Perder la cara IV: las amistades perdidas que llevamos en nuestras espaldas
Hemos encontrado en ‘Sueños de libertad’ algo, no sé, que nos faltaba para empezar a pensar si seguir adelante o no. El sentimiento del ‘fandom’ palia el reguero de amistades cadavéricas que llevamos a nuestras espaldas, las familias que no han sabido acompañar sexualidades no normativas y otras grandes pérdidas: todas de amor, de incomprensión
I (En el corazón de un fandom siempre anida un duelo o varios)
En realidad, ¿de qué va todo esto del fandom? Hará algunas semanas leí un artículo que me sacudió. Lo firmaba Lilly Dancyger, la autora de First love: essays on friendship (2024), y aparecía en la edición digital de ELLE. La tesis de We Need To Talk About Our Ex-Best Friends reside en la idea de duelo por una amistad. Para la autora, la falta de ritual ante el dolor de aquello no es comparable con ningún escenario contemporáneo. Ni siquiera esa sociedad moderna a la que ¿se pertenece y de la que se presume? Invierte un segundo en ese sentimiento. En ese padecer. Tanto es así, que la persona experimenta un aislamiento feroz. Además, es una pérdida parcial. ¡Ese ser humano no se va a ningún lado! En la mayor parte de los casos, no se muere, tan solo continúa sin contar con tu interlocución. Se habla de ‘ruptura’ tras el duelo y solo ahora entiendo que la palabra en sí misma simboliza el crujir de algo que al componerse de nuevo no restallará de la misma forma.
Pertenecer a un fandom se siente un poco así. En mi corazón, todas y todos sufrimos, estamos sufriendo o hemos sufrido una pérdida (o varias). Y hemos encontrado en Sueños de libertad algo, no sé, que nos faltaba para empezar a pensar si seguir adelante o no. El sentimiento del fandom palia el reguero de amistades cadavéricas que llevamos a nuestras espaldas, las familias que no han sabido acompañar sexualidades no normativas y otras grandes pérdidas: todas de amor, de incomprensión.
Algunos días, todo se reduce a levantarte por la mañana, poner un mensaje en alguna red sobre la novelita y no sentir esa soledad tremenda que no hay quien la habite cuando echas de menos a alguien y no puedes o, más bien, no debes decírselo. Acostumbran a ser mensajes sin menciones expresas, no hay ninguna @ o hashtag. Tan solo es una frase lanzada al aire, muy elaborada, cuyo guante alguien quizá recoja con humor y cercanía.
Durante la travesía por el desierto que supone cualquier duelo, pierdes el derecho a réplica. Tu cuerpo se sumerge en un estado de parálisis que solo te permite conectarte a la red y buscar otras almas a las cuatro de la mañana, comentando lo guapa que es Marta de la Reina, y lo mucho que se parece a Carol Aird, o lo valiente que es Fina Valero, te quiere el mundo entero, y la de tatuajes que se están haciendo las #Mafin con su cara, que no olvidemos que es la de la actriz Alba Brunet.
II (En tu disociación me colé)
Una amiga reciente —hemos formalizado nuestra amistad por escrito, no somos de este siglo— me comenta que algunos fans de Taylor Swift hablaban del efecto blackout. Este fenómeno se da en la experiencia fan: una especie de ¿apagón? que te impide acordarte de lo que estabas haciendo durante los momentos previos a entrar en contacto con aquello que sigues sin pausa. Hubo un momento álgido de todo esto en el que hasta había quien me enviaba TODA la información sobre lo que ocurría en la comunidad: un helado dedicado a las #Mafin, unos pañuelos imitación Cánovas (una tienda inventada carísima y afrancesada que sale en la serie) que venían de algún punto de Eurasia, tatuajes (por ahí hay auténticas capillas sixtinas del lesbianismo), canciones hechas con IA… Prefiero Camela, la de Más la quiero yo, que seguro que Fina se la cantaría a Marta de la Reina. Canción de millones. En fin, que soy un poco la historiógrafa de todo esto, siempre quise ser la bibliotecaria del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Y eso que en el fandom hay un nivel de creación e intelecto solo comparable al auge de las tres culturas en Toledo para el medievo.
