá por la fuerza de las cosas.

III

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El rasgo predominante, distintivo, del sistema capitalista actual es el salario. Un hombre o un grupo de hombres, poseyendo el capital necesario, montan una empresa industrial; se encargan de abastecer al taller o la fábrica de las materias primas, de organizar la producción, de vender los productos manufacturados, de pagar a los obreros un salario fijo. Finalmente, se embolsan la plusvalía o los beneficios, con el pretexto de resarcirse del gerenciamiento, del riesgo que han corrido, de las oscilaciones de precios que tiene la mercancía en el mercado. He aquí, en pocas palabras, todo el sistema del salariado. Parar salvar este sistema, los actuales detentadores del capital estarían dispuestos a hacer ciertas concesiones, por ejemplo, compartir una parte de los beneficios con los trabajadores o establecer una escala de salarios que les obligue a elevarlos en relación con el aumento de ganancias; en una palabra, consentirían en hacer ciertos sacrificios con tal de que se les dejase el derecho de gerenciar la industria y de retener una parte suplementaria de los beneficios antes de proceder a su distribución. El colectivismo, según sabemos, introduce importantes modificaciones en ese régimen, pero sin dejar de mantener el salario. Sólo que es el Estado, es decir, el gobierno representativo, nacional o comunal el que sustituye al patrón. Son los representantes de la nación o de la comuna y sus delegados o sus funcionarios quienes devienen en gerentes de la industria. Son ellos también quienes se reservan el derecho de emplear en provecho de todos la plusvalía de la producción. Además, se establece en este sistema una distinción muy sutil, pero llena de consecuencias, entre el trabajo manual y del hombre que ha hecho un aprendizaje previo. El trabajo manual no es a los ojos del colectivista más que un trabajo simple, en tanto que el artesano, el ingeniero, el científico, etc., practican lo que Marx llama un trabajo compuesto y tienen derecho a un salario más alto. Pero trabajadores manuales e ingenieros, tejedores y científicos, son asalariados del Estado; “todos funcionarios”, decían últimamente para dorar la pñdora. Pues bien; el mayor servicio que la próxima revolución podrá prestar a la humanidad será el de crear una situación en la cual todo el sistema del salariado se haga imposible e inaplicable, y en la que se impondrá el comunismo, negación del salariado, como única solución aceptable. Aun admitiendo que sea posible la modificación colectivista, si se hace por grados durante un período de prosperidad y tranquilidad (dudamos mucho de que esto sea posible, aun en esas condiciones), eso será imposible en un período revolucionario, porque al día siguiente de tomar las armas surgirá la necesidad de alimentar a millones de seres. Puede hacerse una revolución política sin que se trastorne la industria; pero una revolución en la cual el pueblo ponga sus manos sobre la propiedad acarreará inevitablemente una súbita paralización del comercio y de la producción. Los millones del Estado no bastarían para asalariar a los millones de hombres faltos de trabajo. No nos cansaremos de insistir en ese punto: la reorganización de la industria sobre nuevas bases (y enseguida mostraremos la inmensidad de este problema) no se hará en unos cuantos días, y el proletario no podrá poner años de miseria al servicio de los teóricos del salario. Para atravesar el período de pobreza, reclamará lo que siempre ha reclamado en tales ocurrencias: la comunidad de los víveres, el racionamiento. Por mucho que se predique la paciencia, el pueblo ya no aguantará; y si todos los víveres no se ponen en común, saqueará las panaderías. Si el empuje del pueblo no es bastante fuerte, se lo fusilará. Para que el colectivismo pueda establecerse, necesita, ante todo, orden, disciplina, obediencia. Y como los capitalistas advertirán muy pronto que hacer fusilar al pueblo por los que se llaman revolucionarios es el mejor medio de darle asco por la revolución, prestarán ciertamente su apoyo a los defensores del orden, aun a los mismos colectivistas. Ya verán más tarde el medio de aplastar a éstos a su vez. Si “se restablece el orden” de esta manera, las consecuencias son fáciles de prever. La represión no se limitará a fusilar a “los saqueadores”. Habrá que buscar a “los promotores del desorden”, restablecer los tribunales, la guillotina, y los revolucionarios más fervientes subirán al cadalso. Será una repetición de 1793. No olvidemos cómo triunfó la reacción en el siglo pasado. Primero se guillotinó a los hebertistas, a los “enragés”a quienes, con el recuerdo reciente de las luchas, llamaba Mignet “los anarquistas”. No tardaron en seguirlos los dantonianos. Y cuando los robespierristas hubieron guillotinado a estos revolucionarios, les tocó el tumo de subir también al patíbulo. Con lo cual, disgustado el pueblo y viendo perdida la revolución, dejó hacer a los reaccionarios. Si “el orden queda restablecido”, los colectivistas guillotinarán a los anarquistas, los posibilistas guillotinarán a los colectivistas, que a su vez serán guillotinados por los reaccionarios. La revolución tendría que volver a empezar. Pero todo induce a creer que el empuje del pueblo será bastante fuerte, y que cuando se haga la revolución habrá ganado terreno la idea del comunismo anarquista. No es ésta una idea inventada, es el propio pueblo el que nos la enseña y el número de los comunistas aumentará a medida que se haga más evidente la imposibilidad de cualquier otra solución. Y si el empuje es bastante fuerte, los asuntos tomarán otro giro. En vez de saquear algunas panaderías, para ayunar mañana, el pueblo de las ciudades insurrectas tomará posesión de los graneros de trigo, de los mataderos, de los almacenes, en una palabra, de todos los víveres disponibles. Los ciudadanos, los ciudadanos de buena voluntad se dedicarán en el acto a inventariar lo que se encuentre en cada almacén y en cada granero. En veinticuatro horas la Comuna insurrecta sabrá lo que París no sabe aún al día de hoy, a pesar de sus juntas de estadística, y lo que nunca supo durante el sitio: con cuántas provisiones cuenta. En cuarenta y ocho horas se habrán impreso millones de ejemplares de tablas exactas de todos los víveres, de las direcciones en las que se encuentran almacenados y de los medios para su distribución. En cada manzana, en cada calle y en cada barrio, se organizarán grupos de voluntarios, los voluntarios de los víveres, que sabrán entenderse e interesarse y se mantendrán al tanto de sus respectivos trabajos. Que no vengan a interponerse las bayonetas jacobinas: que los sedicentes científicos no vengan a enredarlo todo, o más bien, que enreden cuanto quieran a condición de que no tengan derecho a mandar, y con ese admirable espíritu organizador espontáneo que tiene el pueblo en tan alto grado, y sobre todo la nación francesa, en todas sus capas sociales, y que raras veces le es permitido ejercitar, surgirá, incluso en una ciudad tan vasta como París, aun en plena efervescencia revolucionaria, un inmenso servicio libremente constituido para proveer a cada uno los víveres indispensables. Que tan sólo el pueblo tenga las manos libres y en ocho días el servicio de abastecimientos se hará con una regularidad admirable. Es necesario no haber visto nunca al pueblo laborioso manos a la obra; es necesario haber tenido toda la vida metidas las narices entre papeles para dudar de ello. ¡Que hablen del espíritu organizador de ese gran desconocido, el pueblo, aquellos que lo han visto en las jomadas de las barricadas en París, o en la última gran huelga, en Londres, cuando tenía que alimentar a medio millón de hambrientos, y ellos dirán cuán superior es al de los chupatintas de las oficinas! Por otra parte, aunque hubiera que padecer durante quince días o un mes cierto desorden parcial y relativo, poco importa. Para las masas siempre será mejor que lo que hoy existe. Además, en tiempos de revolución se cena, sin quejas, riendo, o más bien discutiendo, con salame y pan duro. En todo caso, lo que surgiría espontáneamente, bajo la presión de las necesidades inmediatas, sería infinitamente preferible a todo lo que se pudiera inventar entre cuatro paredes, entre libros o en las oficinas de la Administración Municipal.

IV

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Por la fuerza de las cosas, el pueblo de las grandes ciudades se verá obligado a apoderarse de todos los víveres, procediendo de lo simple a lo complejo, para satisfacer las necesidades de todos los habitantes. Cuanto más pronto se haga, mejor será: cuanto más miseria se evite, más luchas intestinas se evitarán. Pero, ¿sobre qué bases podría organizarse el usufructo en común de los alimentos? Ésta es la cuestión que surge naturalmente. Pues bien: no hay dos maneras diferentes de hacerlo equitativamente, sino una sola, que responde a los sentimientos de justicia y es realmente práctica: es el sistema ya adoptado por las comunas agrarias en Europa. Tomemos una comuna de campesinos, en cualquier lugar, incluso en Francia, donde los jacobinos han hecho todo lo posible por destruir los usos comunales. Si la comuna, por ejemplo, posee un bosque, cada cual tiene derecho a tomar, mientras no falte, cuanta leña pequeña quiera, sin otro control que la opinión pública de sus convecinos. En cuanto a la leña gruesa, como nunca es bastante, se recurre al racionamiento. Lo mismo sucede con los prados comunales. Mientras hay suficiente para toda la comuna, nadie controla lo que han pastado las vacas de cada familia, ni el número de vacas en los pastizales. Sólo se recurre al reparto o al racionamiento cuando los pastos son insuficientes. En toda Suiza y en muchas de las comunas en Francia y en Alemania donde hay prados comunales, practican este sistema. Y si se va a los países de Europa oriental, donde se encuentra en abundancia la leña gruesa y no falta nunca el suelo, se ve a los aldeanos cortar los árboles en los bosques de acuerdo con sus necesidades, cultivar tanto terreno como les hace falta, sin pensar en racionar la leña gruesa ni en dividir la tierra en parcelas. Sin embargo, se racionará la leña gruesa y se repartirá el suelo según las necesidades de cada familia en cuanto falten una u otro, como ya es el caso de Rusia. En una palabra, tomar sin tasa lo que se posee en abundancia; y racionar lo que hace falta medir y repartir. De trescientos cincuenta millones de hombres que viven en Europa, doscientos millones siguen aún estas prácticas enteramente naturales. Algo destacable: el mismo sistema prevalece también en las grandes ciudades, al menos para un objeto de primera necesidad que se encuentra en abundancia: el suministro libre de agua a domicilio. Mientras que las bombas sean suficientes para abastecer a las casas, sin que nadie tenga temor a que falte el agua, a ninguna compañía se le ocurre la idea de reglamentar el empleo que se haga del agua en cada casa. ¡ Que usen la que quieran! Y si se teme que falte el agua en París durante los grandes calores, las compañías saben muy bien que basta una simple advertencia de cuatro líneas puesta en los periódicos para que los parisinos reduzcan su consumo de agua y no la derrochen demasiado. Pero si decididamente llegase a faltar el agua, ¿qué se haría? Se recurriría al racionamiento. Y esta medida es tan natural, está tan en la mente de todos, que vemos cómo París en 1871 reclamaba en dos ocasiones el racionamiento de los víveres durante los dos sitios que padeció. ¿Es necesario entrar en detalles y establecer cuadros sobre la forma en que funcionaría el racionamiento, y probar que sería infinitamente más justo, infinitamente más justo, que todo lo que hoy existe? Con esos cuadros, esos detalles, no lograríamos persuadir a aquellos burgueses -ni, lamentablemente, a aquellos trabajadores aburguesados- que consideran al pueblo como un conglomerado de salvajes que se romperían las narices en cuanto no funcionase el gobierno. Pero es preciso no haber visto nunca al pueblo deliberar para dudar ni un solo minuto de que si fuese dueño de hacer el racionamiento lo haría con arreglo a los más puros principios de justicia y de equidad. Que alguien diga en una reunión popular que las perdices deben reservarse para los delicados holgazanes de la aristocracia y el pan negro para los enfermos de los hospitales y será abucheado. Pero que diga en esa misma reunión, que se predique en todas las esquinas, que el alimento más delicado debe reservarse para los débiles, y en primer lugar para los enfermos; que se diga que si hubiese en París nada más que diez perdices y una sola caja de botellas de vino de Málaga, deberían enviarse a las salas de los convalecientes; que se diga eso... que el niño viene a continuación del enfermo. ¡Para él la leche de las vacas y de las cabras, si no hay bastante para todos! Para el niño y el viejo el último bocado de carne, y para el hombre robusto el pan duro, si se está reducido a tal extremo. Que se diga, en síntesis, que si de una sustancia alimenticia no hay suficientes cantidades y es necesario racionarla, se reservarán las últimas raciones a quien más las necesite y podrá comprobarse que el asentimiento será unánime. Lo que el ahíto no comprende, lo comprende el pueblo; lo comprendió siempre. Pero ese mismo ahíto, si queda alguna vez en la calle, también lo comprenderá en el contacto con las masas. Los teóricos -para quienes el uniforme y la escudilla del soldado son lo último en materia de civilización-, pedirán que se introduzca en seguida la cocina nacional y la sopa de lentejas. Invocarán las ventajas que tendrá el economizar combustible y víveres, estableciendo inmensas cocinas, donde todo el mundo acudiese a tomar su ración de sopa, de pan y de verduras. No negamos esas ventajas. Sabemos muy bien que por la humanidad ha realizado economías de trabajo y combustible renunciando al mortero y luego al horno en que antes hacía cada uno su pan. Comprendemos que sería más económico hacer sopa para cien familias a la vez, en lugar de encender cien hornallas por separado. También sabemos que hay mil maneras de preparar las papas, pero que éstas no serían peores porque se cociesen en una sola olla para cien familias a la vez. Comprendemos que consistiendo la variedad de cocina, sobre todo en el carácter individual del sazonamiento por cada mujer de su casa, la cocción en común de un quintal de papas no impediría que cada una las sazonase a su modo. Y sabemos que con caldo de carne se pueden hacer cien sopas diferentes, para satisfacer cien gustos personales. Sabemos todo esto, y sin embargo, afirmamos que nadie tiene derecho a forzar a un ama de casa a comer las papas cocidas en el depósito comunal, si prefiere cocinarlas ella misma en su olla, en su homalla. Y sobre todo, queremos que cada uno pueda consumir su alimento como lo quiera, en familia, con sus amigos o aun en un restaurante si lo prefiere. Ciertamente, surgirán grandes cocinas en lugar de los restaurantes donde hoy se envenena a la gente. La parisina está ahora acostumbrada a comprar caldo en la carnicería para hacer una sopa a su gusto; y el ama de casa en Londres sabe que, por pocos centavos, puede asar la carne o aun cocinar su tarta de manzana o de ruibarbo en la panadería, economizando así su tiempo y su carbón. Y cuando la cocina común -el horno comunal del porvenir- no sea un lugar de fraude, falsificación y envenenamiento, se adquirirá el hábito de dirigirse allí para tener las partes fundamentales de la comida ya preparadas, listas para darles el último toque de acuerdo con los gustos de cada uno. Pero hacer de ello una ley, imponer el deber de adquirir el alimento ya cocido, sería tan repugnante para el hombre del siglo xix como lo son las ideas de convento o de cuartel, ideas malsanas nacidas en cerebros pervertidos por el mando militar o deformados por una educación religiosa. ¿Quién tendrá derecho a los víveres comunes? Ésta será, por cierto, la primera cuestión que se plantee. Cada población responderá según su contexto, y estamos convencidos de que todas las respuestas serán dictadas por el sentimiento de justicia. Mientras los trabajos no estén organizados, en tanto dure el período de efervescencia y sea imposible distinguir entre el holgazán perezoso y el desocupado involuntario, los alimentos disponibles deben ser para todos, sin excepción alguna. Quienes hayan resistido con las armas en la mano la victoria popular o hayan conspirado en su contra se apresurarán por sí solos a liberar de su presencia al territorio insurrecto. Pero nos parece que el pueblo, siempre enemigo de las represalias y magnánimo, compartirá el pan con todos los que hayan permanecido en su seno, ya sean expropiadores o expropiados. Si se inspira en esta idea, la revolución no habrá perdido nada; y cuando se reanude el trabajo, se verá a los combatientes de la víspera reencontrarse en el mismo taller. En una sociedad en la que el trabajo sea libre, no habrá que temer a los holgazanes. -Pero al cabo de un mes faltarán los víveres -nos gritan ya los críticos. -¡Tanto mejor! -les respondemos. Eso probará que, por primera vez en su vida, el proletario habrá comido hasta saciarse. En cuanto a los medios de reemplazar lo que se haya consumido, ésa es precisamente la cuestión que nos disponemos a desarrollar.

¿Por qué medios una ciudad, en plena revolución social, podría asegurar su alimentación? Vamos a responder a esta pregunta. Es evidente que los procedimientos a los que se recurra dependerán tanto del carácter de la revolución en las provincias como el de las naciones vecinas. Si toda la nación, y mejor aún, si Europa entera, pudiera hacer conjuntamente y de una sola vez la revolución social y lanzarse en pleno comunismo, se obraría en consecuencia. Pero si sólo algunas comunas en Europa ensayan el comunismo, será necesario elegir otros procedimientos. Cada situación requiere su método. Debemos ahora, antes de seguir, echar una ojeada sobre Europa y, sin pretender profetizar, debemos ver cuál sería la marcha de la revolución, al menos en sus rasgos esenciales. Ciertamente es de desear que toda Europa se levante a la vez, que en todas partes se expropie y que en todas partes se inspiren en los principios comunistas. Semejante levantamiento facilitaría muchísimo la tarea de nuestro siglo. Pero todo induce a suponer que no sucederá así. No dudamos de que la revolución abarque a toda Europa. Si una de las cuatro grandes capitales del continente, París, Viena, Bruselas o Berlín, se levanta y derriba a su gobierno, es casi seguro que las otras tres harán otro tanto con pocas semanas de diferencia. También es probable que en las penínsulas, y hasta en Londres y Petersburgo, la revolución no se hará esperar. Pero el carácter que tome, ¿será en todas partes igual? Nos permitimos dudarlo. Muy probablemente en todas partes se realicen actos de expropiación en mayor o menor escala, y esos actos, practicados por una de las grandes naciones europeas, ejercerán su influjo en todas las demás. Pero los comienzos de la revolución ofrecerán grandes diferencias locales y su desarrollo no será siempre igual en los diversos países. En 1789-1793, los campesinos franceses emplearon cuatro años en abolir definitivamente los derechos feudales, y los burgueses en derribar la monarquía. No lo olvidemos, y esperemos ver cómo la revolución emplea cierto tiempo en desenvolverse. Estemos preparados como para no verla avanzar dando los mismos pasos en todas partes. En cuanto a que tome un carácter francamente socialista en todas las naciones europeas, sobre todo en los comienzos, es aún más dudoso. Recordemos que Alemania aún está en pleno imperio unitario y que sus partidos más avanzados sueñan con la república jacobina de 1848 y la “organización del trabajo”de Luis Blanc, mientras que el pueblo francés quiere por lo menos la Comuna libre, si no la Comuna comunista. Todo induce a creer que Alemania irá más lejos que Francia en la próxima revolución. Al hacer Francia su revolución burguesa del siglo xviii, fue más lejos que la Inglaterra del siglo xvii; al mismo tiempo que el poder real, abolió el poder de la aristocracia rural, que aún es una fuerza poderosa entre los ingleses. Pero si Alemania va más lejos y lo hace mejor que Francia en 1848, ciertamente la idea que inspire los comienzos de su revolución será la de 1848, como la idea que inspirará la revolución en Rusia será la de 1789, modificada hasta cierto punto por el movimiento intelectual de nuestro siglo. Sin otorgar, por otra parte, a estas previsiones más importancia que la que merecen, podemos extraer las siguientes conclusiones. La revolución tomará un carácter diferente en las diversas naciones de Europa, el nivel alcanzado en relación con la socialización de los productos no será el mismo. ¿Puede deducirse de aquí que las naciones más avanzadas deben ajustar su paso al de las naciones retrasadas como ha sido dicho algunas veces? ¿Esperar a que la revolución comunista haya madurado en todas las naciones civilizadas? ¡Evidentemente, no! Y aunque así se quisiera, sería imposible: la historia no espera a los rezagados. Por otra parte, no creemos que en un mismo país se haga la revolución en conjunto como sueñan algunos socialistas. Es muy probable que si una de las cinco o seis grandes ciudades de Francia, París, Lyon, Marsella, Lille, Saint Étienne, Burdeos, proclama la Comuna, las otras seguirán su ejemplo y varias ciudades populosas harán otro tanto. Probablemente también varias cuencas mineras y ciertos centros industriales no tardarán en licenciar a sus patrones y constituirse en agrupaciones libres. Pero muchos pueblos rurales no llegarán aún a esto; cercanos a las comunas insurrectas permanecerán a la expectativa y continuarán viviendo bajo el régimen individualista. No viendo al recaudador ni al cobrador ir a reclamar los impuestos, los campesinos no serán hostiles a los insurrectos; aprovechándose de la situación, aguardarán para ajustar cuentas con los explotadores locales. Pero con ese espíritu práctico que caracterizó siempre a los levantamientos agrarios (recordemos la apasionada labor de 1792), se obstinarán en cultivar la tierra, amándola tanto más cuanto que habrá quedado libre de impuestos e hipotecas. En cuanto al exterior, por todas partes habrá revolución, pero la revolución con aspectos variados. Aquí unitaria, allá federal, en todas partes más o menos socialista. Nada uniforme.

VI

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Pero volvamos a nuestra ciudad sublevada y veamos en qué condiciones tendrá que proveer a su abastecimiento. ¿Dónde encontrará los víveres necesarios, si la nación entera no ha aceptado aún el comunismo? Tal es el problema que se plantea. Elijamos una gran ciudad francesa, la capital si se quiere. París consume cada año millones de quintales de cereales, 350.000 bueyes y vacas, 200.000 terneras, 300.000 cerdos y más de 2.000.000 de carneros, sin contar los animales de caza. Además, París necesita unos 8 millones de kilos de manteca, 172 millones de huevos y todo lo demás en las mismas proporciones. Las harinas y los cereales llegan de los Estados Unidos, Rusia, Hungría, Italia, Egipto y las Indias. El ganado de Alemania, Italia, España y hasta de Rumania y Rusia. En cuanto a los demás comestibles, no hay país en el mundo que no contribuya. Veamos, ante todo, cómo se podría abastecer a París, o cualquier otra gran ciudad, con los productos que se cultivan en las campiñas francesas y que los agricultores sólo desean entregar al consumo. Para los autoritarios, la cuestión no presenta ninguna dificultad. Inicialmente introducirían un gobierno fuertemente centralista, armado con todos los órganos de coerción: policía, ejército, guillotina. Ese gobierno mandaría hacer la estadística de cuanto se cosecha en Francia, dividiría el país en cierto número de distritos de alimentación y ordenaría que tal alimento, en tal cantidad, sea transportado a tal sitio, sea entregado tal día en tal estación, recibido por tal funcionario, almacenado en tal almacén, y así sucesivamente. Pues bien, nosotros afirmamos con plena convicción que tal solución no sólo no sería deseable, sino que además no podría jamás ser puesta en práctica. Es pura utopía. Semejante estado de cosas puede soñarse con la pluma en la mano, pero en la práctica es materialmente imposible; sería preciso no contar con el espíritu de independencia de la humanidad. Eso sería la insurrección general: tres o cuatro Vendées en lugar de una, la guerra de las aldeas contra las ciudades. Francia entera insurrecta en contra de la ciudad que osase implantar ese régimen. ¡Basta de utopías jacobinas! Veamos si no nos podemos organizar de otra manera. En 1793 el campo hambrea a las grandes ciudades y mata a la Revolución. Sin embargo, está probado que la producción de cereales en Francia no había disminuido en 1792-1793; todo induce a creer que había aumentado. Pero después de tomar posesión de gran parte de las tierras señoriales y de haber cosechado en esas tierras, los burgueses campesinos no quisieron vender su trigo por asignados. Lo guardaron, esperando el alza de precios o las monedas de oro. Y ni las medidas más rigurosas de los convencionales para obligar a los acaparadores a vender el trigo, ni las ejecuciones, vencieron esa huelga. Se sabe, sin embargo, que a los comisarios de la Convención no le molestaba tener que guillotinar a los acaparadores, ni al pueblo colgarlos de un farol y, no obstante, el trigo permanecía en los almacenes y el pueblo de las ciudades pasaba hambre. Pero, ¿qué se ofrecía a los cultivadores de los campos a cambio de sus penosos trabajos? ¡Asignados! Unos papeles cuyo valor bajaba de día en día; unos billetes que marcaban quinientas libras en caracteres impresos, pero sin ningún valor real. Con un billete de mil libras no había para comprar un par de botas; y se comprende que el campesino no se conformara de ninguna manera con trocar un año de labor por un pedazo de papel que no le permitía adquirir una camisa. Y mientras se ofrezca al cultivador del suelo un pedazo de papel sin valor -se llame éste asignado o “bono de trabajo”-, será lo mismo. Los alimentos permanecerán en el campo: la ciudad no los tendrá, aunque se recurra de nuevo a la guillotina y a los ahogamientos. Lo que debe ofrecerse al campesino no es papel, sino la mercancía que necesita inmediatamente: es la máquina de la que ahora debe privarse; es la vestimenta, la ropa que lo resguarda de la intemperie; son la lámpara y el petróleo que reemplazan sus velas; la pala, el rastrillo, el arado, en fin, todo de lo que hoy se priva el campesino, no porque no comprenda su necesidad, sino porque en su existencia de privaciones y de labor extenuante, mil objetos útiles son inaccesibles para él a causa de su precio. Que la ciudad se dedique a producir esas cosas que le faltan al campesino, en lugar de fabricar baratijas para adorno de las burguesas. Que las máquinas de coser de París hagan ropas de trabajo y domingueras para los labriegos, en vez de vestidos de novia; que la fábrica construya máquinas agrícolas, layas y horquillas, en vez de esperar a que los ingleses nos las manden a cambio de nuestro vino. Que la ciudad no envíe a los pueblos comisarios ceñidos con fajas rojas o multicolores notificando al campesino del decreto para entregue sus alimentos en determinado lugar, sino las haga visitar por amigos, por hermanos, que les digan: “Tráigannos su producción, y tomen de nuestros almacenes todas las cosas manufacturadas que necesiten”. Y entonces afluirán de todas partes los víveres. El campesino guardará lo que necesite para vivir, pero enviará el resto a los trabajadores de las ciudades, en las cuales -por vez primera en el curso de la historia- verá hermanos y no explotadores. Posiblemente se nos dirá que esto exige una transformación completa de la industria. Ciertamente que sí, en algunas ramas. Pero hay otras mil que podrán modificarse con rapidez, de modo que suministren a los aldeanos ropas, relojes, mobiliario, herramientas y máquinas sencillas, que la ciudad le hace pagar tan caros en estos momentos. Tejedores, sastres, zapateros, hojalateros, ebanistas y tantos otros no encontrarán dificultad ninguna en abandonar la producción de lujo por el trabajo de utilidad. Sólo es preciso compenetrarse en la necesidad de esta transformación; que se la considere como un acto de justicia y de progreso; que no nos dejemos llevar por esa ilusión, tan cara a los teóricos, de que la revolución debe limitarse a tomar posesión de la plusvalía, y que la producción y el comercio pueden permanecer siendo lo que son en nuestros días. Ésta es, según nuestro parecer, toda la cuestión: ofrecer al cultivador, a cambio de sus productos, no pedazos de papel (sea lo que sea lo que lleven impreso), sino los objetos mismos de consumo que el cultivador necesita. Si así se hace, los alimentos afluirán a las ciudades. Si no se hace así, tendremos la escasez en las ciudades, con todas sus consecuencias, la reacción y la represión.

VII

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Todas las grandes ciudades, ya lo hemos dicho, compran el trigo, las harinas y la carne, no sólo en las provincias, sino también en el exterior. Desde el extranjero envían a París las especias, el pescado y los comestibles de lujo, además de considerables cantidades de trigo y de carne. Pero durante la revolución ya no se podrá contar con el extranjero, o, en todo caso, habrá que contar mucho menos. Si el trigo ruso, el arroz italiano o de las Indias y los vinos de España y Hungría afluyen hoy a los mercados de Europa occidental, no es porque los países exportadores posean esos productos en exceso o porque broten por sí mismos como los yuyos en el campo. En Rusia, por ejemplo, el campesino trabaja hasta dieciséis horas diarias -con el fin de exportar el trigo con el que paga al señor y al Estado- y pasa hambre de tres a seis meses al año. Actualmente en las aldeas rusas, por los atrasos de contribuciones y de rentas a los señores, y cuando el campesino no se presta a malvender el trigo a los exportadores, en cuanto está cosechado el cereal, aparece la policía y remata hasta la última vaca y el último caballo del agricultor. Tal es así que tan sólo guardará el trigo para nueve meses y venderá el resto con el fin de que no le vendan su vaca por quince francos. Para vivir hasta la cosecha próxima, durante tres meses, si el año fue bueno, o seis, cuando ha sido malo, mezcla corteza de abedul o semillas de espinaca o de lechuga a su harina, mientras que en Londres saborean los bizcochos hechos con su trigo. Pero en cuanto llegue la revolución, el cultivador ruso se guardará el pan para él y para sus hijos. Lo mismo harán los campesinos italianos y húngaros; también esperamos que los hindúes aprovechen estos buenos ejemplos, así como los trabajadores de las granjas de América, a menos de que estos territorios no se encuentren ya desorganizados por la crisis. No se podrá contar más con las importaciones de trigo y maíz procedentes del exterior. Como toda nuestra civilización burguesa está basada en la explotación de las “razas inferiores” y de los países atrasados en su industrialización, el primer beneficio de la revolución será amenazar esta “civilización”, permitiendo emanciparse a las llamadas razas inferiores. Pero ese inmenso beneficio se manifestará en una disminución cierta y considerable de los alimentos que afluyen hacia las grandes ciudades de Occidente. En el caso del interior es más difícil prever el curso de los acontecimientos. Por una parte, el cultivador se aprovechará seguramente de la revolución para enderezar su espalda siempre inclinada sobre el suelo. En lugar de las catorce o dieciséis horas que trabaja hoy, tendrá razón para no trabajar sino la mitad, lo que tendrá por consecuencia el descenso en la producción de los principales víveres: el trigo y la carne. Pero, por otra parte, habrá aumento de producción en cuanto el cultivador ya no se vea obligado a trabajar para mantener holgazanes. Se roturarán nuevos terrenos, se pondrán en marcha máquinas más perfectas -“jamás hubo labor tan vigorosa como la de 1792, cuando el campesino hubo recobrado, de los señores, la tierra que desde tanto tiempo ansiaba”-, nos dice Michelet hablando de la Gran Revolución. Dentro de poco el cultivo intensivo será accesible a cada agricultor, cuando la maquinaria perfeccionada y los fertilizantes químicos u otros sean puestos al alcance de la comunidad. Pero todo induce a creer que en un principio podrá disminuir la producción agrícola tanto en Francia como fuera de ella. Lo más sensato, en todo caso, sería apostar por una disminución de los aportes, tanto los del interior como los del extranjero. ¿Cómo suplir este vacío? ¡Pues bien! Poniéndose uno mismo a llenarlo. Es inútil complicar las cosas, porque la solución es simple. Es preciso que las grandes ciudades cultiven la tierra, como lo hacen los pueblos rurales. Hay que llegar a lo que la biología llamaría “integración de las funciones”. Después de haber dividido el trabajo, es preciso “integrar”, así es la marcha seguida por la naturaleza. Por otra parte -y sin hacer filosofía- la fuerza de los acontecimientos conducirá a ello. Si París se da cuenta de que en ocho meses va a encontrarse sin trigo, París lo cultivará. ¿La tierra? No falta. Es principalmente alrededor de las grandes ciudades -de París sobre todo- donde se agrupan los parques y jardines de los señores, millones de hectáreas que no esperan más que el trabajo inteligente del cultivador, para rodear, por ejemplo, a París de llanuras mucho más fértiles y productivas que las estepas cubiertas de humus, pero desecadas por el sol, del sur de Rusia. ¿Brazos? ¿A que se dedicarán los dos millones de parisinos y parisinas cuando ya no tengan que vestir y recrear a los príncipes rusos, a los boyardos rumanos y a las señoras de las finanzas berlinesas? Disponiendo de toda la maquinaria del siglo, disponiendo de la inteligencia y del conocimiento técnico del trabajador, hecho al uso de la herramienta perfeccionada, teniendo a su servicio a los inventores, a los químicos y a los botánicos, a los agrónomos, a los horticultores de Gennevilliers, así como los instrumentos necesarios para multiplicar las máquinas y ensayar otras nuevas; teniendo, por último, el espíritu organizador del pueblo de París, su buen humor, su entusiasmo, la agricultura de la Comuna anarquista de París será muy diferente que la de los labradores de las Ardenas. El vapor, la electricidad, el calor solar y la fuerza del viento serán puestos prestamente en acción. La cavadora y la despedregadora de vapor harán con rapidez lo más duro del trabajo de preparación, y la tierra, ablandada y enriquecida, no esperará más que los cuidados inteligentes del hombre, y sobre todo de la mujer, para cubrirse de plantas bien cuidadas, que se renovarán tres o cuatro veces al año. Aprendiendo la horticultura con los hombres del oficio; ensayando en parcelas reservadas mil diversos medios de cultivo; rivalizando unos con otros para perseguir las mejores cosechas; reencontrando en el ejercicio físico, sin cansancio ni trabajos excesivos, las fuerzas que tan a menudo faltan en las grandes ciudades, hombres, mujeres y niños estarán dichosos por dedicarse a las labores del campo, que cesarán de ser un trabajo de presidiario y se convertirán en un placer, en una fiesta, en un renacimiento del ser humano. 66¡No hay tierras estériles! ¡La tierra vale lo que vale el hombre!” He aquí la última palabra de la agricultura moderna. La tierra da lo que se le pide; se trata solamente de pedir con inteligencia. Un territorio, aunque sea tan pequeño como los dos departamentos de Seine y de Seine-et-Oise, y tenga que alimentar a una ciudad tan grande como París, bastaría prácticamente para llenar los vacíos que en tomo de sí pudiera hacer la revolución. La Comuna comunista, si se lanza con valentía por el camino de la expropiación, nos conducirá necesariamente a la combinación de la agricultura con la industria, al hombre agricultor e industrial al mismo tiempo. Si la Comuna encara este porvenir, no es por hambre que perecerá. El peligro no está allí, sino en la cobardía de espíritu, en los prejuicios, en las medias tintas. El peligro está donde lo veía Dantón cuando le gritaba a Francia: “¡Audacia, audacia y otra vez audacia!”, sobre todo audacia intelectual, que no dejará de seguir a la audacia de la voluntad.

La VIVIENDA

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Quienes siguen atentamente el estado de ánimo de los trabajadores han debido advertir que, insensiblemente, se va formando un acuerdo acerca de una importante cuestión: la de la vivienda. Hay un hecho cierto: en las grandes ciudades de Francia, y en muchas pequeñas, los trabajadores llegan poco a poco a la conclusión de que las casas habitadas no son, de ninguna manera, propiedad de aquellos a quienes el Estado reconoce por propietarios. Es una evolución que tiene lugar en los espíritus y ya no se podrá hacer creer al pueblo que el derecho de propiedad sobre la vivienda es justo. La casa no ha sido edificada por el propietario; ha sido construida, decorada, empapelada por centenares de trabajadores, a quienes el hambre ha empujado a las obras y a los que la necesidad de vivir ha llevado a aceptar un salario mísero. El dinero gastado por el pretendido propietario no ha sido producto de su propio trabajo. Ha sido acumulado, como todas las riquezas, pagando a los trabajadores los dos tercios o tan solo la mitad de lo que se les debía haber pagado. En fin, es sobre todo esto por lo que la enormidad salta a la vista: la casa debe su valor actual al provecho que el propietario pueda obtener de ella. Pero este provecho se debe a que está construida en una ciudad pavimentada, con luz de gas, con comunicaciones regulares con otras ciudades, con establecimientos de industria, comercio, ciencias y artes; a que esa ciudad tiene puentes, muelles, monumentos arquitectónicos, y a que ofrece al habitante mil comodidades y mil atractivos que no se conocen en las aldeas; a que veinte o treinta generaciones han trabajado para hacerla habitable, sanearla y embellecerla. En ciertos barrios de París una casa vale un millón, no porque contenga en sus muros el equivalente a un millón de trabajo; si no porque ella se encuentra en París. Desde hace siglos, los obreros, los artistas, los pensadores, los sabios y los literatos han contribuido a hacer de París lo que es hoy en día: un centro industrial, comercial, político, artístico y científico; porque tiene un pasado; porque gracias a la literatura, son conocidas sus calles tanto en las provincias como en el extranjero; porque es producto del trabajo de dieciocho siglos, de medio centenar de generaciones de toda la nación francesa. ¿Quién tiene derecho a apropiarse de la más pequeña parte de ese terreno, o el último de los edificios, sin cometer una manifiesta injusticia? ¿Quién tiene derecho a vender a quien sea que sea la menor parcela del patrimonio común? Sobre este asunto, decimos, hay acuerdo establecido entre los trabajadores. La idea del alojamiento gratuito se manifestó claramente durante el sitio de París, cuando se pedía la anulación pura y simple de las deudas reclamadas por los propietarios. También se manifestó durante la Comuna de 1871, cuando el París obrero esperaba del Consejo de la Comuna una resolución enérgica aboliendo los alquileres. Ésta será aún la primera preocupación del pobre cuando la Revolución haya estallado. Con revolución y sin ella, el trabajador necesita un abrigo, una vivienda. Pero por malo y por insalubre que éste sea, siempre hay un propietario con poder para expulsarlo de ella. Es verdad que, con la revolución, este propietario ya no encontrará porteros ni oficiales de justicia para poner sus harapos en la calle. Pero quién sabe si mañana el nuevo gobierno, por revolucionario que pretenda ser, no reconstituya la fuerzas represivas ¡y no lance la jauría policíaca nuevamente contra el trabajador! ¡Se vio cómo la Comuna proclamó el aplazamiento de los alquileres debidos hasta el 11 de abril, pero sólo hasta el 1 ° de abril!* ¡Tras ese plazo habrían debido pagar, a pesar de que París era una ciudad sin administración, con una industria parada y treinta céntimos de recursos por revolucionario! Sin embargo, es preciso que el trabajador sepa que el no pagar al casero no sólo es aprovecharse de la desorganización del poder. Es preciso que sepa que la vivienda gratuita está reconocida como principio y sancionada, digámoslo así, por el asentimiento popular; que el alojamiento gratuito es un derecho legalmente proclamado por el pueblo. ¿Vamos a esperar que esta medida, que tan perfectamente responde al sentimiento de justicia de todo hombre honesto, sea tomada por los socialistas mezclados con los burgueses en un gobierno provisional? Esperaríamos bastante tiempo, ¡hasta el retorno de la reacción! He aquí porque, rechazando fajín y quepis -signos de comando y servidumbre- quedando pueblo entre el pueblo, los revolucionarios sinceros trabajarán con él para que la expropiación de las casas sea un hecho cumplido. Trabajarán para crear una corriente de ideas en esta dirección; trabajarán para ponerlas en práctica; y cuando estén maduras, el pueblo procederá a la expropiación de las casas, sin prestar oídos a las teorías, que le echarán en cara sobre las indemnizaciones que abonar a los propietarios y otras tonterías. El día en que la expropiación de las viviendas sea un hecho, el explotado, el trabajador, habrá comprendido que han llegado los tiempos nuevos, que no permanecerán más inclinados delante de los ricos y de los poderosos, que la Igualdad se ha afirmado un gran día, que la Revolución es un hecho cumplido y no un golpe teatral como los que ya se han visto demasiadas veces.

