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TRIBUNA
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¿Son antisemitas las protestas contra Israel?

Ninguna otra violencia de Estado suscita una indignación moral como la que ejercen los israelíes. Ningún otro país provoca tantos deseos de eliminarlo en personas bienintencionadas que defienden la moralidad

Eva Illouz 24.04.24
Raquel Marín

La izquierda autodenominada woke se manifiesta en las calles y los campus universitarios de todo el mundo para exigir una Palestina libre, un lema que significa, en muchos casos, la simple eliminación de Israel. Hay que dejar muy claro que estas protestas no tienen nada que ver con la exigencia de una solución política al conflicto tan insoportablemente difícil que enfrenta a los israelíes y los palestinos. Quienes se manifiestan muchas veces aplauden y vitorean a Hamás, que es una organización terrorista fundamentalista, y proponen romper las relaciones con Israel, que es una democracia, muy imperfecta, pero democracia al fin y al cabo. Califican a Israel de Estado basado en un apartheid y piden que se desmantele, un llamamiento que no se había escuchado nunca, ni en el caso del imperialismo agresor de Rusia, ni para la genocida Ruanda, ni respecto a la propia Sudáfrica. Y han convertido una feroz respuesta militar que se encuentra con problemas sin precedentes en la historia bélica —una zona urbana con enorme densidad de población y una ciudad subterránea construida debajo de la población civil— en un auténtico genocidio; además, muchos manifestantes invitan amablemente a los israelíes a volver a Brooklyn y a Polonia. Y, por si eso fuera poco, ahora se equipara a Israel —un Estado nacido de las cenizas del Holocausto— con el nazismo, es decir, el ejemplo supremo de la maldad humana.

Muchos judíos, sionistas y personas moderadas de todas las tendencias políticas y todas las religiones observan el desarrollo de las protestas en las universidades con asombro, sin dar crédito al doble rasero usado con tanta naturalidad, la falta de fundamento de los paralelismos históricos, la insólita intensidad de la animadversión que despiertan unos hechos tan remotos (recuérdenme: ¿cuándo fue la última vez que protestaron con la misma intensidad contra el régimen opresor de Irán o contra el genocidio del pueblo uigur que comete China?). A pesar de los desesperados intentos de los estudiantes de presentarse como un nuevo Mayo del 68, están muy lejos del movimiento contra la guerra de Vietnam y de su espíritu genuinamente revolucionario. Un conflicto que muchos consideran el más difícil y complejo del planeta es, para ellos, una versión más del imperialismo estadounidense. Al ver el lenguaje inconexo de los manifestantes y la realidad de este atroz enfrentamiento centenario, no tengo más remedio que preguntarme si, después de todo, no habrá aquí algo de la irracionalidad fantasmática del antisemitismo.

Se ha debatido mucho si estas protestas son o no antisemitas y contra esa acusación se han presentado tres argumentos: que muchos de los manifestantes son judíos; que el propósito de esa acusación es silenciar las legítimas discrepancias políticas, y que el antisionismo es lícito (es una opinión sobre un Estado), mientras que el antisemitismo no lo es (es una actitud negativa sobre un grupo). Ninguno de estos argumentos se tiene en pie.

Una de las contribuciones más valiosas de la izquierda woke a nuestro panorama político es la tesis de que el sexismo y el racismo no existen solo en la mente y las intenciones conscientes de las personas sexistas y racistas, sino en las capas culturales inconscientes en las que todos nos sumergimos. Ese es el motivo de que halagar a una mujer por su figura se considere hoy sexista, por muy buenas intenciones que tenga quien le dice el piropo (“¡Solo quería ser amable!”). La izquierda woke afirma constantemente que el racismo y el sexismo se cuelan en las imágenes, en las connotaciones de las palabras y en las asociaciones mentales, de manera que perpetúan la dominación, la exclusión y la jerarquía. Por eso quiere controlar la forma de hablar, precisamente porque el lenguaje y la cultura contienen esas capas de sedimento que ocultan diversas formas de dominación que desbordan las intenciones conscientes. Si eso es lo que ocurre en el caso de las mujeres, los musulmanes y los negros, todavía más en el caso del grupo que ha sido objeto de odio desde hace más tiempo en la cultura occidental: los judíos. De modo que vamos a aplicar al antisemitismo los postulados de la izquierda woke y después preguntémonos si, en realidad, estos manifestantes no están impregnados de significados culturales profundamente antisemitas.

