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TRIBUNA
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Los que cruzan la tierra

Nos hemos vuelto vulnerables a la información alarmista sobre la inmigración y estamos dispuestos a creer en todos los mesías como si estuviéramos en una jungla

Los que cruzan la tierra. Lídia Jorge
Eva Vázquez
Lídia Jorge

La conciencia de uno mismo es más difícil de adquirir que la de un adversario al que hay que derrotar, porque el actor ya no se define en términos sociales sino universales

(Alain Touraine)

1. Estos últimos días me han llevado a distintos relatos sobre emigrantes. Y son tantos, y de autores tan importantes, y el tema se ha tratado de manera tan diferente, que termino sospechando que toda la literatura y todo el arte se basan en el tópico del desplazamiento que establecen. Los desplazados de todas clases son el gran personaje que da forma a las distopías de nuestros días. Sin embargo, son los relatos sobre las emigraciones que siguieron a la Primera Guerra Mundial, por la evidencia de su condición, los que más huella dejan en mi espíritu.

Evoco especialmente a las familias numerosas que se hacían un retrato de grupo antes de partir hacia el otro lado del mar, para repartir copias entre los amigos a los que nunca volverían a ver. Una especie de epitafio en vida. Los hijos más pequeños, descalzos; los mayores, ya con zapatos y ceñidos en chaquetas raídas. Las mujeres, de rostros hundidos, con un breve cuello de encaje como signo de distinción. Familias europeas miserables que se marchaban hacia nuevos mundos en busca de mejor suerte. Y ello me lleva a pensar en un autor portugués, José Rodrigues Miguéis, opositor a la dictadura de Salazar, que partió hacia Nueva York en 1935 y que durante su largo exilio volvió a visitar Portugal en distintas ocasiones, pero nunca regresó del todo. Me gustan especialmente sus cuentos.

2. Uno de sus libros, publicado en 1962, Gente de terceira classe, contiene el que en mi opinión es uno de sus mejores relatos. Se titula Arroz do céu y cuenta la historia de un emigrante oriundo de Estonia o Lituania, un hombre capaz tan solo de expresarse mediante monosílabos porque desconoce el idioma inglés y que se dedica a barrer las vías en el metro de Nueva York. Su tarea consiste en recoger las miles de colillas que caen por los respiraderos: guantes, botones, chicles, tacones de zapatos, cristales, monedas. Trabaja recorriendo las vías, sin saber lo que pasa a nivel del suelo. Siempre con la vista fija en el suelo, moviéndose en la oscuridad, aplastándose contra las paredes del túnel cuando el tren pasa a toda velocidad. Una vida difícil, en la que a veces tiene que limpiar los raíles de los restos de los cuerpos de los suicidas que se arrojan a las vías. Pero en cierto momento, a través del orificio de ventilación, nota que cae algo diferente. Los fines de semana se introduce por el respiradero una lluvia de granos de arroz.

El emigrante ignora que allí arriba, en la calle de la gran ciudad, hay una iglesia y que, en determinados días, son muchas las bodas que se celebran, y mucho el arroz de primera calidad que se lanza sobre los novios, cereal que cae en cascada al subsuelo. Dado que entra por el respiradero sin explicación alguna, el barrendero de las vías se imagina sencillamente que viene del cielo. O más exactamente, el barrendero dice que cae desde lo alto y bendice su vida con su inexplicable abundancia. Como es natural, esa figura, que el autor caracteriza como insignificante, como rata subterránea de la oscuridad, podría ser un emigrante de un país del Este o de cualquier otro país europeo, Irlanda, Italia, Grecia o España. Por mi parte, tengo buenas razones para suponer que el autor tenía en la cabeza a un simple compatriota portugués.

3. En estos días de elecciones europeas y de sus secuelas, me he acordado de este breve relato, porque hasta hace unos años daba por sentado que los pueblos que han pasado por las duras experiencias de la emigración habrían dejado el recuerdo de su aventura inscrito en la memoria de sus descendientes. Y que esta experiencia ancestral se reflejaba en una actitud de generosidad y amable acogida de los inmigrantes extranjeros por parte de las generaciones posteriores. No es eso lo que sucede, sin embargo, En toda Europa, el debate en torno al reciente Pacto sobre Migración y Asilo muestra que el ímpetu del pensamiento defensivo supera con creces la memoria afectiva y la desdice. Portugal no es una excepción. También aquí el trato al que se ven sometidos los inmigrantes víctimas de redes clandestinas es miserable, como en todo el mundo, pero lo que más sorprende es la gran desconfianza y el miedo que ciertos grupos organizados están propagando artificialmente, y la cosa da que pensar.

4. Los portugueses han sido gentes de diáspora desde el siglo XVI. A lo largo del siglo XX se extendieron por los cinco continentes. Mi familia se dispersó por África, América del Norte y América del Sur. Cuando era pequeña, vi a niños de mi edad partir hacia Canadá, Rodesia, Australia y Nueva Zelanda. Muchos de sus padres eran analfabetos y no sabían pronunciar una sola palabra en francés o inglés. Una década más tarde, Melina Mercouri cantó con notable éxito la precaria situación de los emigrantes portugueses en Francia: “Loin de son toit, de sa ville / À 500 lieues vers le nord / Le soir dans un bidonville / Le portuguais s’endort”.

Ocurre que el tiempo ha pasado y a pesar de que el flujo migratorio discurra ahora en otras direcciones y afecte a jóvenes bien preparados, los portugueses han olvidado lo que sufrieron sus padres y sus abuelos. Ante un sij con turbante amarillo, piensan que se trata de un carterista, y una portuguesa no monta en el taxi que conduce un joven indio, porque se han difundido noticias sobre violaciones que nunca se produjeron. Por increíble que parezca, alguien les habla de un genocidio de europeos blancos perpetrado por una emigración masiva, y la ridícula teoría del gran reemplazo se difunde de boca en boca entre los descendientes de antiguos emigrantes como un mantra ideológico.

5. Nadie dice, por el contrario, que nos hemos vuelto vulnerables a todo tipo de información alarmista, que somos ahora como vasos vacíos de nuestro propio pensamiento, que nuestra subjetividad se ha convertido en un espacio en blanco a la espera de la excitación momentánea que provoca el miedo. Que, en nombre de esta hiperactividad grupal, estemos dispuestos a creer en todas las mentiras, en todos los mesías, en todos los maleantes que nos intiman con la salvación de nuestras vidas como si estuviéramos en una jungla, y los extranjeros, las leyes extranjeras, las palabras contra quienes defienden a los extranjeros, son el tema que nos invade. Y, sin embargo, en medio de este desorden propio de una sociedad en tránsito, hay mensajes que generan esperanza y nos hacen creer que la racionalidad reprimida, a pesar de todo, persiste y prevalece. La reciente noche del 9 de junio terminó con la imagen del Parlamento Europeo distinta a la que se vaticinaba.

Su representación, en forma de colorido abanico, demuestra que, a fin de cuentas, los espacios correspondientes a los partidos que promueven los valores democráticos superan con creces los colores de los disruptivos, de los que apuestan por las vallas nacionalistas y, en definitiva, por la disolución de la idea misma de Europa. Por eso, vale la pena afirmar que, aunque sea cierto que las señales de alarma están en todas partes, las escaleras de emergencia que promueven los sistemas democráticos parecen por ahora libres de obstáculos y listas para funcionar. Es posible que la mayoría de los europeos tenga guardada una historia de emigración que pueda contar, tan intensa como la del arroz caído del cielo, y que exige, además de la idea, una acción que salve.


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