II

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Si la idea de la expropiación se populariza, su puesta en práctica no chocará contra los insuperables obstáculos con los que nos quieren amenazar. Ciertamente, los señores galoneados que habrán de ocupar los sillones abandonados de los ministerios y del municipio no dejarán de acumular obstáculos. Hablarán de conceder indemnizaciones a los propietarios, de elaborar estadísticas, de redactar largos informes, tan largos que podrían durar hasta el momento en que el pueblo, agobiado por la miseria de la desocupación, no viendo venir nada y perdiendo su fe en la revolución, deje libre el campo a los reaccionarios y concluyan por hacer odiosa a todo el mundo la expropiación burocrática. En esto hay, en efecto, un escollo contra el cual todo puede zozobrar. Pero si el pueblo no se rinde a los sofismas con que tratarán de deslumbrarlo; si comprende que una vida nueva demanda procedimientos nuevos, y si toma la tarea en sus propias manos, entonces podrá hacerse la expropiación sin grandes dificultades. “Pero, ¿cómo podrá hacerse?” -nos preguntarán-, nosotros lo diremos, pero con una reserva. Nos repugna trazar planes de expropiación detalladamente. Sabemos de antemano que todo cuanto un hombre o un grupo puedan proyectar hoy, será superado por la vida humana. Esto ya lo hemos dicho, se hará mejor y con más sencillez que todo cuanto pudiera dictarse anticipadamente. Asimismo, bosquejando el método según el cual podrían hacerse la expropiación y el reparto de las riquezas expropiadas, sin intervención del gobierno, sólo queremos responder a los que declaran que tal cosa es imposible. Pero volvemos a recordar que de ninguna manera pretendemos preconizar tal o cual sistema de organizarse. Lo único que nos importa es demostrar que la expropiación puede hacerse por la iniciativa popular, y que no puede hacerse de ninguna otra manera. Es de suponer que desde los primeros actos de expropiación surgirán en el barrio, en la calle, en la manzana, grupos de ciudadanos de buena voluntad que vendrán a ofrecer sus servicios para investigar el número de apartamentos vacíos, de aquellos en los que se amontonan familias numerosas, de las viviendas insalubres y de las casas que, siendo demasiado espaciosas para sus ocupantes, podrían ser ocupadas por aquellos a quienes les falta aire en sus cuchitriles. En pocos días, esos voluntarios relevarán en cada calle y en cada barrio las listas completas de todos las viviendas, saludables y malsanas, estrechas y espaciosas, de los alojamientos infectos y de las moradas suntuosas. Se comunicarán libremente sus listas, y en pocos días se dispondrá de estadísticas completas. La estadística engañosa puede fabricarse en las oficinas; la estadística verdadera, exacta, no puede provenir más que del individuo, que se remonta de lo simple a lo compuesto. Entonces, sin esperar nada de nadie, esos ciudadanos probablemente irán en busca de sus camaradas que habitan en tugurios, y les dirán sencillamente: “Esta vez, compañeros, la revolución va en serio. Esta tarde, en tal lugar, se reunirá todo el barrio para el reparto de las viviendas. Si no quieren quedarse en sus tugurios, elegirán una de las casa de cinco habitaciones que están disponibles. Y en cuanto se hayan mudado, será asunto concluido. ¡El pueblo armado se las entenderá con quien quiera desalojarlos!”. “Pero todos querrán tener una vivienda con veinte habitaciones”, nos dirán. ¡Y bien no! Eso no es cierto. El pueblo nunca ha pedido tener la luna dentro de un balde. Por el contrario, cada vez que vemos a partidarios de la igualdad teniendo que salir al paso de una injusticia, nos impresiona el buen sentido y el sentimiento de justicia del que están animadas las masas. ¿En alguna ocasión se le ha visto reclamar lo imposible? ¿Se ha visto alguna vez al pueblo de París pelearse al ir en busca de su ración de pan o de leña durante los dos sitios? Se hacía cola con una resignación que no se cansaban de admirar los corresponsales de los periódicos extranjeros y, sin embargo, se sabía que los últimos en llegar pasarían el día sin pan y sin fuego. Ciertamente existen instintos egoístas en los individuos aislados de nuestras sociedades; lo sabemos muy bien. Pero también sabemos que el mejor modo de despertar y alimentar esos instintos sería confiar la cuestión de los alojamientos a una oficina cualquiera. Entonces efectivamente se abrirían paso las pasiones malsanas. Esto sería como tener la dedocracia en una empresa. La menor desigualdad haría poner el grito en las nubes; la menor ventaja concedida a cualquiera originaría denuncias de sobornos, ¡y con razón! Pero cuando el pueblo mismo, reunido por calles, por barrios, por distritos, se encargue de mudar a los habitantes de los tugurios a las viviendas excesivamente espaciosas de los burgueses, los pequeños inconvenientes, las pequeñas inequidades, serán tomadas comprensivamente. Raramente se ha apelado a los buenos instintos de las masas. Sin embargo, durante las revoluciones, algunas veces se lo ha hecho, tratando de salvar el barco que se hundía, y nunca ha sido en vano. El hombre de trabajo ha respondido siempre al llamamiento con grandes entregas. Lo mismo sucederá en la próxima revolución. Pese a todo, probablemente habrá injusticias. No se podrán evitar. Hay en nuestra sociedad individuos a los que ningún gran acontecimiento hará salir de sus hábitos egoístas. Pero la cuestión no es saber si habrá o no injusticias. Se trata de saber cómo se podrá limitar su número. Pues bien; toda la historia, toda la experiencia de la humanidad, así como también la psicología de las sociedades, nos dicen que el medio más equitativo es confiar las cosas a los mismos interesados. Sólo ellos podrán tener en cuenta y regularizar los mil detalles que inevitablemente escapan a toda repartición burocrática.

III

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Por supuesto, no se tratará simplemente de hacer un reparto absolutamente igualitario de las viviendas, pero los inconvenientes que aún puedan presentar ciertas casas serán fácilmente reparados en una sociedad en la vía de la expropiación. Desde el momento en que los albañiles, los picapedreros, en una palabra, los de la construcción, sepan que tienen asegurada su existencia, no querrán más que retomar por pocas horas diarias el trabajo a que están acostumbrados. Ellos acondicionarán de otra manera las grandes viviendas, que necesitan a todo un estado mayor de personal doméstico, y en pocos meses habrán surgido casas mucho más saludables que las de nuestros días. Y a los que no estén suficientemente bien instalados, la Comuna anarquista podrá decirles: “¡Paciencia, compañeros! Sobre el suelo de la ciudad libre van a levantarse palacios saludables, confortables y bellos, superiores a todos los que edificaban los capitalistas. Serán para los que más lo necesiten. La Comuna anarquista no edifica con el objetivo de la ganancia. Los monumentos que erija para sus ciudadanos, producto del espíritu colectivo, servirán de modelo para toda la humanidad ¡serán nuestros!”. Si el pueblo sublevado expropia las casas y proclama la gra-tuidad de la vivienda, la comunidad de las habitaciones y el derecho de cada familia a un alojamiento higiénico, la revolución habrá tomado desde el principio un carácter comunista y se habrá lanzado por una vía de la que no podrán desviarla sino después de mucho tiempo. Se habrá dado un golpe mortal a la propiedad individual. La expropiación de las casas lleva así en germen toda la revolución social. Del modo en que se haga dependerá el carácter de los acontecimientos. O abrimos un camino amplio y grande al comunismo anarquista, o nos quedamos atascados en el fango del individualismo autoritario. Es fácil prever la mil objeciones que se nos van ha hacer, unas de orden teórico, otras de sentido práctico. Ya que se tratará de sostener la iniquidad a toda costa, es seguro que en nombre de la justicia exclamarán: “¿No es infame que los parisinos se apoderen de las casas hermosas y dejen los tugurios para los campesinos?”. No nos dejemos engañar. Estos rabiosos partidarios de la justicia, por los rasgos propios de su espíritu, olvidan la escandalosa desigualdad de la que se hacen defensores. Ellos olvidan que, en París mismo, el trabajador se sofoca en un cuartucho -él, su mujer y sus hijos-, viendo desde su ventana el palacio del rico. Olvidan que hay barrios en los que, faltas de aire y de sol, perecen hacinadas generaciones enteras, y que reparar esa injusticia tendrá que ser el primer deber de la revolución. No nos detengamos en estos reclamos interesados. Sabemos que la desigualdad, que realmente aún existirá entre París y las aldeas, es de aquellas que disminuirán cada día que pase. La aldea no dejará de darse alojamientos más sanos que los de hoy, en cuando el campesino deje de ser la bestia de carga del arrendador, del fabricante, del usurero y del Estado. Y, para evitar una injusticia temporal y reparable, ¿es necesario mantener la injusticia que existe desde hace siglos? Las sedicentes objeciones prácticas tampoco son fuertes. “He aquí un pobre diablo -se nos dirá- que, a fuerza de privaciones, ha logrado comprar una casa lo suficiente grande para que vivir allí con su familia. ¡Es tan feliz! ¿Lo irán a echar a la calle?” ¡Ciertamente que no! Si su casa es suficiente apenas para alojar a su familia que, por supuesto, la habite. ¡Que cultive el jardín al pie de sus ventanas! Nuestros muchachos, en caso de necesidad, irán a darle una mano. Pero si en su casa hay un cuarto que él alquila a otra persona, el pueblo irá y le dirá al inquilino: “Usted sabe, camarada, que ya no debe el alquiler. Quédese con el cuarto y no pague más nada. Ya no hay que temer al casero. ¡Esta es La Social!”. Y si el propietario ocupa él solo veinte piezas y hay en el barrio una madre con cinco hijos apiñados en un solo cuarto, y bueno..., el pueblo irá a ver si entre las veinte piezas no se podrá, después de algunas reparaciones, dar un pequeño pero buen alojamiento a la madre y sus cinco hijos. ¿No será eso más justo que dejar a la madre y sus hijos en el cuartucho y al señor engordando en el castillo? Además, el señor se acostumbrará muy pronto; cuando ya no disponga de sirvientes para arreglarle los veinte cuartos, su burguesa se pondrá contenta al desembarazarse de la mitad de sus habitaciones. “Pero esto será una completa conmoción”, van a gritar los defensores del orden. “¡Las mudanzas no tendrán fin! ¡Sería lo mismo que echar a todo el mundo a la calle y sortear las habitaciones!” Y bien, estamos convencidos de que si no se entromete ningún gobierno y se confía toda la transformación a los grupos formados espontáneamente para esta tarea, las mudanzas serán menos numerosas que las que se producen en un solo año a consecuencia de la rapacidad de los propietarios. Por empezar, existen en todas las ciudades importantes un número tan grande de habitaciones desocupadas, que casi bastarían para alojar a la mayoría de los habitantes de los tugurios. En cuanto a los palacios y a los pisos suntuosos, muchas familias obreras no los querrán, pues no son útiles si no pueden ser atendidos por una numerosa servidumbre. Asimismo sus ocupantes se verán obligados bien pronto a buscar habitaciones menos lujosas, donde las señoras banqueras cocinarán por sí mismas. Y poco a poco, sin que sea necesario acompañar al banquero con un piquete a una buhardilla y al inquilino de la buhardilla al palacio del banquero, la población se repartirá amistosamente las habitaciones existentes con el menor barullo posible. ¿No se ve en las comunas agrarias distribuirse los campos, molestando tan poco a los poseedores de parcelas, que resta solamente constatar el buen sentido y la sagacidad de los procedimientos a los que ha recurrido la Comuna? El Comuna rusa -y esto está establecido por volúmenes de encuestas- hace menos mudanzas de un campo a otro que la propiedad individual con sus pleitos ante los tribunales. ¡Y se nos quiere hacer creer que los habitantes de una gran ciudad europea habían de ser más brutos o menos organizadores que los campesinos rusos o los hindúes! Además, toda revolución implica un cierto trastorno de la vida cotidiana, y aquel que espera atravesar una gran crisis sin que a su burguesa se les desordene la olla, se arriesgan a llevarse un desengaño. Es posible cambiar de gobierno sin que al buen burgués le falte nunca la hora de la cena; pero no se reparan así los crímenes de una sociedad contra quienes la nutren. Habrá un trastorno, es cierto. Solamente que es necesario que este trastorno no sea a pura pérdida, es preciso que sea reducido a un mínimo. Y, una vez más, no dejaremos de repetirlo, que es dirigiéndose a los interesados, y no a las oficinas, que se obtendrá la menor suma de inconvenientes para todo el mundo. El pueblo comete disparate tras disparate cuando tiene que elegir en las urnas entre los engreídos que compiten por el honor de representarlo y se encargan de hacerlo todo, de saberlo todo, de organizarlo todo. Pero cuando el pueblo necesita organizar lo que conoce, lo que le atañe directamente, lo hace mejor que todas las oficinas posibles. ¿No se lo ha visto durante la Comuna y en la última huelga de Londres? ¿No se ve todos los días en cada comuna agraria?


NOTA

  • Decreto del 30 de marzo; por este decreto se aplazaban los alquileres de octubre de 1871, de enero y abril de 1871.


El VESTIDO

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Si se consideran las casas como patrimonio común de la ciudad y se procede al racionamiento de los alimentos, la única solución posible será, nuevamente, la de apoderarse, en nombre del pueblo, de todos los comercios de ropa, y abrir sus puertas a todos con el fin de que cada uno pueda tomar lo que necesite. La puesta en común de la vestimenta y el derecho de cada uno a tomar lo que le haga falta en los almacenes comunales, o solicitarlo a los talleres de confección, se impondrán en cuanto el principio comunista se haya aplicado a las viviendas y a los alimentos. Es indudable que para eso no necesitaremos despojar de sus abrigos a todos los ciudadanos, amontonar todos los trajes y sortearlos, como pretenden nuestros críticos, tan espirituales como ingeniosos. Cada cual no tendrá más que conservar su abrigo, si tiene alguno, y hasta es muy probable que si tiene diez nadie pretenda quitárselos. Se preferirá la ropa nueva a la que el burgués haya llevado puesta, y habrá suficiente ropa nueva como para no requisar la vieja. Si hiciésemos la estadística de las ropas acumuladas en los comercios de las grandes ciudades, probablemente veríamos que en París, Lyon, Burdeos y Marsella hay existencias suficientes para que la Comuna pueda regalar un traje nuevo a cada ciudadano y un vestido a cada ciudadana. Además, si no todo el mundo encontrara ropa de su gusto, los talleres comunales llenarían bien pronto esas lagunas. Sabida es la rapidez con que trabajan nuestros talleres de confección, provistos de máquinas perfeccionadas y organizados para una producción en gran escala. “Pero todo el mundo querrá un abrigo de piel, y todas las mujeres pedirán vestidos de terciopelo”, exclaman nuestros adversarios. Francamente no lo creemos. No todo el mundo prefiere el terciopelo ni sueña con abrigos de piel. Si hoy mismo se propusiera a las parisinas que eligiesen cada cual un vestido, habría muchas que preferirían un vestido simple a todos los fantasiosos adornos de nuestras cortesanas. Los gustos varían con las épocas, y el que predomine durante la revolución será seguramente el gusto de lo simple. La sociedad, como el individuo, tiene sus horas de cobardía, pero también tiene sus minutos de heroísmo. Por miserable que sea -cuando se envilece como ahora en la búsqueda de intereses mezquinos y neciamente personales- cambia de aspecto en las grandes épocas. Ella tiene sus momentos de nobleza, de entusiasmo. Los hombres de corazón adquieren el ascendiente que hoy está reservado a los embaucadores. Los sacrificios se hacen cotidianos, los grandes ejemplos son imitados; no hay egoístas que no se sientan avergonzados de quedarse atrás y, de buen o mal grado, no se apresuren a hacer causa común con los generosos y los valientes. La gran revolución de 1793 abunda en ejemplos de este género. Y es durante estas crisis de renovación moral -tan naturales en las sociedades como en los individuos- que se ven esos impulsos sublimes que permiten a la humanidad dar un paso adelante. No queremos exagerar el probable papel de estas buenas pasiones, y no es sobre ellas sobre las que basamos nuestro ideal de sociedad. Pero no exageraremos nada si admitimos que ellas nos ayudarán a atravesar los primeros momentos, los más difíciles. Nosotros no podemos contar permanentemente con la continuidad de esos sacrificios en la vida cotidiana, pero podemos esperarlos en un comienzo, y eso es todo lo que hace falta. Es precisamente porque deberá despejar el terreno y limpiar el estiércol acumulado por siglos de opresión y de esclavitud, que la sociedad anarquista necesitará estos impulsos de fraternidad. Mas adelante, podrá vivir sin hacer llamamientos al sacrificio, ya que ella habrá eliminado la opresión y creado, por sí misma, una sociedad nueva abierta a todos los sentimientos de solidaridad. Por lo demás, si la revolución se hace con el espíritu del que hablamos, la libre iniciativa de los individuos encontrará un vasto campo de acción para evitar los obstáculos puestos por los egoístas. En cada calle y cada barrio podrán surgir grupos que se hagan cargo de proveer la vestimenta. Harán el inventario de lo que posea la ciudad sublevada, y conocerán, aproximadamente, de qué recursos se dispone en este género. Y es muy probable que acerca del vestir los ciudadanos adopten el mismo principio que respecto de los alimentos: “Tomar a discreción lo que se encuentre en abundancia; racionamiento para lo que haya en cantidad limitada”. No pudiendo ofrecer a cada ciudadano un tapado de piel y a cada ciudadana un traje de terciopelo, la sociedad distinguirá probablemente entre lo superfluo y lo necesario, y -provisoriamente al menos- colocará el terciopelo y las pieles entre lo superfluo, sin perjuicio de ver si lo que hoy es un objeto superfluo puede volverse del común mañana. Garantizando lo necesario a cada habitante de la ciudad anarquista, se podrá dejar a la actividad privada el cuidado de proporcionar a los débiles y enfermos lo provisionalmente considerado como objeto de lujo; de proveer a los menos robustos de lo que no entre en el consumo diario de todos. “¡Pero eso es la nivelación, el hábito gris del monje, la desaparición de todos los objetos de arte, de todo lo que embellece la vida!”, nos dirán. ¡Ciertamente que no! Y basándonos siempre en lo que ya existe, vamos a demostrar cómo una sociedad anarquista podría satisfacer los gustos más artísticos de sus ciudadanos, sin por ello tener que pagar fortunas de millonarios.

VÍAS Y MEDIOS

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Que una sociedad, ciudad o territorio, asegure a todos sus habitantes lo necesario (y vamos a ver cómo la concepción de lo necesario podrá extenderse hasta los lujos), implicará que se vea forzosamente conducida a apropiarse de todo lo indispensable para producir: suelo, máquinas, fábricas, medios de transporte, etc. No fallará en expropiar a los actuales detentadores del capital, para devolvérselo a la comunidad. En efecto, a la organización burguesa, no solamente se la acusa de que el capitalista acapara una gran parte de los beneficios de cada empresa industrial y comercial, permitiéndole vivir sin trabajar: el reproche principal, como ya lo hemos destacado, es que toda la producción ha tomado una dirección absolutamente falsa, puesto que no se realiza con el fin de asegurar el bienestar de todos, y eso es lo que la condena. Y más que esto, es imposible que la producción mercantil se haga para todos. Quererlo, sería pedir al capitalista que se saliese de sus atribuciones y llenase una función que no puede llenar sin dejar de ser lo que es: un empresario particular, que persigue su enriquecimiento. La organización capitalista, fundada en el interés particular de cada empresario, ha dado a la sociedad todo lo que podía esperarse de ella: ha acrecentado la fuerza productiva del trabajador. Aprovechando la revolución operada en la industria por el vapor, el repentino desarrollo de la química y de la mecánica y los inventos del siglo, el capitalista se ha aplicado, en su propio interés, a aumentar el rendimiento del trabajo humano, y en una gran medida ha sido exitoso. Pero darle otra misión sería por completo irracional. Querer, por ejemplo, que utilice ese rendimiento superior del trabajo en provecho de toda la sociedad sería pedirle filantropía y caridad, y una empresa capitalista no puede cimentarse en la caridad. Es a la sociedad a la que le incumbe ahora generalizar esa productividad superior, limitada hoy a ciertas industrias, y aplicaria en interés de todos. Pero es evidente que para garantizar a todos el bienestar, la sociedad debe retomar la posesión de todos los medios de producción. Los economistas nos recordarán, sin duda -a ellos les encanta recordarlo-, el bienestar relativo de cierta categoría de obreros, jóvenes, robustos, hábiles en ciertas ramas especiales de la industria. Siempre nos señalan con orgullo a esa minoría. Pero ese bienestar mismo (patrimonio de unos pocos), ¿es seguro que les está asegurado? El día de mañana, la incuria, la imprevisión o la avidez patronal arrojarán quizás a esos privilegiados a la calle y ellos pagarán entonces con meses y años de dificultades o miseria el período de bienestar del que disfrutaron. ¡Cuántas industrias mayores (textiles, hierro, azúcar, etcétera), sin hablar de industrias efímeras, hemos visto parar y languidecer una tras otra, ya sea por efecto de especulaciones, por consecuencia de cambios naturales de lugar del trabajo, o por causa de la competencia promovidas por los mismos capitalistas! Todas las principales industrias textiles y mecánicas han pasado recientemente por estas crisis. ¿Qué diremos entonces de aquellas cuya principal característica es el trabajo temporario? ¿Qué diremos también del precio al que se compra el bienestar relativo de algunas categorías de obreros? Pues éste se ha obtenido a costa de la ruina de la agricultura, la descarada explotación del campesino y por la miseria de las masas. Frente a esa débil minoría de trabajadores que gozan de cierto bienestar, ¡cuántos millones de seres humanos viven al día, sin salario asegurado, dispuestos a concurrir adonde sea que los llamen! ¡Cuántos campesinos trabajarán catorce horas diarias por una mediocre comida! El capital despuebla los campos, explota las colonias y los pueblos cuya industria está poco desarrollada y condena a la inmensa mayoría de los obreros a permanecer sin educación técnica, mediocres hasta en su mismo oficio. El estado floreciente de una industria se consigue inexorablemente por la ruina de otras diez. Y esto no es un accidente: es una necesidad del régimen capitalista. Para poder retribuir a algunas categorías de obreros, hoy es necesario que el campesino sea la bestia de carga de la sociedad; es necesario que las ciudades deserticen los campos; es necesario que los pequeños oficios se aglomeren en los barrios inmundos de las grandes ciudades y fabriquen casi por nada los mil objetos de escaso valor que ponen los productos de la gran manufactura al alcance de los compradores de salario mediocre; para que el mal paño pueda usarse para vestir a los trabajadores pobremente pagados, es necesario que el sastre se contente con un salario de muerto de hambre. Es necesario que los países atrasados de Oriente sean explotados por los de Occidente, para que en algunas industrias privilegiadas el trabajador tenga, bajo el régimen capitalista, una especie de bienestar limitado. El mal de la organización actual no reside, pues, en que la “plusvalía” de la producción pase al capitalista, como lo han dicho Rodbertus y Marx, estrechando así la concepción socialista y la visión de conjunto acerca del régimen capitalista. La plusvalía en sí misma no es más que una consecuencia de causas más profundas. El mal está en el hecho de que pueda existir una “plusvalía”, en lugar de un simple sobrante no consumido por cada generación, porque para que haya “plusvalía” es preciso que hombres, mujeres y niños se vean obligados por el hambre a vender sus fuerzas de trabajo por una parte mínima de lo que estas fuerzas producen, y sobre todo de lo que son capaces de producir. Pero este mal durará en tanto que lo que es necesario para la producción sea propiedad de algunos solamente. En tanto el hombre se vea obligado a pagar un tributo al propietario para tener derecho a cultivar el suelo o para poner una máquina en movimiento, y mientras el propietario sea dueño absoluto de producir lo que le promete mayores beneficios en vez de la mayor suma de objetos necesarios para la existencia, el bienestar sólo podrá ser asegurado temporariamente a un pequeño número de obreros, y será adquirido siempre por la miseria de una parte de la sociedad. No alcanza con distribuir en partes iguales los beneficios que una industria logra realizar si, al mismo tiempo, hay que explotar a otros millares de obreros. Se trata de producir, con la menor pérdida posible de fuerzas humanas, la mayor suma posible de productos necesarios para el bienestar de todos. Esta visión de conjunto no podría ser resorte de un propietario privado. Y esto es así porque la sociedad entera, tomándolo por ideal, estará forzada a expropiar todo lo que sirva para obtener el bienestar produciendo riquezas. Tendrá que apoderarse del suelo, las fábricas, las minas, los medios de comunicación, etc., además de estudiar qué es lo que es necesario producir en el interés de todos, así como las vías y los medios de producción.

II

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¿Cuántas horas diarias de trabajo deberá desarrollar el hombre para asegurar a su familia una alimentación nutritiva, una casa confortable y la vestimenta necesaria? Esto ha preocupado con frecuencia a los socialistas, y ellos generalmente admiten que serían suficientes cuatro o cinco horas diarias, por supuesto, a condición de que todo el mundo trabaje. A fines del siglo pasado, Benjamín Franklin ponía como límite cinco horas; y si la necesidad de comodidades ha aumentado desde entonces, también ha aumentado la fuerza de producción, mucho más rápidamente. En otro capítulo, hablando de la agricultura, veremos todo lo que la tierra puede proporcionar al hombre que la cultiva razonablemente, en lugar de arrojar las semillas al azar sobre un suelo mal trabajado, como es práctica hoy en día. En las grandes granjas del oeste americano, que cubren docenas de leguas cuadradas, pero cuyo terreno es mucho más pobre que el suelo mejorado de los países civilizados, sólo se obtienen de doce a dieciocho hectolitros por hectárea, es decir, la mitad del rendimiento de las granjas de Europa y de los estados del este americano. Y, sin embargo, gracias a las máquinas, que permiten a dos hombres labrar en un día dos hectáreas y media, cien hombres producen en un año todo lo necesario para entregar a domicilio el pan de diez mil personas durante todo un año. Le bastaría a un hombre trabajar en las mismas condiciones durante treinta horas, o sea seis medias jornadas de cinco horas cada una, para tener pan todo el año, y treinta medias jomadas para asegurárselo a una familia de cinco personas. Y demostraremos también, en base a datos tomados de las prácticas actuales, que si se recurriese al cultivo intensivo, menos de sesenta medias jomadas de trabajo podrían asegurar a toda la familia el pan, la carne, las hortalizas y hasta las frutas de lujo. Por otra parte, estudiando los precios que tienen hoy las casas de obreros edificadas en las grandes ciudades, puede asegurarse que para tener en una gran ciudad inglesa una casita aislada, como las que se construyen para los trabajadores, bastarían de mil cuatrocientas a mil ochocientas jomadas de trabajo de cinco horas. Y como una casa de esta clase dura, por lo menos, cincuenta años, resulta que de veintiocho a treinta y seis medias jornadas por año bastan para que la familia tenga un alojamiento saludable, bastante elegante y provisto de todas las comodidades necesarias, mientras que alquilando el mismo alojamiento, el obrero le paga al propietario entre setenta y cinco y cien jomadas de trabajo al año. Advirtamos que estas cifras representan el máximo de lo que cuesta hoy el alojamiento en Inglaterra, aun dada la viciosa organización de nuestras sociedades. En Bélgica se han edificado ciudades obreras mucho más baratas. Considerando todo, se puede afirmar que en una sociedad bien organizada una treintena o una cuarentena de medias jornadas de trabajo por año alcanzan para garantizar una vivienda totalmente confortable. Queda la vestimenta. Aquí es casi imposible el cálculo, porque el “valor” agregado al precio de venta por toda una nube de intermediarios es inestimable. Así, si tomamos como ejemplo el paño y sumamos todo lo que han ido cobrándose el propietario del campo, el dueño de las ovejas, el comerciante en lanas y los demás intermediarios, hasta las compañías ferroviarias, los hiladores y tejedores, confeccionistas, minoristas y comisionistas, nos podemos dar una idea de lo se paga por la ropa a toda una nube de burgueses. Por eso es absolutamente imposible decir cuántas jomadas de trabajo representa un sobretodo por el que se pagan cien francos en un gran comercio de París. Lo cierto es que con las máquinas actuales se llegan a fabricar cantidades verdaderamente increíbles de tejidos. Algunos ejemplos bastarán. Así en los Estados Unidos, 751 fábricas de algodón (hilado y tejido), con 175.000 obreros y obreras, producen 1.939.400.000 metros de telas de algodón, además de una enorme cantidad de hilados Las telas de algodón, solamente, dan un promedio superior a 11.000 metros en trescientas jomadas de trabajo de nueve horas y media cada una, o sea 40 metros en diez horas. Admitiendo que una familia use 200 metros por año, lo que sería mucho, equivale a cincuenta horas de trabajo, o sea diez medias jomadas de cinco horas cada una. Y además se tendrían los hilados, es decir, hilo para coser e hilo para tramar el paño y fabricar tejidos de lana y algodón. En cuanto a los resultados obtenidos por el tejido solamente, la estadística oficial de los Estados Unidos nos enseña que si en 1870 un obrero, trabajando de trece a catorce horas diarias, hacía 9.500 metros de tela blanca de algodón por año, trece años después (1886) tejía 27.000 metros trabajando nada más que cincuenta y cinco horas por semana. Hasta en las telas estampadas (incluyendo el tejido y el estampado) se obtenían 29.150 metros en dos mil seiscientas sesenta y nueve horas al año, o sea unos 11 metros por hora. Así, para tener los 200 metros de telas de algodón, blancas y estampadas, alcanzaría con menos de veinte horas de trabajo al año. Conviene advertir que la materia prima llega a esas fábricas casi igual que como sale de los campos, y que la serie de las transformaciones para convertirla en tela termina en ese período de veinte horas por pieza. Pero para adquirir esos 200 metros en el comercio, un obrero bien retribuido tiene que gastar, al menos, diez a quince jomadas de diez horas de trabajo cada una, o sea de cien a ciento cincuenta horas. En cuanto al campesino inglés, necesitaría trabajar un mes o algo más para procurarse ese lujo. Este ejemplo muestra que con cincuenta medias jomadas de trabajo anuales, en una sociedad bien organizada se podría vestir mejor de lo que hoy se visten los pequeño burgueses. Pero, con todo eso, no nos han hecho falta más que sesenta medias jornadas de cinco horas de trabajo para procurarnos los productos de la tierra, cuarenta para la habitación y cincuenta para la ropa, lo cual no suma más que la mitad del año, puesto que, deduciendo las fiestas, el año representa trescientas jornadas de trabajo. Quedan aún ciento cincuenta medias jornadas laborables, que podrían emplearse en las otras necesidades de la vida: vino, azúcar, café o té, muebles, transportes, etcétera. Es evidente que estos cálculos son aproximados, pero pueden ser también confirmados de otra manera. Cuando en las naciones civilizadas contamos el número de los que nada producen, de los que trabajan en industrias perjudiciales condenadas a desaparecer y de los que se instalan como intermediarios inútiles, constatamos que en cada nación podría duplicarse el número de los productores propiamente dichos. Y si en lugar de diez personas, fuesen veinte las dedicadas a producir lo necesario, y si la sociedad se preocupase más de economizar las fuerzas humanas, esas veinte personas, sin que disminuya en nada la producción, no tendrían que trabajar más de cinco horas diarias. Bastaría con reducir el despilfarro de la fuerza humana al servicio de las familias ricas, o de esta administración que tiene un funcionario por cada diez habitantes, y utilizar esas fuerzas en aumentar la productividad de la nación, para limitar a cuatro y hasta a tres las horas de trabajo, a condición, ciertamente, de contentarse con la producción actual. Supongamos una sociedad de varios millones de habitantes dedicados a la agricultura y a una gran variedad de industrias, París, por ejemplo, con el departamento de Seine-et-Oise. Supongamos que en esta sociedad todos los niños aprendan a trabajar tanto con las manos como con el cerebro. Admitamos que todos los adultos, excepto las mujeres ocupadas en educar a los niños, se dedican a trabajar cinco horas diarias desde la edad de veinte o veintidós años hasta la de cuarenta y cinco o cincuenta, y que se emplean en ocupaciones elegidas entre cualquiera de los trabajos humanos considerados como necesarios. Esa sociedad podría, en retribución, garantizar el bienestar a todos sus miembros, es decir, un bienestar mucho más real del que disfruta hoy la burguesía. Cada trabajador de esta sociedad tendría a su disposición otras cinco horas diarias que podría consagrar a la ciencia, al arte y a los requerimientos individuales que no pertenecen a la categoría de imprescindibles, salvo que, más adelante cuando aumente la productividad del hombre, se incluyan en ésta a todos los que aún se consideran como lujosos o inaccesibles.

LAS NECESIDADES DE LUJO

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El hombre no es sin embargo un ser que pueda vivir exclusivamente para comer, beber y procurarse albergue. A partir de que se hayan satisfecho las exigencias materiales, se presentarán más apasionadamente las necesidades a las cuales puede atribuírseles un carácter artístico. Tantos individuos equivalen a otros tantos deseos, y cuanto más civilizada está la sociedad y más desarrollado el individuo, estos deseos son más variados. Hoy mismo se ven hombres y mujeres que se privan de lo necesario por adquirir cualquier fruslería o proporcionarse un placer, una satisfacción intelectual o material. Un cristiano, un asceta, pueden reprobar esos deseos de lujo, pero, en realidad, tales bagatelas son precisamente las que rompen la monotonía de la existencia y la hacen agradable. ¿La vida valdría la pena de ser vivida, con todas sus inevitables tristezas, si el hombre no pudiera, fuera del trabajo, procurarse un solo placer de acuerdo con sus gustos individuales? Si queremos la revolución social, es ciertamente, en primer lugar, para asegurar el pan para todos; para metamorfosear esta sociedad execrable, donde vemos cada día a fuertes trabajadores con los brazos caídos, por no haber encontrado un patrón que tenga a bien explotarlos; a mujeres y niños deambular por las noches sin abrigo; a familias enteras reducidas a consumir pan duro; a niños, hombres y mujeres morir por falta de cuidados o de alimentos. Es por poner fin a estas iniquidades que nos rebelamos. Pero nosotros esperamos otra cosa de la revolución. Vemos que el trabajador, obligado a luchar penosamente para vivir, está reducido a no conocer nunca los grandes placeres -los más altos accesibles al hombre- de la ciencia y, sobre todo del descubrimiento científico, del arte y, sobre todo, de la creación artística. La revolución tiene que garantizar a cada uno el pan cotidiano, para asegurar al mismo tiempo esas satisfacciones, reservadas hoy a un pequeño número de personas: el tener tiempo libre luego del trabajo y el poder desarrollar sus capacidades intelectuales. El tiempo libre después del pan: he aquí el supremo objetivo. Ciertamente hoy, cuando a centenares de miles de seres humanos les falta pan, carbón, ropa y abrigo, el lujo constituye un crimen: para satisfacerlo, es necesario que al hijo del trabajador le falte el pan. Pero en una sociedad donde nadie padezca hambre, serán más vivas las necesidades de lo que hoy llamamos lujo. Y como no pueden ni deben asemejarse todos los hombres (la principal garantía del progreso de la humanidad es la variedad de gustos y de necesidades), habrá siempre, y es de desear que los haya siempre, hombres y mujeres cuyas necesidades, en determinada dirección, estén por debajo de la media. No todos pueden tener necesidad de un telescopio, pues aun cuando la instrucción fuese general, habrá personas que prefieran los estudios microscópicos a los del cielo estrellado. Hay quienes gustan de las estatuas, como otros de los lienzos de los maestros; un individuo no tiene más ambición que la de poseer un excelente piano, en tanto que ese otro se contenta con una guitarra. El campesino decora su dormitorio con una aleluya, y si su gusto se desarrollara, querría tener un bello grabado. Hoy, quien tiene necesidades artísticas no puede satisfacerlas -a menos de ser heredero de una gran fortuna- pero “trabajando firmemente” y pudiéndose apropiar de un capital intelectual que le permita seguir una profesión liberal, siempre tendrá la esperanza de satisfacer algún día más o menos sus gustos. También, a nuestras ideales sociedades comunistas suele acusárselas de tener por único objetivo la vida material de cada individuo. Se nos dice: “Quizá tengan pan para todos, pero en los almacenes comunales no tendrán pinturas hermosas, instrumentos de óptica, muebles de lujo, adornos; en una palabra, esas mil cosas que sirven para satisfacer la infinita variedad de los gustos humanos. Y por eso mismo se suprimirá toda posibilidad de obtener otras cosas que no sean el pan y la carne que la Comuna pueda ofrecer a todos, y la tela gris con la que se vistan todas las ciudadanas”. He aquí la objeción que se dirige contra todos los sistemas comunistas, objeción que nunca comprenderían los fundadores de todas las jóvenes sociedades que iban a establecerse en los desiertos americanos. Ellos creían que si la comunidad había podido llegar a adquirir bastante tela para vestir a todos sus asociados, y hasta una sala de concierto en la que todos los “hermanos” pudieran ensayar alguna pieza musical, o representar de tiempo en tiempo una pieza de teatro, estaba todo dicho. Se olvidaban que el sentido artístico existe tanto en el cultivador como en el burgués, y que si varían las formas del sentimiento según la diferencia de cultura, su fondo siempre es el mismo. Y por mucho que la comunidad garantizara el puchero, hallaba bueno suprimir en la educación todo aquello que pudiera desarrollar la individualidad: hallaba bueno imponer la Biblia por toda lectura, los gustos individuales aparecían con el descontento general: las pequeñas disputas brotaban acerca de la cuestión de adquirir un piano o instrumentos de física; y los elementos progresistas se agotaban: la sociedad sólo podía vivir matando todo sentimiento individual, toda tendencia artística, todo desarrollo. ¿La Comuna anarquista seguirá el mismo camino? ¡Evidentemente no! A condición de que comprenda y trate de satisfacer todas las necesidades del espíritu humano, al mismo tiempo que asegure la producción de todo lo necesario para la vida material.