Estos días con la movida del teatro muchas fans se preguntan cómo actuar a la salida de la obra, cómo hacer cuando Marta Belmonte esté en presencia, en figura. Para muchas #Mafin el peregrinaje a la Abadía es nuestra subida al Monte Carmelo. Cuando nuestro cuerpo está sometido a un estrés así, las formas que encuentra este para darse de bruces con un poco de paz son una incógnita. Lo más parecido que encuentro a esto es cuando me meto sin parar en la página de Tiny Cottons y le pregunto a mi novia que qué hago. Hace poco me dijo que esas consultas de estilista son como de jugar al frontón: tiro la pelota (yo) y rebota sola (contra mí). En mi caso, a la salida del teatro no esperaré a Label Monte, me iré a casa caminando. Al llegar, leche y cereales y jugaré al Zelda (un ratito). No aparezco en el esquema que han hecho del patio de butacas en el que se indica dónde se sienta quién. Esto existe, for the record. Y organizado por días, no te creas.
La experiencia fan es un grado, y un placer, y una forma de disociación moderna, un histerismo actual y funcional, producto de una tensión socioafectiva simpar. Somos auténticas yonquis de las vidas que se nos muestran en las ficciones audiovisuales y que nos nutren, en este caso, de dopamina, lesbianismo, vampirismo y homoerotismo a través de memes, gifs y canciones pegadizas.
III (Mentally dating Marta de la Reina)
Me sobresalto cada vez que pongo un mensaje en redes e interactúa conmigo alguien que tiene una fotografía de otro alguien del elenco como imagen de usuario. Me da un apuro ese sonrojo mío, es horrible: siento como si alguien me observase con amor. El fandom de #Mafin es el fruto de una acumulación de imaginarios y de triunfos del colectivo LGTBIQ+. Su hit es el abrazo desde el pasado hacia el presente y su talón de Aquiles la precariedad emocional que llevamos por dentro.
Todas esas chicas me hacen sentir bien con lo que leen, con lo que escuchan, con lo que aman. Sobre todo, me hace sentir bien el grupo que tenemos con Carlota, Judith y Laura. El otro día, mientras tomábamos algo, intercambiamos chismes sáficos y suspiramos esperando a que Marta de la Reina se asomase por la ventana que se encontraba cerca de nosotras en el bar.
Finalmente compré una entrada para ir a la Abadía el 22 de septiembre. Iré sola. En domingo. Es una fecha no muy perseguida por las demás fans (las demás fans de Marta de la Reina, quiero decir). Era el día que aún quedaban localidades con algo de visibilidad. Ir al teatro para no ver nada no, ir al cine para ver una película de terror y pasarlo mal tampoco. A una amiga antigua le dije que era el tránsito de la noche del 22 al 23, una noche de San Juan (ja, ja) en septiembre. Me dijo: “juegas con San Juan según te interesa”. “Para eso está la novelita, la magia, los horóscopos”, pienso. Para jugar.
¿Qué quedará del fandom al final en mí…? Noto cierto surco, pronunciado, en la corteza prefrontal. Hay un antes y un después tras vivir un entusiasmo colectivo diario. Quizá las relaciones deban aspirar a comprar un espejo nuevo en el que poder mirarnos, en lugar de a la violencia deformante y de benzodiacepina que supone un duelo. Pero quizá sea solo un sueño o, más bien, mi sueño de libertad: saber que no estamos locas, que todo está bien (o que lo estará), y asumir —mal que nos pese— que somos el Jesús de la Reina de la vida de alguien. Las malas, las malísimas.
Los duelos son experiencias desoladoras y traumáticas en las que nos sometemos a una tristeza inaudita y no podemos hacer más que esperar a que el tiempo pase o decidir explorar una nueva forma de vincularnos a esa persona a la que echamos de menos sin culpa o dolor. Desde el anhelo. ¿A mí se me debe estar pasando ya? Estos últimos días noto que me interesa menos, que estoy menos pendiente. ¿Me preocupa? Estoy recuperando la cara.
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