¿En qué consiste ese extraño odio irracional llamado antisemitismo? No soy especialista en la historia de este tema tan amplio, pero en mi opinión es la teoría que considera a los judíos responsables de derramar la sangre de los no judíos.

Por tanto, no creo que el antijudaísmo cristiano se deba a la rivalidad entre dos confesiones que se disputan la hegemonía y la superioridad teológica (los cristianos lo llaman Verus Israel o supersesionismo). Los sistemas de creencias no tienen ningún inconveniente en deshacerse de sus predecesores y considerarse la primera y única teología verdadera. Lo más probable es que el antisemitismo proceda del convencimiento cristiano de que los judíos fueron culpables del peor crimen de todos: el deicidio, matar nada menos que a Dios. Así lo cuenta el Evangelio de Mateo. Pilatos, el gobernador romano al que los judíos habían encomendado ejecutar a Jesús, proclama: “Inocente soy yo de la sangre de este hombre”. Y la muchedumbre judía responde: “Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”, lo que en la teología cristiana se denomina “la maldición de la sangre”. La iconografía cristiana ha representado en muchas ocasiones la sangre de Jesús en la cruz. Esa imagen, unida al sacrificio y la muerte de un hijo de Dios compasivo, seguramente penetró en la imaginación de los cristianos todavía más a medida que resonaba siglo tras siglo. En un mundo en el que las únicas imágenes disponibles eran las pinturas cristianas, acompañadas del estremecedor relato del asesinato de Dios, era inevitable que los judíos aparecieran como un grupo que amenazaba con sumir al mundo en el caos y el sufrimiento. Por eso no es extraño que, en el siglo XII, especialmente en Francia e Inglaterra, se acusara a los judíos de matar a niños cristianos y utilizar su sangre para hacer el matzo de Pascua. Pero ese no era su único crimen. También se decía que los judíos envenenaban los pozos y profanaban las hostias, el pan de la comunión, una de las ofensas más graves para los católicos. Y a los judíos les fue aún peor con el protestantismo de Lutero, como deja claro el título de su libro Sobre los judíos y sus mentiras. Lutero pensaba que los judíos eran mentirosos, idólatras, ladrones y atracadores. Recomendaba expulsarlos, arrasar sus casas y quemar sus escuelas y sinagogas.

En definitiva, la idea que dominó la cultura cristiana, al menos hasta la Ilustración, fue que los judíos eran unos criminales que vivían al margen de la ley y estaban empeñados en destruir todo lo que merecía la pena. Hasta tal punto que en el siglo XVIII Gotthold Ephraim Lessing escribió Los judíos para subrayar la idea (entonces radical) de que los judíos podían tener unos valores morales como los de cualquier otro ser humano. Las ideologías antimodernas y antidemocráticas del siglo XX popularizaron la imagen de los judíos como un grupo fundamentalmente criminal. Los Protocolos de los Sabios de Sion, publicados en Rusia en 1903, acusaban a los judíos de querer controlar el mundo para destruirlo, el equivalente laico del deicidio. Como ha explicado el historiador Michael Berkowitz, la convicción de que los judíos eran criminales fue un aspecto muy importante del antisemitismo nazi —véase su libro The Crime of My Very Existence. Nazism and the Myth of Jewish Criminality (”El delito de existir. El nazismo y el mito de la criminalidad judía”)—. Se pensaba que los comunistas y los anarquistas eran criminales peligrosos y una amenaza para el orden social y que, dentro de ellos, los judíos eran los más peligrosos. Además, eran unos parásitos y unas sanguijuelas, es decir, unos chupasangres. El escritor francés Louis-Ferdinand Celine, un entusiasta simpatizante nazi, decía que los judíos eran los parásitos más feroces y corrosivos.