II

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Confesamos con franqueza que, al pensar en los abismos de miseria y sufrimiento que nos rodean, al oír las frases desgarradoras de los obreros que recorren las calles pidiendo trabajo, nos repugna discutir esta cuestión: ¿cómo se hará en una sociedad en la que nadie tenga hambre, para satisfacer a cualquier persona deseosa de poseer una porcelana de Sévres o un vestido de terciopelo? Por toda respuesta estamos tentados de decir: aseguremos primero el pan. En cuanto a la porcelana y el terciopelo, se verá mas tarde. Pero ya que es preciso reconocer que además de los alimentos el hombre tiene otras necesidades, y puesto que la fuerza del anarquismo está precisamente en que comprende todas las facultades humanas y todas las pasiones, sin ignorar ninguna, vamos a decir en pocas palabras cómo podría conseguirse satisfacer todas las necesidades intelectuales y artísticas del hombre. Ya hemos dicho que trabajando cuatro o cinco horas diarias hasta la edad de cuarenta y cinco a cincuenta años, el hombre podría cómodamente producir todo lo necesario para garantizar el bienestar a la sociedad. Pero la jornada del hombre habituado al trabajo y valiéndose de máquinas, no es de cinco, sino de diez horas, trescientos días por año y toda su vida. Así se destruye la salud y se embota la inteligencia. Sin embargo, cuando puede variar las ocupaciones, y sobre todo alternar la labor manual con el trabajo intelectual, permanece ocupado, con gusto y sin fatigarse, diez y doce horas. Esto es normal. El hombre que tenga hechas cuatro o cinco horas del trabajo manual necesario para vivir, tendrá aún por delante cinco o seis horas que buscará ocupar de acuerdo con sus gustos. Esas cinco o seis horas le darán la plena posibilidad de proporcionarse, asociándose con otros, todo cuanto quiera, además de lo necesario asegurado a todos. Él inicialmente cumplirá, ya sea en el campo o en las fábricas, con el trabajo que debe a la sociedad como su parte de contribución a la producción general. Y empleará la otra mitad de su jornada, de su semana, o de su año, a la satisfacción de sus necesidades artísticas o científicas. Mil sociedades nacerán, respondiendo a todos los gustos y a todas las fantasías posibles. Unos, por ejemplo, podrán donar sus horas de ocio a la literatura. Entonces se formarán grupos compuestos de escritores, linotipistas, impresores, grabadores y dibujantes, animados todos ellos de un propósito común: la propagación de sus ideas predilectas. Hoy el escritor sabe que hay una bestia de carga, el obrero, a quien por tres o cuatro francos diarios puede confiar la impresión de sus libros; pero no se cuida de saber qué es una imprenta. Si el linotipista se envenena con el polvo de plomo, si el muchacho que atiende a la máquina muere de anemia, ¿no hay otros miserables para reemplazarlos? Pero cuando ya no haya hambrientos prestos a vender sus brazos por una magra retribución, cuando el explotado de ayer haya recibido instrucción y pueda volcar sus ideas en el papel y comunicárselas a los demás, será forzoso que los literatos y los sabios se asocien entre sí para imprimir sus versos y su prosa. En tanto el escritor considere la ropa de trabajo y el trabajo manual como un indicio de inferioridad, le parecerá asombroso eso de que un autor componga él mismo su libro con los tipos de plomo. ¿No tiene acaso el gimnasio y el juego de dominó para su descanso? Pero cuando haya desaparecido el oprobio en que se tiene el trabajo manual; cuando todos se vean obligados a hacer uso de sus brazos, no teniendo sobre quién descargarse, ¡oh! entonces los escritores y sus admiradores y admiradoras aprenderán rápidamente a manejar el componedor o la linotipia; los admiradores de la obra que se imprima conocerán el placer de colaborar para componerla, y verla salir, con su hermosa y virginal pureza, de la máquina rotativa. Esas magníficas máquinas -instrumentos de tortura para el joven que hoy las mueve desde la mañana a la noche- devendrán en manantial de alegrías para los que las empleen para dar voz al pensamiento de su autor favorito. ¿Perderá con ello algo la literatura? ¿Será menos poeta el poeta después de haber trabajado en los campos o colaborado con sus manos para multiplicar su obra? ¿Perderá el novelista algo de su conocimiento del corazón humano después de haberse codeado con el hombre en la fábrica, en el bosque, en el trazado de una ruta y en el taller? Hacer estas preguntas es contestarlas. Ciertos libros serán quizá menos voluminosos, pero se imprimirán menos páginas para decir más. Tal vez se publique menos papel manchado, pero lo que se imprima será mejor leído y más apreciado. El libro se dirigirá a un círculo más vasto de lectores más instruidos, más aptos para juzgarlo. Por otra parte, el arte de la imprenta, que ha progresado tan poco desde Gutenberg, está aún en la infancia. Es necesario aún invertir dos horas en componer con tipos móviles lo que se escribe en diez minutos. Se buscan procedimientos más expeditivos para multiplicar el pensamiento. Se los encontrará. ¡Ah! Si cada escritor tuviese que intervenir en la impresión de sus libros, ¡cuántos progresos hubiera hecho ya la imprenta! No estaríamos aún con los tipos movibles del siglo xvii. ¿Es esto un sueño? Ciertamente no para aquellos que han observado y reflexionado. En este mismo momento la vida ya nos impulsa en esa dirección.

III

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¿Es soñar concebir una sociedad en la que, habiendo llegado todos a ser productores, reciban todos una instrucción que les permita cultivar las ciencias o las artes y teniendo todos la oportunidad de hacerlo, se puedan asociar entre sí para publicar sus trabajos, aportando su parte de trabajo manual? En este mismo momento se cuentan ya por miles y miles las sociedades, científicas, literarias y otras. Estas sociedades son agrupaciones voluntarias entre personas que se interesan por tal o cual rama del saber, asociadas para publicar sus trabajos. Los autores que colaboran en las colecciones científicas no son pagados. Las colecciones no se venden: se envían gratuitamente a todos los rincones del globo, a otras sociedades que cultivan las mismas ramas del saber. Ciertos miembros de la sociedad insertan una nota de una página resumiendo tal o cual observación, otros publican trabajos extensos, fruto de largos años de estudio, en tanto que otros se limitan a consultarlos como punto de partida para nuevas investigaciones. Son asociaciones entre autores y lectores para la producción de trabajos en los que todos tienen interés. Es verdad que la sociedad científica (lo mismo que el periódico del banquero) se dirige al editor, que contrata obreros para realizar el trabajo de impresión. Las personas que ejercen profesiones liberales menosprecian el trabajo manual que, en efecto, se realiza hoy en condiciones totalmente embrutecedoras. Pero una sociedad que conceda a cada uno de sus miembros una amplia instrucción filosófica y científica, sabrá organizar el trabajo corporal de manera que sea orgullo de la humanidad, y la sociedad científica llegará a ser una asociación de investigadores, de aficionados y de obreros, todos conociendo un oficio doméstico y todos interesándose en la ciencia. Por ejemplo, si la geología es lo que los ocupa, todos contribuirán a explorar las capas terrestres, todos aportarán su parte de investigación. Diez mil observadores en lugar de cien harán más en un año que lo que se hace en veinte en nuestros días. Y cuando se trate de publicar los diversos trabajos, diez mil hombres y mujeres, versados en los diferentes oficios, estarán dispuestos a trazar los mapas, grabar los dibujos, componer los textos e imprimirlos. Alegremente, todos juntos, dedicarán su tiempo libre, en verano a la exploración y en invierno al trabajo de taller. Y cuando sus trabajos hayan aparecido no encontrarán cien lectores solamente, sino que habrá diez mil, todos ellos interesados en la obra común. Es, por supuesto, la marcha del progreso la que nos indica esta vía. Hoy mismo, cuando Inglaterra ha querido hacer un gran diccionario de su lengua, no ha esperado a que naciese un Littré para consagrar su vida a esa labor. Ha llamado en su ayuda a voluntarios, y mil personas se han ofrecido espontánea y gratuitamente para registrar las bibliotecas y terminar en pocos años un trabajo para el cual no habría bastado la vida entera de un hombre. En todas las ramas de la actividad intelectual se manifiesta el mismo espíritu, y sería preciso conocer muy poco la humanidad para no adivinar que el porvenir se anuncia en esas tentativas de trabajo colectivo en lugar del trabajo individual. Para que esa obra fuese verdaderamente colectiva, hubiera hecho falta organizaría de modo que cinco mil voluntarios, autores, impresores y correctores hubiesen trabajado en común; pero ya se ha dado ese paso hacia delante, gracias a la iniciativa de la prensa socialista, que nos ofrece ejemplos de trabajo manual e intelectual combinados. Con frecuencia se ve al autor de un artículo imprimirlos él mismo para los periódicos de combate. El ensayo es aún mínimo, microscópico si se quiere, pero nos muestra el camino por el cual marchará el porvenir. Es la vía de la libertad. En el futuro, cuando un hombre tenga que decir algo de utilidad, alguna palabra superior a las ideas de su siglo, no buscará un editor que se digne adelantarle el capital necesario. Buscará colaboradores entre los que conozcan el oficio y hayan comprendido el alcance de la nueva obra, y juntos publicarán el libro o el periódico. La literatura y el periodismo dejarán de ser entonces un medio de hacer fortuna y de vivir a expensas de otros. ¿Acaso existe alguien que conozca la literatura y el periodismo que no anhele y haga votos por una época en que la literatura pueda por fin emanciparse de quienes la protegían antes, de quienes la explotan ahora, y de la muchedumbre que, excepto pocas excepciones, la paga en razón directa de su banalidad y de la facilidad con la que se acomoda al mal gusto de la mayoría? Las letras y las ciencias no tomarán su verdadero lugar en la obra del desarrollo humano hasta el día en que, libres de toda servidumbre mercenaria, sean exclusivamente cultivadas por los que la aman y para aquellos que las aman.

IV

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La literatura, la ciencia y el arte deben ser servidos por voluntarios. Sólo con esa condición conseguirán liberarse del asfixiante yugo del Estado, del capital y de la mediocridad burguesa. ¿Qué medios tiene hoy el científico para hacer las investigaciones que le interesan? ¡Solicitar el apoyo del Estado, que no puede ser acordado a más del uno por ciento de los aspirantes, y que ninguno obtendrá más que comprometiéndose ostensiblemente a recorrer caminos trillados y seguir las viejas costumbres! Acordémonos del Instituto de Francia condenando a Darwin, de la Academia de San Petersburgo rechazando a Mendeleiev, y de la Sociedad Real de Londres negándose a publicar, como “poco científica”, la memoria de Joule que contenía la determinación del equivalente mecánico del calor*. Es por eso que todas las grandes investigaciones, todos los descubrimientos revolucionarios de la ciencia han sido hechos fuera de las academias y de las universidades, sea por gentes lo bastante ricas para ser independientes, como Darwin y Lyell, sea por hombres que minaban su salud trabajando con incomodidad y muy frecuentemente en la miseria, faltos de laboratorio, perdiendo un tiempo infinito y no pudiendo proporcionarse los instrumentos o los libros necesarios para continuar sus investigaciones, pero perseverando contra toda las esperanza y muchas veces muriendo por el esfuerzo. Su nombre es legión. Por otra parte, es tan malo el sistema de apoyo estatal, que en todo tiempo la ciencia ha intentado librarse de él. Precisamente por eso Europa y América están llenas de miles de sociedades científicas, organizadas y mantenidas por voluntarios. Algunas han adquirido un desarrollo tan extraordinario, que todos los recursos de las sociedades subvencionadas y todas las riquezas de los banqueros no bastarían para comprar sus tesoros. Ninguna institución gubernamental es tan rica como la Sociedad Zoológica de Londres, a la que sólo sostienen cotizaciones voluntarias. Ésta no compra los animales que a millares pueblan sus jardines, sino que se los envían otras sociedades y coleccionistas del mundo entero: un día un elefante, regalo de la Sociedad Zoológica de Bombay ; otro día un rinoceronte y un hipopótamo, ofrecidos por naturalistas egipcios, y esos magníficos presentes se renuevan continuamente, llegando sin cesar de los cuatro puntos del planeta: aves, reptiles, colecciones de insectos, etc. Tales envíos comprenden a menudo animales que no se comprarían por todo el oro del mundo; alguno de entre ellos fue capturado con riesgo de su vida por algún viajero que lo quiso como a un niño, y que se lo entrega a la Sociedad porque está seguro de que allí estará bien cuidado. El precio de la entrada pagado por los visitantes, que son innumerables, basta para sostener este inmenso zoológico. Lo que solamente le falta al jardín zoológico de Londres, y a otras sociedades del mismo tipo, es que las contribuciones no se abonan con el trabajo voluntario; es que los guardias y los numerosos empleados de este inmenso establecimiento no sean reconocidos como miembros de la sociedad; es que algunos no tengan otro móvil para el devenir que poder inscribir en sus tarjetas las iniciales cabalísticas F.Z.S. (miembro de la Sociedad Zoológica). En una palabra lo que está en falta es el espíritu de fraternidad y de solidaridad. Puede decirse de los inventores en general lo que hemos dicho de los científicos. ¿Quién ignora a costa de qué sufrimientos han podido llevarse a cabo todas las grandes invenciones? Noches en blanco, familias privadas de pan, falta de instrumentos y materias primas para las experiencias; tal es la historia de todos los que han dotado a la industria de lo que constituye el orgullo, el único orgullo justo, de nuestra civilización. ¿Pero qué se necesita para salir de estas condiciones que todo el mundo está de acuerdo en considerar malas? Se ha ensayado la patente y se conocen los resultados. El ansioso inventor la vende por algunos francos, y el que no ha hecho más que prestar el capital se embolsa los beneficios del invento, frecuentemente enormes. Además, la búsqueda de la patente exclusiva aísla al inventor; obligándolo a tener en secreto sus investigaciones que, con frecuencia, sólo conducen a un tardío fracaso, mientras que la sugestión más sencilla, hecha por otro cerebro menos absorto por la idea fundamental, podría haber bastado para fecundar la invención y hacerla práctica. Como todo lo autoritario, la patente de invención no hace más que entorpecer los progresos de la industria. Irritante injusticia, en teoría -no pudiendo ser patentado el pensamiento- la patente, como resultado práctico, es uno de los grandes obstáculos al rápido desarrollo de la invención. Lo que se necesita para favorecer el genio de los descubrimientos es, en primer término, el despertar del pensamiento; es la audacia de concepción, que toda nuestra educación no hace más que hacer languidecer; es el saber derramado a manos llenas, que centuplica el número de los investigadores, y es, por último, la conciencia de que la humanidad va a dar un paso hacia adelante, ya que muy frecuentemente es el entusiasmo -o a veces la ilusión del bien- los que han inspirado a todos los grandes benefactores. Sólo la revolución social puede dar este choque al pensamiento, esta audacia, este saber, esta convicción de que se trabaja para todos. Es entonces que se verán las grandes fábricas provistas de fuerza motriz y de toda clase de instrumentos, y los inmensos laboratorios industriales abiertos a todos los investigadores. Allí irán a trabajar en sus sueños, después de haber cumplido sus deberes para con la sociedad; allí pasarán sus cinco o seis horas de tiempo libre; allí harán sus experiencias; allí se encontrarán con otros camaradas, expertos en otras ramas de la industria y que hayan ido también a estudiar algún problema difícil; podrán ayudarse y esclarecerse mutuamente, hacer brotar del choque de ideas y de sus experiencias la solución deseada. Y, una vez más, ¡esto no es un sueño! Solanoy Gorodok, de Petersburgo, lo ha realizado ya, por lo menos parcialmente, desde el punto de vista técnico: se trata de un fábrica admirablemente provista de herramientas y abierta a todo el mundo; allí se puede disponer gratuitamente de los instrumentos y de la fuerza motriz; sólo la madera y los metales hay que pagarlos a precio de costo. Pero los obreros sólo van allí por la noche, agotados por diez horas de trabajo en el taller. Y ocultan cuidadosamente sus invenciones a todas las miradas, entorpecidos por la patente y por el capitalismo, maldición de la sociedad actual, la piedra con la que se tropieza en el camino del progreso intelectual y moral.

¿Y el arte? Por todos lados llegan lamentos acerca de la decadencia del arte. Efectivamente, estamos muy lejos de los grandes maestros del Renacimiento. La técnica del arte ha hecho recientemente inmensos progresos; millares de personas dotadas de cierto talento cultivan todas sus ramas; pero el arte parece huir del mundo civilizado. La técnica progresa, pero la inspiración frecuenta menos que nunca los talleres de los artistas. ¿De dónde había de venir, en efecto? Sólo una gran idea puede inspirar el arte. En nuestro ideal, ARTE es sinónimo de creación y debe llevar su mirada hacia delante; pero salvo algunas raras, rarísimas, excepciones, el artista profesional permanece siendo harto ignorante, demasiado burgués para entrever nuevos horizontes. Esa inspiración, por otra parte, no puede salir de los libros; tiene que tomar su impulso de la vida, y ese impulso la sociedad actual no puede proporcionarlo. Los Rafael y los Murillo pintaban en una época en que la búsqueda de un ideal nuevo aún se acomodaba con viejas tradiciones religiosas. Pintaban para decorar grandes iglesias, que también representaban la obra piadosa de muchas generaciones. La basílica, con su aspecto misterioso, con su grandeza, que la ligaba con la vida misma de la ciudad, podía inspirar al pintor. Éste trabajaba para un monumento popular; se dirigía a una muchedumbre, y a cambio recibía de ella la inspiración. Y le hablaba en el mismo sentido que le hablaban la nave, los pilares, los vitrales, las estatuas y las puertas ornamentadas. Hoy, el honor más grande al que aspira el pintor es ver su tela con un marco de madera dorada y colgada en un museo -una especie de tienda de antigüedades-, donde se verá, como se ve en el Prado, la Ascensión de Murillo, junto al Mendigo de Velázquez, y los Perros de Felipe II. ¡Pobre Velázquez y pobre Murillo! ¡Pobres estatuas griegas que vivían en las acrópolis de sus ciudades, y que hoy se sofocan bajo las colgaduras de paño rojo del Louvre! Cuando un escultor griego cincelaba el mármol, trataba de expresar el espíritu y el corazón de la ciudad. Todas las pasiones de ésta, todas sus tradiciones de gloria debían revivir en la obra. Pero hoy, la ciudad como unidad ha dejado de existir; no hay más comunión de ideas. La ciudad no es más que un montón ocasional de gentes que no se conocen, que no tienen ningún interés en común, salvo el de enriquecerse unos a expensas de otros; la patria no existe... ¿Qué patria común pueden tener el banquero internacional y el trapero? Entonces, sólo cuando una ciudad, un territorio, una nación o un grupo de naciones hayan recuperado su unidad en la vida social, el arte podrá beber su inspiración en la idea común de la ciudad o de la federación. Entonces el arquitecto concebirá el monumento de la ciudad, que ya no será un templo, una cárcel ni una fortaleza; entonces el pintor, el escultor, el cincelador, el decorador, etcétera, sabrán dónde poner sus lienzos, sus estatuas y sus decoraciones, todos tomando su fuerza de ejecución de la que presta el mismo manantial vital y caminando todos juntos gloriosamente hacia el porvenir. Pero hasta entonces, el arte no podrá más que vegetar. Las mejores telas de los pintores modernos son aún los que reproducen la naturaleza, la aldea, el valle, el mar con sus peligros, la montaña con sus esplendores. Pero, ¿cómo podrá el pintor expresar la poesía del trabajo de los campos, si sólo lo ha contemplado o imaginado, y nunca lo ha probado él mismo; si no lo conoce más de lo que un ave de paso conoce los países que sobrevuela en sus migraciones; si en todo el vigor de su hermosa juventud no ha ido desde el alba detrás del arado; si no ha probado la alegría de segar las hierbas con un amplio corte de hoz junto a fuertes cosechadores, que rivalizan en energía con risueñas muchachas que llenan los aires con sus canciones? El amor a la tierra y a lo que crece sobre la tierra no se adquiere haciendo estudios de pintura; sólo se adquiere poniéndose a su servicio. Y sin amarla, ¿cómo pintarla? Por eso, todo lo que en este sentido han podido reproducir los mejores pintores es aún imperfecto y, con frecuencia, falso. Casi siempre sentimentalismo. La fuerza no existe. Es preciso haber visto la puesta del sol al volver del trabajo. Es preciso haber sido campesino junto con el campesino para guardar en los ojos sus esplendores. Es preciso haber estado en el mar con el pescador a todas horas, del día y de la noche, haber pescado uno mismo, luchado contra las olas, enfrentado la tempestad, y después de una dura labor haber sentido la alegría de levantar una pesada red o la decepción de volver sin nada, para comprender la poesía de la pesca. Es preciso haber pasado por la fábrica, conociendo las fatigas, los sufrimientos y también las alegrías del trabajo creador; haber forjado el metal bajo los fulgurantes resplandores de los altos hornos; es preciso haber sentido vivir la máquina para saber lo que es la fuerza del hombre y traducirla en una obra de arte. Es preciso, en fin, sumergirse en la existencia popular para osar retratarla. Las obras de esos artistas del porvenir que habrán vivido la vida del pueblo, como los grandes artistas del pasado, no estarán destinados a la venta. Ellas serán parte integrante de un todo viviente, que no podrá existir sin ellas, así como ellas no existirían sin él. Es esto lo que se irá a contemplar y cuya soberbia y serena belleza producirá un efecto beneficioso sobre los corazones y los espíritus. Para que el arte se desarrolle, debe relacionarse con la industria por mil gradaciones intermedias, de suerte que, por decirlo así, queden confundidos, como tan bien y tan frecuentemente lo han demostrado Ruskin y el gran poeta socialista Morris. Todo lo que rodea al hombre en su hogar, en la calle, en el interior y el exterior de los monumentos públicos, debe ser de pura forma artística. Pero esto no podrá realizarse más que en una ciudad donde todos disfruten de bienestar y de tiempo libre. Entonces se verán surgir asociaciones de arte, en las cuales cada uno pueda probar su capacidad; porque el arte no puede prescindir de una infinidad de trabajos suplementarios puramente manuales y técnicos. Estas asociaciones artísticas se encargarán de embellecer los hogares de sus miembros, como lo han hecho esos amables voluntarios, los pintores jóvenes de Edimburgo, decorando las paredes y los cielorrasos del gran hospital de pobres de la ciudad. El pintor o escultor que haya producido una obra de sentimiento personal e íntimo la ofrecerá a la mujer a quien ama o a un amigo. Hecha con amor, ¿su obra será inferior a las que satisfacen hoy la vanidad de burgueses y banqueros porque han costado mucho dinero? Lo mismo sucederá con todas las aspiraciones que se busque satisfacer más allá de lo estrictamente necesario. Quien apetezca un piano de cola, entrará en la asociación de los fabricantes de instrumento de música. Y dedicándole parte de sus medias jornadas libres, muy pronto tendrá el piano de sus sueños. Si se interesa por los estudios astronómicos, ingresará en la asociación de los astrónomos, con sus filósofos, sus observadores, sus calculadores, sus artistas en instrumentos astronómicos, sus científicos y sus aficionados, y tendrá el telescopio que desea, suministrando una parte de trabajo en la obra común, pues un observatorio astronómico requiere grandes labores, trabajos de albañil, de carpintero, de fundidor, de mecánico, siendo el artista quien da el toque final al instrumento de precisión. En una palabra, las cinco o siete horas diarias de que cada cual dispondrá después de haber consagrado algunas a la producción de lo necesario alcanzarían ampliamente para satisfacer todas las necesidades de lujo, infinitamente variadas. Millares de asociaciones se encargarán de ello. Lo que ahora es privilegio de una ínfima minoría, será así accesible para todos. El lujo, cesando de ser el aparato estúpido y escandaloso de los burgueses, se convertirá en una satisfacción artística. Todos estarían más felices con ello. En el trabajo colectivo, realizado con alegría de corazón para alcanzar un objetivo deseado -un libro, una obra de arte o un objeto de lujo-, cada uno encontrará el estímulo, el solaz necesario parar hacer agradable la vida. Trabajando para abolir la división entre patronos y esclavos trabajamos para la felicidad de unos y otros, para la felicidad de la humanidad.

NOTA

  • Nosotros lo sabemos por el ilustre científico Playfair, que lo relató recientemente, a la muerte de Joule.


El TRABAJO AGRADABLE

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Cuando los socialistas afirman que una sociedad emancipada del capital sabría hacer agradable el trabajo y suprimiría todo servicio repugnante y malsano, se les ríen en la cara. Y sin embargo, hoy mismo pueden verse sorprendentes progresos en este sentido, y en todas partes donde se han producido tales progresos los patrones no hacen más que congratularse por la economía de fuerza así obtenida. Es evidente que la fábrica podría hacerse tan sana y tan agradable como un laboratorio científico. Y que sería muy ventajoso hacerlo, no es menos evidente. Se trabaja mejor en una fábrica espaciosa y bien aireada, se aplican allí con más facilidad las pequeñas mejoras, cada una de las cuales representa una economía de tiempo y de mano de obra. Y si la mayor parte de las fábricas continúan siendo los lugares infectos y malsanos que nosotros conocemos, es porque el trabajador no cuenta para nada en la organización de las fábricas, y porque el rasgo característico de ellas es el más absurdo derroche de las fuerzas humanas. Sin embargo, como raras excepciones, se encuentran, por aquí y por allá, algunas fábricas tan bien arregladas, que sería un verdadero placer trabajar en ellas si el trabajo no durase más de cuatro o cinco horas diarias y si cada cual tuviese facilidad de variarlo según sus gustos. Hay una fábrica -dedicada, desgraciadamente, a productos de guerra- que nada deja que desear con relación a la organización sanitaria e inteligente. Ocupa veinte hectáreas de terreno, quince de las cuales están con cubierta de vidrio. El suelo, de ladrillos refractarios, se ve tan limpio como el de una casita de minero; y una escuadra de operarios, que no hacen otra cosa, limpian esmeradamente la techumbre acristalada. Allí se forjan barras de acero hasta de veinte toneladas de peso, y estando a treinta pasos de un inmenso horno, cuyas llamas tienen una temperatura de más de 1.000 grados, no se adivina su presencia sino cuando su inmensa boca deja escapar a un monstruo de acero. Y a este monstruo lo manejan sólo tres o cuatro trabajadores que abren, aquí o allá, un robinete, haciendo mover inmensas grúas por la presión del agua. Se entra predispuesto a oír el ruido ensordecedor de los mazazos, y se descubre que no hay ninguna maza. Los inmensos cañones de cien toneladas y los ejes de los vapores trasatlánticos son forjados por la presión hidráulica, y el obrero se limita a hacer girar la llave de un robinete para comprimir el acero, prensándolo en vez de forjarlo, lo que da un metal mucho más homogéneo, sin resquebrajaduras, cualquiera que sea el espesor de las piezas. Uno espera oír chirridos infernales, y en cambio, se ven maquinas que cortan masas de acero de diez metros de longitud sin hacer más ruido que el necesario para cortar un queso. Y cuando expresábamos nuestra admiración al ingeniero que nos acompañaba, éste nos respondía: “¡Se trata de una simple cuestión de economía! Esta máquina que cepilla el acero lleva en servicio cuarenta y dos años. No hubiera servido ni diez si sus partes, mal ajustadas o débiles, se entrechocasen, rechinasen a cada golpe del cepillo. ¿Los altos hornos? Sería un gasto inútil dejar irradiar afuera el calor, en vez de utilizarlo. ¿Por qué asar a los fundidores, cuando el calor perdido por irradiación representa toneladas de carbón? Los martinetes, que hacían temblar los edificios en cinco leguas a la redonda, ¡otro despilfarro más! Se forja mejor por presión que por choque, y cuesta menos; hay menos pérdida. El espacio concedido a cada banco de trabajo, la luminosidad de la fábrica, su higiene, todo es una simple cuestión de economía. Se trabaja mejor cuando se tiene buena luz y no hay hacinamiento. Verdaderamente -añadía él- estábamos muy hacinados antes de instalarnos acá. Lo que pasa es que el suelo resulta terriblemente caro en los alrededores de las grandes ciudades: ¡los propietarios son codiciosos!”. Lo mismo sucede con las minas. Aunque sólo sea por Zola o por los periódicos, ya se sabe lo que es hoy la mina. Pues bien; la mina futura estará bien ventilada, con una temperatura tan perfectamente regular como la de un gabinete de trabajo, sin caballos condenados a morir bajo de tierra, haciéndose la tracción subterránea por medio de un cable automotor puesto en movimiento desde la boca del pozo; los ventiladores estarán siempre en marcha, y nunca habrá explosiones. Esta mina no es un sueño; se ven ya en Inglaterra, y nosotros hemos visitado una. También aquí el orden es una simple cuestión de economía. La mina de la que hablamos, a pesar de su inmensa profundidad de 430 metros, suministra mil toneladas diarias de hulla con doscientos trabajadores solamente, o sea cinco toneladas por día y por trabajador, mientras que el promedio en los dos mil pozos de Inglaterra viene a ser de trescientas toneladas por año y por trabajador. Si hiciera falta, podríamos multiplicar los ejemplos demostrando que, para la organización material, el sueño de Fourier no era simplemente una utopía. Pero este asunto ha sido tratado ya frecuentemente por los periódicos socialistas, y ya hay una opinión formada. La fábrica, el taller, la mina, pueden ser tan sanos, tan magníficos como los mejores laboratorios de las universidades modernas, y cuanto mejor organizados estén desde ese punto de vista, más productivo resultará el trabajo humano. Y bien, ¿puede dudarse de que en una sociedad de iguales, en la que los brazos no estén forzados a venderse, el trabajo será realmente un placer, un entretenimiento? La tarea repugnante o malsana deberá desaparecer, porque es evidente que en estas condiciones es nociva para la sociedad entera. Los esclavos podrán liberarse; el hombre libre creará las nuevas condiciones para un trabajo agradable e infinitamente más productivo. Las excepciones de hoy serán la regla del mañana. Lo mismo será para el trabajo doméstico, que hoy la sociedad descarga sobre el chivo expiatorio de la humanidad, la mujer.

II

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Una sociedad regenerada por la revolución sabrá hacer que desaparezca la esclavitud doméstica, esa postrera forma de la esclavitud, la más tenaz quizá, porque también es la más antigua. Sólo que no lo hará del modo soñado por los falansterianos, ni de la manera como frecuentemente se lo imaginan los comunistas autoritarios. El falansterio repugna a millones de seres humanos. El hombre menos expansivo experimenta ciertamente la necesidad de reunirse con sus semejantes para un trabajo común, tanto más atrayente cuanto mayor es la conciencia de formar parte de un inmenso todo. Pero no sucede así con el tiempo libre dedicado al descanso y a la intimidad. El falansterio, y aun el familisterio, no lo tienen en cuenta, o bien tratan de responder a esta necesidad con agrupaciones artificiosas. El falansterio, que no es en realidad sino un inmenso hotel, puede agradar a algunos y aun a todos en ciertos momentos de su vida, pero la gran masa prefiere la vida de familia (de la familia del porvenir por supuesto); prefiere la habitación aislada, y los normandos y los anglosajones llegan hasta a preferir la pequeña casa de cuatro, seis u ocho piezas, en la cual pueden vivir separadamente la familia o la aglomeración de amigos. El falansterio, que tiene a veces su razón de ser, resultaría odioso si fuera la regla general. El aislamiento, alternando con las horas pasadas en sociedad, es la regla de la naturaleza humana. Es por esto que una de las grandes torturas de la prisión es la imposibilidad de aislarse, de la misma manera que el aislamiento celular deviene en tortura a su vez, cuando no es alternado con horas de vida social. En cuanto a las consideraciones económicas que a veces se hacen valer en favor del falansterio, son de economía de almacenero. La gran economía, la única razonable, es la de hacer la vida agradable para todos, porque el hombre satisfecho de su vida produce infinitamente más que aquel que maldice su entorno*. Otros socialistas repudian el falansterio. Pero cuando se les pregunta cómo podría organizarse el trabajo doméstico, responden: “Cada cual hará ‘su propio trabajo’. Mi mujer desempeña bien el de la casa; las burguesas harán otro tanto”. Y si es un burgués socializante el que habla, dirá a su mujer con una sonrisa graciosa: “¿No es verdad, querida, que estarías bien sin mucama en una sociedad socialista? Tú harías lo mismo que la mujer de nuestro buen amigo Pablo o la de Juan el carpintero, a quien conoces, ¿no es así?”. A lo que la mujer contesta con una sonrisa agridulce y un “Claro que sí, querido”, diciéndose aparte que, afortunadamente, eso no sucederá tan pronto. Sirvienta o esposa, es sobre la mujer, ahora y siempre, con la que cuenta el hombre para librarse del trabajo del hogar. Pero por fin la mujer también reclama su parte en la emancipación de la humanidad. Ya no quiere seguir siendo la bestia de carga de la casa. Ya es suficiente con todos los años de su vida que tiene que dedicar a la crianza de sus hijos. ¡Ya no quiere ser más la cocinera, la remendona, la barrendera de la casa! Y como las norteamericanas han tomado la delantera en esta obra de reivindicación, en los Estados Unidos hay una queja generalizada por la falta de mujeres que estén dispuestas a realizar tareas domésticas. La señora prefiere el arte, la política, la literatura o la sala de juego; la obrera hace otro tanto, y ya no se encuentran sirvientas. En los Estados Unidos, son raras las solteras y casadas que estén dispuestas a aceptar la esclavitud del delantal. Y la solución llega, evidentemente muy simple, dictada por la vida misma. Es la máquina la que se encarga de las tres cuartas partes del cuidado del hogar. Si uno se lustra los zapatos, sabe cuán ridículo es ese trabajo. ¿Puede haber nada mas estúpido que frotar veinte o treinta veces un zapato con el cepillo? Es preciso que una décima parte de la población europea se venda a cambio de un jergón y de alimento insuficiente, para hacer ese servicio embrutecedor; es necesario que la mujer se considere a sí misma como una esclava, para que docenas de millones de brazos sigan practicando cada mañana semejante operación. Sin embargo, los peluqueros tienen máquinas para cepillar los cráneos lisos y las cabelleras crespas. ¿No es muy sencillo aplicar el mismo principio a la otra extremidad? Eso es lo que se ha hecho. Hoy, la máquina de lustrar el calzado es de uso general en los grandes hoteles norteamericanos y europeos. También se difunde fuera de ellos. En las grandes escuelas de Inglaterra, divididas en secciones de cincuenta a doscientos colegiales internos cada una, se ha encontrado más sencillo tener un solo establecimiento que cada mañana cepilla a máquina los mil pares de zapatos; esto evita el tener que sostener un centenar de empleadas dedicadas especialmente a esa operación estúpida. El establecimiento recoge por la noche los zapatos y los devuelve por la mañana a domicilio, lustrados a máquina. ¡Lavar la vajilla! ¿Dónde habrá un ama de casa que no tenga horror a esa trabajo? Tarea larga y sucia a la vez, y que se hace todavía mayormente a mano, únicamente porque el trabajo de la esclava doméstica no cuenta. En Norteamérica se ha encontrado algo mejor. Ya hay cierto número de ciudades en las cuales el agua caliente se envía a domicilio, como el agua fría entre nosotros. En estas condiciones, el problema era de una gran sencillez, y una mujer, la señora Cockrane, lo ha resuelto. Su máquina lava veinte docenas de platos, los enjuaga y seca en menos de tres minutos. Una fábrica de Illinois construye estas máquinas, que se venden a un precio accesible para hogares medianos. En tanto las casas más pequeñas enviarán su vajilla a un establecimiento, como se hace con los zapatos. Hasta es probable que las dos funciones, cepillado y lavado, sean hechas por la misma empresa. Limpiar los cuchillos; desollarse la piel lavando la ropa y retorcerse las manos exprimiendo el agua de ella; barrer el suelo o cepillar las alfombras levantando nubes de polvo, que es preciso quitar en seguida con sumo trabajo de los sitios donde va a posarse, todo esto se hace aún, porque la mujer sigue siendo esclava. Pero esto comienza a desaparecer, todas esas funciones se realizan infinitamente mejor a máquina; y las máquinas de todas clases se introducirán en el hogar cuando la distribución de la electricidad a domicilio permita ponerlas todas en movimiento, sin gastar el menor esfuerzo muscular. Las máquinas cuestan muy poco, y si aún se pagan muy caras, es porque no son de uso general, y sobre todo porque una tasa exorbitante, un 75 por ciento, se lo han llevado ya esos señores que especulan con el suelo, las materias primas, la fabricación, la venta, la patente, el impuesto y así de seguido, y a que todos quieren ostentar su riqueza. Pero la pequeña máquina domiciliaria no es la última palabra para la liberación del trabajo doméstico. El hogar sale de su actual aislamiento. Se asocia con otros hogares para hacer en común lo que hoy se realiza separadamente. El porvenir no es tener en cada casa una máquina de limpiar el calzado, otra para lavar los platos, una tercera para lavar la ropa, y así sucesivamente. El porvenir es del calorífero común, que envía el calor a cada cuarto de todo un barrio y evita el encender braseros. Esto se hace ya en algunas ciudades norteamericanas. Una gran casa central envía agua caliente a todas las casas, a todas las habitaciones. El agua circula por tubos, y para regular la temperatura, sólo hay que dar vueltas a una llave. Y si se quiere tener además fuego encendido en un cuarto determinado, puede encenderse el gas especial de calefacción, enviado desde un depósito central. Todo ese inmenso servicio de limpiar chimeneas y de mantener el fuego -la mujer sabe cuánto tiempo absorbe- ya está en vías de desaparecer. La vela, la lámpara de petróleo y hasta el mechero de gas han pasado ya. Hay ciudades enteras donde basta apretar un botón para que surja la luz, y en último término, es una simple cuestión de economía -y de conocimiento- el que se pueda obtener el lujo de la lámpara eléctrica. En fin, es cuestión ya -y siempre refiriéndonos a Norteamérica-de formar sociedades para suprimir la casi totalidad del trabajo doméstico. Sería suficiente crear servicios hogareños para cada manzana de casas. Un carro iría a recoger a domicilio los cestos con calzado para embetunar, con vajilla para limpiar, con ropa para lavar, con pequeñas cosas para remendar (si valen la pena), con alfombras para cepillar, y al día siguiente, por la mañana, devolvería hecha, y bien hecha, la labor que se le hubiese confiado. Algunas horas mas tarde, aparecerían en las mesas el café caliente y los huevos cocidos en su punto. En efecto, entre el mediodía y las dos de la tarde hay seguramente mas de veinte millones de norteamericanos y otros tantos ingleses comiendo todos ellos asado de vaca o de cordero, cerdo guisado, papas cocidas y verduras de estación. Y por lo menos hay ocho millones de hornallas encendidas durante dos o tres horas para cocinar esa carne y cocer esas hortalizas; ocho millones de mujeres dedicadas a preparar esa comida, que quizá no consista en más de diez platos diferentes. “¡Cincuenta hornallas encendidas, cuando una sola sería suficiente!”, escribía hace un tiempo una norteamericana. Que las familias con sus hijos coman en sus mesas, si quieren. Pero por favor, ¿para qué esas cincuenta mujeres perdiendo sus mañanas en hacer algunas tazas de café y en preparar un desayuno sencillo? ¿Por qué esos cincuenta fuegos, cuando con dos personas y un solo fuego bastarían para cocinar todos esos trozos de carne y todas esas verduras? Que elijan aquellos de paladar delicado su propio asado de carne vacuna o de cordero. ¡Que condimenten a su gusto las verduras si prefieren tal o cual salsa! Pero que no tengan más que una cocina espaciosa y un único horno arreglado como lo quieran. ¿Por qué el trabajo de la mujer no ha contado nunca para nada?, ¿por qué en cada familia, la madre y con frecuencia tres o cuatro sirvientas, tienen que dar todo su tiempo a los asuntos de la cocina? Porque aquellos mismos que quieren la liberación del género humano no han incluido a la mujer en su sueño de emancipación y consideran como indigno de su alta dignidad masculina pensar “en esos menesteres de la cocina”, de los que ellos se descargan sobre las espaldas del gran chivo expiatorio: la mujer. Emancipar a la mujer no es abrir para ella las puertas de la universidad, del foro y del Parlamento. Es siempre sobre otra mujer que la mujer liberada descarga el peso de los trabajos domésticos. Emancipar a la mujer es liberarla del trabajo embrutecedor de la cocina y del lavado: es organizarse de modo que le permita, si le parece, criar y educar a sus hijos, conservando tiempo libre para tomar parte en la vida social. Esto se hará, ya lo hemos dicho, ya comienza a hacerse. Sepamos que una revolución que se embriague con las bellas palabras de Libertad, Igualdad y Solidaridad, manteniendo la esclavitud del hogar, no será la revolución. La mitad de la humanidad, sufriendo la esclavitud de la homalla de cocina, tendría aún que rebelarse contra la otra mitad.


