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Las malas razones del belicismo

Con los antecedentes de los últimos años, como Irak o Afganistán, no puede extrañar la reticencia de la opinión pública europea a los llamamientos a la guerra

Tribuna Sánchez-Cuenca 02/03/24
Eulogia Merlé

Hay algunas diferencias importantes entre la política nacional y la internacional. Mencionaré tres: la incertidumbre, la asimetría en la información y el uso de argumentos morales. En primer lugar, me gustaría señalar que los márgenes de incertidumbre con los que se opera en política internacional son muy elevados: los resultados de las acciones emprendidas resultan menos previsibles que los de las políticas nacionales. En el caso de estas últimas, hay no solo un mayor conocimiento acumulado sobre la cuestión, sino también una mayor capacidad de reacción. En el ámbito nacional es más fácil corregir sobre la marcha aquello que no funciona.

Cuando un gobierno invierte en políticas sociales, o reforma las pensiones, o cambia los planes educativos, sabe lo que está haciendo, tiene múltiples precedentes a su alcance y, si las cosas salen mal, no resulta demasiado costoso modificar las políticas. En cambio, en los asuntos internacionales, se sabe cómo se empieza, pero es muy difícil saber cómo se acaba. Los fiascos de las últimas décadas son elocuentes. Quizá el mayor de ellos sea lo ocurrido en Afganistán. Estados Unidos lanzó una guerra contra aquel país tras el atentado del 11 de septiembre de 2001 porque el régimen talibán daba cobijo a Al Qaeda. El motivo estaba claro y podía tener sentido. Además, se suponía que Afganistán sería el primer país que, bajo la influencia occidental, se convertiría en una democracia en la zona y arrastraría a otros en la misma dirección. Sin embargo, en mayo de 2021, dos décadas después, las tropas estadounidenses abandonaron de forma apresurada y caótica el país, dejándolo en manos de los talibanes. Un fracaso en toda regla. Se esperaba una operación rápida y quirúrgica, pero Estados Unidos se vio envuelto en un conflicto interminable e inmanejable. Algo similar o peor podría decirse de Irak. La intervención en aquel país desencadenó una guerra civil atroz entre sus distintas comunidades religiosas y étnicas, surgió el Estado Islámico y se extendió el terrorismo internacional por todo el planeta. Podríamos hablar también de la intervención de los países occidentales en Libia en 2011 y la suerte posterior que ha corrido el país.

En segundo lugar, en política internacional, el control de los gobiernos por parte de la opinión pública es menor que en la política nacional. Los ciudadanos saben menos, el acceso a la información resulta más complicado y las élites tienen amplio margen para explotar a su favor esta asimetría. Así, los gobiernos pueden usar el hecho de que dispongan de información “privilegiada”, procedente de servicios de seguridad, think tanks y demás, para atemorizar a la gente y tratar de convencerla de que, aunque no lo sepa o no lo entienda, se enfrenta a peligros graves e inminentes que requieren una solución militar.

La ciudadanía tiene dificultades para procesar la información procedente de autoridades y expertos. Con un conocimiento disponible muy limitado, ha de decidir si confía en los mensajes de los gobiernos o no. Es una decisión difícil, sobre todo cuando hay precedentes de mentiras masivas, como ocurrió en 2003 con la guerra de Irak. Probablemente, el bulo de las armas de destrucción masiva haya sido la mentira política de mayor alcance y la de impacto más letal en lo que va de siglo (y, por cierto, se propagó antes de que existieran las redes sociales).

En tercer lugar, hay un recurso a las razones morales más acusado en la política internacional que en la política nacional. Con frecuencia, los gobiernos, cuando buscan justificar una iniciativa bélica, no solo mencionan la seguridad, sino que además apelan a la justicia de la intervención, se refieren al enemigo como partícipe del “eje del mal” y hablan en nombre de la libertad y la democracia. El problema de proceder así es la existencia de dobles raseros. Los principios morales suelen aplicarse de forma selectiva, en unos conflictos valen y fuerzan la acción; en otros no y miramos para otro lado. Ahora mismo, vemos a los gobiernos europeos y a la Unión Europea mucho más beligerante con la invasión de Ucrania que con la masacre de Gaza. El contraste entre las elevadas razones esgrimidas en el caso de Ucrania y la prudencia que se emplea en el conflicto israelí no hace sino minar la legitimidad de quienes han de tomar decisiones en estos asuntos.

Estas tres razones, junto con las malas experiencias en lo que llevamos de siglo, obligan a extremar la cautela ante el discurso belicista que han emprendido los dirigentes europeos (nacionales y de la UE). No es de extrañar que, a la vista de los antecedentes, los gobiernos se enfrenten a opiniones públicas escépticas ante nuevas llamadas a la guerra. Los ciudadanos tienen todo el derecho a dudar en este caso.

La ministra de Defensa, Margarita Robles, ha hecho unas declaraciones alarmistas en las que habla de una “amenaza de guerra total y absoluta”, plantea la posibilidad de que un misil balístico ruso llegue a España y hace “una llamada de atención a la sociedad española porque a veces tengo la percepción de que no somos conscientes del enorme peligro que hay en este momento”. En Francia, el presidente Macron se ha mostrado partidario de considerar seriamente el envío de tropas a Ucrania, lo que supondría sin duda un salto cualitativo en el enfrentamiento con Rusia. En Polonia, el primer ministro, Donald Tusk, afirma que Europa se enfrenta a la situación más grave desde 1945 y que nos encontramos en una situación de “preguerra”. Y, mientras, la Comisión Europea urge a los países miembro a rearmarse a toda velocidad. No cabe descartar que las autoridades europeas se hayan embarcado en un proyecto de profecía autocumplida, pues la seguridad se deteriora a pasos agigantados a medida que se eleva el tono belicista.

Sería de agradecer que las autoridades explicaran por qué las sanciones económicas, que iban a estrangular la economía rusa, no han impedido que Rusia acelere su crecimiento económico, por qué la entrega de armas no está dando los resultados esperados y, sobre todo, por qué las recetas que no han funcionado van a hacerlo aumentando la dosis. Antes de exigir a los ciudadanos que hagan suyo el discurso guerrero, parece razonable solicitar una explicación honesta de lo ocurrido hasta el momento. Por lo demás, también valdría la pena dedicar algo de atención a posibles soluciones negociadas para, entre otras cosas, evitar el riesgo de que el conflicto se descontrole aún más si se abunda en los planteamientos belicistas.

Sin negar que haya motivos para reforzar el gasto en Defensa (especialmente si sale elegido Donald Trump en noviembre) ni que la amenaza de Rusia sea más seria que antes, no cabe ignorar la dimensión política del discurso belicista. Las derechas europeas están consiguiendo centrar el debate público en torno a la seguridad, lo que les favorece enormemente de cara a las próximas elecciones europeas. El miedo siempre ha sido un buen aliado de los partidos conservadores. En buena lógica, estas elecciones deberían girar en torno a las políticas para combatir el cambio climático, el mayor desafío al que se enfrenta la UE, pero los partidos socialdemócratas, con gran ceguera, están permitiendo que la derecha imponga sus prioridades y todo gire en torno a la guerra de Ucrania y la necesidad de un rearme de los Estados.

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