El famoso Complot de los Médicos elaborado por los soviéticos en 1953 —una teoría de la conspiración por la que se acusó a una serie de médicos, en su mayoría judíos, de planear el asesinato de los máximos dirigentes de la URSS— estableció la relación con el sionismo. Se acusó a los médicos —cuya profesión les obliga a derramar la sangre de otras personas— de envenenar a varios dirigentes. Un artículo publicado en aquel entonces en Pravda los presenta así: “El sucio rostro de esta organización de espías sionistas, que esconde las malévolas acciones [de los médicos judíos] bajo una máscara caritativa, ha quedado totalmente al descubierto”. Un año antes, en 1952, en el juicio antisemita celebrado en Checoslovaquia contra miembros judíos del Partido Comunista y conocido como Proceso Slansky, también los llamaron “sionistas-imperialistas”, unas palabras cuidadosamente escogidas que bastaron para condenarlos a ser ejecutados. La conexión entre los judíos como criminales y el sionismo, el antisemitismo y el antisionismo nació en la Unión Soviética y se extendió poco a poco al resto del mundo (exactamente la misma táctica que utilizó Putin cuando llamó nazis a los ucranios). Tuvo un gran altavoz en la propaganda árabe, que se opuso al nacionalismo judío (el sionismo) recurriendo a los mismos tópicos antisemitas. La intervención soviética en Oriente Próximo tras la Segunda Guerra Mundial consolidó la amalgama que habían construido los musulmanes entre antisemitismo y antisionismo. Un informe redactado en 1948 por la Liga Árabe y presentado a la ONU se titulaba Las atrocidades judías en Tierra Santa. El título quería apelar a las emociones cristianas y su contenido era un compendio de los argumentos antisemitas más salvajes: los judíos no estaban librando una guerra, sino que eran brutales asesinos de mujeres y niños inocentes; y ahora eran “sionistas”.

De todo lo dicho se extraen varias conclusiones importantes. Los antisemitas alimentan el odio a los judíos porque los retratan como una amenaza contra el orden moral. El antisemitismo no parece ante todo una cuestión de odio a un grupo. Una vez que se caracteriza a los judíos como una entidad peligrosa que derrama sangre, desprecia las leyes y provoca matanzas, el antisemitismo se convierte en el bando de la humanidad, la moralidad, el orden y la ley. El antisemitismo suscita pasión y un intenso fervor moral precisamente porque dice que los judíos son un peligro para la humanidad. No es extraño, por tanto, que los jóvenes que se manifiestan en todo el mundo y piden el desmantelamiento del Estado de Israel no se sientan antisemitas; pueden negar a los israelíes el derecho a la existencia (un derecho que no se niega a ningún otro pueblo del mundo) porque están defendiendo con todas sus fuerzas la supervivencia del mundo amenazado por un Estado criminal al que se considera especialmente amenazador. Ninguna otra violencia de Estado suscita la indignación moral que suscita Israel. Ningún otro país del mundo provoca tantos deseos de eliminarlo en personas bienintencionadas que defienden la moralidad.