NOTA

  • Parece que los comunistas de la Joven Icaria han comprendido la importancia de la libre elección en las relaciones cotidianas en horas de trabajo. El ideal de los comunistas religiosos ha sido siempre el consumo de alimentos en común y es por la alimentación en común que los primeros cristianos manifestaban su adhesión al cristianismo. La comunión es aún su último vestigio. Los Jóvenes Icarianos han roto con esta tradición religiosa. Ellos cenan en un salón común, pero en pequeñas mesas separadas, en las que se ubican según lo que les interese en el momento. Los comunistas de Anama tiene cada uno su casa y comen allí, tomando sus provisiones a voluntad de los almacenes de la Comuna.


El LIBRE ACUERDO

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Habituados como estamos, por prejuicios hereditarios, por una educación y una instrucción absolutamente falsas, a no ver en todas partes más que gobierno, legislación y magistratura, llegamos a creer que los hombres vamos a destrozamos unos a otros, como fieras, el día en que la policía no tenga sus ojos puestos sobre nosotros, y que sería el caos si, por algún cataclismo, la autoridad desapareciera. Y pasamos, sin damos cuenta, junto a mil agrupaciones humanas que se constituyen libremente, sin ninguna intervención de la ley, y que logran realizar cosas infinitamente superiores a las que se realizan bajo la tutela gubernamental. Abramos un diario. Sus páginas están enteramente consagradas a los actos de gobierno, al revoltijo político. Al leerlo, un chino creería que en Europa nada se hace sin la orden de alguna autoridad. Encontremos lo que sea sobre las instituciones que nacen, crecen y se desarrollan sin prescripciones ministeriales. ¡Nada o casi nada! Inclusive si hay una sección de “Hechos diversos”, es porque se relacionan con la policía. Un drama de familia o un acto de rebelión no serán mencionados a menos que se asomen las fuerzas del orden. Trescientos cincuenta millones de europeos se aman o se odian, trabajan o viven de sus rentas, sufren o gozan. Pero su vida y sus actos (aparte de la literatura, del teatro y del deporte) permanecen ignorados para los periódicos si no han intervenido de una manera u otra los gobiernos. Lo mismo sucede con la historia. Conocemos los menores detalles de la vida de un rey o de un Parlamento; se han conservado todos los discursos, buenos y malos, pronunciados así como los chismes de las sesiones, “que jamás han influido en el voto de un solo miembro”, como decía un viejo parlamentario. Las visitas de los reyes, el buen o mal humor de los políticos, sus juegos de palabras y sus intrigas, todo eso se ha preservado, cuidadosamente, para la posteridad. Pero tenemos todas las dificultades del mundo para reconstituir la vida de una ciudad de la Edad Media, para conocer el mecanismo de ese inmenso comercio de intercambio que se realizaba entre las ciudades hanseáticas o para saber cómo la ciudad de Rouen construyó su catedral. Si algún sabio ha dedicado su vida a estudiarlo, sus obras permanecen desconocidas, y las historias “parlamentarias”, es decir, falsas, puesto que no hablan sino de un solo aspecto de la vida de las sociedades, se multiplican, se divulgan, se enseñan en las escuelas. Y nosotros, ni siquiera advertimos la prodigiosa tarea que lleva a cabo diariamente la agrupación espontánea de los hombres, y que constituye la obra capital de nuestro siglo. Es por esto que nos proponemos relevar algunas de estas manifestaciones, las más evidentes, y mostrar que los hombres -desde que sus intereses no son absolutamente contradictorios-, se entienden maravillosamente para las acciones en común sobre cuestiones muy complejas. Es evidente que en la sociedad actual, basada en la propiedad individual, es decir, en la expoliación y en el individualismo sin límites, y por tanto estúpido, los hechos de este género son necesariamente limitados; en ella, el común acuerdo no es siempre perfectamente libre, y frecuentemente funciona para un fin mezquino, cuando no execrable. Pero lo que nos importa no es hallar ejemplos que imitar a ciegas, y que, por supuesto, tampoco podría suministrarnos la sociedad actual. Lo que nos hace falta es destacar que, a pesar del individualismo autoritario que nos asfixia, hay siempre en el conjunto de nuestra vida una parte muy vasta donde no se obra mas que por el libre acuerdo, y que es mucho más fácil vivir sin gobierno de lo que se piensa. En apoyo de nuestra tesis, retomaremos el caso de los ferrocarriles, que ya hemos citado. Se sabe que Europa posee una red de vías férreas de 280.000 kilómetros, y que por esa red se puede circular hoy sin detenciones y hasta sin cambiar de vagón (cuando se viaja en tren expreso) de Norte a Sur, del poniente al levante, de Madrid a Petersburgo y de Calais a Constantinopla. Mejor que esto: un bulto depositado en una estación ferroviaria irá a poder del destinatario, así se encuentre en Turquía o en el Asia central, sin más formalidad por parte del remitente que la de escribir el punto de destino en un pedazo de papel. Este resultado podría obtenerse de dos maneras. O bien un Napoleón, un Bismarck, un potentado cualquiera, podría conquistar Europa, y desde París, Berlín o Roma trazar sobre el mapa la dirección de las vías férreas y reglar la marcha de los trenes. El idiota coronado de Nicolás I ha soñado hacerlo así. Cuando le presentaron proyectos para construir líneas férreas entre Moscú y Petersburgo, tomó una regla y trazó en el mapa de Rusia una línea recta entre sus dos capitales, diciendo: “He aquí la traza”. Y el tendido se hizo en línea recta, rellenando profundas hondonadas y elevando puentes vertiginosos, que fue preciso abandonar al cabo de algunos años, costando, en promedio, dos o tres millones el kilómetro. Ésta es una de las maneras, pero en otras partes se ha hecho de otra forma. Los ferrocarriles se han construido por redes troncales, éstas se han enlazado entre sí, y después, las cien diversas compañías propietarias de esos ramales han buscado entenderse para hacer coincidir sus trenes al arribo y a la partida y para hacer circular por sus vías coches de todas procedencias, sin descargar las mercancías al pasar de una red a otra. Todo esto se ha hecho por el libre acuerdo, por el intercambio de cartas y propuestas, por medio de congresos adónde van los delegados a discutir tal o cual cuestión especial -no para legislar- y después de los congresos, los delegados regresan a sus compañías, no con una ley, sino con un proyecto de contrato para ratificar o desechar. Ciertamente, han habido tironeos. Ciertamente han habido obstinados que no se querían dejar convencer. Pero el interés común ha terminado por hacer poner de acuerdo a todo el mundo sin que haya habido necesidad de invocar a los ejércitos contra los recalcitrantes. Esta inmensa red de ferrocarriles enlazados entre sí, y ese prodigioso tráfico a que dan lugar, constituyen ciertamente el rasgo más asombroso de nuestro siglo, y se debe al libre acuerdo. Si hace cincuenta años alguien lo hubiera previsto y predicho, nuestros abuelos lo hubiesen creído loco o imbécil. Habrían exclamado: “¡Nunca se logrará que cien consorcios de accionistas se pongan de acuerdo! Eso es una utopía, un cuento de hadas. Únicamente un gobierno central, con un director fuerte, podría imponerlo”. Pues bien; lo más interesante de esa organización es ¡que no hay ningún gobierno central europeo para los ferrocarriles! ¡Nada! ¡No hay ministro de ferrocarriles, no hay dictador, ni siquiera un parlamento continental, ni siquiera un comité directivo! Todo se hace por contrato. Y nosotros le preguntamos al estatista que pretende que “nunca se podrá prescindir del gobierno central, aunque no sea más que para regular el tráfico”: ¿Pero cómo pueden prescindir de todo eso los ferrocarriles de Europa? ¿Cómo logran hacer viajar millones de viajeros y montañas de mercancías a través de todo un continente? Si las compañías propietarias de los ferrocarriles han podido entenderse, ¿por qué los trabajadores que se apropien de las líneas férreas no podrán ponerse de acuerdo de la misma manera? Y si la compañía de Petersburgo-Varsovia y la de París-Belfort pueden actuar coordinadamente sin darse el lujo de un comandante conjunto, ¿por qué en el seno de nuestras sociedades, constituidas cada una de ellas por un grupo de trabajadores libres, habría necesidad de un gobierno?

II

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Cuando ensayamos demostrar con ejemplos que hoy mismo, no obstante la iniquidad que preside a la organización de la sociedad actual, los hombres, siempre que sus intereses no sean diametralmente opuestos, saben muy bien ponerse de acuerdo sin la intervención de la autoridad, no ignoramos las objeciones que se nos harán. Estos ejemplos tienen su lado defectuoso, porque es imposible citar una sola organización exenta de la explotación del débil por el fuerte, del pobre por el rico. Es por esto que los estatistas no dejarán ciertamente de decirnos, con la lógica que le conocemos: “¡Se nota que la intervención del Estado es necesaria para terminar con la explotación!”. Solamente que, olvidando las lecciones de la historia, ellos no nos dirán hasta qué punto ha contribuido el Estado mismo a agravar tal situación, creando al proletariado y abandonándolo a los explotadores. Y olvidarán también decimos si es posible acabar con la explotación mientras sus causas primeras -el capital individual y la miseria, creada artificialmente en sus dos tercios por el Estado- continúen existiendo. A propósito del acuerdo entre las compañías ferroviarias, es de prever que nos digan: “¿No ven cómo las compañías de ferrocarriles explotan y maltratan a sus empleados y a los viajeros? ¡Es preciso que intervenga el Estado para proteger al público!”. Pero hemos dicho y repetido muchas veces que mientras haya capitalistas se perpetuarán esos abusos de poder. Precisamente el Estado -el pretendido benefactor- es quien ha dado a las compañías ese terrible poderío que hoy poseen. ¿No ha creado las concesiones, las garantías? ¿No ha enviado sus tropas contra los empleados de los ferrocarriles en huelga? Y al principio (eso aún se ve en Rusia), ¿no ha extendido el privilegio hasta el punto de prohibir a la prensa el mencionar los desastres ferroviarios para no depreciar las acciones de las que se hacía garante? ¿No ha favorecido, en efecto, el monopolio que ha consagrado a los Vanderbilt, a los Polyakoff, a los directores del París-Lyon-Mediterrenne, a los del San Gotardo como “los reyes de la época”? Así pues, si ponemos como ejemplo el tácito acuerdo establecido entre las compañías de ferrocarriles, no es como un ideal de distribución económica, ni siquiera como un ideal de organización técnica. Es para mostrar que si capitalistas sin otro objetivo que el de aumentar sus rentas a expensas de todo el mundo pueden conseguir explotar las vías férreas sin fundar para eso una oficina internacional, las sociedades de trabajadores podrán hacer lo mismo, y aun mejor, sin nombrar un ministerio de los ferrocarriles europeos. Otra objeción se presenta, más seria en apariencia. Se nos podrá decir que el acuerdo del cual hablamos no es enteramente libre: que las grandes compañías imponen su ley a las pequeñas. Se podrá citar, por ejemplo, a una poderosa compañía que obliga a los viajeros de Berlín a Basilea a pasar por Colonia y Fráncfort, en vez de seguir el camino de Leipzig; a otra que impone a las mercancías rodeos de cien y doscientos kilómetros (en largos trayectos) para favorecer a poderosos accionistas; en fin, tal otra que arruina a las líneas secundarias. En los Estados Unidos, viajeros y mercancías se ven algunas veces obligados a seguir inverosímiles trazados, para que los dólares afluyan al bolsillo de un Vanderbilt. Nuestra respuesta será la misma. Mientras exista el capital, siempre el gran capital podrá oprimir al pequeño. Pero la opresión no sólo resulta del capital. Es, sobre todo, por el sostén del Estado, por el monopolio que el Estado crea en su favor, que ciertas grandes compañías oprimen a las pequeñas. Marx ha demostrado muy bien cómo la legislación inglesa ha hecho todo lo posible para arruinar la pequeña industria, para reducir al campesino a la miseria y proporcionar a los grandes industriales batallones de famélicos, forzados a trabajar por cualquier salario. Exactamente lo mismo sucede con la legislación relativa a los ferrocarriles. Líneas estratégicas, líneas subvencionadas, líneas recibiendo el monopolio del correo internacional: todo se ha puesto enjuego a beneficio de los peces gordos de las finanzas. Cuando Rothschild -acreedor de todos los Estados europeos- compromete su capital en determinada línea férrea, sus fieles vasallos, los ministros, se las arreglarán para hacerle ganar ventaja. En los Estados Unidos -esa democracia que los autoritarios nos proponen algunas veces por ideal- se mezcla el fraude más escandaloso en todo lo concerniente a los ferrocarriles. Si tal o cual compañía mata a sus competidores con una tarifa muy baja, es porque se resarce por otra parte con los terrenos que, mediante sobornos, le ha concedido el Estado. Los documentos publicados recientemente sobre el trigo americano nos han mostrado la participación del Estado en esta explotación del débil por el fuerte. También aquí el Estado ha duplicado, centuplicado la fuerza del gran capital. Y cuando vemos a los sindicatos de compañías ferrocarrileras (otro producto del libre común acuerdo) conseguir, algunas veces, proteger a las pequeñas compañías contra las grandes, no nos queda más que asombrarnos de la fuerza intrínseca del convenio libre, a pesar de la omnipotencia del gran capital secundado por el Estado. En efecto, las pequeñas compañías viven a pesar de la parcialidad del Estado; y si en Francia -país de centralización- no vemos más que cinco o seis grandes compañías, en Gran Bretaña se cuentan más de ciento diez, que se entienden a las mil maravillas, y con seguridad están mejor organizadas, para el rápido transporte de mercancías y viajeros que los ferrocarriles franceses y alemanes. Además, no es ésa la cuestión. El gran capital, favorecido por el Estado, puede siempre, si lo encuentra ventajoso, aplastar al pequeño. Lo que nos interesa es esto: el acuerdo entre las centenares de compañías a las que pertenecen los ferrocarriles de Europa se ha establecido directamente, sin la intervención de un gobierno central que imponga la ley a las diversas sociedades; este acuerdo se ha mantenido por medio de congresos compuestos de delegados que discuten entre sí y que someten a sus comitentes proyectos y no leyes. Éste es un principio nuevo, que difiere totalmente del principio gubernamental, monárquico o republicano, absolutista o parlamentario. Es una innovación que se introduce, aún tímidamente, en las costumbres de Europa, pero el porvenir es suyo.

III

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Cuantas veces habremos leído en los escritos de los socialistas de Estado exclamaciones de este género: “¿Y quién se encargará en la sociedad futura de regularizar el tráfico en los canales? Si, a alguno de sus compañeros anarquistas, se le pasase por la cabeza atravesar su barco en un canal e impedir el tránsito a millares de barcos, ¿quién lo haría entrar en razón?”. Reconozcamos que la suposición es un poco fantasiosa. Pero se podría añadir: “Y si, por ejemplo, tal comuna o tal grupo quisiera hacer pasar sus barcos antes que los otros, ellos ocuparían el canal para acarrear, por ejemplo, piedras, mientras que el trigo destinado a otra comuna quedaría atascado. ¿Entonces quién, sino el gobierno, regularizaría la marcha de los barcos?”. Y bien, la vida real también ha mostrado que muy bien se puede prescindir del gobierno, en éste como en otros casos. El libre acuerdo, la libre organización, reemplazan esta máquina costosa y nociva, y lo hacen mejor. Se conoce lo que representan los canales para Holanda: son sus rutas. También se sabe el tráfico que se hace por esos canales. Lo que se transporta entre nosotros por una carretera o un ferrocarril, se transporta en Holanda por los canales. Allá es donde tendrían que estar peleando para hacer pasar unos barcos antes que otros. ¡Es allá donde tendría que intervenir el gobierno para poner orden en el tráfico! Pues bien, no. Más prácticos, los holandeses, desde hace largo tiempo han sabido arreglárselas de otro modo, creando una especie de guildas, de sindicatos de barqueros. Éstas son asociaciones libres, surgidas de las necesidades mismas de la navegación. El paso de las barcos se hacía según cierto orden de inscripción, siguiendo todos un turno. Ninguno debía adelantarse a los otros, so pena de ser excluidos del sindicato. Ninguno se estacionaba más de cierto número de días en los puertos de embarque, y si en ese tiempo no hallaba mercancías que transportar, mala suerte, partía vacío pero dejaba el puesto a los recién llegados. Así se evitaba la aglomeración, aun cuando la competencia entre los empresarios, consecuencia de la propiedad individual, estuviese intacta. Suprimidas éstas, el acuerdo sería aún más cordial, más equitativo para todos. Por supuesto, el propietario de cada barco podía adherirse o no al sindicato: eso era asunto suyo, pero la mayoría prefería afiliarse. Los sindicatos presentan además tan grandes ventajas, que se han difundido por el Rin, el Weser y el Oder, hasta Berlín. Los barqueros no han esperado a que el gran Bismarck haga la anexión de Holanda a Alemania y nombre un Ober-Haupt-General-Staats-Canal-Navigations-Rath con un número de galones correspondiente a la longitud de su título. Han preferido entenderse intemacionalmente. Y aún más, gran número de veleros que prestan servicio entre los puertos alemanes y los de Escandinavia, así como los de Rusia, han adherido también a esos sindicatos, con el fin de establecer cierta armonía en el ajetreo de los buques. Surgidas libremente y reclutando voluntariamente sus adherentes, estas asociaciones no tienen que ver nada con los gobiernos. Es posible, es muy probable en todo caso, que también aquí el gran capital oprima al pequeño. Puede ser también que el sindicato tenga tendencias a erigirse en monopolio, sobre todo con el precioso patronazgo del Estado, que no dejará de mezclarse en esto. Tan sólo no olvidemos que esos sindicatos representan una asociación cuyos miembros no tienen más que intereses personales; pero si cada armador se viese obligado, por la socialización de la producción, del consumo y del cambio, a formar parte al mismo tiempo de otras cien asociaciones necesarias para la satisfacción de sus necesidades, las cosas cambiarían de aspecto. Poderoso en el agua el grupo de los bateleros, se sentiría débil en tierra firme y moderaría sus pretensiones, para concertarse con los ferrocarriles, las fábricas y todos los otros agrupamientos. En todo caso, sin hablar del porvenir, he aquí también una asociación espontánea que ha podido prescindir del gobierno. Pasemos a otros ejemplos. Ya que estamos hablando de buques y barcos, citemos una de las más hermosas organizaciones que han surgido en nuestro siglo, una de aquellas que más justamente podemos elogiar: la asociación inglesa de salvataje (Lifeboat Associations). Se sabe que, en las costas de Inglaterra, todos los años encallan más de mil buques. En alta mar, un buen barco rara vez teme a la tempestad. Es cerca de las costas donde le aguardan los peligros: un mar agitado que le destroza el codaste, ráfagas de viento que le arrancan mástiles y velas, corrientes que lo hacen ingobernable, arrecifes y bajíos sobre los que se ve arrojado. Incluso cuando, en otros tiempos, los habitantes de las costas encendían fogatas para atraer los buques hacia los escollos y apoderarse -según la costumbre- de su cargamento, siempre han hecho todo lo posible para salvar a las tripulaciones. Al ver a un buque en peligro, lanzaban sus cáscaras de nuez y se dirigían en socorro de los náufragos, para encontrar muy a menudo ellos mismos la muerte entre las olas. Cada aldea a orillas del mar tiene leyendas acerca del heroísmo desplegado, tanto por mujeres como hombres, para salvar a las tripulaciones de la muerte. El Estado y los científicos han hecho algo para disminuir el número de los siniestros. Los faros, las señales, los mapas, las advertencias meteorológicas, ciertamente, los han reducido mucho. Pero por cada año siempre quedan un millar de embarcaciones y muchos miles de vidas humanas que salvar. Así que algunos hombres de buena voluntad se pusieron a trabajar. Buenos marinos, ellos mismos imaginaron un bote de salvamento que pudiese desafiar a la tormenta sin irse a pique ni zozobrar, e iniciaron alguna campaña para interesar al público en la empresa, encontrar el dinero necesario, construir los barcos y situarlos en las costas, en todas partes donde pudieran prestar servicios. Estas personas no eran jacobinos, no se dirigieron al gobierno. Habían comprendido que para realizar bien su empresa era necesaria la participación de los marinos, su entusiasmo, su conocimiento de los lugares y, por sobre todo, su abnegación. Y para encontrar hombres que a la primera señal se lanzaran de noche al caos de las olas, sin dejarse detener por las tinieblas ni por las rompientes, y que estuvieran dispuestos a luchar cinco, seis, diez horas, contra el oleaje antes de poder abordar al buque en peligro -hombres dispuestos a jugarse la vida para salvar la de los demás- se necesita el sentimiento de solidaridad, el espíritu de sacrificio que no se adquiere con los galones. Éste fue entonces un movimiento totalmente espontáneo, producto del libre acuerdo y de la iniciativa individual. Centenares de grupos locales surgieron a lo largo de las costas. Los iniciadores tuvieron el buen sentido de no ponerse en la posición de maestros: buscaron ideas en las aldeas de los pescadores. Un lord envió a un pueblo de la costa veinticinco mil francos para construir un bote de salvamento; se aceptó el donativo, pero se dejó el emplazamiento a elección de los pescadores y marinos de aquella localidad. No es el almirantazgo quien hace los planos de las nuevas embarcaciones. “Puesto que importa -leemos en el informe de la Asociación- que los socorristas tengan plena confianza en la embarcación que tripulan, el comité se impone ante todo la tarea de dar a los botes la forma y el equipamiento que puedan desear los propios socorristas”. Por eso cada año se introduce un perfeccionamiento nuevo. ¡Todo por los voluntarios, que se organizan en comités o grupos locales! ¡Todo por la ayuda mutua y el libre acuerdo! ¡Qué anarquistas! Por eso no piden nada a los contribuyentes, y el año pasado se les dieron 1.076.000 francos de cotizaciones espontáneas. En cuanto a los resultados, aquí están: En 1891 la Asociación poseía doscientos noventa y tres botes de salvamento. Ese mismo año salvó a seiscientos un náufragos y a treinta y tres buques. Desde su fundación ha salvado a treinta y dos mil seiscientos setenta y un seres humanos. En 1886 habiéndose perdido entre las olas tres botes de salvamento con todos sus hombres, se presentaron centenas de nuevos voluntarios a inscribirse, se constituyeron en grupos locales, y esa agitación tuvo por resultado el que se construyeran veinte botes suplementarios. Advirtamos de paso que la Asociación envía cada año, a los pescadores y marinos, excelentes barómetros a un precio tres veces menor que su valor real. Ella propaga los conocimientos meteorológicos y tiene a los interesados al corriente de las variaciones súbitas previstas por los científicos. Repetimos que los pequeños comités o grupos locales no están organizados jerárquicamente y se componen únicamente de socorristas voluntarios y de personas que se interesan por esa obra. El comité central, que es más bien un centro de correspondencia, no interviene de manera alguna. Es verdad que cuando en la localidad se trata de votar acerca de un asunto de educación o de un impuesto local esos comités no toman parte como tales en las deliberaciones, modestia que, desgraciadamente, no imitan los elegidos de un consejo municipal. Pero, por otra parte, estas valerosas personas no admiten que quienes no han afrontado nunca las tormentas les redacten leyes acerca del salvamento. A la primera señal de peligro se reúnen, se ponen de acuerdo y van para adelante. Nada de galones, mucha buena voluntad. Tomemos otra sociedad del mismo género, la de la Cruz Roja. Poco importa su nombre: veamos de qué se trata. Imaginemos que alguien hubiese dicho hace veinticinco años: “El Estado que es tan capaz de hacer masacrar a veinte mil hombres -y hacer heridas a otros cincuenta mil- en un solo día, es incapaz para prestar socorro a sus propias víctimas. Por lo tanto, mientras exista la guerra, es necesario que intervenga la iniciativa privada y que los hombres de buena voluntad se organicen internacionalmente para esa obra humanitaria”. ¡Qué diluvio de burlas hubiese llovido sobre quien hubiera osado emplear este lenguaje! En primer término, lo hubieran tratado de utopista, y si después se hubiese dignado a abrir la boca, le hubieran respondido: “Precisamente faltarán voluntarios allí donde más se sienta su necesidad. Los hospitales libres estarán centralizados en un lugar seguro, en tanto que las ambulancias carecerán de lo indispensable. Las rivalidades nacionales harán que los pobres soldados mueran sin socorro”. Tantos oradores, tantas reflexiones desalentadoras. ¡Quién de nosotros no ha oído perorar en ese tono! Pues bien; sabemos lo que ocurre. Se han organizado libremente sociedades de la Cruz Roja en todas partes, en cada país, en miles de localidades, y al estallar la guerra de 1870-71, los voluntarios se pusieron a la obra. Hombres y mujeres acudieron a ofrecer sus servicios. Se organizaron a millares los hospitales y las ambulancias, fueron enviados trenes llevando ambulancias, víveres, ropas y medicamentos para los heridos. Las comisiones inglesas enviaron convoyes enteros de alimentos, vestidos, herramientas, grano para sembrar, animales de tiro, ¡Hasta arados de vapor con sus conductores para ayudar al laboreo de los departamentos devastados por la guerra! Consultemos tan sólo La Cruz Roja, de Gustavo Moynier, para realmente asombrarnos de lo inmenso de la tarea cumplida. En cuanto a los profetas siempre prestos a rehusar a otros hombres el coraje, el buen sentido, la inteligencia, y ellos solos se creen capaces de imponer su autoridad a la gente, ninguna de sus previsiones se ha realizado. La abnegación de los voluntarios de la Cruz Roja ha sido superior a todo elogio posible. Sólo pedían ocupar los puestos de mayor peligro. Y mientras que los médicos asalariados por el Estado huían con su estado mayor al aproximarse los prusianos, los voluntarios de la Cruz Roja continuaban su tarea bajo las balas, soportando las brutalidades de los oficiales bismarckistas y napoleónicos, prodigando los mismos cuidados a los heridos de todas las nacionalidades: holandeses e italianos, suecos y belgas, hasta japoneses y chinos, se entendían a las mil maravillas. Distribuían sus hospitales y ambulancias según las necesidades del momento; rivalizaban sobre todo en la higiene de sus hospitales. ¡Cuantos franceses hablan aún, con profunda gratitud, de los tiernos cuidados que recibieron por parte de alguna voluntaria, holandesa o alemana, en las ambulancias de la Cruz Roja! ¡ Qué le importa al autoritario! Su ideal es el médico militar, asalariado del Estado. ¡Al diablo entonces la Cruz Roja, con sus hospitales higiénicos, si las enfermeras no son funcionarios! He aquí una organización nacida ayer y que cuenta en este momento sus miembros por centenares de miles; que posee ambulancias, hospitales, trenes, que elabora procedimientos nuevos para tratar las heridas, y que se debe a la iniciativa espontánea de algunos hombres de corazón. ¿Se nos dirá tal vez que los Estados también participan en algo en esa organización? Sí; los Estados han metido su mano para apoderarse de ella. Los comités directivos están presididos por ésos a quienes los lacayos llaman príncipes de sangre. Emperadores y reinas prodigan su patronato a los comités nacionales. Pero no es a ese patronazgo a lo que se debe el éxito de la organización, sino a los mil comités locales de cada nación, a la actividad de sus individuos, a la abnegación de todos los que tratan de aliviar a las víctimas de la guerra. ¡Y esa abnegación sería aún mucho mayor si el Estado no se entremetiese absolutamente nada! En todo caso, no fue por órdenes de ninguna junta directiva internacional por lo que ingleses y japoneses, suecos y chinos se apresuraron a enviar socorros a los heridos de 1871. Los hospitales se levantaban en el territorio invadido, y las ambulancias iban a los campos de batalla, no por órdenes de ningún ministerio internacional, sino por iniciativa de los voluntarios de cada país. Una vez en el sitio, no se tiraron de los pelos, como preveían los jacobinos: todos se pusieron a la obra, sin distinción de nacionalidades. Nosotros podemos lamentar que tan grandes esfuerzos sean puestos al servicio de una causa tan mala y preguntarnos como el niño del poeta: “¿Por qué se los hiere, si se los cura después?”. Buscando demoler la fuerza del capital y el poder de los burgueses, trabajamos para poner fin a las muertes, y querríamos mejor ver a los voluntarios de la Cruz Roja desplegar su actividad para llegar junto a nosotros a suprimir las guerras. Pero debemos mencionar esta inmensa organización como una prueba más de los fecundos resultados producidos por el libre acuerdo y la libre concurrencia. Si quisiéramos multiplicar los ejemplos tomados del arte de exterminar a los hombres, no terminaríamos más. Es suficiente solamente con citar a las innumerables sociedades a las que, más que nada, debe su fuerza el ejército alemán, que no depende sólo de su disciplina, como en general se cree. Esas sociedades pululan en Alemania y tienen por objetivo propagar los conocimientos militares. En uno de los últimos congresos de la Alianza militar alemana (Kriegerbund) han concurrido delegados de dos mil cuatrocientas cincuenta y dos sociedades federadas entre sí, sumando ciento cincuenta y un mil setecientos doce miembros. Sociedades de tiro, de juegos militares, de juegos estratégicos, de estudios topográficos: éstos son los talleres donde se elaboran los conocimientos técnicos del ejército alemán, no en las escuelas de regimiento. Es una red formidable de sociedades de todo tipo, que engloban a militares y paisanos, a geógrafos y gimnastas, a cazadores y técnicos; sociedades que surgen espontáneamente, se organizan, se federan; discuten y hacen exploraciones de campaña. Estas asociaciones voluntarias y libres son las que constituyen la verdadera fuerza del ejército alemán. Su objetivo es execrable: el sostenimiento del imperio. Pero lo que nos importa registrar es que el Estado -a pesar de su “grandísima” misión, la organización militar- ha comprendido que su desarrollo sería tanto más certero cuanto más sea dejado al libre acuerdo de los grupos y a la libre iniciativa de los individuos. Hasta en materia guerrera se recurre hoy al libre acuerdo, y para confirmar nuestro aserto, baste mencionar los trescientos mil voluntarios ingleses, la Asociación Nacional Inglesa de Artillería y la sociedad que está organizándose para la defensa de las costas de Inglaterra, que, ciertamente, si se constituye será mucho más activa que el Ministerio de Marina con sus acorazados que explotan y con sus bayonetas que se doblan como plomo. En todas partes abdica el Estado, abandona sus funciones sacrosantas a los particulares. En todas partes la libre organización se apodera de sus dominios. Pero todos los hechos que acabamos de citar apenas permiten entrever lo que el libre acuerdo nos reserva para el futuro, cuando ya no haya Estado.

