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tribuna
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Orillas

En Occidente, el debate sobre los migrantes funciona como uno de los emblemas de los diversos partidos, sin pensar que son seres desesperados que buscan una vida mejor

Padura 01 09 2024
Martín Elfman
Leonardo Padura

Uno. Resulta revelador, aunque nada extraño, que Donald Trump, un hombre con una reconocida capacidad para lanzar acusaciones y a veces hasta para recibir condenas judiciales (luego se las arregla para no cumplirlas), haya escogido como una de sus primeras incriminaciones contra la vicepresidenta Kamala Harris, su rival en la carrera electoral estadounidense, lo que él considera su pésimo trabajo en el manejo de la crisis migratoria que se vive en la frontera sur de ese país. La “zar de la frontera”, como la ha llamado una resolución de la Cámara de Representantes, de mayoría trumpista es, según el expresidente (a la que en privado la llama “zorra”), la responsable de las políticas migratorias de la actual Administración, y, por ende, constituye un peligro. Como asegura Trump, “ella destruirá nuestro país si alguna vez es elegida”. Y es que, definitivamente, la migración se ha convertido hoy, más que nunca, en un activo político y utilizarla, en una estrategia que acumula votos.

No advierto nada nuevo si recuerdo que en todo el Occidente rico (e incluso no tan rico) el debate sobre el problema de las migraciones funciona como uno de los emblemas de los diversos partidos. En Francia casi lleva al poder a la ultraderecha liderada por Marine Le Pen, en Alemania y en Italia sirve para levantar banderas, en España crea cismas políticos. En Estados Unidos, donde se reciben (o no) cada día miles de inmigrantes legales e ilegales, se ha convertido en materia de los más álgidos debates. ¿Qué debemos hacer con la migración?, es una cuestión que ya no puede faltar en la búsqueda de liderazgos.

Pero lo que ocurre con la utilización, e incluso la manipulación, de un asunto tan alarmante y delicado, es no solo una cuestión de estrategias partidistas para ganar simpatías. Se trata también del reflejo de un trauma que recorre prácticamente todos los sectores de las sociedades receptoras de migrantes en la época en que más altas son las cifras de personas empeñadas en procurarse otro destino. Y acusar a esos invasores de cualquiera de los males sociales o económicos que afronte un país, incluso criminalizar en bloque a la figura del migrante, puede producir réditos fáciles y abundantes: porque tener un enemigo a quien culpar, más si se trata de un enemigo externo, y enfocar en otros las causas de nuestros males y temores, resulta una estrategia de éxito garantizado.

Del otro lado del mar, del río o del muro están esos seres amenazantes y desestabilizadores que pretenden invadir —de hecho lo están haciendo— los territorios que alguna vez he llamado la parte privilegiada del mundo. Son individuos con otras costumbres que pueden ir desde las creencias religiosas hasta tradiciones culinarias y que, se dice y se cree, pretenden pervertir los hábitos de las sociedades de acogida.

Todos sabemos (o eso creo) por qué esas legiones de personas emigran y buscan refugio o simplemente otra vida. Guerras, miseria, represión o persecución política o religiosa. O el humano deseo de tener una existencia mejor que les ha sido negada o escamoteada en sus lugares de origen. Y para lograrlo muchas veces arriesgan la vida.

Las cifras de las consecuencias de esos riesgos son demasiado reveladoras. En marzo de este año, el Proyecto de Migrantes Desaparecidos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) anotaba que durante 2023 al menos 8.565 personas habían muerto en las rutas migratorias de todo el mundo, por lo que se consideraba el año más letal por tal motivo. La misma OIM publicó que entre el año 2014 e inicios de 2023, solo en el Mediterráneo habían fallecido más de 28.000 personas intentando llegar a Europa. En el corredor migratorio más recurrido del mundo, el de la frontera de México y Estados Unidos, en 2022 se alcanzó el nuevo récord de 830 migrantes muertos (aunque presumo que son muchos más). Y podríamos agregar otros datos, aunque apenas ratificarían los antes anotados.

Dos. En la pequeña ciudad de Trigueros, provincia andaluza de Huelva, desde hace 11 años cada mes de agosto se celebra un festival dedicado a la cultura de Cuba. Lo organiza el Centro Harina de Otro Costal con el sudor y la sonrisa de un pequeño grupo de entusiastas promotores.

Como anticipo de ese festival Cuba Cultura, viajé a Trigueros para participar en la inauguración de una exposición de acuarelas del pintor cubano René Francisco titulada Orillas, dedicada a hacer una reflexión sobre el problema de las migraciones y el destino de los migrantes en diversas “orillas” del mundo. Como solución visual para abordar esta tragedia universal, el pintor escogió trabajar con imágenes de esos guantes azules que muchos de los migrantes llegados a Europa utilizan para realizar las labores productivas o de servicio en que, con suerte, logran insertarse.

Mi presencia junto al artista plástico estaba condicionada por la escritura de 12 textos sobre ese candente tema que acompañan a la muestra y forman parte de su catálogo y de un libro ya impreso.

Pero ocurrió que el drama que se propone visualizar la exposición y las reflexiones que trataba de expresar en mis textos tuvieron ese preciso día de apretura de la muestra una confirmación de cuán cerca de cada uno de nosotros está ese drama y cuánta historia personal y social encierra el fenómeno migratorio.

Unos días antes, en una sesión ordinaria de la Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba (Parlamento), fue presentado el informe Resultados del cálculo de la población efectiva al cierre de 2023, elaborado por la Oficina Nacional de Estadística e Información del país. Y allí se reflejan, entre otros datos, que la población efectiva en Cuba el 31 diciembre de 2020 era de 11.181.595, de los cuales, entre 2021 y 2023, emigraron 1.011.269, con la alarmante evidencia que entre esos migrantes un 79% correspondía a personas en edad laboral. Al final, el informe advierte de que en este 2024 se ha mantenido la tendencia migratoria, por lo cual se considera que la población residente en Cuba ahora mismo es menos de 10 millones de habitantes… y seguirá decreciendo, apuntan los expertos.

¿Cómo salió de la isla ese millón y tanto de cubanos? Las vías han sido múltiples pero la menor cantidad fue gracias a visados como el llamado “parole humanitario” que puede conceder Estados Unidos. Porque una importante, diría que abrumadora cantidad de compatriotas, buscaron el camino que se inicia en Nicaragua y avanza hacia la frontera sur de Estados Unidos por ese “corredor migratorio” conocido como ruta de los coyotes.

El drama de desarraigo, desesperación y muerte que representan las imágenes de René Francisco de pronto nos tocaba el hombro. Las cifras nos advertían de cuánto nos puede concernir a muchos de nosotros ese fenómeno que tanto se repite en los mítines políticos de los líderes de los países de acogida que miran a esos migrantes (entre los que tengo amigos y hasta familiares), como los jinetes de un Apocalipsis que pervertirán su privilegiada sociedad y no como los seres desesperados que buscan en otras orillas la vida mejor que en sus lugares de orígenes les ha sido negada. Una tragedia que, bien utilizada, genera votos y, con los votos, otorga poder.

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