La idea de que los judíos amenazan al mundo está profundamente arraigada en la cultura occidental. Tan profundamente que la referencia sale a relucir de forma automática cada vez que el Estado israelí, como muchos otros Estados de todo el mundo, infringe ocasionalmente la ley. Es indudable que Israel ha desobedecido las leyes internacionales durante las últimas décadas y que su respuesta militar en Gaza ha sido desproporcionada. Pero me cuesta creer que, en las mismas circunstancias, otros países hubieran actuado de forma diferente. Por ejemplo, conociendo la historia de Estados Unidos, estoy segura de que su comportamiento habría sido mucho más devastador. Israel ha actuado en consonancia con el triste historial de la humanidad. No peor. Quizá incluso mejor. Sin embargo, a los israelíes se les mide por un rasero diferente porque es casi imposible desvincularlos de la vieja categoría de los judíos como criminales que ponen en peligro el orden del mundo. Cuando el sionismo se convierte en sinónimo de maldad radical es porque no podemos separar, ni cognitiva ni emocionalmente, a los israelíes de los judíos, los crímenes israelíes (corrientes en la triste historia de la humanidad) de la profunda sensación cultural de que los judíos son peligrosos para el mundo. Permítanme una analogía: sería difícil desvincular el concepto de “falda” o “vestido” del concepto de “mujer”: aunque sepamos que los escoceses a veces llevan falda o que los musulmanes llevan atuendos que parecen vestidos largos, son dos prendas que nos hacen pensar inevitablemente en algo femenino, no masculino. Esa misma lógica cognitiva hace que se asocie indisolublemente a los sionistas y los judíos. Es muy difícil separarlos, por mucho que sepamos que no todos los judíos son sionistas ni todos los sionistas son judíos (un estudio que hizo Pew en 2021 reveló que la mayoría de los judíos consideran que Israel forma parte de su identidad, lo que indica que ambas cosas están profundamente entrelazadas). Aunque, en la práctica, “judíos” y “sionistas” a veces puedan diferenciarse, en las representaciones mentales es imposible separarlos y se vinculan de forma casi automática. Cuando los jóvenes manifestantes expresan el deseo de eliminar a Israel, también están expresando el deseo de aniquilar a los judíos que viven en Israel.

En cuanto a la afirmación de que si hay judíos que participan en un movimiento, entonces este no puede ser antisemita, también es un viejo truco de los soviéticos (había comunistas soviéticos judíos que perseguían a otros judíos). Como bien saben las feministas y los afroamericanos, algunas mujeres y algunos afroamericanos sostienen ideas sexistas o racistas. Los judíos llevan desde el siglo XVIII tratando de integrarse en la cultura y la sociedad, y una de las formas de conseguirlo ha sido el antisionismo, tanto en la Unión Soviética como en los países occidentales. A principios del siglo XX, el antisionismo judío era una opinión legítima dentro del debate sobre el papel que debía desempeñar el nacionalismo en la existencia judía. Pero en la actualidad su significado ha cambiado por completo; ya no es un debate teórico sobre la mejor estrategia para sobrevivir, sino que se lo han apropiado diversos actores políticos que lo utilizan para justificar su propósito de eliminar el Estado de los judíos.

Todo esto es una catástrofe no solo para nosotros, los judíos, no solo para nosotros, los israelíes, sino también para los palestinos. Los israelíes sufrieron un ataque horripilante y creen que estas protestas son profundamente antisemitas, por lo que ven reforzada su sensación de que el mundo quiere destruirlos y lo único que puede protegerlos es la fuerza, el poder militar. Y la vía militar hacia la disuasión aleja a los israelíes de buscar una vía política que otorgue dignidad y soberanía a los palestinos. Hace que los israelíes toleren con más facilidad las decisiones de un Gobierno horroroso que está empeñado en destruir hasta la última brizna de democracia dentro de Israel. Estas protestas, en lugar de ayudar a crear grandes coaliciones que exijan una paz justa para israelíes y palestinos, en lugar de unir a los palestinos y los sionistas no belicistas en la búsqueda de sensatez, están creando divisiones, una desconfianza y una enemistad sin precedentes entre personas que deberían haber sido aliadas. Lo que van a conseguir es acabar del todo con un bando de los partidarios de la paz que ya está muy debilitado. Nunca la moralidad ha sido tan perjudicial para el bien.

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