OBJECIONES

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Examinemos ahora las principales objeciones que se oponen al comunismo. La mayoría provienen evidentemente de un simple malentendido; pero algunas plantean cuestiones importantes y ameritan toda nuestra atención. No tenemos por qué ocuparnos en refutar las objeciones que se le hacen al comunismo autoritario: nosotros mismos las constatamos. Las naciones civilizadas han sufrido demasiado en la lucha que ha de llevar a la liberación del individuo para poder renegar del pasado y tolerar un gobierno que venga a imponerse hasta en los menores detalles de la vida del ciudadano, aun cuando ese gobierno no tuviese otro objetivo que el bien de la comunidad. Si alguna vez llegase a constituirse una sociedad comunista autoritaria, no duraría, y bien pronto se vería obligada, por el descontento general, a disolverse o a reorganizarse sobre principios de libertad. Vamos a ocuparnos de una sociedad comunista anarquista, de una sociedad que reconozca la libertad plena y completa del individuo, no admita ninguna autoridad y no utilice fuerza alguna para forzar al hombre al trabajo. Nos limitaremos en estos estudios al costado económico de la cuestión, veamos si, compuesta por hombres tales como son actualmente ni mejores ni más perversos, ni más ni menos laboriosos, esta sociedad tendría la oportunidad de desarrollarse felizmente. La objeción es conocida: “Si cada uno tiene asegurada su existencia, y si la necesidad de ganar un salario no obliga al hombre a trabajar, nadie trabajará, cada uno descargará sobre los otros el trabajo que no se vea forzado a hacer”. Remarquemos ante todo la increíble ligereza con que se hace esta objeción, sin suponer que en realidad la cuestión se reduce a saber si, por una parte, se obtienen efectivamente con el trabajo asalariado los resultados que se pretenden obtener, y si, por otra parte, el trabajo voluntario no es ya hoy más productivo que el trabajo estimulado por el salario, cuestión que exigiría un estudio profundo. Pero mientras que en las ciencias exactas nadie se pronuncia sobre asuntos infinitamente menos importantes y menos complicados sino después de serias investigaciones, recogiendo cuidadosamente los hechos y analizando sus relaciones, aquí se contentan con un hecho cualquiera -por ejemplo, el fracaso de una asociación de comunistas en América- para dar su veredicto sin apelación. Proceden como aquel abogado que no ve en el abogado de la parte adversa al representante de una causa o de una opinión contraria a la suya, sino a un simple contrincante en una justa oratoria; y que si es lo bastante afortunado de encontrar la respuesta, no se preocupa además de tener razón. Es por esto que no avanza el estudio de la base fundamental de toda la economía política: el estudio de las condiciones más favorables para dar a la sociedad la mayor suma de productos útiles, con la menor pérdida de fuerzas humanas. Se limitan a repetir los lugares comunes, o bien hacen silencio. Lo que hace esta ligereza tanto más sorprendente es que hasta en la economía política capitalista se encuentran ya algunos escritores, llevados por la fuerza de las cosas, forzados a poner en duda el axioma de los fundadores de su ciencia, axioma según el cual la amenaza del hambre sería el mejor estimulante del hombre para el trabajo productivo. Comienzan a percibir que entra en la producción cierto elemento colectivo, muy descuidado hasta nuestros días, y que podría ser mucho más importante que la perspectiva de la ganancia personal. La calidad inferior de la labor asalariada, la espantosa pérdida de fuerza humana en los trabajos de la agricultura y de la industria modernas, el número siempre creciente de holgazanes que hoy buscan recostarse sobre los hombros de los demás, la ausencia de un cierto entusiasmo en la producción, que se hace más y más manifiesta, todo comienza a preocupar hasta a los economistas de la escuela “clásica”. Algunos de ellos se preguntan si no han tomado el camino equivocado razonando sobre un ser imaginario, feamente idealizado, a quien se suponía guiado exclusivamente por la seducción de la ganancia o del salario. Esta herejía penetra hasta en las universidades, aventurándose en los libros de ortodoxia economicista. Esto no impide que un grandísimo número de reformadores socialistas continúen siendo partidarios de la remuneración individual y de la defensa de la vetusta ciudadela del salariado mientras que sus defensores de antaño la abandonan, piedra por piedra, al atacante. Así, se teme a que, sin ser forzarla a hacerlo, la masa no quiera trabajar. Pero, ¿no hemos oído ya en nuestra vida expresar esas mismas aprensiones en dos ocasiones, por los esclavistas de los Estados Unidos antes de la liberación de los negros, y por los señores rusos antes de la liberación de los siervos? “Sin el látigo el negro no trabajará”, decían los esclavistas. “Lejos de la vigilancia del amo, el siervo dejará incultos los campos”, decían los boyardos rusos. Estribillo de los señores franceses de 1789, estribillo de la Edad Media, estribillo tan viejo como el mundo, se escucha siempre que se trata de reparar una injusticia en la humanidad. Y cada vez, la realidad viene a darles una formal desmentida. El campesino liberado en 1792 trabajaba con una energía feroz, desconocida por sus antepasados; el negro liberado trabaja más que sus padres, y el campesino ruso, después de haber honrado la luna de miel de la manumisión festejando el Viernes Santo al igual que los domingos, ha retomado el trabajo con tanta más disposición cuanto más completa ha sido su liberación. Allí donde no le falta tierra, trabaja encarnizadamente, ésa es la palabra. El estribillo esclavista puede ser válido para los propietarios de esclavos. En cuanto a los esclavos mismos, saben lo que vale: ellos conocen los motivos. Por otra parte, ¿quién sino los economistas nos enseñan que si el asalariado desempeña tan bien como mal su tarea, en cambio el trabajo intenso y productivo sólo es obra del hombre que ve aumentar su bienestar en proporción a sus esfuerzos? Todos los cánticos entonados en honor de la propiedad se reducen precisamente a este axioma. Cuando -cosa notable- queriendo celebrar los beneficios de la propiedad, los economistas nos muestran cómo una tierra inculta, un pantano o un pedregal se cubren de ricas mieses con el sudor del campesino propietario, no prueban de ningún modo su tesis en favor de la propiedad. Admitiendo que la única garantía para no ser expoliado de los frutos de su trabajo es el poseer el instrumento para trabajar -lo cual es cierto-, sólo prueban que el hombre no produce realmente sino cuando trabaja con libertad, cuando sus ocupaciones son en cierto modo electivas, cuando no tiene vigilante que lo moleste, y por último, cuando ve que su trabajo le aprovecha a él, como a otros que hacen lo mismo que él, y no a un holgazán cualquiera. Eso es todo lo que puede deducirse de su argumentación, y es lo que afirmamos nosotros también. En cuanto a la forma de posesión del instrumento de trabajo, eso no interviene más que indirectamente en su demostración para asegurar al cultivador que nadie le arrebatará el beneficio de sus productos ni de sus mejoras. Y para apoyar su tesis en favor de la propiedad contra cualquiera otra forma de posesión, ¿los economistas no deberían demostramos que, bajo la forma de posesión comunal, la tierra no produce nunca tan ricas cosechas como cuando la posesión es personal? Pero no es así. Es lo contrario lo que se constata. En efecto, tomemos, por ejemplo, una comuna del cantón de Vaud, en la época invernal, cuando todos los hombres del pueblo van a cortar leña en el bosque, que pertenece a todos. Bien, es precisamente durante esas fiestas del trabajo cuando se muestra más ardor en la labor y mayor despliegue de fuerza humana. Ningún trabajo asalariado, ningún esfuerzo de propietario, podría soportar la comparación. U otro caso, tomemos, una aldea rusa, donde todos los habitantes van a segar un prado perteneciente a la comuna o arrendado por ella, es aquí donde se comprende lo que el hombre puede producir cuando trabaja en común para una obra común. Los compañeros rivalizan entre sí para ver quién traza con su hoz el círculo más ancho; las mujeres se apresuran seguidamente para no dejarse adelantar por la hierba segada. Es también una fiesta del trabajo, durante la cual cien personas hacen en pocas horas lo que separadamente hubiera exigido algunos días de trabajo. ¡Qué triste contraste forma a su lado el trabajo del propietario aislado! Por último, se podrían citar millares de ejemplos entre pioneros de América, en las aldeas de Suiza, Alemania, Rusia y de cierta parte de Francia; los trabajos hechos en Rusia por las cuadrillas (arteles) de albañiles, carpinteros, barqueros, pescadores, etc., que emprenden una tarea para repartirse directamente los productos o hasta la remuneración, sin pasar por el intermediario de los subcontratistas. Se podrían además mencionar las cacerías comunitarias de las tribus nómades y un infinito número de emprendimientos colectivos bien administrados. Y en todas parte se constatará la incontrastable superioridad del trabajo comunitario, comparado con el del asalariado o el del simple propietario. El bienestar, es decir, la satisfacción de las necesidades físicas, artísticas y morales, y la seguridad de esta satisfacción, han sido siempre el más poderoso estímulo para el trabajo. Y cuando el mercenario apenas logra producir lo estrictamente necesario, el trabajador libre, que ve aumentar para él y para los demás el bienestar y el lujo en proporción de sus esfuerzos, despliega infinitamente más energía e inteligencia y obtiene productos de primer orden mucho más abundantes. Uno se ve clavado a la miseria, y el otro puede esperar en un futuro disponer de tiempo libre y poder disfrutarlo. Éste es todo el secreto. Esto es por qué una sociedad que apunte al bienestar de todos y a que todos tengan la posibilidad de disfrutar de la vida en todas sus manifestaciones suministrará un trabajo voluntario infinitamente superior con creces al de la producción obtenida en la época actual bajo el aguijón desde la esclavitud, la servidumbre y el salario.

II

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Cualquiera que hoy tiene la posibilidad de descargar sobre otros el trabajo indispensable para su existencia se apresura a hacerlo, y se admite que será siempre así. Ahora bien, el trabajo indispensable para la existencia es esencialmente manual. Por más artistas y sabios que seamos, ninguno de nosotros puede privarse de los productos obtenidos por el trabajo de los brazos: pan, vestimenta, caminos, barcos, luz, calor, etc. Aun más: por elevadamente artísticos o sutilmente metafísicos que sean nuestros gustos, no hay ni uno que no se base en el trabajo manual. Y precisamente de esa labor -fundamento de la vida- es de lo que cada cual busca desentenderse. Se comprende perfectamente; así debe ser hoy. Porque hacer un trabajo manual significa en la actualidad encerrarse diez o doce horas diarias en un taller malsano y permanecer diez, treinta años, toda la vida, amarrado a la misma tarea. Eso significa condenarse a un salario mezquino, estar entregado a la incertidumbre del mañana, a la desocupación, muy frecuentemente a la miseria, y con más frecuencia aun a la muerte en un hospital, después de haber trabajado cuarenta años en alimentar, vestir, recrear e instruir a otros que no son ni uno mismo, ni sus hijos. Eso significa llevar toda la vida ante los ojos de los demás el sello de la inferioridad y tener uno mismo conciencia de esa inferioridad, porque -digan lo que quieran las buenas personas- el trabajador manual se ha considerado siempre inferior al trabajador intelectual, y el que ha trabajado diez horas en el taller no tiene el tiempo, ni menos los medios, para proporcionarse los grandes placeres de la ciencia y del arte, ni sobre todo para prepararse a apreciarlos; tiene que contentarse con las migajas que caen de la mesa de los privilegiados. Comprendemos entonces que, en estas condiciones, el trabajo manual sea considerado como una maldición del destino. Comprendemos que todos tienen solo un sueño: el de salir o de hacer salir a sus hijos de esa situación de inferioridad: la de crearse una situación “independiente”, ¿o sea de qué? ¡de vivir también del trabajo de otros! En tanto exista una clase de trabajadores manuales y otra clase de “trabajadores del pensamiento”, las manos negras, las manos blancas, será así. En efecto, ¿qué interés puede tener ese trabajo embrutece-dor para el obrero que de antemano conoce su destino, que desde la cuna al sepulcro vivirá en la medianía, en la pobreza, en la inseguridad del mañana? Por eso, cuando se ve a la inmensa mayoría de los hombres reanudar cada mañana la triste tarea, sólo nos resta sorprendernos de su perseverancia, su adhesión al trabajo, de la costumbre que les permite, como a una máquina que obedece a ciegas un impulso, llevar esa vida de miseria sin la ilusión del mañana, sin siquiera entrever en un rayo de esperanza que algún día ellos, o por lo menos sus hijos, formarán parte de esa humanidad, rica en todos los tesoros de la libre naturaleza, en todos los goces del conocimiento y de la creación científica y artística, reservados hoy para algunos privilegiados. Es precisamente por poner fin a esta separación entre el trabajo del pensamiento y el trabajo manual que nosotros queremos abolir el salario, que nosotros queremos la revolución social. Entonces el trabajo no se presentará más como una maldición del destino: llegará a ser lo que debe ser: el libre ejercicio de todas las facultades de hombre. Sería tiempo, por otra parte, de someter a un serio análisis esa leyenda del trabajo superior que se pretende obtener bajo el látigo del salario. Basta visitar, no las fábricas y talleres modelo que se encuentran acá y allá como excepciones, sino las fábricas y los talleres, como son aún casi todos, para concebir el inmenso despilfarro de fuerza humana que caracteriza a la industria actual. Por una fábrica organizada más o menos racionalmente, hay cien o más que derrochan esa fuerza preciosa, el trabajo del hombre, sin otro motivo más serio que, tal vez, proporcionar al patrón dos monedas diarias más. Aquí se ven jóvenes de veinte a veinticinco años todo el día en un banco, con el pecho hundido, moviendo febrilmente la cabeza y el cuerpo para anudar con una velocidad de prestidigitadores dos extremos de un algodón deshilachado, recuperado de los bastidores de encaje. ¿Qué descendencia dejarán esos cuerpos temblorosos y raquíticos? Pero... “¡cada uno de ellos me reporta cincuenta centavos por día y ocupan tan poco espacio en la fábrica...!”, dirá el patrón. Allí, en una inmensa fábrica de Londres se ven muchachas calvas a los diecisiete años, a fuerza de llevar en la cabeza, de una sala a otra, bandejas de fósforos, cuando la máquina más sencilla podría llevar los fósforos hasta sus mesas. Pero... ¡cuesta tan poco el trabajo de las mujeres que no tienen oficio especial! ¿Para qué una máquina? Cuando ellas no puedan más, se las reemplazará tan fácilmente... ¡Hay tantas en la calle! En la escalinata de una rica mansión, en una noche helada, se encontrará siempre algún niño dormido, descalzo, con su fajo de diarios entre los brazos... Cuesta tan poco el trabajo infantil, que se lo puede emplear cada tarde para vender los periódicos por un franco, del cual al pobre le tocarán dos o tres monedas. En fin, allá un hombre robusto se pasea con los brazos caídos; meses enteros hace que está desocupado, mientras que su hija se agosta entre los vapores recalentados del taller de tejidos, y mientras que su hijo llena, a mano, tarros de betún o aguarda horas enteras en la esquina de la calle a que un transeúnte le haga ganar dos monedas. Y así por todas partes, de San Francisco a Moscú y de Nápoles a Estocolmo. El desperdicio de las fuerzas humanas es el rasgo predominante y distintivo de la industria, sin hablar del comercio, donde alcanza proporciones todavía más colosales. ¡ Qué triste sátira, con ese nombre de economía política que le ha dado la ciencia, la del desperdicio de fuerzas bajo el régimen del salario! Esto no es todo. Si se conversa con el director de una fábrica bien organizada, explicará candorosamente que es difícil encontrar hoy un obrero habilidoso, vigoroso, enérgico, dado a trabajar con entusiasmo. “Si se presenta alguno entre los veinte o treinta que vienen cada lunes a pedir trabajo, será seguramente recibido, aun cuando estuviésemos en tren de disminuir el número de brazos empleados. Se lo reconoce al primer golpe de vista y se lo acepta siempre, listos para deshacemos al día siguiente de un operario viejo o menos activo”. Y éste que acaba de ser despedido, y todos los que lo serán mañana, van a reforzar el inmenso ejército de reserva del capital -los obreros desempleados- que sólo serán llamados al trabajo cuando haya urgencias o para vencer la resistencia de los huelguistas. O bien ese desecho de las mejores fábricas, ese trabajador mediano, va a unirse con el, también formidable, ejército de los obreros viejos o poco habilidosos que circulan continuamente en las fábricas secundarias, aquellas que apenas cubren sus gastos y mantienen el negocio mediante trucos y trampas para engañar al comprador, y sobre todo al consumidor de países lejanos. Y si se habla con el mismo trabajador se sabrá que en los talleres el obrero no hace nunca todo lo que es capaz de hacer. ¡Desgraciado de aquel que en una fábrica inglesa no siga el consejo que al entrar le dan sus camaradas! Porque los trabajadores saben que si en un momento de generosidad ceden a las instancias de un patrón y consienten en intensificar el trabajo para concluir encargos apremiantes, ese trabajo nervioso se exigirá en adelante como regla en la escala de los salarios. Por eso, en nueve fábricas de cada diez, prefieren no producir nunca tanto como podrían. En ciertas industrias se limita la producción, con el fin de mantener los precios elevados, y a veces corre la orden de Ca’canny, que significa: “¡A mala paga, mal trabajo!”. La labor asalariada es una labor de siervos: no puede, no debe rendir todo lo que podría rendir. Ya sería tiempo de terminar con la leyenda que hace del salario el mejor estimulante para el trabajo productivo. Si la industria reporta actualmente cien veces más que en el tiempo de nuestros abuelos, lo debemos al súbito despertar de las ciencias físicas y químicas hacia el fin del siglo pasado; no a la organización capitalista del trabajo asalariado, sino pese a esta organización.

III

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Aquellos que han estudiado seriamente la cuestión, no niegan ninguna de las ventajas del comunismo, por supuesto a condición de que sea perfectamente libre, es decir, anarquista. Reconocen que el trabajador al que se le pagase en dinero, aun disimulado bajo el nombre de bonos en las asociaciones obreras gobernadas por el Estado, conservaría el sello del salariado y retendría todos sus inconvenientes. Coinciden en que el sistema entero no tardaría en sufrir por esa causa, aunque la sociedad entrase en posesión de los instrumentos de producción. Y admiten que -gracias a la educación integral dada a todos los niños y a los hábitos laboriosos de las sociedades civilizadas-con la libertad de elegir y variar las ocupaciones y el atractivo del trabajo hecho por iguales para bienestar de todos, en una sociedad comunista no faltarán productores que bien pronto triplicarán y decuplicarán la fecundidad del suelo y darán un nuevo desarrollo a la industria. Eso lo aceptan nuestros contradictores. “Pero el peligro, dicen, vendrá de esa minoría de perezosos, que a pesar de las excelentes condiciones, que harán agradable el trabajo, no querrán trabajar o que no trabajarán con regularidad y perseverancia. Hoy, la perspectiva del hambre obliga a los más refractarios a marchar con los otros. Aquel que no llega a horario es prontamente despedido. Pero alcanza con una oveja sarnosa para contagiar al rebaño, y con tres o cuatro obreros negligentes o recalcitrantes, para desviar a todos los otros e introducir en el taller el espíritu de desorden y de revuelta que vuelven el trabajo imposible; de manera que, al fin de cuentas, se deberá volver a un sistema de obligaciones que fuerce a los instigadores a volver a las filas. Pues bien; la remuneración de acuerdo con el trabajo realizado, ¿No es el único sistema que permite ejercer esa fuerza, sin menoscabar los sentimientos del trabajador? Porque cualquier otro medio implicaría la continua intervención de una autoridad, que rápidamente repugnaría al hombre libre”. He aquí, creemos nosotros, la objeción en toda su crudeza. Es evidente que entra en la categoría de los razonamientos con los cuales se tratan de justificar el Estado, las leyes penales, el juez y el carcelero. Los autoritarios dicen: “Ya que hay personas -una escasa minoría- que no se someten a las costumbres sociales, es necesario, por costoso que sea, mantener al Estado, y a la autoridad, al tribunal y a la cárcel, aun cuando estas mismas instituciones sean una fuente de nuevos males de todo tipo”. También podríamos limitamos a responder lo que tantas veces hemos repetido a propósito de la autoridad en general: “Para evitar un mal posible, se recurre a un medio que es un mal más grande y que se convierte en origen de los abusos que se quieren remediar. Porque no hay que olvidar que es el salario -la imposibilidad de vivir de otra forma que no sea la venta de la propia fuerza de trabajo- el que ha creado el sistema capitalista actual y cuyos vicios se comienzan a admitir”. Podríamos también observar que este razonamiento es un simple alegato, después de los hechos, para justificar lo existente. El salariado actual no se ha instituido para remediar los inconvenientes del comunismo. Su origen, como el del Estado y el de la propiedad, es otro. Nació de la esclavitud y de la servidumbre impuestas por la fuerza, de las que no es más que una modificación modernizada. Por eso este argumento no tiene más valor que aquellos con los cuales se trata de justificar la propiedad y el Estado. No obstante examinaremos esta objeción y veremos lo que pueda tener de justa. Y para comenzar. ¿No es evidente que si una sociedad fundada en el principio del trabajo libre estuviese realmente amenazada por los haraganes podría protegerse de ellos sin darse una organización autoritaria o sin recurrir al sistema salarial? Supongamos un grupo de voluntarios que se unen en una empresa cualquiera y en la que, para su éxito, todos -salvo uno de los asociados que falta con frecuencia a su puesto- rivalizan en celo. ¿Se deberá por su causa disolver el grupo, nombrar un presidente que imponga multas o distribuir, como en la academia, fichas de asistencia? Es evidente que no se hará ni lo uno ni lo otro, sino que un día se le dirá al camarada que amenaza con poner la empresa en peligro: “Amigo, querríamos que trabajases con nosotros; pero como frecuentemente faltas a tu puesto, o eres negligente con tu tarea, debemos separamos. ¡Tendrás que buscar otros compañeros que se conformen con tu pereza!”. Este medio es tan natural que se practica hoy en todas partes, en todas las industrias, en concurrencia con todos los sistemas posibles de multas, deducciones de salario, de vigilancia, etc.; el obrero puede entrar a la fábrica a horario, pero si hace mal su trabajo, si estorba a sus camaradas por su negligencia o por otros defectos, si entra en conflicto con ellos, está acabado. Será forzado a dejar el taller. Se pretende generalmente que el patrón omnisciente y sus vigilantes mantienen la regularidad y la calidad del trabajo en la fábrica. En realidad, en una empresa, por poco complicada que sea, donde la mercancía pasa por muchas manos antes de estar terminada, es la misma fábrica, es el conjunto de los trabajadores, quien vela por las buenas condiciones del trabajo. Por eso las mejores fábricas inglesas de la industria privada tienen pocos capataces, bastante menos, en promedio, que las fábricas francesas, e incomparablemente menos que las fábricas inglesas del Estado. Es como aquello de que se mantenga un cierto nivel moral en la sociedad. Se pretende que es debido al gendarme, al juez y al policía; en tanto que en realidad se mantiene pese al juez, al policía y al gendarme, bien se ha dicho, antes que nosotros: “¡Más leyes, más crímenes!”. No es solamente en los talleres industriales donde las cosas suceden así, esto se practica en todas partes, cada día, en una escala tal que sólo los ratones de biblioteca se permiten todavía dudarlo. Cuando una compañía de ferrocarriles, federada con otras compañías, falta a sus compromisos, cuando sus trenes se atrasan y dejan las mercancías detenidas en sus estaciones, las otras compañías amenazan con rescindir los contratos, y por lo general con eso es suficiente. Se cree generalmente, o por lo menos se enseña, que el comercio no sería fiel a sus compromisos si no fuese por la amenaza de los tribunales; no hay nada de eso. Nueve de cada diez veces, el comerciante que haya faltado a su palabra no comparecerá ante un juez. Allí donde el comercio es muy activo, como en Londres, el solo hecho de que un deudor haya obligado a litigar, basta a la mayoría de los comerciantes para abstenerse en lo sucesivo de tener negocios con quien les haya hecho recurrir al abogado. Pero, ¿por qué entonces, lo que hoy mismo se hace entre compañeros de taller, comerciantes y compañías ferroviarias, no se podría hacer en una sociedad basada en el trabajo voluntario? Una asociación, por ejemplo, que estipulase con cada uno de sus miembros el siguiente contrato: “Estamos dispuestos a garantizarte el usufructo de nuestras casas, de nuestros almacenes, calles, medios de transporte, escuelas, museos, etc., con la condición de que desde los veinticinco a los cuarenta y cinco o cincuenta años de edad consagres cuatro o cinco horas diarias a uno de los trabajos que son reconocidos como necesarios para vivir. Elige, cuando quieras, a los grupos de los que vas a formar parte o constituye uno nuevo, con tal de que se encargue de producir lo necesario. Y durante el resto de tu tiempo, reúnete con quien quieras para cualquier actividad recreativa artística, científica, o de otro tipo según tus preferencias”. “Mil doscientas o mil quinientas horas de trabajo al año, integrando uno de los grupos que producen el alimento, el vestido y el alojamiento, o se que desempeñan en la salud pública, los transportes, etc., es todo lo que te pedimos para garantizarte todo cuanto produzcan o han producido esos grupos. Pero si ninguno de los millares de grupos de nuestra federación quiere recibirte, cualquiera que sea el motivo, si eres absolutamente incapaz de producir nada útil o te rehúsas a hacerlo, bueno, vivirás como un aislado o como los enfermos. Si somos lo bastante ricos para no negarte lo necesario, con mucho gusto te lo daremos: eres un hombre y tienes derecho a vivir. Pero, ya que quieres colocarte en condiciones especiales y fuera del común, es más que probable que en tus relaciones cotidianas con los otros ciudadanos te resientas de ello. Se te mirará como un residuo de la sociedad burguesa, a menos que tus amigos, descubriendo en ti a un genio, se apresuren a librarte de toda obligación moral para con la sociedad, haciendo por ti el trabajo necesario para la vida.” “Y en fin, si eso no te agrada, vete por el mundo en busca de otras condiciones. O bien, encuentra adherentes y constituye con ellos otros grupos organizados en base a nuevos principios. Nosotros preferimos los nuestros”. Esto es lo que podría hacerse en una sociedad comunista si los haraganes se volvieran demasiado numerosos, tantos que hubiera necesidad de protegerse de los mismos.

IV

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Pero dudamos seriamente que, en una sociedad realmente basada sobre la entera libertad del individuo, debamos temer a esta eventualidad. En efecto, pese a la recompensa a la holgazanería que ofrece la posesión individual del capital, el hombre verdaderamente perezoso es relativamente raro, a menos que se trate de un enfermo. Entre los trabajadores se dice frecuentemente que los burgueses son haraganes. Hay sí haraganes entre ellos, pero aun son la excepción. Por el contrario, en cada empresa industrial existe la seguridad de encontrar uno o varios burgueses que trabajan mucho. Es verdad que la mayoría de ellos aprovechan su situación privilegiada para adjudicarse los trabajos menos penosos, y que trabajan en condiciones higiénicas de alimentación, ventilación, etc., lo que les permite desempeñar su tarea sin demasiada fatiga. Precisamente, ésas son las condiciones que pedimos para todos los trabajadores sin excepción. Hay que decir que, también gracias a su posición privilegiada, los ricos hacen con frecuencia un trabajo absolutamente inútil o hasta nocivo para la sociedad. Emperadores, ministros, jefes de oficinas, directores de fábricas, comerciantes, banqueros, etc., se obligan a realizar durante algunas horas diarias un trabajo que encuentran más o menos aburrido y todos prefieren sus horas de ocio a esa tarea obligatoria. Y si en nueve de cada diez casos esa tarea es funesta, no la encuentran por eso menos fatigosa. Pero precisamente porque los burgueses emplean la mayor parte de su energía en defender su posición privilegiada y en hacer el mal (a sabiendas o no), es que han vencido a la nobleza señorial y continúan dominando a la masa del pueblo. Si fuesen holgazanes hace mucho tiempo que ya no existirían, y hubieran desaparecido como desaparecieron los cortesanos. En una sociedad que sólo les exigiese cuatro o cinco horas diarias de trabajo útil, agradable e higiénico, estarían perfectamente satisfechos de su tarea y ciertamente no soportarían, sin reformarlas, las condiciones horribles en las cuales se realiza el trabajo en la actualidad. Si un Pasteur pasara solamente cinco horas en las cloacas de París, bien pronto encontraría el medio de hacerlas tan saludables como su laboratorio bacteriológico. En cuanto a la haraganería de la inmensa mayoría de los trabajadores, no hay como los economistas y los filántropos para discurrir sobre el tema. Hablemos con un industrial inteligente y nos asegurará que si a los trabajadores se les pusiera en la cabeza holgazanear, no habría más remedio que cerrar todas las fábricas, pues ninguna medida severa y ningún sistema de espionaje podría impedirlo. Había que ver en el último invierno el terror provocado entre los industriales ingleses, cuando algunos agitadores se pusieron a predicar la teoría del Ca’Canny, “a mala paga, mal trabajo; trabajemos despacito, no nos reventemos y estropeemos cuanto podamos”. “¡Se quiere desmoralizar al trabajador, se quiere matar a la industria!”, gritaban los mismos que antes tronaban contra la inmoralidad del obrero y la mala calidad de sus productos. Pero si el trabajador fuese, como lo representan los economistas, el perezoso a quien permanentemente hay que amenazar con despedirlo del taller, ¿qué significa la palabra “desmoralización”? Así, cuando se habla de la posible holgazanería, hay que comprender que se trata de una minoría, de un ínfima minoría en la sociedad. Y antes de legislar contra esa minoría, ¿no sería más urgente conocer su origen? Cualquiera que lo observe con una mirada inteligente, sabe muy bien que el niño reputado como perezoso en la escuela es con frecuencia aquel que comprende mal lo que le enseñan mal. Más frecuentemente aún, su caso proviene de una debilidad cerebral, consecuencia de la pobreza y de una educación antihigiénica. Ese muchacho, perezoso para el latín y el griego, trabajará como un negro si se lo inicia en las ciencias, sobre todo a través del trabajo manual. Esa jovencita reputada como una nulidad para las matemáticas será la primera matemática si ella da azarosamente con alguien que la sepa interpretar y le explique aquello que ella no comprende de los elementos de la aritmética. Y aquel obrero, negligente en la fábrica, rotura su jardín desde el alba mientras contempla cómo el sol se levanta y caen la tarde y la noche, hasta que toda la naturaleza entra en reposo. Alguien ha dicho que el polvo es la materia que no está en su sitio. La misma definición se aplica a las nueve décimas de los llamados perezosos. Son personas desorientadas en una senda que no responde a su temperamento ni a sus capacidades. Leyendo las biografías de los grandes hombres, sorprende el número de “perezosos” entre ellos. Perezosos en tanto no encontraron su verdadero camino, y laboriosos a ultranza más tarde. Darwin, Stephenson y tantos otros figuraban entre esos perezosos. Muy frecuentemente, el perezoso no es más que un hombre a quien repugna hacer toda su vida la dieciochava parte de un alfiler o la centésima parte de un reloj, cuando se siente con una exuberancia de energía que quisiera gastar de otra manera. También con frecuencia es un rebelde que no puede admitir la idea de estar toda su vida clavado en ese banco, trabajando para proporcionar mil satisfacciones a su patrón, sabiéndose mucho menos estúpido que él, y sin otra culpa que la de haber nacido en un cuartucho, en vez de haber venido al mundo en una mansión. Finalmente, buen número de perezosos no conocen el oficio con el que se ven obligados a ganarse la vida. Viendo el objeto imperfecto salido de sus manos, esforzándose vanamente en hacerlo mejor y comprendiendo que nunca lo conseguirán a causa de los malos hábitos de trabajo ya adquiridos, toman odio a su oficio y, por no saber otro, hasta al trabajo en general. Millares de obreros y de artistas fracasados se hallan en este caso. Al contrario, aquel que, desde su juventud, ha aprendido a tocar bien el piano, a manejar bien el cepillo, el cincel, el pincel o la lima, de manera de sentir que lo que hace es bello, no abandonará jamás el piano, el cincel o la lima. Él encontrará placer en un trabajo que no lo fatigará, mientras no esté desbordado. Bajo una sola denominación, la pereza, se han agrupado toda una serie de resultados debidos a causas distintas, cada una de las cuales podría convertirse en fuente de bienes en vez de ser un mal para la sociedad. Aquí, como para la criminalidad, como para todas las cuestiones concernientes a las facultades humanas, se han reunido hechos que nada tienen en común entre sí. Se les llama pereza o crimen, sin siquiera tomarse el trabajo de analizar sus causas. Hay premura en castigar, sin preguntarse siquiera si el mismo castigo no contiene una prima a la “pereza” o al “crimen”*. He aquí por qué, si una sociedad libre viera aumentar en su seno el número de haraganes, pensaría sin duda en investigar las causas de su pereza, para tratar de suprimirlas, antes que tener que recurrir a los castigos. Cuando se trata, según ya hemos dicho, de un simple caso de anemia, “antes de atiborrar de ciencia el cerebro del niño, hay que darle, ante todo, sangre; fortalecerlo para que no pierda el tiempo, llevarlo al campo o a orillas del mar. Allí hay que enseñarle la geometría, al aire libre y no en los libros, midiendo con él las distancias hasta las piedras más próximas; allí aprenderá las ciencias naturales recogiendo flores y pescando en el mar y la física, fabricando el bote en el que irá de pesca. Pero, por favor, no le llenemos su cerebro de frases y de lenguas muertas. ¡No lo hagamos un perezoso!”. Tal niño no tiene hábitos de orden y de regularidad. Dejemos a los pequeños inculcárselos entre sí. Más tarde, el laboratorio y la fábrica, el trabajo en un espacio reducido, con muchas herramientas para manejar, darán el método. No hagamos seres desordenados con la escuela, que no tiene más orden que el de la simetría de los bancos sino que, como verdadera imagen del caos de sus enseñanzas, no inspirará jamás a nadie el amor a la armonía, a la constancia y al método en el trabajo. ¿No se ve que con los métodos de enseñanza utilizados, elaborados por un ministerio para ocho millones de escolares, que representan ocho millones de capacidades diferentes, no se hace más que imponer un sistema bueno para mediocres e imaginado por un promedio de mediocridades? La escuela así concebida se convierte en una universidad de la pereza, así como la cárcel en una universidad del crimen. Que se deje libre la escuela aboliendo los grados universitarios, llamando a voluntarios para la enseñanza. Que se comience de esta manera, en lugar de dictar leyes contra la pereza que no harán más que regimentarla. Que al obrero, que no puede restringirse o ceñirse a fabricar una minúscula parte de un artículo cualquiera, que se ahoga junto a una maquinita de taladrar a la que concluye por aborrecer, se le dé la posibilidad de cultivar la tierra, de hachar árboles en el bosque, de recorrer el mar en las tormentas, de surcar el espacio en una locomotora. Pero no que no se haga de él un perezoso, obligándolo toda la vida a vigilar una máquina de punzonar cabezas de tornillos o de perforar ojos de agujas. Suprimamos solamente las causas que originan a los perezosos, y veremos que no quedarán apenas individuos que odien realmente el trabajo, y sobre todo el trabajo voluntario, y no habrá necesidad de un arsenal de leyes para controlarlos.
NOTA

  • Véase nuestro folleto Les Prisons, Paris, 1889.


El SALARIADO COLECTIVISTA

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En sus planes de reconstrucción de la sociedad, los colectivistas cometen, a nuestro criterio, un doble error. Hablan de abolir el régimen capitalista, pero sin embargo pretenden mantener dos instituciones que constituyen el fondo de este régimen: el gobierno representativo y el salariado. Por lo que concierne al sedicente gobierno representativo, lo hemos dicho con frecuencia. Es absolutamente incomprensible para nosotros que, hombres inteligentes -que no faltan en el partido colectivista- puedan continuar siendo partidarios de los parlamentos nacionales o municipales, después de todas las lecciones que la historia nos ha dado a ese respecto en Francia, Inglaterra, Alemania, Suiza o los Estados Unidos. Mientras que en todas partes vemos hundirse el régimen parlamentario y surgir la crítica de los principios mismos del sistema -no sólo de sus aplicaciones-, ¿cómo es posible que socialistas revolucionarios defiendan ese sistema, condenado a morir? Elaborado por la burguesía para hacer frente a la realeza y consagrar y acrecentar al mismo tiempo su dominio sobre los trabajadores, el sistema parlamentario es la forma, por excelencia, del régimen burgués. Los corifeos de ese sistema nunca han sostenido seriamente que un parlamento o un consejo municipal representen a la nación o a la ciudad: los más inteligentes de ellos saben que eso es imposible. Con el régimen parlamentario, la burguesía ha tratado simplemente de oponer un dique a la realeza, sin conceder la libertad al pueblo. Pero a medida que el pueblo se hace más consciente de sus intereses y se multiplican la variedad de intereses, el sistema no puede seguir funcionando. Por eso los demócratas de todos los países imaginan en vano diversos paliativos. Se ensaya el referéndum y se encuentra que no vale nada; se habla -otras utopías parlamentarias- de representación proporcional, de representación de las minorías. Se esfuerzan, en una palabra, en la búsqueda de lo inhallable; pero tienen que reconocer que se ha ido por mal camino: la confianza en un gobierno representativo desaparece. Lo mismo sucede con el salario; porque después de haber proclamado la abolición de la propiedad privada y la posesión en común de los instrumentos de trabajo, ¿cómo puede reclamarse, bajo una forma u otra, que se mantenga el salario? Y sin embargo, eso es lo que hacen los colectivistas al preconizar los bonos de trabajo. Se comprende que los socialistas ingleses de comienzos de este siglo hayan inventado los bonos de trabajo. Trataban simplemente de poner de acuerdo al capital y al trabajo, rechazando toda idea de afectar violentamente la propiedad de los capitalistas. También se comprende que, más tarde, Proudhon retome esta invención. En su sistema mutualista, trataba de hacer menos ofensivo el capital, a pesar del mantenimiento de la propiedad individual, que en lo profundo de su corazón aborrecía, pero que conceptuaba necesaria como garantía del individuo contra el Estado. Por descontado, no es extraño que economistas más o menos burgueses también admitan los bonos de trabajo. Poco les importa que al trabajador se le pague en bonos del trabajo o en monedas con la efigie de la República o del Imperio. Lo que tienen empeño en salvar de la próxima catástrofe es la propiedad individual de las casas habitadas, del suelo y de las fábricas; en todo caso, la de las casas y el capital necesario para la producción manufacturera. Y para preservar esa propiedad, los bonos de trabajo desempeñarían muy bien su papel. Con tal de que el bono de trabajo pueda cambiarse por joyas y carruajes, el propietario de un inmueble lo aceptará gustoso en pago del alquiler. Y mientras que las casas, los campos y las fábricas pertenezcan a propietarios individuales, será necesario pagarles, de una manera u otra, por trabajar en sus campos o en sus fábricas y para habitar sus casas. También será preciso pagar al trabajador en oro, papel-moneda o bonos cambiables por toda clase de mercaderías. Pero, ¿cómo puede defenderse esta nueva forma de salario -el bono de trabajo- si se admite que la casa, el campo y la fábrica ya no son propiedad privada, sino que pertenecen a la comuna o a la nación?

II

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Examinemos con más detenimiento este sistema de retribuir el trabajo, encomiado por los colectivistas franceses, alemanes, ingleses e italianos*. Se reduce poco más o menos a esto: todo el mundo trabaja, en los campos, las fábricas, las escuelas, los hospitales, etc.; la jomada de trabajo está regulada por el Estado, a quien pertenecen la tierra, las fábricas, las vías de comunicación, etc. Cada jomada de trabajo se intercambia por un bono de trabajo que, digamos, lleva impresas estas palabras: ocho horas de trabajo. Con este bono el obrero puede adquirir en los almacenes del Estado o en los de las diversas corporaciones toda clase de mercancías. El bono es divisible; de manera de que se pueda comprar una hora de carne, diez minutos de fósforos o media hora de tabaco. En vez de decir veinte centavos de jabón se diría, después de la revolución colectivista: cinco minutos de jabón. La mayoría de los colectivistas, fieles a la distinción establecida por los economistas burgueses (y por Marx) entre el trabajo calificado y el trabajo simple, nos dicen además que el trabajo calificado o profesional deberá pagarse cierto número de veces más que el trabajo simple. Así, la hora de trabajo de un médico deberá considerarse como equivalente a dos o tres horas de trabajo del enfermero, o bien a tres horas de un pocero. “El trabajo profesional o calificado será un múltiplo del trabajo simple, porque ese trabajo requiere un aprendizaje más o menos largo”, nos dice el colectivista Groenlund. Otros colectivistas, tales como los marxistas franceses, no hacen tal distinción. Ellos proclaman la “igualdad de los salarios”. El doctor, el maestro y el profesor serán pagados (en bonos de trabajo) a la misma tasa que el cavador. Ocho horas de atención en el hospital valdrán lo mismo que ocho horas pasadas en trabajos de cavar, o en la mina, o en la fábrica. Algunos hacen una concesión más: admiten que el trabajo desagradable o malsano -tal como el de las cloacas- podrá ser pagado a una tasa más alta que el trabajo agradable. Una hora de servicio en las cloacas -dicen- se contará como dos horas de trabajo del profesor. Añadamos que ciertos colectivistas admiten la retribución en bloque, por corporaciones. Así, una corporación diría: aquí hay cien toneladas de acero. Para producirlas hemos trabajado cien compañeros, y hemos empleado diez días. Siendo nuestra jomada de ocho horas, suman ocho mil horas de trabajo para cien toneladas de acero, o sea ocho horas la tonelada. De acuerdo con esto el Estado les pagaría ocho mil bonos de trabajo de una hora cada uno, y esos ocho mil bonos serían repartidos entre los miembros de la fábrica como a ellos les pareciese mejor. Por otro lado, cien mineros han empleado veinte días para extraer ocho mil toneladas de carbón, el carbón valdría dos horas la tonelada, y los dieciséis mil bonos de una hora cada uno, percibidos por la corporación de los mineros, serían repartidos entre ellos según sus apreciaciones. Si los mineros protestasen y dijesen que la tonelada de acero no debe costar más que seis horas de trabajo en lugar de ocho; si el profesor quisiera hacerse pagar su jomada doble que la enfermera, entonces intervendría el Estado y arreglaría sus diferencias. Tal es, en pocas palabras, la organización que los colectivistas quieren hacer surgir de la revolución social. Como se ve, sus principios son: propiedad colectiva de los instmmentos de trabajo y remuneración a cada uno según el tiempo empleado en producir, teniendo en cuenta la productividad de su trabajo. En cuanto al régimen político, sería el parlamentarismo, modificado por el mandato imperativo y el referéndum, es decir, el plebiscito por sí o por no. Digamos, en primer término, que este sistema nos parece totalmente impracticable. Los colectivistas comienzan por proclamar un principio revolucionario -la abolición de la propiedad privada- y seguidamente lo niegan, manteniendo una organización de la producción y del consumo que ha nacido de la propiedad privada. Proclaman un principio revolucionario e ignoran las consecuencias que inevitablemente debe traer acarreadas. Olvidan que el hecho mismo de abolir la propiedad individual de los instrumentos de trabajo (suelo, fábricas, vías de comunicación, capitales) tiene que lanzar a la sociedad por vías absolutamente novedosas; que se debe trastornar de arriba abajo la producción, tanto en su objetivo como en sus medios; que todas las relaciones cotidianas entre individuos deben modificarse desde el momento en que se consideren posesiones comunes la tierra, la máquina y todo el resto. “No hay propiedad privada”, dicen; y en seguida se apresuran a mantener la propiedad privada en sus manifestaciones cotidianas. “Seremos una Comuna en cuanto a la producción; los campos, las herramientas, las máquinas, todo lo que se ha hecho hasta hoy, manufacturas, ferrocarriles, puertos, minas, etc., todo será nuestro. No se hará la menor distinción acerca de la parte que toca a cada uno en esa propiedad colectiva. Pero en el mañana, se disputará minuciosamente la parte que tomará cada uno en la creación de nuevas máquinas, en la apertura de nuevas minas. Se tratará de medir con exactitud la parte que corresponda a cada uno en la nueva producción. Se contarán los minutos de trabajo empleados y se velará para que el minuto de un vecino no pueda comprar más productos que el minuto de otro. Y puesto que la hora no mide nada, ya que en determinada manufactura un trabajador puede controlar seis telares a la vez, en tanto que en tal otra fábrica no se atienden más que dos, se deberá sopesar la fuerza muscular, la energía cerebral y la energía nerviosa que se hayan utilizado. Se calcularán estrictamente los años de aprendizaje para valorar la parte de cada uno en la producción futura. Todo eso después de haber declarado que no se tendrá de ningún modo en cuenta la participación que se pueda haber tenido en la producción pasada.” Pues bien; para nosotros es evidente que una sociedad no puede organizarse con arreglo a dos principios absolutamente opuestos, dos principios que se contradicen continuamente. Y la nación o la comuna que se diesen tal organización estarían obligadas a volver a la propiedad privada o bien transformarse inmediatamente en una sociedad comunista.

III

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Hemos dicho que ciertos escritores colectivistas piden que se establezca una distinción entre el trabajo calificado o profesional y el trabajo simple. Pretenden que la hora de trabajo del ingeniero, del arquitecto o del médico, se cuente por dos o tres horas del trabajo del herrero, del albañil o de la enfermera. Y la misma distinción dicen que debe hacerse entre toda especie de oficios que exijan un aprendizaje más o menos largo y el de los simples jornaleros. Pues bien; establecer esta distinción significa mantener todas las desigualdades de la sociedad actual. Es trazar de antemano una demarcación entre los trabajadores y los que pretenden gobernarlos. Es dividir a la sociedad en dos clases muy distintas: la aristocracia del saber, por encima de la plebe de manos callosas; una consagrada al servicio de la otra; una trabajando con sus brazos para alimentar y vestir a los que se aprovechan del tiempo que les sobra para aprender a dominar a quienes los alimentan. Eso es además retomar uno de los rasgos distintivos de la sociedad actual y darle la sanción de la revolución social; es erigir en principio un abuso que hoy se condena en la vieja sociedad que se derrumba. Sabemos todo lo que se nos va a responder. Nos hablarán del “socialismo científico”. Se citarán a los economistas burgueses -y también a Marx- para demostrar que la escala de los salarios tiene su razón de ser, puesto que “la fuerza de trabajo”del ingeniero ha costado más a la sociedad que “la fuerza de trabajo”del pocero. En efecto, ¿no han tratado los economistas de demostrarnos que si al ingeniero se le paga veinte veces más que al cavador es porque los gastos necesarios para hacer un ingeniero son más considerables que los necesarios para hacer un peón? ¿Y no ha pretendido Marx que la misma distinción es igualmente lógica entre diversas ramas del trabajo manual? Debía concluir así, ya que ha tomado por su cuenta la teoría de Ricardo acerca del valor y sostenido que los productos se intercambian en proporción a la cantidad de trabajo socialmente necesario para su producción. Pero también sabemos a qué atenemos acerca de este asunto. Sabemos que si al ingeniero, al científico y al doctor se les paga hoy diez o cien veces más que al trabajador y que si el tejedor gana tres veces más que el agricultor y diez veces más que la obrera de una fábrica de fósforos, no es en razón a sus “gastos de producción”. Es en razón de un monopolio de la educación o por el monopolio de la industria. El ingeniero, el sabio y el doctor buenamente explotan un capital -su diploma- así como el burgués explota una fábrica o como el noble explotaba sus títulos de nobleza. En cuanto al patrón que paga al ingeniero veinte veces más que al trabajador, lo hace en virtud de este sencillísimo cálculo: si el ingeniero puede economizarle cien mil francos al año en la producción, le paga veinte mil francos. Y si descubre un capataz -hábil en hacer transpirar a los obreros- que le economice diez mil francos en mano de obra, se apresura a darle dos o tres mil francos anuales. Él afloja un millar de francos más allí donde cuenta con ganar diez mil, y ésta es la esencia del régimen capitalista. Lo mismo sucede con las diferencias entre los diversos oficios manuales. Que no se nos hable de los “gastos de producción” que cuesta la fuerza de trabajo, y se nos diga que un estudiante que ha pasado alegremente su juventud en la universidad tiene derecho a un salario diez veces más alto que el hijo del minero que se ha agostado en la mina desde la edad de once años, o que un tejedor tiene derecho a un salario tres o cuatro veces más alto que el agricultor. Los gastos necesarios para producir un tejedor no son cuatro veces más elevados que los gastos necesarios para producir un campesino. El tejedor simplemente se beneficia de las ventajas en que se halla la industria en Europa en relación con los países que aún no tienen industria. Nadie ha calculado nunca esos gastos de producción. Y si un haragán cuesta mucho más a la sociedad que un trabajador, resta aún por saber si, teniéndolo todo en cuenta -mortalidad de los niños obreros, la anemia que los destruye y las muertes prematuras-, un robusto jornalero no cuesta más a la sociedad que un artesano. ¿Se nos querrá hacer creer, por ejemplo, que el salario de treinta monedas que se paga a la obrera parisina, las seis monedas de la campesina de Auvernia, que pierde la visión haciendo encajes, o las cuarenta monedas diarias del campesino representan sus “gastos de producción”? Sabemos que frecuentemente trabajan por menos que eso; pero también sabemos que lo hacen exclusivamente porque, gracias a nuestra soberbia organización, sin esos salarios irrisorios se mueren de hambre. Para nosotros la escala de salarios es un producto muy complejo de los impuestos, de la tutela gubernativa, del acaparamiento capitalista, del monopolio -en una palabra del Estado y del capital-.También decimos que todas las teorías sobre la escala de los salarios han sido inventadas a posteriori para justificar las injusticias actualmente existentes, y que no tenemos que tener en cuenta. No se dejará de decirnos que la escala colectivista de los salarios sería, no obstante, un progreso. Dirán: “Valdrá más ver a ciertos obreros cobrar una suma dos o tres veces mayor que la del común, que ministros embolsándose en un día lo que el trabajador no alcanza a ganar en un año. Aun esto sería un paso hacia la igualdad”. Para nosotros, ese paso sería un progreso al revés. Introducir en una sociedad nueva la distinción entre el trabajo simple y el trabajo profesional conduciría, ya lo hemos dicho, a hacer sancionar por la revolución y erigir en principio un hecho brutal que hoy en día sufrimos, pero encontrándolo, no obstante, injusto. Sería imitar a aquellos señores del 4 de agosto de 1789 que proclamaban con frases efectistas la abolición de los derechos feudales, pero que el 8 de agosto admitían esos mismos derechos imponiendo a los campesinos contribuciones para redimirles a los señores, que estaban bajo la protección de la revolución. Sería también imitar al gobierno ruso, proclamando, cuando emancipaba a los siervos, que la tierra pertenecería en lo sucesivo a los señores, en tanto que anteriormente constituía un abuso el disponer de tierras pertenecientes a los siervos. O bien, para tomar un ejemplo más conocido: cuando la Comuna de 1871 decidió pagar a los miembros del Consejo quince francos diarios, en tanto que los federados en las murallas no cobraban más que treinta monedas, esta decisión fue aclamada como un acto de alta democracia igualitaria. En realidad, la Comuna no hacía más que ratificar la añeja desigualdad entre el funcionario y el soldado, entre gobierno y gobernado. Por parte de una cámara oportunista, semejante decisión hubiera podido parecer admirable; pero la Comuna faltaba así a su principio revolucionario, y por eso mismo lo condenaba. En la sociedad actual, cuando vemos que se paga a un ministro cien mil francos al año, mientras que el trabajador tiene que contentarse con mil o menos; cuando vemos al capataz cobrando dos o tres veces más que el obrero, y que entre los mismos obreros existen todas las gradaciones, desde los diez francos diarios hasta las seis monedas de la campesina, desaprobamos el alto salario del ministro, pero también la diferencia entre los diez francos del obrero y las seis monedas de la pobre mujer. Y decimos: “¡Abajo tanto los privilegios de la educación como los de nacimiento!”. Nosotros somos anarquistas precisamente porque tales privilegios nos indignan. Si ya nos rebelan en esta sociedad autoritaria, ¿podríamos soportarlos en una sociedad que debutaría proclamando la Igualdad? He aquí por qué ciertos colectivistas, comprendiendo la imposibilidad de mantener la escala de los salarios en una sociedad inspirada por el soplo de la revolución, se apresuran a proclamar que los salarios serán iguales. Pero se chocan con nuevas dificultades, y su igualdad de los salarios deviene una utopía tan irrealizable como la escala de los otros colectivistas. Una sociedad que se haya apoderado de toda la riqueza social y que haya proclamado que todos tienen derecho a esta riqueza -cualquiera sea la parte en la que hayan participado anteriormente en crearla- se verá obligada a abandonar toda idea de asalariamiento, ya sea en moneda, en bonos de trabajo, o bajo cualquier otra forma en que se presente.

IV

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“A cada uno según sus obras”, dicen los colectivistas, o en otros términos, según su parte de servicios prestados a la sociedad. ¡Y tal principio se recomienda para ser puesto en práctica cuando la revolución haya puesto en común los instrumentos de trabajo y todo lo necesario para la producción! Pues bien; si la revolución social tuviese la desgracia de proclamar este principio, impediría el desarrollo de la humanidad; abandonaría, sin resolverlo, el inmenso problema social que nos han legado los siglos anteriores. En efecto, en una sociedad como la nuestra, donde vemos que cuanto más trabaja el hombre menos es retribuido, este principio puede parecer, en primera instancia, como una aspiración hacia la justicia. Pero en el fondo, no es más que la consagración de las injusticias del pasado. Es por ese principio que comenzó el salariado, que condujo a las odiosas desigualdades y abominaciones de la sociedad actual porque, desde el día en que comenzaron a valorar en moneda o en cualquier otra especie de salario los servicios prestados; desde el día en que fue dicho que cada uno sólo tendría aquello que consiguiera hacerse pagar por sus obras, toda la historia de la sociedad capitalista (con el Estado ayudando) estaba escrita de antemano. Estaba encerrada, en germen, en este principio. ¿Debemos volver al punto de partida y rehacer a nuevo la misma evolución? Nuestros teóricos así lo quieren; pero desgraciadamente esto es imposible: la revolución, ya lo hemos dicho, será comunista; si no, ahogada en sangre, deberá ser recomenzada. Los servicios prestados a la sociedad, sean trabajos en el campo o en las fábricas, sean servicios morales, no pueden ser valorados en unidades monetarias. No puede haber medida exacta del valor de lo que impropiamente se ha llamado valor de cambio, ni del valor de la utilidad, en relación con la producción. Si vemos a dos individuos trabajando, uno y otro durante años, cinco horas diarias en beneficio de la comunidad y en diferentes trabajos que les agraden por igual podemos decir, en resumen, que sus trabajos son casi equivalentes. Pero no se puede fraccionar sus trabajos y decir que el producto de cada jomada, hora o minuto de trabajo del uno vale por el producto de cada minuto y hora del otro. Se puede decir a grosso modo que el hombre que durante su vida se ha privado del ocio durante diez horas diarias ha dado a la sociedad mucho más que quien sólo se ha privado de él cinco horas diarias o no se ha privado nunca. Pero no se puede tomar lo que ha hecho durante dos horas y decir que ese producto vale dos veces más que el producto de una hora de trabajo de otro individuo y remunerarlo en proporción. Esto sería desconocer todo lo que hay de complejo en la industria, en la agricultura, en la vida entera de la sociedad actual; esto sería ignorar hasta qué punto todo trabajo individual es el resultado de trabajos anteriores y presentes de la sociedad entera. Sería creerse, no en la edad del acero, sino en la edad de piedra. Entremos a una mina de carbón y veamos al hombre apostado junto a la inmensa máquina que hace subir y bajar la jaula. Él tiene en la mano la palanca que detiene e invierte la marcha de la máquina, la baja, y la jaula retrocede en su camino en un abrir y cerrar de ojos, lanzándola hacia arriba o hacia abajo con una velocidad vertiginosa. Atentamente sigue con la vista a un indicador en la pared que le muestra en una pequeña escala en qué lugar del pozo se encuentra la jaula a cada instante de su marcha; y en cuanto el indicador alcanza cierto nivel, detiene súbitamente el impulso de la jaula, ni un metro más arriba o más abajo de la línea requerida. Y apenas se han descargado los recipientes llenos de carbón y colocado los vacíos, invierte la palanca y envía de nuevo la jaula al espacio. Durante ocho o diez horas seguidas mantiene ese prodigio de atención. Que su cerebro se relaje un solo momento, y la jaula chocará y se romperán las ruedas y el cable, aplastará a los hombres y se detendrá todo el trabajo de la mina. Que pierda tres segundos por cada golpe de palanca, y la extracción -en las perfeccionadas minas modernas- se reducirá de veinte a cincuenta toneladas por día. ¿Es él quien presta el mayor servicio en la mina? ¿Es quizás el muchacho que da desde abajo la señal para que suba el ascensor? ¿Es el minero que a cada instante arriesga la vida en el fondo del pozo y que un día será asesinado por el grisú? ¿O tal vez el ingeniero que por un simple error de suma en sus cálculos puede hacer arrancar piedras habiendo perdido la veta de carbón? ¿O finalmente el propietario, que ha comprometido todo su patrimonio y que puede haber dicho, contrariando todas las previsiones: “Cavemos aquí y encontraremos un excelente carbón”. Todos los trabajadores de la mina contribuyen en la medida de sus fuerzas, de su energía, de su saber, de su inteligencia y de su habilidad, a extraer el carbón. Y podemos decir que todos tienen derecho a vivir, a satisfacer sus necesidades y hasta sus fantasías después de que lo necesario esté asegurado para todos. Pero, ¿cómo podemos nosotros valorar sus obras? Y por otra parte, ¿el carbón que extraen es obra suya?, ¿no es también obra de esos hombres que han construido el ferrocarril que conduce a la mina y los caminos que irradian de todas sus estaciones? ¿No es también obra de los que han roturado y sembrado los campos, extraído el hierro, cortado la madera en el bosque, fabricado las máquinas donde se quemará el carbón, y así sucesivamente? No puede hacerse ninguna distinción entre las obras de cada uno. Medirlas por el resultado nos lleva al absurdo. Fraccionarlas y medirlas por las horas de trabajo nos conduce también al absurdo. Sólo queda una cosa: poner las necesidades por encima de las obras y reconocer primeramente el derecho a la vida y al bienestar después para todos los que tomen una cierta parte en la producción. Pero tomemos cualquier otra rama de la actividad humana, tomemos el conjunto de las manifestaciones de la existencia. ¿Quién de nosotros puede reclamar una retribución más cuantiosa por sus obras? ¿El médico que ha adivinado la enfermedad, o la enfermera que asegura la curación con sus cuidados higiénicos? ¿Es el inventor de la primera máquina de vapor, o el muchacho, que, cansado un día de tirar de la cuerda que entonces se usaba para hacer entrar el vapor bajo el pistón, ató esa cuerda a la palanca de la máquina y se fue a jugar con sus camaradas, sin sospechar que había inventado el mecanismo esencial de toda máquina moderna, la válvula automática? ¿Es el inventor de la locomotora, o aquel obrero de Newcastle que sugirió la idea de reemplazar por durmientes de madera a las piedras que en el pasado se ponían debajo de los rieles y que, faltas de elasticidad, hacían descarrilar los trenes? ¿Es el maquinista de la locomotora? ¿Es el hombre que con sus señales detiene los trenes? ¿Es el guardaagujas que les da paso? ¿A quién le debemos el cable trasatlántico? ¿Será al ingeniero que se obstinaba en afirmar que el cable transmitía los despachos, en tanto que los sabios electricistas lo declaraban imposible? ¿Al sabio Maury, que aconsejó abandonar los cables gruesos por otros tan delgados como una caña? ¿O bien a esos voluntarios venidos de no se sabe de dónde, que pasaban noche y día sobre cubierta examinando minuciosamente cada metro de cable para quitar los clavos que los accionistas de las compañías marítimas introducían bestialmente en la capa aislante del cable, para dejarlo fuera de servicio? Y, en un dominio aún más vasto, el verdadero dominio de la vida humana con sus alegrías, sus dolores y sus accidentes, ¿quién de nosotros no podrá nombrar a alguien que en su vida le haya rendido un servicio importante, y que se indignaría si se le hablase de evaluarlo monetariamente? Este servicio podría ser una palabra, nada más que una palabra dicha a tiempo; o bien consistió en meses y años de dedicación. ¿Iríamos a evaluar también estos servicios “incalculables”, en “bonos de trabajo”? “¡Las obras de cada uno!” Pero si cada uno no diese infinitamente más de lo que se le retribuye -en moneda, en “bonos” o en recompensas cívicas- las sociedades humanas no podrían vivir más de dos generaciones seguidas, desaparecerían en cincuenta años. Sería la extinción de la raza si una madre no gastase su vida por conservar la de sus hijos, si el hombre no diera algo sin interés, si no diese, sobre todo, aquello por lo que no espera recompensa alguna. Y si la sociedad burguesa decae, si estamos hoy en un callejón sin salida del cual no podemos salir sin acometer a fuego y hierro las instituciones del pasado, es precisamente por un exceso de cálculos, por culpa de habernos dejado conducir a sólo dar a condición de recibir; es por haber querido hacer de la sociedad una compañía comercial basada en el debe y haber. Los colectivistas, por otra parte, lo saben. Comprenden vagamente que una sociedad no podría existir ninguna si llevase al extremo el principio de “a cada uno según sus obras”. Comprenden que las necesidades del individuo -no hablamos de las fantasías- no siempre corresponden a sus obras. También nos dice De Paepe: “Este principio -eminentemente individualista- sería, por lo demás, atemperado por la intervención social para la educación de los niños y jóvenes (incluyendo en ella el mantenimiento y la alimentación) y por la organización social de la existencia de los discapacitados y enfermos, del retiro para los trabajadores ancianos, etcétera”. Comprenden que el hombre de cuarenta años y padre de tres hijos tiene otras necesidades que el joven de veinte. Comprenden que la mujer que amamanta a su criatura y pasa noches en blanco a su cabecera, no puede hacer tantas obras como el hombre que ha dormido plácidamente. Parecen comprender que el hombre y la mujer, quizá desgastados a fuerza de haber trabajado por la sociedad, pueden sentirse incapaces de realizar tantas obras como los que han pasado sus horas gratamente y embolsado sus bonos en la situación privilegiada de estadísticos del Estado. Y se apresuran a atemperar su principio, diciendo: 66¡Pero sí!, la sociedad criará y educará a sus hijos. ¡Pero sí!, asistirá a los viejos e inválidos. ¡Pero sí!, las necesidades serán la medida de los costos que la sociedad se impondrá para atemperar el principio de las obras”. La caridad ¡qué! La caridad, siempre la caridad cristiana, organizada esta vez por el Estado. ¡Mejorando la casa de los niños expósitos, organizando la seguridad contra la vejez y la enfermedad, el principio será atemperado! “Herir para, a continuación, curar”. ¡No pueden salir adelante! Así que, después de haber negado el comunismo y haberse burlado a sus anchas de la fórmula: “A cada uno según sus necesidades”, de modo que se percatan también, esos insignes economistas, que se han olvidado de algo, las necesidades de los productores. Y se apresuran a reconocerlas. Sólo que es al Estado al que le incumbirá apreciarlas, y al Estado el comprobar si las necesidades no son desproporcionadas con las obras. El Estado dará la limosna. De ahí a la ley de pobres y al work-house inglés no hay más que un paso. No hay más que un solo paso, porque hasta esa sociedad madrastra contra la cual nos rebelamos, se ha visto obligada a atemperar su principio del individualismo, ha tenido que hacer concesiones en sentido comunista y bajo la misma forma de caridad. También ella distribuye comidas a costo de monedas para evitar el saqueo de sus comercios. También construye hospitales, a menudo muy malos, pero a veces espléndidos, para evitar los estragos de las enfermedades contagiosas. Ella también, después de no haber pagado más que las horas de trabajo, recoge los hijos de aquellos a quienes ha reducido a la última de las miserias. Ella también tiene en cuenta las necesidades por la caridad. Hemos dicho anteriormente que la miseria fue la causa primera de las riquezas. Fue ella quien creó al primer capitalista. Porque antes de acumular la “plusvalía”, de la que se habla gustosamente tanto, era preciso que hubiese miserables que consintieran en vender su fuerza de trabajo para no morirse de hambre. Es la miseria quien ha hecho a los ricos. Y si los progresos fueron rápidos en el curso de la Edad Media, es porque las invasiones y las guerras que siguieron a la creación de los Estados y el enriquecimiento por la explotación en Oriente rompieron los lazos que en otros tiempos unían a las comunidades agrícolas y urbanas y las condujeron a proclamar, en vez de la solidaridad que antes practicaban, ese principio del salariado, tan grato a los explotadores. ¿Y sería éste el principio que surja de la revolución que ose llamarse “Revolución Social”, ese nombre amado por los hambrientos, por los que sufren, por los oprimidos? Esto no será así, porque el día en que las viejas instituciones se desplomen bajo el hacha de los proletarios, se escucharán voces que gritarán: “¡Pan, vivienda y bienestar para todos!”. Y esas voces serán escuchadas. El pueblo se dirá: “Comencemos por satisfacer la sed de vida, de alegría, de libertad, que nunca hemos podido apagar. Y cuando todos hayamos gozado de esa felicidad, pondremos manos a la obra: la demolición de los últimos vestigios del régimen burgués, de su moral basada en los libros de contabilidad, de su filosofía del ‘debe y haber’, de sus instituciones de lo tuyo y de lo mío. Demoliendo, edificaremos”, como decía Proudhon: nosotros edificaremos en nombre del Comunismo y de la Anarquía.
NOTA

  • Los anarquistas españoles, que se dejan aún llamar colectivistas, entienden por esta palabra la posesión en común de los instrumentos de trabajo, y “la libertad, para cada grupo, de repartir los productos como les parezca”, según los principios comunistas o de cualquier otra manera.

CONSUMO Y PRODUCCIÓN

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Considerando la sociedad y su organización política desde un punto de vista muy distinto al de las escuelas autoritarias, ya que -en vez de comenzar por el Estado para descender hasta el individuo- partimos del individuo libre para llegar a una sociedad libre, seguimos el mismo método respecto de las cuestiones económicas. Antes de discutir la producción, el cambio, el impuesto, el gobierno, etcétera, estudiaremos las necesidades del individuo y los medios a los que recurre para satisfacerlas. A primera vista, la diferencia puede parecer mínima. Pero en los hechos trastoca todas las nociones de economía política oficial. Abramos cualquier obra de un economista. Comienza tratando la producción, el análisis de los medios empleados hoy para crear la riqueza, la división del trabajo, la manufactura, la obra de la máquina, la acumulación del capital. Desde Adam Smith hasta Marx, todos han procedido de ese modo. Solamente a partir de la segunda o tercera parte de su obra tratará del consumo, es decir, de la satisfacción de las necesidades del individuo, y aun entonces se limitará a explicar cómo se repartirán las riquezas entre los que disputan su posesión. Se dirá, tal vez, que esto es lógico: que antes de satisfacer necesidades es preciso crear aquello que pueda satisfacerlas; que es necesario preciso producir para consumir. Pero antes de producir, sea lo que fuere, ¿no es preciso sentir su necesidad? ¿No es la necesidad quien desde el principio impulsó al hombre a cazar, a criar ganado, a cultivar el suelo, a fabricar utensilios y más tarde aún a inventar y construir máquinas? ¿No es asimismo el estudio de las necesidades lo que debiera regir a la producción? Sería por lo menos también lógico comenzar por ahí para ver después cómo hay que actuar para satisfacer esas necesidades por medio de la producción. Es esto precisamente lo que nosotros hacemos. Pero en cuanto la consideramos desde este punto de vista, la economía política cambia totalmente de aspecto. Deja de ser una simple descripción de hechos y deviene en ciencia, como lo es la fisiología: se la puede definir como el estudio de las necesidades de la humanidad y de los medios para satisfacerlas con la menor pérdida posible de fuerzas humanas. Su verdadero nombre sería el de fisiología de la sociedad. Y constituye una ciencia paralela a la fisiología de las plantas o de los animales, las cuales también consisten en el estudio de las necesidades de la planta o del animal y de los medios más ventajosos de satisfacerlas. En la serie de las ciencias sociales, la economía de las sociedades humanas viene a tomar el puesto ocupado en la serie de las ciencias biológicas por la fisiología de los seres organizados. Nosotros decimos: “He aquí seres humanos reunidos en sociedad. Todos ellos sienten la necesidad de habitar en casas higiénicas. Ya no les satisface más la cabaña de un salvaje: exigen un abrigo sólido y más o menos confortable. Se trata de saber qué es lo que les impide tener a cada uno su vivienda ya que dada la productividad del trabajo humano esto podría ser posible”. Y seguidamente vemos que cada familia en Europa podría perfectamente tener una casa confortable, como las que se edifican en Inglaterra o en Bélgica o en la ciudad de Pullman, o bien un departamento equivalente. Un cierto número de jornadas de trabajo bastarían para proporcionar a una familia de siete a ocho personas une linda casita, ventilada, bien amueblada e iluminada con gas. Pero las nueve décimas partes de los europeos no han poseído nunca una casa higiénica, porque en todo tiempo el hombre del pueblo ha tenido que trabajar día a día, casi de continuo, para satisfacer las necesidades de sus gobernantes, y jamás ha tenido la necesaria holgura, en tiempo y en dinero para edificar o hacer edificar la casa de sus sueños. Y seguirá sin tener casa, y vivirá en un tugurio, mientras no cambien las actuales condiciones. Nosotros procedemos, se ve, al contrario de los economistas que eternizan las pretendidas leyes de la producción, y haciendo la cuenta de las viviendas que se edifican cada año, demuestran estadísticamente que, ya que no bastan las casas nuevas para satisfacer toda la demanda, las nueve décimas partes de los europeos deben habitar en tugurios. Pasemos a la nutrición. Después de haber enumerado los beneficios de la división del trabajo, pretenden los economistas que esta división exige que unos se dediquen a la agricultura y otros a la industria manufacturera. Los agricultores producen tanto, las manufacturas tanto. El intercambio se hace de la siguiente manera: se analiza la venta, el beneficio, el producto líquido o la plusvalía, el salario, el impuesto, la banca, y así sucesivamente. Pero después de haberlos seguido hasta aquí, no estamos más adelantados; y si les preguntamos: “¿Cómo es que a tantos millones de seres humanos les falta el pan, cuando cada familia podría producir trigo para alimentar a diez, veinte y hasta cien personas al año?”, nos responden con la misma cantinela: división del trabajo, salario, plusvalía, capital, etc., llegando a la conclusión de que la producción es insuficiente para satisfacer todas las necesidades, conclusión que, aun cuando fuese cierta, no responde en modo alguno a la pregunta: “¿El hombre puede o no puede, con su trabajo, producir el pan que necesita? Y si no puede, ¿qué es lo que se lo impide?”. Tenemos trescientos cincuenta millones de europeos a los que les hace falta cada año tanto de pan, tanto de carne, vino, leche, huevos y manteca; necesitan tantas viviendas, tanta ropa; es el mínimum de sus necesidades. ¿Pueden producir todo eso? Si pueden, ¿les quedará tiempo disponible para proporcionarse lujos, objetos de arte, ciencia y diversiones, en una palabra, todo lo que no entra en la categoría de lo estrictamente necesario? Si la respuesta es afirmativa, ¿qué les impide ir adelante? ¿Qué debe hacerse para allanar los obstáculos? ¿Se necesita tiempo? ¡Que se lo tomen! Pero no perdamos de vista el objetivo de toda producción: la satisfacción de las necesidades. Si las necesidades más imperiosas del hombre quedan sin satisfacer, ¿qué deberá hacerse para aumentar la productividad del trabajo?, ¿no hay otras causas?, ¿no será, entre otras, que la producción habiendo perdido de vista las necesidades del hombre, ha tomado una dirección absolutamente falsa y que su organización es defectuosa? Y puesto que así lo constatamos, busquemos efectivamente el medio de reorganizar la producción de modo que responda realmente a todas las necesidades. Ésta es la única manera de encarar las cosas que nos parece justa: la única que permitirá a la economía política transformarse en una ciencia, la ciencia de la fisiología social. Es evidente que desde el momento en que esta ciencia trate de la producción actual, en las naciones civilizadas, en la comunidad hindú o entre los salvajes, no podrá exponer los hechos de otro modo que los economistas de hoy, como un simple capítulo descriptivo, análogo a los capítulos descriptivos de la zoología o de la botánica. Pero advirtamos que si ese capítulo se hiciese desde el punto de vista de la economía de las fuerzas para la satisfacción de las necesidades, ganaría tanto en claridad como en valor científico. Probaría evidentemente el pavoroso derroche de las fuerzas humanas por el sistema actual, y admitiría con nosotros que, mientras éste dure, las necesidades de la humanidad no serán nunca satisfechas. Se ve que el punto de vista quedaría cambiado por completo. Detrás del telar que teje metros de tela, detrás de la máquina que horada placas de acero y detrás de la caja fuerte donde se sepultan los dividendos, se vería al hombre, al artesano de la producción, excluido casi siempre del banquete que ha preparado para otros. Se comprendería también que las pretendidas leyes del valor, del cambio, etc., sólo son la expresión, frecuentemente falsa -por ser falso su punto de partida- de hechos tales como ocurren ahora, pero que podrían suceder y sucederán de un modo muy diferente, cuando la producción esté organizada de manera que satisfaga todas las necesidades de la sociedad.

II

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No hay un solo principio de la economía política que no cambie totalmente de aspecto si se ve desde nuestro punto de vista. Ocupémonos, por ejemplo, de la surperproducción. He aquí una palabra que resuena cada día en nuestros oídos. No hay un solo economista, académico o aspirante a serlo, que no haya sostenido tesis probando que las crisis económicas resultan de la superproducción: que en un momento dado se producen más telas de algodón, paños, relojes, de los que hacen falta. ¡No se ha acusado de “rapacidad” a los capitalistas que se empeñan en producir más del consumo posible! Pues bien; tal razonamiento manifiesta su falsedad en cuanto se ahonda en la cuestión. En efecto, mencionemos una mercancía, entre las de uso universal, de la cual se produzca más de lo necesario. Examinemos todos los artículos expedidos por los países de gran exportación y veremos que son producidos en cantidades insuficientes hasta para los habitantes del país que los exporta. No es un sobrante de trigo el que envía a Europa el campesino ruso. Las mayores cosechas de trigo y de centeno en la Rusia europea dan justo lo indispensable para la población. Y, por lo general, el campesino se priva él mismo de lo necesario cuando vende su trigo o su centeno para pagar los impuestos y la renta. No es un sobrante de carbón lo que Inglaterra envía a los cuatro puntos cardinales del globo, puesto que no le quedan más que setecientos cincuenta kilos por año y por habitante para el consumo doméstico interior y teniendo en cuenta que millones de ingleses se privan de fuego en invierno o no lo utilizan más que lo suficiente como para hacer hervir unas pocas legumbres. De hecho (no hablemos de artículos de lujo) no hay en el país de mayor exportación, Inglaterra, más que una sola mercancía de uso general, el tejido de algodón, cuya producción sea acaso lo bastante considerable como para superar, tal vez, a las necesidades. Y cuando se piensa en los harapos que reemplazan a la ropa blanca y de vestir en más de la tercera parte de los habitantes del Reino Unido, está uno tentado a preguntarse si las telas de algodón exportadas no representarán poco más o menos que las necesidades reales de la población. Por lo general, no es un sobrante lo que se exporta, aunque las primeras exportaciones hubiesen tenido este origen. La fábula del zapatero caminando descalzo es verdadera tanto para las naciones como lo era antaño para aquel artesano. Lo que se exporta es lo necesario, y sucede así porque los trabajadores solamente con su salario no pueden comprar lo que han producido pagando rentas, beneficios e intereses al capitalista y al banquero. No solamente la necesidad siempre creciente de bienestar queda sin satisfacción, sino que también falta muy frecuentemente lo estrictamente necesario. La superproducción por consiguiente no existe, al menos en esta acepción, y es nada más que una palabra inventada por los teóricos de la economía política. Todos los economistas nos dicen que si hay una “ley” económica bien establecida es ésta: “El hombre produce más que lo que consume”. Después de haber vivido de los productos de su trabajo, siempre le queda un remanente. Una familia de cultivadores produce con qué alimentar a muchas familias, y así por el estilo. Para nosotros, esa frase tan frecuentemente repetida carece de sentido. Sería exacta si significase que cada generación deja algo a las futuras. En efecto, un cultivador planta un árbol que vivirá treinta, cuarenta años, un siglo, y sus nietos aún recogerán el fruto. Si ha roturado una hectárea de suelo virgen, otro tanto ha crecido la herencia de las generaciones por venir. El camino, el puente, el canal, la casa y sus muebles, son otras tantas riquezas legadas a las generaciones siguientes. Pero no se trata de eso. Se nos dice que el cultivador produce más trigo del que consume. Se podría decir más bien que habiéndole quitado el Estado, bajo la forma de impuesto, una buena parte de sus productos, el sacerdote en forma de diezmo y el propietario bajo la forma de renta, se ha creado toda una clase de hombres que en otros tiempos consumían lo que producían -salvo la parte dejada para imprevistos o los gastos hechos en arbolado, caminos, etcétera-, pero que hoy se ven obligados a alimentarse de castañas o de maíz y a beber vino aguado, habiéndoles quitado el resto el Estado, el propietario, el cura y el usurero. Preferimos decir: el cultivador consume menos de lo que produce, porque se le obliga a acostarse sobre paja y a vender la pluma; a contentarse con el orujo y a vender el vino; a comer centeno y a vender el trigo. Destaquemos también que, tomando por punto de partida las necesidades del individuo, se llega necesariamente al comunismo, como organización que permite satisfacer todas esas necesidades de la manera más completa y económica. En tanto que partiendo de la producción actual y teniendo en cuenta nada más que el beneficio o la plusvalía, sin hacerse la pregunta de si la producción responde a la satisfacción de las necesidades, se llega necesariamente al capitalismo, o a lo sumo al colectivismo. Uno y otro no son más que formas distintas del salariado. En efecto, cuando se consideran las necesidades del individuo y de la sociedad y los medios a que el hombre ha recurrido para satisfacerlas durante sus diversas fases de desarrollo, se llega al convencimiento de la necesidad de solidarizar los esfuerzos, en vez de abandonarse a los azares de la producción actual. Se comprende que la apropiación por algunos de todas las riquezas no consumidas, transmitiéndolas de una generación a otra, va contra el interés general. Se constata que de esta manera las necesidades de las tres cuartas partes de la sociedad corren el riesgo de no quedar satisfechas, y que el excesivo gasto de fuerza humana no es sino más inútil y más criminal. Por último, se comprende que el empleo más ventajoso de todos los productos es el que satisface las necesidades más apremiantes, y que el valor de utilidad no depende de un simple capricho, como se ha afirmado con frecuencia, sino de la satisfacción que da a necesidades reales. El comunismo -es decir, una visión sintética del consumo, de la producción y del intercambio y una organización que responde a esta visión sintética-, deviene la consecuencia lógica de esta comprensión de las cosas, la sola, en nuestro parecer, que es realmente científica. Una sociedad que podrá satisfacer las necesidades de todos, y que sabrá organizar la producción, deberá, además, hacer tabla rasa con ciertos prejuicios concernientes a la industria y, en primer lugar, con la teoría tan pregonada por los economistas con el nombre de división del trabajo, que vamos a abordar en el siguiente capítulo.

DIVISIÓN DEL TRABAJO

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La economía política se ha limitado siempre a comprobar los hechos que veía producirse en la sociedad y a justificarlos en interés de la clase dominante. Lo mismo hace con respecto a la división del trabajo creada por la industria: habiéndola encontrado ventajosa para los capitalistas, la ha erigido en principio. “Veamos al herrero del pueblo -decía Adam Smith, el padre de la economía política moderna- si no tiene el hábito de hacer clavos, a duras penas fabricará doscientos o trescientos diarios. Pero si ese mismo herrero no hace más que clavos, producirá fácilmente hasta dos mil trescientos en el curso de una sola jornada”. Y Smith se apresuraba a concluir: “Dividamos el trabajo, especialicémoslo, especialicémoslo siempre; tengamos herreros que sólo sepan hacer cabezas o puntas de clavos, y de esa manera produciremos más. Nos enriqueceremos”. En cuanto a saber si el herrero que estará condenado por toda la vida a no hacer más que cabezas de clavo no perderá su interés por el trabajo; si no estará enteramente a merced del patrón con ese oficio limitado; si no tendrá cuatro meses de inactividad obligada al año; si no bajará su salario porque fácilmente se le puede reemplazar con un aprendiz, Adam Smith al exclamar: “¡Viva la división del trabajo! ¡He aquí la verdadera mina de oro para enriquecer la nación!”, no pensaba en nada de eso. Y todo el mundo le hacía coro. Y aun cuando posteriormente un Sismondi o un J. B. Say advertían que la división del trabajo, en lugar de enriquecer a la nación sólo enriquecía a los ricos, y que reducido el trabajador a hacer toda su vida la dieciochava parte de un alfiler se embrutecía y caía en la miseria, ¿Qué proponían los economistas oficiales? ¡Nada! No se decían que dedicándose toda la vida a un solo trabajo maquinal el obrero perdería la inteligencia y su espíritu de inventiva, y que, por el contrario, la variedad en las ocupaciones tendría por resultado aumentar mucho la productividad de la nación. Es precisamente esta cuestión la que acaba de plantearse hoy. Por otra parte, si no existiesen más que economistas para predicar la división del trabajo permanente y a menudo hereditaria, se les dejaría perorar a sus anchas. Pero las ideas profesadas por los doctores de la ciencia se infiltran en los espíritus pervirtiéndolos, y a fuerza de oír hablar de la división del trabajo, del interés, de la renta, del crédito, etcétera, como de problemas hace mucho tiempo resueltos, todo el mundo (y el trabajador mismo) concluye por razonar como los economistas, por venerar los mismos fetiches. Así vemos a numerosos socialistas, hasta aquellos que no temen atacar los errores de la ciencia, respetar el principio de la división del trabajo. Hablémosles de la organización de la sociedad durante la revolución, y responden que debe sostenerse la división del trabajo; que si uno hacía puntas de alfileres antes de la revolución, las hará también después de ella. Bueno; trabajará nada más que cinco horas haciendo puntas de alfileres. Pero no hará más que puntas de alfileres toda la vida, mientras otros harán máquinas o proyectos de máquinas que permitan afilar durante toda su vida miles de millones de alfileres, y aun otros se especializarán en las altas funciones del trabajo literario, científico, artístico, etc. Es decir, uno ha nacido amolador de puntas de alfileres, Pasteur ha nacido vacunador de la rabia, y la revolución dejará a uno y a otro en sus respectivos empleos. Y bien, es este principio horrible, nocivo para la sociedad y embrutecedor para el individuo, fuente de toda una serie de males, el que ahora nos proponemos discutir en sus diversas manifestaciones. Se conocen las consecuencias de la división del trabajo. Nosotros estamos divididos, evidentemente en dos clases: por una parte, los productores que consumen muy poco y están dispensados de pensar, porque necesitan trabajar, y trabajan mal porque su cerebro permanece inactivo; y por otra parte, los consumidores que producen poco o casi nada, tienen el privilegio de pensar por los otros, y piensan mal porque todo un mundo, el de los trabajadores manuales, les es desconocido. Los obreros de la tierra no saben nada de las máquinas, aquellos que sirven las máquinas ignoran todo el trabajo de los campos. El ideal de la industria moderna es el del niño sirviendo una máquina que no puede ni debe comprender, y supervisores que lo corrijan si su atención se relaja un momento. Hasta se trata de suprimir por completo al trabajador agrícola. El ideal de la agricultura industrial es un hombre alquilado por tres meses y que conduzca un arado de vapor o una trilladora. La división del trabajo es el hombre etiquetado, estampillado por toda su vida como anudador en una fábrica, como supervisor en una industria, como conductor de un carretón en algún sitio de una mina, pero sin idea ninguna del conjunto de máquinas, ni de la industria, ni de la mina, perdiendo por esto mismo el gusto por el trabajo y las capacidades de invención que, en los comienzos de la industria moderna, han creado el conjunto de herramientas de las que nos place tanto enorgullecemos. Lo que se ha hecho con los hombres quiso hacerse también con las naciones. La humanidad debía ser dividida en fábricas nacionales, cada una con su especialidad. Rusia, nos enseñaban, está destinada por la naturaleza a cultivar trigo, Inglaterra a hacer tejidos de algodón, Bélgica a fabricar paños, en tanto que Suiza forma niñeras e institutrices. En cada nación, las provincias y ciudades se especializarían también: Lyon fabricaría sedas, Auvernia encajes y París artículos de fantasía. Esto es, según los economistas, ofrecer un campo ilimitado a la producción al mismo tiempo que al consumo; una era de trabajo y de inmensa fortuna que se abría para el mundo. Pero esas vastas esperanzas se desvanecen a medida que el saber técnico se difunde en el universo. Mientras Inglaterra era la única que fabricaba telas de algodón y trabajaba los metales, y mientras sólo París hacía chucherías artísticas iba todo bien: podía predicarse lo que se llamaba la división del trabajo, sin temor alguno de verse desmentido. Hoy vemos que una nueva corriente induce a las naciones civilizadas a ensayar en su interior todas las industrias, hallando ventajoso fabricar lo que antes recibían de los demás países, y las mismas colonias tienden a liberarse de sus metrópolis. Como los descubrimientos de la ciencia universalizan los procedimientos técnicos, es inútil seguir pagando al exterior un precio excesivo por lo que es tan fácil producir localmente. Pero esta revolución en la industria, ¿no conlleva un golpe de gracia a la teoría de la división del trabajo, que se creía tan sólidamente establecida?

La DESCENTRALIZACIÓN DE LAS INDUSTRIAS

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Al finalizar las guerras napoleónicas, Inglaterra casi había logrado arruinar la gran industria que nacía en Francia a fines del siglo pasado. Quedaba dueña de los mares y sin competencia seria. Se aprovechó de esa circunstancia para constituir un monopolio industrial, e imponiendo a las naciones vecinas sus precios para las mercancías que ella sola podía fabricar, amontonó riquezas sobre riquezas y supo sacar partido de esa situación privilegiada y de todas sus ventajas. Pero cuando la revolución burguesa del siglo pasado hubo abolido la servidumbre y creado en Francia un proletariado, la gran industria, detenida un momento en su impulso, recobró nuevos vuelos, y desde la segunda mitad de nuestro siglo, Francia dejó de ser tributaria de Inglaterra para los productos manufacturados. Hoy se ha convertido en un país exportador. Vende al extranjero por valor de más de mil quinientos millones de productos manufacturados, y los dos tercios de esas mercancías son tejidos. Se estima en cerca de tres millones los franceses que trabajan para la exportación o viven del comercio exterior. Francia ya no es tributaria de Inglaterra. A su vez, ha tratado de monopolizar ciertas ramas del comercio exterior, tales como las sederías y la confección; de ello ha obtenido inmensos beneficios, pero está a punto de perder para siempre ese monopolio, como Inglaterra está a punto de perder para siempre el monopolio de los tejidos y hasta el de los hilados de algodón. Yendo hacia el Este, la industria se ha detenido en Alemania. Hace treinta años, Alemania era tributaria de Inglaterra y de Francia en la mayor parte de los productos de la gran industria. Ya no es más así en nuestros días. En el curso de los últimos veinticinco años, y sobre todo después de la guerra, Alemania ha reformado totalmente su industria. Las nuevas fábricas están equipadas con las mejores máquinas; las más recientes creaciones del arte industrial de Manchester en tejidos de algodón, o de Lyon en tejidos de seda, etc., se realizan en las nuevas fábricas alemanas. Si fueron precisas dos o tres generaciones de trabajadores para desarrollar la maquinaria moderna en Lyon o en Manchester, Alemania la ha tomado ya perfeccionada. Las escuelas técnicas, adecuadas a las necesidades de la industria, proporcionan a los manufactureros un ejército de obreros inteligentes, de ingenieros prácticos, que saben trabajar con las manos y con la cabeza. La industria alemana comienza en el punto preciso adonde han llegado Manchester y Lyon, después de cincuenta años de esfuerzos, de ensayos y de tanteos. De ahí resulta que Alemania, haciéndolo todo tan bien por sí misma, disminuye de año en año sus importaciones de Francia y de Inglaterra. Ella es ahora un rival para la exportación al Asia y al África. Más que esto, para los mismos mercados de Londres y de París. Las personas de corto alcance pueden vociferar contra el tratado de Frankfurt, pueden explicar la competencia alemana por pequeñas diferencias de tarifas de ferrocarriles. Pueden decir que el alemán trabaja por nada, deteniéndose en las pequeñeces de cada cuestión y olvidando los grandes hechos históricos. Pero no es menos cierto que la gran industria -antes privilegio de Inglaterra y Francia- ha dado un paso hacia el Este. Ha encontrado en Alemania un país joven, lleno de fuerza, y una burguesía inteligente, ávida de enriquecerse a su tumo con el comercio exterior. Mientras que Alemania se emancipaba de la tutela inglesa y francesa y fabricaba ella misma sus tejidos de algodón, sus telas, sus máquinas, en una palabra, todos los productos manufacturados, la gran industria se implantaba también en Rusia, donde el desarrollo de las manufacturas es tanto más asombroso en cuanto que ha nacido ayer. En la época de la abolición de la servidumbre, en 1861, Rusia no tenía casi industria. Todo lo que se necesitaba en máquinas, rieles, locomotoras, las telas de lujo, provenía de Occidente. Veinte años más tarde, poseía ya más de ochenta y cinco mil manufacturas, y las mercancías producidas por éstas habían cuadruplicado su valor. El antiguo equipamiento ha sido reemplazado por completo. Casi todo el acero empleado hoy, las tres cuartas partes del hierro, los dos tercios del carbón, todas las locomotoras, todos los vagones, todos los rieles, casi todos le buques de vapor, son producidos en Rusia. De país condenado a permanecer agrícola, al decir de los economistas, Rusia se ha convertido en un país manufacturero. No requiere casi nada de Inglaterra, y muy poco de Alemania. Los economistas hacen responsables de estos hechos a las aduanas, pero los productos manufacturados en Rusia se venden al mismo precio que en Londres. Como el capital no conoce patria, los capitalistas alemanes e ingleses, seguidos de ingenieros y capataces de sus respectivas naciones, han implantado en Rusia y en Polonia fábricas que, por la excelencia de sus productos, rivalizan con las mejores industrias inglesas. Que sean abolidas mañana las aduanas y las fábricas sólo ganarán con ello. En este mismo momento los ingenieros británicos están en vías de dar el golpe de gracia a las importaciones rusas de paños y lanas de Occidente: están montando en el mediodía de Rusia inmensas manufacturas de lana, con las máquinas más perfectas de Bradford y, dentro de diez años, Rusia importará, como muestras, algunas piezas de paños ingleses y lanas francesas. La gran industria no sólo marcha hacia el Este: también se extiende por las penínsulas del Sur. La exposición de Turin mostró ya en 1884 los progresos de la industria italiana, y no nos dejemos engañar: el odio entre las dos burguesías, francesa e italiana, no tiene más origen que su rivalidad industrial. Italia se emancipa de la tutela francesa y compite con los comerciantes franceses en la cuenca mediterránea y en Oriente. Por eso, y no por otra cosa, es que algún día correrá la sangre en la frontera italiana, a menos que la revolución nos ahorre esa sangre preciosa. También podríamos mencionar los rápidos progresos de España en la senda de la gran industria. Pero fijémonos más bien en Brasil. ¿No lo habían condenado los economistas a cultivar algodón por siempre, a exportarlo en bruto y recibir a cambio tejidos de algodón importados de Europa? En efecto, hace veinte años Brasil no tenía sino nueve míseras fábricas de algodón, con trescientos ochenta y cinco husos. Hoy tiene cuarenta y seis; cinco de ellas poseen cuarenta mil husos y aportan al mercado treinta millones de metros de tela de algodón cada año. Hasta México se pone a fabricar telas de algodón en lugar de importarlas de Europa. En tanto Estados Unidos se ha liberado totalmente de la tutela europea. Allí la gran industria se ha desarrollado triunfalmente. Pero es la India quien debía dar el desmentido más brillante a los partisanos de la especialización de las industrias nacionales. Se conoce la teoría: las grandes naciones europeas necesitan colonias. Estas colonias enviarán a la metrópoli productos en bruto, fibras de algodón, lana en bruto, especias, etc. Y la metrópoli les enviará esos productos manufacturados, tejidos envejecidos, hierro viejo en forma de máquinas caídas en desuso, en una palabra, todo aquello que no necesita, que le cuesta poco o nada y que no por eso dejará de vender a un precio exorbitante. Tal era la teoría: tal fue durante largo tiempo la práctica. Se ganaban fortunas en Londres y en Manchester, mientras que se arruinaba a la India. Basta ir solamente al Museo de la India en Londres, allí se ven las riquezas inauditas, insensatas, amasadas en Calcuta y en Bombay por los negociantes ingleses. Pero otros negociantes y otros capitalistas, ingleses igualmente, concibieron la idea muy natural de que sería más sencillo explotar a los habitantes de la India directamente y hacer telas de algodón en la misma India, en lugar de importarlas anualmente de Inglaterra por quinientos o seiscientos millones de francos. Al principio no fue más que una serie de fracasos. Los tejedores indios -artistas en su oficio- no podían habituarse al régimen de la fábrica. Las máquinas remitidas de Liverpool eran malas; también había que tener en cuenta al clima y adaptarse a nuevas condiciones. Hoy, superados los obstáculos, vemos a la India inglesa trocarse en un rival cada vez más amenazador para las manufacturas de la metrópoli. Hoy posee ochenta fábricas de algodón, que emplean ya cerca de sesenta mil trabajadores, y que en 1885 habían fabricado ya más de 1.450.000 toneladas métricas de tejidos. Exporta anualmente a China, a las Indias holandesas y a Africa cerca de cien millones de francos de esos mismos algodones blancos que, se decía, eran la especialidad de Inglaterra. Y mientras los trabajadores ingleses están desocupados y caen en la miseria, las mujeres indias, pagadas a razón de sesenta céntimos al día, son quienes hacen a máquina las telas de algodón que se venden en los puertos del extremo Oriente. En resumen, no está lejano el día -y los fabricantes inteligentes no lo disimulan- en que no se sabrá qué hacer de los brazos que se ocupan en Inglaterra en tejer la fibra de algodón para exportarla. Y eso no es todo; de informes muy serios resulta que dentro de diez años India no comprará ni una sola tonelada de hierro a Inglaterra. Se han remontado las primeras dificultades para emplear la hulla y el hierro de la región y fábricas, rivales de las inglesas, se levantan ya en las costas del Océano Indico. La colonia compitiendo con la metrópoli por sus productos manufacturados: he aquí el fenómeno determinante de la economía del siglo xix. ¿Y por qué no había de hacerlo? ¿Qué le falta? ¿El capital? El capital va a todas partes donde se encuentran miserables a quienes explotar. ¿El saber? El saber no conoce las barreras nacionales. ¿Los conocimientos técnicos del obrero? Pero, ¿acaso será inferior el obrero hindú a esos noventa y dos mil niños y niñas menores de quince años que trabajan en este momento en las manufacturas textiles de Inglaterra?

II

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Después de haber echado una ojeada a las industrias nacionales, sería interesantísimo hacer lo mismo con las industrias especializadas. Tomemos, por ejemplo, la seda, producto eminentemente francés en la primera mitad de este siglo. Es sabido cómo Lyon se hizo el centro de la industria de la seda, recolectada al principio en el Mediodía francés pero que, para hacer los tejidos, poco a poco se ha traído de Italia, de España, de Austria, del Cáucaso, del Japón. De cinco millones de kilos de seda cruda transformada en tejidos en la región lionesa en 1875, sólo cuatrocientos mil kilos eran de seda francesa. Pero puesto que Lyon trabajaba con sedas importadas, ¿por qué no habían de hacer lo mismo Suiza, Alemania y Rusia? El tejido de la seda se desarrolló poco a poco en los pueblos del cantón de Zurich. Basilea se hizo un gran centro para las sederías. La administración del Cáucaso invitó a mujeres de Marsella y obreros de Lyon a ir a enseñar a los georgianos la cría perfeccionada del gusano de seda y a los campesinos del Cáucaso el arte de transformar la seda en telas. Austria los imitó. Alemania, con ayuda de obreros lioneses, montó inmensos talleres de sederías. Los Estados Unidos hicieron otro tanto en Paterson... Y hoy la industria de la seda ya no es más la industria francesa. Se hacen tejidos de seda en Alemania, en Austria, en los Estados Unidos, en Inglaterra. Los campesinos del Cáucaso tejen en invierno pañuelos de seda a un precio que dejaría sin pan a los obreros de Lyon. Italia envía sedas a Francia; y Lyon, que exportaba en 1870-74 por valor de cuatrocientos sesenta millones, ya no exporta más que doscientos treinta y tres. Muy pronto no enviará al extranjero más que los tejidos superiores o algunas novedades, para servir de modelos a los alemanes, a los rusos y a los japoneses. Lo mismo sucede con todas las industrias. Bélgica ya no tiene el monopolio de los paños: se hacen en Alemania, Rusia, Austria, los Estados Unidos. Suiza y el Jura francés ya no tienen el monopolio de la relojería; se fabrican relojes en todas partes. Escocia no refina ya los azúcares para Rusia; Inglaterra importa azúcar ruso. Italia, que no tiene hierro ni hulla, foija ella misma sus acorazados y construye las maquinarias de sus buques de vapor. La industria química ya no es monopolio de Inglaterra; se hace ácido sulfúrico y soda cáustica en todas partes. Las máquinas de todo tipo, fabricadas en los alrededores de Zurich, se hacían notar en la última Exposición universal. Suiza, que no tiene hulla ni hierro -nada más que excelentes escuelas técnicas- hace máquinas mejores y más baratas que Inglaterra. He aquí lo que queda de la teoría de los intercambios. Así, la tendencia para la industria, como para todo el resto, es a la descentralización. Cada nación encuentra ventajoso combinar dentro de su territorio la agricultura con la mayor variedad posible de fábricas y manufacturas. La especialización de la que los economistas nos han hablado era buena para enriquecer a algunos capitalistas; pero no tiene razón de ser y, por el contrario, es muy ventajoso que cada país, cada cuenca geográfica, pueda cultivar su trigo y sus legumbres y fabricar por sí mismo todos los productos manufacturados que consume. Esta diversidad es el mejor fruto del desarrollo completo de la producción por el concurso mutuo y de cada uno de los elementos del progreso, mientras que la especialización es el freno del progreso. La agricultura no puede prosperar más que junto a las fábricas. Y desde que una sola fábrica hace su aparición, una variedad infinita de otras fábricas de todo tipo deben surgir alrededor de ella, a fin de que, respaldándose mutualmente, estimulándose las unas a las otras con sus invenciones, ellas crezcan conjuntamente.

III

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En efecto, es insensato exportar el trigo e importar las harinas, exportar la lana e importar paño, exportar el hierro e importar las máquinas, no sólo porque esos transportes ocasionan gastos inútiles, sino sobre todo porque un país que no tiene desarrollada su industria queda por fuerza atrasado en su agricultura; porque un país que no tiene grandes fábricas para trabajar el acero está también retrasado en todas las demás industrias; en fin, porque quedan sin emplearse gran número de capacidades industriales y técnicas. Todo se interrelaciona hoy en el mundo de la producción. Ya no es posible cultivar la tierra sin máquinas; sin regadíos potentes, sin ferrocarriles, sin fábricas de abonos. Y para tener esas máquinas adecuadas a las condiciones locales, esos ferrocarriles, esos sistemas de riego, etc., es preciso que se desarrolle cierto espíritu de invención, una cierta habilidad técnica que no pueden manifestarse en tanto que la laya y la reja del arado sean los únicos instrumentos de cultivo. Para que el campo esté bien cultivado, para que dé las prodigiosas cosechas que el hombre tiene derecho a pedirle, es preciso que en su entorno humeen muchas fábricas y manufacturas. La variedad de ocupaciones, la variedad de las capacidades que surgen, integradas en vista a un objetivo común: he ahí la verdadera fuerza del progreso. Y ahora imaginemos una ciudad, un territorio, vasto o exiguo, poco importa, que da los primeros pasos en la senda de la revolución social. “-Nada cambiará -se nos ha dicho algunas veces-. Se expropiarán los talleres y fábricas, se proclamarán propiedad nacional o comunal, y cada uno volverá a su trabajo de costumbre. La revolución estará hecha.” Pues bien, no; la revolución social no se hará con esa sencillez. Ya lo hemos dicho. Que mañana estalle la revolución en París, en Lyon o en cualquier otra ciudad; que mañana se pongan las manos, en París o no importa dónde, sobre las fábricas, las casas o la banca, y toda la producción actual deberá cambiar de aspecto por ese solo hecho. El comercio internacional se detendrá así como los aportes de grano del extranjero; la circulación de mercaderías, de los víveres, se paralizará. Y la ciudad o el territorio insurrectos deberán, para abastecerse, reorganizar de arriba a abajo toda la producción. Si fracasan, es la muerte. Si tienen éxito, es la revolución en el conjunto de la vida económica del país. Disminuyendo la entrada de víveres y aumentado el consumo; forzados al paro los tres millones de franceses que se ocupaban en la exportación; no llegando las mil cosas que hoy se reciben de países lejanos o vecinos; suspendidas temporalmente las industrias de lujo, ¿Qué harán los habitantes para comer al cabo de seis meses? Es evidente que la gran masa recurrirá al suelo para su alimentación, ya que los víveres en los almacenes se agotarán. Habrá que cultivar la tierra: combinar en París mismo y en sus alrededores la producción agrícola con la producción industrial, abandonar los mil pequeños oficios de lujo para pensar en lo más urgente: el pan. Los ciudadanos deberán hacerse agricultores. No a la manera del campesino que se derrenga en el arado para recoger apenas su sustento anual, sino siguiendo los principios de la agricultura intensiva, de la producción hortícola, aplicadas en vastas proporciones por medio de las mejores máquinas que el hombre ha inventado y pueda inventar. Se cultivará, pero no como la bestia de carga del Cantal -por descontado que el joyero del Temple se rehusaría-; se reorganizará el cultivo, no en de diez años, sino inmediatamente, en medio de las luchas revolucionarias, so pena de sucumbir ante el enemigo. Habrá que hacer como los seres inteligentes, ayudándose con sabiduría, organizándose en bandas alegres para un trabajo agradable como aquellos que, hace cien años, cavaron el Campo de Marte, para la fiesta de la Federación: trabajo pleno de satisfacciones cuando no se prolonga desmesuradamente, cuando está científicamente organizado, cuando el hombre mejora e inventa sus instrumentos, y es consciente de ser un miembro útil de la comunidad. Se cultivará; pero también habrá que producir mil cosas que tenemos costumbre de requerir del extranjero. Y no olvidemos que para los habitantes del territorio insurrecto, el extranjero será todo aquel que no lo haya seguido en su revolución. En 1793, en 1871, para el París insurrecto, el extranjero era ya la provincia, a las puertas mismas de la capital. El acaparador de Troyes hambreaba a los sans-culottes de París, tanto o más aún, que les hordas alemanas, traídas al suelo francés por los conspiradores de Versalles. Habrá que saber prescindir de ese extranjero. Y se prescindirá de él. Francia inventó el azúcar de remolacha cuando llegó a faltar el azúcar de caña a consecuencia del bloqueo continental. París encontró el salitre en sus sótanos, cuando el salitre no le llegaba de ninguna parte. ¿Seríamos inferiores a nuestros abuelos, que balbuceaban apenas las primeras palabras de la ciencia? Es que una revolución es más que la demolición de un régimen. Es el despertar de la inteligencia humana, el espíritu de inventiva decuplicado, centuplicado, es la aurora de una ciencia nueva, ¡la ciencia de los Laplace, de los Lamarck, de los Lavoisier! Es una revolución todavía mayor en los espíritus que en las instituciones. ¡Y se nos habla de volver al taller, como si se tratara de volver a casa después de un paseo por los bosques de Fontainebleau! El solo hecho de haber afectado a la propiedad burguesa implica ya la necesidad de reorganizar de arriba abajo toda la vida económica, en el taller, en la cantera, en la fábrica. Y la revolución lo hará. ¡ Que el París en revolución social se halle solamente durante uno o dos años aislado del mundo entero por los secuaces del orden burgués! Y esos millones de inteligencias, que afortunadamente no ha embrutecido aún la gran fábrica, esta ciudad de pequeños oficios que estimulan el espíritu de inventiva, mostrarán al mundo lo que puede el cerebro del hombre sin nada que requerir del universo más que la fuerza motriz del sol que lo ilumina, del viento que barre nuestra impurezas, y de las fuerzas activas en el suelo que pisamos. Se verá lo que la acumulación sobre un punto del globo de esta inmensa variedad de oficios que se complementan mutuamente y el espíritu vivificante de una revolución pueden hacer para alimentar, vestir, alojar y colmar de todo el lujo posible a dos millones de seres inteligentes. No hay necesidad de hacer ninguna novela para esto. Lo que ya se conoce; lo que ha sido ya ensayado y reconocido como práctico, bastaría para cumplirlo, a condición de ser fecundado, vivificado por el soplo de audaz de la revolución, del impulso espontáneo de las masas.

La AGRICULTURA

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Se ha reprochado frecuentemente a la economía política de basar todas sus deducciones en el principio, ciertamente falso, de que el único móvil capaz de empujar al hombre a aumentar su fuerza de producción es el interés personal, estrechamente comprendido. El reproche es perfectamente justo. Tan justo es que las épocas de los grandes descubrimientos industriales y de verdadero progreso en la industria son precisamente aquellas en las que se soñaba en la felicidad de todos, en las que se preocupaban menos por el enriquecimiento personal. Los grandes investigadores y los grandes inventores sueñan sobre todo con la liberación de la humanidad; y si los Watt, los Stephenson, los Jacquard, etc., hubieran solamente podido prever a qué estado de miseria conducirían a los trabajadores sus noches en vela, probablemente hubieran quemado sus presupuestos y roto sus modelos. Otro principio, que también penetra a la economía política es, también, absolutamente falso. Es la admisión tácita, común a casi todos los economistas, de que, si bien frecuentemente hay superproducción en ciertas ramas, una sociedad, no obstante, no tendrá nunca suficiente productos para satisfacer las necesidades de todos, y que por lo tanto, no llegará nunca un momento en el que ninguna persona sea obligada a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario. Esta admisión tácita se encuentra en la base de todas las teorías, de todas las pretendidas “leyes” enseñadas por los economistas. Y sin embargo, es cierto que el día en que una aglomeración civilizada cualquiera se pregunte cuáles son los requerimientos de todos y los medios para satisfacerlos, percibirá que ella posee ya, en la industria así como en la agricultura, cómo proveer cómodamente a todos esos requerimientos, con la condición de saber aplicar estos medios a la satisfacción de necesidades reales. Que esto constituye una verdad para la industria, nadie lo puede negar. En efecto, es suficiente con estudiar los procedimientos ya en uso en los grandes establecimientos industriales para extraer el carbón y los minerales, obtener el acero y pulirlo, fabricar lo que se requiere para la vestimenta, etc., para darse cuenta de que en lo que concierne a los productos de nuestras manufacturas, nuestras fábricas, nuestras minas, no hay duda posible. Nosotros podríamos ya cuadriplicar nuestra producción, y aun economizar sobre nuestro trabajo. Pero nosotros vamos más lejos. Afirmamos que el caso de la agricultura es el mismo que el de la industria: el labrador, como el trabajador fabril, posee ya los medios para cuadruplicar, sino de decuplicar su producción, y podrá hacerlo desde que sienta la necesidad y proceda a la organización societaria del trabajo, en reemplazo y lugar de la organización capitalista. Cada vez que se habla de la agricultura, uno siempre se imagina al campesino encorvado sobre el arado, echando al voleo unos granos de trigo mal seleccionado y esperando angustiado lo que la estación, buena o mala, le traiga. Se ve a una familia trabajando de la mañana a la noche y teniendo por toda recompensa un jergón, pan duro y vino picado. Se ve, en una palabra a “la bestia salvaje” de La Bruyére. Allí para ese hombre, sujeto a la miseria, a lo más se habla de aligerar el impuesto a la renta. Pero no se atreven a siquiera imaginar a un cultivador por fin digno, tomándose su tiempo libre y produciendo en pocas horas por día de qué alimentar, no solamente a su familia sino, por lo menos, a cien hombres. En el máximo de sus sueños para el futuro, los socialistas no osan ir más allá del gran cultivo americano que, en al fondo, es sólo la infancia del arte. El agricultor de hoy tiene ideas más amplias, conceptos más grandiosos. No demanda más que una fracción de hectárea para hacer que crezca todo el alimento vegetal de una familia; para alimentar veinticinco cabezas de ganado vacuno ya no se necesita más espacio que el que en otro tiempo se necesitaba para alimentar una sola. Quiere llegar a hacer el suelo, a desafiar a las estaciones y al clima, a calentar el aire y la tierra en torno de la planta joven; en una palabra, a producir en una hectárea lo que antes no conseguía recolectar en cincuenta hectáreas; y todo eso sin fatigarse de un modo excesivo y reduciendo mucho la suma total de trabajo anterior. El agricultor aspira a que se pueda producir el alimento para todo el mundo con amplitud no dando al cultivo de los campos sino lo justo que cada uno puede darle con placer, con alegría. He aquí la tendencia actual de la agricultura. Mientras los sabios guiados por Liébig, el creador de la teoría química de la agricultura, en su entusiasmo de teóricos, frecuentemente se equivocaban de camino, los cultivadores iletrados han abierto una nueva vía de prosperidad a la humanidad. Los horticultores de París, de Troyes, de Rouen, los jardineros ingleses, los granjeros flamencos, los cultivadores de Jersey, de Guernesey y de las islas Scilly nos han abierto horizontes tan grandes que la vista no alcanza a abarcar. Mientras que una familia campesina antes necesitaba tener por lo menos siete u ocho hectáreas para vivir con los productos del suelo -y se sabe cómo viven los campesinos- ahora no se puede ni aun decir cuál es la mínima extensión de terreno necesaria para dar a una familia todo lo que se puede extraer de la tierra, lo necesario y lo superfino, cultivándola según los procedimientos del cultivo intensivo. Este límite cada día se estrecha más. Y si se nos preguntase cuál es el número de personas que pueden vivir cómodamente en el espacio de una legua cuadrada, sin importar ningún producto agrícola del exterior, nos sería difícil responder a la cuestión. Este número crece rápidamente en proporción a los progresos de la agricultura. Hace diez años ya podía afirmarse que una población de cien millones viviría muy bien de los productos del suelo francés sin importar nada. Pero hoy, al ver los progresos realizados recientemente tanto en Francia como en Inglaterra, y al contemplar los nuevos horizontes que se abren ante nosotros, diremos que cultivando la tierra como se la cultiva ya en muchos sitios, aun en terrenos pobres, cien millones de habitantes en los cincuenta millones de hectáreas del suelo francés serían aún una pequeña proporción de lo que ese suelo podría alimentar. La población podrá incrementarse en la medida en la que el hombre se decida a demandar más a la tierra. En todo caso, y ya lo vamos a ver, puede considerarse como absolutamente demostrado que si París y los dos departamentos de la Seine y de Seine-et-Oise se organizasen mañana en comunidad anarquista donde todos trabajasen con sus brazos, y si el universo entero se rehusara a enviarles un solo sextario de trigo, una sola cabeza de ganado, una sola canasta de frutas, y no les dejase más que el territorio de ambos departamentos, podrían producir ellos mismos no sólo el trigo, la carne y las hortalizas necesarias, sino también todas las frutas de lujo, en cantidades suficientes para toda la población urbana y rural. Y por otra parte afirmamos que el gasto total de trabajo humano sería mucho menor que el empleado actualmente para alimentar a esa población con trigo cosechado en Auvernia o en Rusia, con las legumbres producidas por los grandes cultivos. un poco en todas partes, y con las frutas maduradas en el Mediodía francés. Es evidente, por supuesto, que no pretendemos de ningún modo que haya que suprimir todos los intercambios y que cada región deba aplicarse a producir precisamente aquello que no crece bajo su clima si no es aplicando unos métodos de cultivo más o menos artificiales. Pero tenemos que hacer resaltar que la teoría de los intercambios, tal como se la profesa hoy, es singularmente exagerada; que muchos son inútiles o aun nocivos. Sostenemos, por otra parte, que nunca se ha tenido en cuenta el trabajo empleado por los viticultores del Mediodía para cultivar la viña, ni por los labradores rusos o húngaros para cultivar el trigo, por fértiles que sean sus praderas y sus campos. Con sus actuales procedimientos de cultivo extensivo, tropiezan con muchísimas más dificultades de las necesarias para obtener los mismos productos por el cultivo intensivo, aun en climas muchísimo menos benignos y en un suelo naturalmente menos rico.

II

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Nos sería imposible citar aquí la masa de los datos en los cuales fundamos nuestras afirmaciones. Estamos entonces obligados, para mayores detalles, a remitir a nuestros lectores a los artículos que hemos publicado en inglés1, pero sobre todo a quienes les interese la cuestión los invitamos muy seriamente a leer algunas excelentes obras publicadas en Francia de las que damos aquí abajo la lista2. En cuanto a los habitantes de las grandes ciudades, que aún no tienen ninguna idea real de lo que puede ser la agricultura, les aconsejamos que recorran a pie las campiñas inmediatas y estudien los cultivos. Que observen, que hablen con los horticultores, y un mundo nuevo se abrirá ante ellos. Así podrán entrever lo que serán los cultivos europeos en el siglo xx y de qué fuerza estará provista la revolución social cuando se conozca el secreto de obtener de la tierra todo cuando se le demande. Algunos hechos serán suficientes para demostrar que nuestras afirmaciones no son de ninguna manera exageradas. Tenemos solamente que hacerlos preceder por una observación de carácter general. Se sabe en qué miserables condiciones se encuentra la agricultura en Europa. Si el que cultiva la tierra no es desvalijado por el propietario rentista, lo es por el Estado. Si el Estado le roba modestamente, el prestamista, que lo reduce al vasallaje a través de los pagarés, de hecho rápidamente lo convierte en el simple administrador de un suelo perteneciente, en realidad, a una compañía financiera. El propietario, el Estado y el banquero, desvalijan entonces al cultivador con la renta, los impuestos y los intereses. La suma varía en cada país, pero nunca es menor que la cuarta parte, y muy frecuentemente es la mitad del producto bruto. En Francia, la agricultura paga al Estado el cuarenta y cuatro por ciento del producto bruto. Hay más. La parte del propietario y la del Estado van siempre en aumento. Tan pronto como por prodigios de trabajo, de invención o de iniciativa, el agricultor ha obtenido mayores cosechas, el tributo, que debe al Estado, al propietario o al banquero, aumenta en proporción. Si dobla el número de hectolitros recogidos por hectárea, duplicará la renta y, por consiguiente los impuestos, que el Estado se apresurará a elevar aun más si suben los precios. Y así de seguido. Brevemente, en todas partes el agricultor trabaja de doce a dieciséis horas diarias; en todas partes le arrebatan esos tres buitres todo lo que habría podido ahorrar; en todas partes lo despojan de lo que podría servirle para mejorar el cultivo. Es por eso que permanece estacionaria la agricultura. Será solamente en condiciones excepcionales, a consecuencia de una disputa entre los tres vampiros, por un esfuerzo de inteligencia o por una sobrecarga de trabajo, que conseguirá dar un paso adelante. Y aún no hemos dicho nada del tributo que cada agricultor paga al industrial. Cada máquina, cada azada, cada tonel de abono químico, se le venden al triple o al cuádruple de sus costos. No olvidemos tampoco al intermediario, que se lleva la parte del león sobre los productos del suelo. He aquí porque, durante todo este siglo de invenciones y de progreso, la agricultura no se ha perfeccionado más que sobre espacios muy restringidos, ocasionalmente y en forma de saltos. Felizmente, siempre han existido pequeños enclaves, descuidados durante algún tiempo por los buitres; y allí podemos conocer lo que la agricultura intensiva puede proporcionar a la humanidad. Citemos algunos ejemplos. En las praderas de Norteamérica (que por otra parte sólo dan magras cosechas de siete a doce hectolitros por hectárea, y aún las perjudican las frecuentes y periódicas sequías), quinientos hombres trabajando solamente ocho meses al año producen el alimento anual de cincuenta mil personas. El resultado se obtiene allí por una gran economía de trabajo. En aquellas vastas llanuras, que no puede abarcar la vista, están organizadas casi militarmente la labranza, la siega y la trilla: nada de idas y venidas inútiles, nada de perder el tiempo. Todo se hace con la exactitud de un desfile. Este es el cultivo en grande, extensivo, aquel que toma el suelo tal y como sale de las manos de la naturaleza sin tratar de mejorarlo. Cuando éste haya dado todo lo que pueda, se lo abandonará; se irá a buscar un suelo virgen en otro sitio para agotarlo a su vez. Pero existe también el cultivo intensivo, en ayuda del cual vienen y vendrán cada vez más las máquinas. Tiene como objetivo sobre todo cultivar bien un espacio limitado, abonarlo y mejorarlo, concentrar el trabajo y obtener el mayor rendimiento posible. Este género de cultivo se extiende cada año, y mientras que en el Mediodía de Francia y en las tierras fértiles del Oeste norteamericano se contentan con una cosecha media de diez a doce hectolitros con el cultivo extensivo, en el norte de Francia se cosechan regularmente treinta y seis y hasta cincuenta, o a veces cincuenta y seis hectolitros. El consumo anual de un hombre se obtiene así de la superficie de una doceava parte de la hectárea. Y cuanto más intensidad se da al cultivo, menos trabajo se gasta para obtener el hectolitro de trigo. La máquina reemplaza al hombre en los trabajos preparatorios y hace de una vez para siempre mejoras, tales como el drenaje y el despedregamiento, que permiten duplicar las cosechas futuras. Algunas veces, tan sólo una labor profunda permite obtener de un suelo mediocre excelentes cosechas de año en año, sin abonarlo nunca. Así se ha hecho durante veinte años en Rothamstead, cerca de Londres. Pero no hagamos una novela agrícola. Detengámonos en esta cosecha de cuarenta hectolitros, que no requiere un suelo excepcional, sino simplemente un cultivo racional, y veamos lo que esto significa. Los tres millones seiscientos mil individuos que habitan en los departamentos del Seine y de Seine-et-Oise consumen al año para su alimentación un poco menos de ocho millones de hectolitros de cereales, principalmente de trigo. En nuestra hipótesis, para obtener esta cosecha, ellos tendrían que cultivar doscientas mil hectáreas, de las seiscientas diez mil que poseen. Es evidente que no las cultivarán con azadón. Eso exigiría demasiado tiempo (doscientas cuarenta jornadas de cinco horas por hectárea). Más bien mejorarían el suelo de una vez para siempre, drenando lo que debe ser drenado, allanando lo que se necesita allanar, despedregando el terreno, debiendo dedicar a ese trabajo preparatorio cinco millones de jomadas de cinco horas, lo que haría un promedio de veinticinco jornadas por hectárea. Seguidamente se roturaría con el arado de vapor de vertedera profunda lo que se haría en cuatro jomadas por hectárea, y se dedicarían aún cuatro jomadas más para trabajarlas con el arado doble. No se recogería la semilla al azar, sino cerniéndola con un harnero a vapor. No sembraría al voleo, sino a golpe, en línea. Y con todo eso, no se habrían empleado ni veinticinco jornadas de cinco horas por hectárea, si el trabajo se hace en buenas condiciones. Pero si durante tres o cuatro años se dedicasen diez millones de jornadas a un buen cultivo, se podrían conseguir más tarde cosechas de cuarenta y de cincuenta hectolitros no empleando más que la mitad del tiempo. No se habrán invertido entonces más que quince millones de jornadas para proporcionar el pan a esa población de tres millones seiscientos mil habitantes. Y todos los trabajos serían tales, que cada cual podría desempeñarlos, sin tener para eso músculos de acero, ni haber trabajado nunca antes la tierra. La iniciativa y la distribución general de los trabajos vendría de los que saben lo que la tierra demanda. En cuanto al trabajo en sí, no existe parisino ni parisina tan débiles que no sean capaces, luego de algunas horas de aprendizaje, de controlar las máquinas o de contribuir, cada uno por su parte, al trabajo agrícola. Pues bien; cuando se piensa que en el caos actual, sin contar los desocupados del hampa de alta categoría, hay cerca de cien mil hombres sin trabajo en sus respectivos oficios, se ve que la fuerza perdida en nuestra organización actual sería suficiente por sí sola para dar, con un cultivo racional, el pan necesario para los tres o cuatro millones de habitantes de ambos departamentos. Repetimos que esto no es una novela, ni siquiera hemos hablado del cultivo verdaderamente intensivo, que da resultados mucho más asombrosos. No hemos hecho el cálculo considerando el uso de ese trigo obtenido por M. Hallet hace ya tres años, y que, con un solo grano repicado, produjo una mata con más de diez mil granos, lo que permitiría, en caso necesario, recoger todo el trigo para una familia de cinco personas en el espacio de un centenar de metros cuadrados. Tampoco hemos citado, lo que hacen ya numerosos granjeros en Francia, Inglaterra, Bélgica, Flandes, etc., y lo que podría hacerse desde mañana, con la experiencia y saber ya adquiridos por la práctica a gran escala. Pero sin la revolución esto no se hará ni mañana, ni pasado, porque los detentadores del suelo y del capital no tienen ningún interés, y porque los campesinos que saldrían beneficiados no tienen el saber, el dinero, ni el tiempo de obtener los avances necesarios. La sociedad actual no ha llegado aún a este nivel. Pero que los parisinos proclamen la Comuna anarquista y pasarán forzosamente por ello, porque no cometerán la tontería de continuar fabricando chucherías de lujo (que Viena, Varsòvia y Berlín hacen ya con la misma calidad) y no se expondrán a quedarse sin pan. Por supuesto que el trabajo agrícola, con la ayuda de las máquinas, se volverá rápidamente la más atrayente y la más alegre de todas las ocupaciones. ¡Basta de joyería! ¡Basta de vestidos de muñeca! Irán a retemplarse en el trabajo en el campo, y a buscar el vigor, el contacto con la naturaleza, “la alegría de vivir”, olvidadas en los sombríos talleres de los suburbios. En la Edad Media los prados alpinos, más que los arcabuces, permitieron a los suizos liberarse de los señores y de los reyes. La agricultura moderna permitirá a la ciudad insurrecta liberarse de los burgueses coaligados.

III

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Ya hemos visto cómo los tres millones y medio de habitantes de los dos departamentos (Seine y Seine-et-Oise) obtendrán con amplitud el pan necesario, sólo cultivando un tercio de su territorio. Pasemos ahora al ganado. Los ingleses, que comen mucha carne, consumen una media de poco menos de cien kilos por adulto y por año: suponiendo que todas las carnes consumidas fuesen de vacunos, esto sumaría un poco menos de un tercio del animal. Una vaca por año para cinco personas (incluyendo los niños) es ya una ración suficiente. Para tres millones y medio de habitantes esto daría un consumo anual de setecientas mil cabezas de ganado. Y bien, hoy, con el sistema de pastoreo, se necesitan tener, por lo menos, dos millones de hectáreas para alimentar seiscientas sesenta mil cabezas de ganado. Sin embargo, con praderas muy modestamente regadas por medio de agua de manantiales (como se han creado recientemente sobre miles de hectáreas en el sudoeste de Francia), son suficientes quinientas mil hectáreas. Pero si se practica el cultivo intensivo, plantando remolacha como alimento, sólo se necesita la cuarta parte de ese espacio, es decir, ciento veinticinco mil hectáreas. Y cuando se recurre al maíz, ensilándolo como los árabes, se obtiene todo el forraje necesario en una superficie de ochenta y ocho mil hectáreas. En los alrededores de Milán, donde se utilizan las aguas de las alcantarillas para regar las praderas, en una superficie de nueve mil hectáreas de regadío se obtiene alimento para cuatro a seis cabezas de ganado bovino, y en algunas parcelas favorecidas se han cosechado hasta cuarenta y cinco toneladas de heno seco por hectárea, lo cual da el alimento anual para nueve vacas lecheras. Desde tres hectáreas por cabeza de ganado en pastoreo hasta nueve bueyes o vacas por hectárea: éstos son los extremos de la agricultura moderna. En la isla de Guernesey, de un total de cuatro mil hectáreas utilizadas, cerca de la mitad (mil novecientas hectáreas) están cubiertas por cereales y por cultivos hortícolas, y sólo quedan dos mil cien para pastoreo; en esas dos mil cien hectáreas se alimentan mil cuatrocientos ochenta caballos, siete mil doscientas sesenta cabezas de ganado vacuno, novecientos cameros y cuatro mil doscientos cerdos, lo cual hace tres cabezas de ganado bovino por hectárea, sin contar los caballos, los carneros y los cerdos. Es inútil añadir que la fertilidad del suelo se hace mejorándolo con resaca y abonos químicos. Volviendo a nuestros tres millones y medio de habitantes de París y sus alrededores, se ve que la superficie necesaria para criar ese ganado desciende desde las dos millones de hectáreas hasta las ochenta y ocho mil. Pues bien, no nos detengamos en las cifras más bajas; tomemos las del cultivo intensivo ordinario; añadamos generosamente el terreno necesario para el ganado menor, que debe reemplazar una parte del vacuno y pongamos ciento sesenta mil hectáreas, o doscientas mil si se quiere, a la cría de bovinos, de las cuatrocientas diez mil hectáreas que nos quedan, después de haber provisto el pan necesario para la población. Seamos generosos y pongamos cinco millones de jornadas para poner ese espacio en producción. Así, pues, habiendo empleado en el correr del año veinte millones de jornadas de trabajo, de las cuales la mitad se destinaron a realizar mejoras permanentes, tendremos asegurados el pan y la carne, sin tener en cuenta toda la carne suplementaria que se puede obtener bajo la forma de aves de corral, cerdos engordados, conejos, etc., y sin considerar que una población provista de excelentes legumbres y frutos consumirá menos carne que los ingleses, que suplen con alimentación animal la pobreza de su menú en vegetales. Y entre tanto, ¿a cuántas por habitante corresponden estas veinte millones de jomadas de cinco horas? A bien pocas en realidad. Una población de tres millones y medio debe tener por lo menos un millón doscientos mil varones adultos y otras tantas mujeres. Pues bien; para asegurar el pan y la carne a todos bastarían diecisiete jornadas de trabajo por año, para los hombres solamente. Añadamos tres millones de jornadas para obtener la leche. ¡Agreguemos otro tanto!, el total no llegaría a veinticinco jomadas de cinco horas -es cuestión de divertirse un poco en el campo-para tener estos tres productos principales: pan, carne y leche; esos tres productos que, después de la vivienda, constituyen la preocupación principal, cotidiana, de los nueve décimos de la humanidad. Sin embargo, no dejamos de repetirlo, no estamos haciendo una novela. Hemos relatado lo que es; lo que se hace ya en vastas proporciones, lo que ha obtenido la sanción de la experiencia masiva. La agricultura podría ser reorganizada desde mañana, si las leyes de la propiedad y la ignorancia general no se oponen. El día en el que París haya comprendido que saber qué es lo que se come y cómo producirlo es una cuestión de interés público; el día en el que todo el mundo haya comprendido que esta cuestión es infinitamente más importante que los debates parlamentarios o los del consejo municipal, ese día la revolución será un hecho. París se apoderará de las tierras de los dos departamentos, y las cultivará. Y entonces, después de haber dado durante toda su vida un tercio de su existencia para adquirir una alimentación escasa y deficiente, el parisino la producirá él mismo, bajo sus muros, dentro del espacio de sus defensas (si existen todavía), en algunas horas de trabajo sano y atrayente. Y ahora pasemos a las frutas y verduras. Salgamos de París y visitemos uno de esos establecimientos de cultivo hortícola que a pocos kilómetros de las academias hacen prodigios ignorados por los sabios economistas; detengámonos, por ejemplo, en el de M. Ponce, autor de una obra acerca del cultivo hortícola, quien no guarda secretos acerca de lo que le proporciona la tierra y lo ha contado detalladamente. M. Ponce, y sobre todo sus obreros, trabajan como negros. Son ocho para cultivar poco más de una hectárea. Ciertamente trabajan de doce a quince horas diarias, es decir, el triple de lo que se debe. Y aunque fuesen veinticuatro, no serían demasiados. A lo que M. Ponce probablemente responderá que se ve obligado a ser explotador ya que paga, por sus once mil metros cuadrados de terreno, la pavorosa suma de dos mil quinientos francos anuales de renta y de impuestos, más dos mil quinientos francos por el estiércol que compra en los cuarteles. “Explotado, yo exploto a mi vez”, sería probablemente su respuesta. Sus instalaciones le han costado treinta mil francos, de los cuales ciertamente más de la mitad son tributo a los holgazanes barones de la industria. En suma, su instalación no representa más de tres mil jomadas de trabajo, probablemente mucho menos. Pero veamos sus cosechas: diez mil kilos de zanahorias, diez mil kilos de cebollas, rábanos y otras pequeñas hortalizas, seis mil repollos, tres mil coliflores, cinco mil canastas de tomates, cinco mil docenas de frutas escogidas, ciento cincuenta y cuatro mil verduras de hoja, en resumen, un total de ciento veinticinco mil kilos de hortalizas y fmtas en una hectárea y un décimo, en ciento diez metros de longitud por cien metros de ancho. Esto hace más de ciento diez toneladas de verdura por hectárea. Pero un hombre no come más de trescientos kilos de legumbres y frutas por año, y la hectárea de un horticultor da suficiente verdura para servir holgadamente la mesa de trescientos cincuenta adultos durante todo un año. De modo que veinticuatro personas ocupadas todo el año en cultivar una hectárea de tierra, trabajando no más que cinco horas diarias, producirían hortalizas y frutas suficientes para trescientos cincuenta adultos, lo cual equivale, al menos, a quinientos individuos de todas las edades. Dicho de otra manera, cultivando como M. Ponce -y sus resultados ya han sido superados- trescientos cincuenta adultos deberían dedicar cada uno poco más de cien horas por año (103), para obtener las verduras y frutas necesarias para quinientas personas. Remarquemos que una producción semejante no es la excepción. Bajo los muros de París la consiguen cinco mil horticultores en una superficie de novecientas hectáreas. Solamente que estos horticultores se ven reducidos al estado de bestias de carga por pagar una renta promedio de dos mil francos por hectárea. Pero estos hechos, que cualquiera puede verificar, ¿no prueban que siete mil hectáreas (de las doscientas diez mil que nos restan) bastarían para proporcionar todas las hortalizas posibles así como una buena provisión de fruta a los tres millones y medio de habitantes de ambos departamentos? Y si tomamos como referencia el trabajo de los horticultores, la cantidad de trabajo necesario para producir estas frutas y hortalizas alcanzaría la cifra de cincuenta millones de jornadas de cinco horas (una cincuentena de días al año por adulto varón). Pero veremos reducirse rápidamente esta cantidad, si se recurre a los procedimientos en uso en Jersey y en Guernesey. Solamente recordaremos que el horticultor está forzado a trabajar tanto porque produce principalmente primicias, las que por su elevado precio le sirven para pagar arrendamientos fabulosos, y que sus mismos métodos exigen más trabajo del que en realidad hace falta. No teniendo los medios para realizar grandes gastos de instalación, obligado a pagar muy caro el vidrio, la madera, el hierro y el carbón, obtiene del estiércol el calor artificial que se puede tener a menor costo utilizando un invernadero calefaccionado.

IV

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Los horticultores, decimos, para obtener sus fabulosas cosechas, se ven obligados a reducirse al estado de máquinas y a renunciar a todas las alegrías de la vida. Pero estos esforzados trabajadores han prestado un inmenso servicio a la humanidad, enseñándonos que el suelo se hace. Lo hacen ellos, con las capas de estiércol que han servido ya para dar el calor necesario a las plantas jóvenes y a las primicias. Hacen suelo en tan grandes cantidades, que cada año se ven obligados a revenderlo en parte. Sin eso subiría el nivel de sus jardines dos a tres centímetros al año. Lo hacen tan bien, que en los contratos recientes (lo hemos tomado del Diccionario de Agricultura de Barral en el artículo “Horticultores”) el horticultor estipula que se llevará consigo su suelo cuando abandona la parcela que cultiva. El suelo trasladado en carros, con los muebles y los bastidores: he aquí la respuesta que los cultivadores prácticos han dado a las elucubraciones de un Ricardo, que representaba la renta como un medio de nivelar las ventajas naturales del suelo. “El suelo vale lo que valga el hombre”, tal es la divisa de los jardineros. Y sin embargo, los hortelanos parisinos y ruaneses se fatigan el triple que sus colegas de Guernesey y de Inglaterra para obtener idénticos resultados. Aplicando la industria a la agricultura, ellos hacen el clima además del suelo. En efecto, todo el cultivo hortícola se funda en estos dos principios. Primero, sembrar debajo de bastidores vidriados, dejar crecer las plantas jóvenes en un suelo rico, en un espacio limitado, donde se las pueda cuidar bien y replantarlas más tarde cuando hayan desarrollado bien su cepellón raíces. En una palabra, hacer como se hace con los animales: cuidarlas desde su más tierna edad. Y segundo, para madurar las cosechas tempranas, calentar el suelo y el aire, cubriendo las plantas con bastidores vidriados o con campanas de vidrio, y produciendo en el suelo un gran calor con la fermentación del estiércol. Trasplante y temperatura más alta que la del aire: he aquí la esencia del cultivo hortícola, una vez que el suelo ha sido hecho artificialmente. Así como lo hemos visto, la primera de estas dos condiciones ya se ha puesto en práctica y sólo requiere algunos perfeccionamientos de detalle. Y para realizar la segunda se trata de calentar el aire y la tierra, sustituyendo el estiércol por agua caliente que circule por tuberías de fundición, tanto en el suelo por debajo de los bastidores como en el interior de los invernaderos. Esto es lo que ya se ha hecho. El horticultor parisino requiere del termosifón el calor que antes obtenía del estiércol. Y el jardinero inglés construye invernaderos calefaccionados. Ayer, el invernadero caldeado era un lujo de ricos. Se los reservaba para las plantas exóticas y de adorno. Pero hoy se populariza. Hectáreas enteras están cubiertas de vidrio en las islas de Jersey y de Guernesey, sin contar los millares de invernáculos que se ven en Guernesey en cada granja, en cada jardín. En los alrededores de Londres comienzan a acristalarse campos enteros y, en los suburbios, se instalan cada año millares de invernáculos calefaccionados. Se construyen de todas las calidades, desde el invernadero de paredes de granito hasta el modesto abrigo de tablas de pino y techo de vidrio, que, a pesar de todas las sanguijuelas capitalistas, sólo cuesta de cuatro a cinco francos el metro cuadrado. Se calienta o no (basta el abrigo, si no se trata de producir primicias), y allí brotan, ya no más uvas ni flores tropicales, sino papas, zanahorias, arvejas o chauchas. Consiguen así emanciparse del clima y ahorrarse el laborioso trabajo de hacer camas; ya no se compran montones de estiércol, cuyo precio sube en proporción de la creciente demanda. Y se suprime en parte el trabajo humano: siete u ocho hombres bastan para cultivar una hectárea bajo vidrio, y obtener los mismos resultados que los de M. Ponce. En Jersey, siete hombres trabajan menos de sesenta horas por semana obteniendo, en espacios infinitesimales, cosechas que en otros tiempos exigían hectáreas de terreno. Se pueden citar detalles asombrosos. Un solo ejemplo. En Jersey, treinta y cuatro peones y un jardinero, cultivando un poco más de cuatro hectáreas bajo vidrio (pongamos setenta hombres que no dediquen a esto más de cinco horas diarias), obtienen cada año las siguientes cosechas: veinticinco mil kilos de uvas recogidas el 1 ° de mayo, ochenta mil kilos de tomates y treinta mil kilos de papas en abril, seis mil kilos de arvejas y dos mil kilos de chauchas en mayo, o sea ciento cuarenta y tres mil kilos de frutas y hortalizas, sin contar una segunda cosecha, muy grande, en ciertos invernaderos, ni un inmenso invernadero de plantas ornamentales, ni las cosechas de toda clase de pequeños cultivos en plena tierra entre los invernáculos calefaccionados. ¡Ciento cuarenta y tres toneladas de frutas y de primicias con qué alimentar bien todo el año a mil quinientas personas! Y eso no requiere más que veintiún mil jomadas de trabajo, o sea doscientas diez horas de trabajo por año para medio millar de adultos. Añadamos la extracción de unas mil toneladas de carbón (que es lo que se quema anualmente en esos invernaderos para calentar cuatro hectáreas), que siendo la extracción media en Inglaterra de tres toneladas por jomada de diez horas y por obrero, suma un trabajo suplementario de siete a ocho horas anuales para cada uno de los quinientos adultos. Sumando todo, si la mitad solamente de los adultos aportaran una cincuentena de medias jornadas por año al cultivo de frutos y verduras de contraestación, todos podrían comer, todo el año, frutas y verduras de lujo hasta la saciedad, aunque sólo se consiguieran en invernaderos caldeados. Y obtendrían, al mismo tiempo, como una segunda cosecha en los mismos invernaderos la mayor parte de las hortalizas ordinarias, que en los establecimientos como el de M. Ponce demandan, ya lo hemos visto, cincuenta jornadas de trabajo. Acabamos de ver el cultivo de lujo. Pero ya hemos dicho que la tendencia actual es la de hacer del invernadero caldeado una simple huerta bajo vidrio. Y cuando se aplica a este uso, se obtienen con abrigos de vidrio sencillísimos y calentados ligeramente durante tres meses, cosechas fabulosas de hortalizas; por ejemplo, cuatrocientos cincuenta hectolitros de papas por hectárea, como primera cosecha a fin de abril. Tras lo cual, habiendo mejorado el suelo, se obtienen nuevas cosechas desde mayo a fin de octubre, con una temperatura casi tropical, debido nada más que al abrigo del vidrio. Hoy, para obtener cuatrocientos cincuenta hectolitros de papas, se requiere labrar cada año una superficie de veinte hectáreas o más, plantar y más tarde aporcar las plantas, arrancar las malezas con azadón, y así sucesivamente, se sabe que esto demanda esfuerzo. Con el abrigo vidriado se emplea, tal vez al principio, media jornada de trabajo por metro cuadrado. Pero cumplida esta tarea, se economiza no la mitad sino las tres cuartas partes del trabajo futuro. Éstos son los hechos, éstos los resultados obtenidos, verificados, bien conocidos, de los que cada quien puede convencerse visitando los cultivos. Y estos hechos, ¿no son ya suficientes para dar una idea de lo que el hombre puede obtener del suelo si lo trata con inteligencia?

En todos nuestros razonamientos hemos tenido en cuenta los precedentes ya admitidos y en parte puestos en práctica. El cultivo intensivo de los campos, las superficies regadas con el agua proveniente de las cloacas, la horticultura de hortalizas, en fin, la huerta bajo vidrio; son realidades. Como Léonce de Lavergne lo había previsto hace ya treinta años, la tendencia de la agricultura moderna es reducir todo lo que sea posible el espacio cultivado, crear el suelo y el clima, concentrar el trabajo y reunir todas las condiciones necesarias para la vida de las plantas. Esta tendencia nace del deseo de ganar importantes sumas de dinero con la venta de primicias. Pero después de que se descubren los procedimientos de cultivo intensivo, se generalizan y se extienden a las hortalizas más comunes, porque permiten conseguir más productos con menos trabajo y mayor seguridad. En efecto, después de haber estudiado los abrigos más sencillos de vidrio en Guernesey, afirmamos que, hechas todas las cuentas, se gasta mucho menos trabajo para obtener papas en abril bajo vidrio que el necesario para cosechar al aire libre, tres meses más tarde, roturando una superficie cinco veces mayor, regándola y extirpando las malezas, etc. Es como con las herramientas o las máquinas. Así como se economiza sobre el trabajo empleando una herramienta o una máquina perfeccionada, es necesario un desembolso previo para su adquisición. Las cifras completas concernientes al cultivo de hortalizas comunes en invernadero aún nos faltan. Este cultivo es de origen reciente y no se hace más que en pequeños espacios. Pero tenemos las cifras concernientes al cultivo de un objeto de lujo, que ya tiene unos treinta años, la uva; y esas cifras son concluyentes. En el norte de Inglaterra, en la frontera de Escocia, donde el carbón tan sólo cuesta cuatro francos la tonelada en boca de mina, desde hace mucho se dedican al cultivo de la vid en invernaderos caldeados. Hace treinta años esas uvas, maduras en enero, el cultivador las vendía a razón de veinticinco francos la libra, y se revendían a cincuenta francos para la mesa de Napoleón III. Hoy, el mismo productor no las vende más que a tres francos la libra; nos lo dice él mismo en un artículo reciente de un periódico de horticultura. Y es que, competidores suyos, envían toneladas y toneladas de uvas a Londres y a París. Gracias a lo económico del carbón y a un cultivo inteligente, la uva crece en invierno en el Norte y viaja, en sentido opuesto a los productos ordinarios, hacia el Mediodía. En mayo, las uvas inglesas y de Jersey son vendidas por los jardineros a dos francos la libra, y aún este precio sólo se sostiene por lo escaso de la competencia, como el de cincuenta francos hace treinta años. En octubre, las uvas cultivadas en inmensas cantidades en los alrededores de Londres -siempre bajo vidrio, pero con un poco de calefacción artificial- se venden al mismo precio que las uvas compradas por libras en los viñedos de Suiza o del Rin, es decir, por algunas monedas, y esto aún encarecidas en dos tercios, a consecuencia de la excesiva renta del suelo, de los gastos de instalación y de calefacción, sobre los cuales el jardinero paga un tributo formidable al industrial y al intermediario. Explicado esto, puede afirmarse que no cuesta casi nada tener en otoño uvas deliciosas en la latitud y en el clima brumoso de Londres. En uno de sus suburbios, por ejemplo, un defectuoso invernáculo de vidrio y yeso, apoyado contra nuestra casita, y de tres metros de longitud por dos de anchura, nos da en octubre, desde hace tres años, cerca de cincuenta libras de uvas de un sabor exquisito. La cosecha proviene de una cepa plantada hace seis años3. Y el abrigo es tan malo, que lo cala la lluvia. Por la noche, la temperatura es la misma dentro que fuera. Es evidente que no se lo calienta, ¡sería como querer calentar la calle! Y los cuidados que requiere son podar la vid media hora al año y echar una carretilla de estiércol al pie de la cepa, plantada en la arcilla roja fuera del invernáculo. Por otra parte, si se evalúan los cuidados excesivos que se dan al viñedo en las orillas del Rhin o del Leman, las terrazas construidas piedra por piedra en las pendientes de las riberas, el transporte del estiércol y frecuentemente de la tierra hasta una altura de doscientos a trescientos pies, se llega a la conclusión de que, en suma, el trabajo necesario para cultivar la vid es más considerable en Suiza o en las márgenes del Rhin que bajo vidrio en las afueras de Londres. Esto a primera vista puede parecer paradojal, porque por lo general se cree que la viña crece por sí sola en el mediodía de Europa y que el trabajo del viñatero no cuesta nada. Pero los jardineros y los horticultores, lejos de desmentimos, confirman nuestros asertos. “El cultivo más ventajoso en Inglaterra es el cultivo de las viñas”, dice un jardinero práctico, el redactor del Journal of Horticulture. Los precios, ya se sabe, tienen su elocuencia. Traduciendo estos datos al lenguaje comunista, podemos afirmar que el hombre o la mujer que dedique una veintena de horas por año de su tiempo libre para cuidar dos o tres cepas plantadas bajo vidrio en cualquier clima de Europa, cosechará tanta uva como puedan comer su familia y amigos. Y esto se aplica no sólo a la vid, sino a todos los árboles frutales aclimatados. Bastaría que un grupo de trabajadores suspendiese durante algunos meses la producción de cierto número de objetos de lujo, para transformar cien hectáreas de llanura de Gennevilliers en una serie de huertos, cada uno con su dependencia de invernaderos caldeados para los semilleros y plantas jóvenes, y que cubriera otras cincuenta hectáreas de invernáculos económicos para obtener frutas, dejando los detalles de organización a jardineros y hortelanos expertos. Esas ciento cincuenta hectáreas reclamarían cada año unos tres millones seiscientas mil horas de trabajo. Cien jardineros competentes podrían dedicar cinco horas diarias a este trabajo, y el resto podría ser hecho simplemente por personas que, sin ser jardineros de profesión, sepan manejar una azada, el rastrillo, la bomba de regadío o vigilar un homo. Pero ese trabajo daría por lo menos, ya lo hemos visto en una capítulo precedente, todo lo necesario y lo de lujo posible en materia de frutas y hortalizas para, al menos, setenta y cinco o cien mil personas. Admitamos que entre ese número hay treinta y seis mil adultos deseosos de trabajar en la huerta. Cada uno sólo tendría que dedicarse cien horas anuales, repartidas a lo largo del año. Estas horas de trabajo se transformarían más bien en horas de recreo, pasadas con los hijos, entre amigos, en soberbios jardines, más hermosos probablemente que los de la legendaria Semíramis4. He aquí el balance del esfuerzo a asumir para poder comer hasta la saciedad frutas de las que nos privamos hoy en día, y para tener en abundancia todas las hortalizas que el ama de casa raciona escrupulosamente cuando tiene que contar con las monedas con las que enriquecerá la renta y al vampiro-propietario.

VI

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Se vislumbran cómodamente los nuevos horizontes abiertos a la próxima revolución social. Cada vez que hablamos de la revolución, el serio trabajador, que ha visto faltarle el alimento a los niños, frunce las cejas y nos repite obstinadamente: “¿Y el pan? ¿No faltará si todo el mundo come hasta hartarse? ¿Y qué haremos si el campo, ignorante e influido por la reacción, hambrea la ciudad, como lo hicieron las bandas negras en 1793?”. ¡Que lo intenten solamente! En ese caso, las grandes ciudades se arreglarán sin el campo. ¿En qué se emplearán esos centenares de miles de trabajadores que se asfixian hoy en los pequeños talleres y en las fábricas el día en que recobren su libertad? ¿Continuarán después de la revolución encerrados en las fábricas igual que antes? ¿Seguirán haciendo chucherías de lujo para la exportación, cuando quizá vean agotarse el trigo, escasear la carne, desaparecer las hortalizas sin ser reemplazadas? ¡Claro que no! ¡Saldrán de la ciudad e irán a los campos! Con el auxilio de la máquina, que permitirá dar una mano a los más débiles de entre nosotros, llevarán la revolución a la agricultura -de un pasado esclavo-, como la habrán llevado a las ideas y a las instituciones. Aquí centenares de hectáreas se cubrirán de vidrio, y la mujer y el hombre de manos delicadas cuidarán de las jóvenes plantas. Allá se roturan otros centenares de hectáreas con el arado de vapor de vertedera honda, se mejorarán con abonos, o se enriquecerán con un suelo artificial obtenido pulverizando la roca. Alegres legiones de labradores de ocasión cubrirán esas hectáreas de mieses, guiados en su trabajo y en sus experiencias, en parte por aquellos que conocen la agricultura, pero sobre todo por el espíritu grande y práctico de un pueblo que se despierta de un largo sueño y al que ilumina y dirige el faro luminoso que constituye la felicidad de todos. Y en dos o tres meses, las cosechas tempranas vendrán a aliviar las necesidades más apremiantes y a proveer a la alimentación de un pueblo que, al cabo de tantos siglos de espera, podrá por fin saciar su hambre y comer a su apetito. Entre tanto el genio popular, el genio de un pueblo que se subleva y conoce sus necesidades, trabajará en experimentar los nuevos medios de agricultura que se presienten ya en el horizonte y que no demandan más que el bautismo de la experiencia para generalizarse. Se experimentará con la luz -ese agente no reconocido de los cultivos- que hace madurar la cebada en cuarenta y cinco días bajo la latitud de Yakustk: concentrada o artificial, la luz rivalizará con el calor para acelerar el crecimiento de las plantas. Un Mouchot del porvenir inventará la máquina que deberá guiar a los rayos del sol y hacerlos trabajar, sin que sea preciso descender a las profundidades de la tierra en busca del calor solar almacenado en la hulla. Se experimentará regar el suelo con cultivos de microorganismos, idea tan racional y nacida ayer, que permitirá dar a la tierra las pequeñas células vivas tan necesarias para las plantas, ya sea para alimentar a las raicillas, ya sea para descomponer y hacer asimilables las partes constitutivas del suelo. Se experimentará... Pero no; no vayamos más lejos, porque entraríamos en el dominio de la ficción. Quedémonos dentro de la realidad de los datos comprobados. Con los procedimientos de cultivo ya en uso, aplicados en grande y saliendo victoriosos en la lucha contra la competencia mercantil, podemos proporcionamos la comodidad y el lujo a cambio de un trabajo agradable. El próximo porvenir mostrará lo que hay de práctico en las futuras conquistas que hacen entrever los recientes descubrimientos científicos. Limitémonos por ahora a inaugurar la nueva senda, que consiste en el estudio de las necesidades y de los medios para satisfacerlas. Lo único que podría faltar a una revolución es la valentía de la iniciativa. Embrutecidos por nuestras instituciones, en nuestras escuelas, esclavizados al pasado en la edad madura, y hasta la tumba, no osamos pensar. ¿Se trata de una idea nueva? Antes de hacernos una opinión, iremos a consultar los libros de más de cien años para saber qué pensaban los antiguos maestros a este respecto. Si a la revolución no le faltan iniciativa ni osadía en el pensamiento no serán los víveres los que le falten. De todas las grandes jornadas de la Gran Revolución, la más hermosa, la más grande, que quedará grabada para siempre en los espíritus, fue la de los federados, que desde todas partes acudieron y trabajaron en el terreno del Campo de Marte para preparar la fiesta. Aquel día Francia fue una; animada por el nuevo espíritu, entrevio el porvenir que se abría ante ella con el trabajo en común de la tierra. Y será con el trabajo en común de la tierra que las sociedades liberadas recobrarán su unidad y se borrarán los odios y las opresiones que las habían dividido. Pudiendo en lo sucesivo concebir la solidaridad, ese inmenso poder que centuplica la energía y las fuerzas creadoras del hombre, la nueva sociedad marchará a la conquista del porvenir con todo el vigor de la juventud. Cesando de producir para compradores desconocidos, y buscando en su mismo seno las necesidades y los gustos a satisfacer, la sociedad asegurará ampliamente la vida y el bienestar a cada uno de sus miembros, al mismo tiempo que la satisfacción moral que da el trabajo libremente elegido y libremente realizado y la alegría de poder vivir sin apoderarse de la vida de otros. Inspirados en una nueva audacia, nutrida por el sentimiento de la solidaridad, todos marcharán juntos a la conquista de los elevados placeres del saber y de la creación artística. Una sociedad así inspirada no tendrá que temer a las disensiones en su interior ni a los enemigos exteriores. A las coaliciones del pasado ella opondrá su amor al nuevo orden, la iniciativa audaz de cada uno y de todos, llegando su fuerza a ser hercúlea por el despertar de su genio. Ante esa fuerza irresistible, los “reyes conjurados” no podrán nada. Tendrán que inclinarse ante ella, uncirse al carro de la humanidad, rodando hacia los nuevos horizontes entreabiertos por la Revolución Social.
NOTAS 1 Remarquemos que cuando nuestras afirmaciones fueron publicadas en Inglaterra, no provocaron la menor contradicción. Fueron confirmadas y aun sobrepasadas por el director del Journal of Horticulture, que es un horticultor práctico. Estamos persuadidos de que los horticultores franceses nos darán también la razón. 2 Consultar la “Répartition métrique des impots”, por A. Toubeau, 2 vol, publicados por Guillaumin, en 1880. No participamos en lo absoluto de las conclusiones de Toubeau, pero se trata de una verdadera enciclopedia, con indicación de fuentes, para mostrar qué es lo que uno puede obtener del suelo; “La Culture maraïchère”, por M. Pone, París, 1869; “Le Potager Gressent”, Paris, 1885, excelente obra práctica; “Physiologie et culture du blé”, por Risler, París, 188; “Le blé, sa culture intensive et extensive”, por Lecouteux. Paris, 1883; “La Cité Chinoise”, por Eugène Simon; “Le Dictionnaire d’agriculture”; “The Rothamstead experimemts”, por Wm. Fream, Londres, 1888 (culture sans fumure, etc.); “Nine-teenth Century”, juin 1888; y “Forum”, agosto 1890. 3 La viña en sí representa las investigaciones pacientes de dos o tres generaciones de jardineros. Es una variedad de Hamburgo, admirablemente adaptada a los inviernos fríos. Para madurar tiene necesidad de heladas invernales. 4 Recapitulando las cifras que se han dado sobre la agricultura, probando que los habitantes de los dos departamentos de Seine y de Seine-et-Oise pueden perfectamente vivir en su territorio empleando anualmente muy poco tiempo para obtener su alimentación, nosotros tenemos: Departamentos de Seine et de Seine-et-Oise: Número de habitantes en 1886.............3.600.000 Superficie en hectáreas ..........................610.000 Media de habitantes por hectárea.........5,90 Superficies a cultivar para alimentar a los habitantes (en hectáreas): Trigo y otros cereales ............................ 200.000 Praderas naturales y artificiales............. 200.000 Hortalizas y frutas................................. 7.000 a 10.000 Resto para viviendas, vías de comunicación, parques, bosques... 200.000 Cantidad de trabajo anual necesario para mejorar y cultivar las superficies arriba mencionadas (en jomadas de trabajo de 5 horas: Trigo (cultivo y cosecha)....................... 15.000.000 Praderas, leche, cría de ganado............. 10.000.000 Cultivos hortícolas, frutas de lujo, etc .. 33.000.000 Imprevistos.............................................12.000.000 Total.......................................................70.000.000 Si se supone que la mitad solamente de los adultos aptos (hombres y mujeres) quieren ocuparse de la agricultura, se ve que es necesario repartir 70 millones de jornada laborales entre 1.200.000 individuos. Lo que da por año cincuenta y ocho jomadas de trabajo de 5 horas para cada uno de estos trabajadores.