¿En tren o en avión?
Comunismo y capitalismo se disputaron el siglo XX con desigual fortuna pero con resultados parecidos: despilfarro de recursos, desprecio por los límites de la Tierra, consideración de los humanos como puros medios de reproducción
La película soviética más popular de la historia se llamaba La ironía del destino y la rodó Eldar Riazanov en 1975. En ella se cuenta la historia de Zhenia, un joven que, por una confusión muy divertida, viaja borracho en avión de Moscú a San Petersburgo e, inconsciente de este desplazamiento, da la dirección de su casa a un taxista, que lo lleva hasta ella sin ninguna vacilación. Reconoce inmediatamente el edificio, el portal, el ascensor, la puerta del apartamento y, una vez dentro, sus muebles y su manta. No se trata de una comedia de fantasía; es una película muy realista que satiriza la política de vivienda de Breznev, quien construyó de miles de edificios prefabricados, cuyos portales, ascensores, puertas y apartamentos eran todos iguales, incluidas las mantas y los muebles. ¡Hasta los números y los nombres de las calles eran los mismos! La película exploraba, pues, la realidad cotidiana de los soviéticos: no había ninguna diferencia entre Moscú y San Petersburgo, salvo porque cuando Zhenia llega a su casa, ¡dentro hay otra mujer! Dejo aquí el spoiler de una película deliciosa para llamar la atención sobre el proyecto y el fracaso de una distopía superada: quizás el estalinismo —quiero decir— aspiraba a ir más lejos y prefabricar además los cuerpos, de manera que nos esperase también la misma mujer o el mismo hombre en todas las casas del país. Ahora bien, el hecho de que los cuerpos no sean intercambiables no sólo hizo posible una película crítica, tierna y humorística sino también el amor, el placer, la ética y, por tanto, la supervivencia individual en la URSS bajo las condiciones más adversas.
Podemos imaginar un mundo en el que, con independencia de dónde se encuentre nuestro cuerpo, sigamos siempre en la misma ciudad, en la misma casa, junto a la misma persona, vestidos con la misma ropa, pensando los mismos pensamientos. O podemos concebir la distopía contraria: un mundo en el que cada día volvemos de un trabajo diferente a una casa distinta, donde nos espera un desconocido y en el que no podemos usar dos veces la misma ropa ni la misma cama ni los mismos pensamientos. A la primera se la llamó “socialismo real”; a la segunda se la sigue llamando capitalismo.
Estos dos proyectos se disputaron el siglo XX con desigual fortuna pero con resultados parecidos: despilfarro de recursos, desprecio por los límites de la Tierra, consideración de los humanos como puros medios de reproducción. Uno fracasó hace 25 años; el otro, bajo nuevos avatares, más veloz y más intenso, domina hoy todo el planeta. Hay una diferencia: el estalinismo era un capitalismo a pedales, trabajoso y represivo, mientras que el capitalismo, y más en su versión tecnológica, es un turboestalinismo, automático y libertario. En la URSS los accidentes se consideraban sabotajes hasta que Chernóbil reveló la acumulación de chapuzas sistémicas llamada “planificación”; en Occidente, al contrario, denominamos “libertad individual” al combustible que conducirá la máquina del mercado hasta el accidente final. En la URSS la gente soñaba con el movimiento; en Occidente hoy soñamos con un poco de lentitud. Se habla mucho de y contra la nostalgia, de y contra la identidad. Hay distintas formas de nostalgia y de identidad. Pensándolo bien, la timidísima corrección de la reforma laboral, recién aprobada en el Parlamento, contiene una nostalgia material de repetición frente al cambio, de permanencia frente a la diferencia. Queremos poder salir de casa, pero queremos poder volver a casa; queremos tener trabajo, pero no 365 contratos al año. Si sólo puede elegirse entre la arena y el aire, es fácil equivocarse. Los soviéticos acabaron rebelándose contra la igualdad; los occidentales empiezan a rebelarse contra la libertad.
En casa de Zhenia estaba Nadia y no Misha porque los cuerpos son diferentes, y por eso las casas eran iguales, pero no la misma casa. El “socialismo real” negaba las diferencias; el capitalismo tecnologizado niega el cuerpo mismo. Hace un año un barco obstruyó el canal de Suez y durante tres meses se ralentizó el comercio mundial. Así como la pandemia nos reveló que vivimos en los cuerpos, el Ever Given nos descubrió que vivimos y nos movemos en el espacio. No es verdad. No vivimos en los cuerpos ni en el espacio si el término “vivir” implica un gramo de conciencia. Al cuerpo y al espacio ya solo vamos a morir. La revelación corporal de la pandemia, la revelación espacial del Ever Given se nos pasó enseguida, como una ligera migraña.
Buena parte de nuestros problemas, digamos, proceden de lo que el italiano Alberto Magnani llama déficit de “conciencia de lugar”. Magnani insiste en el cambio producido en las últimas décadas. En el siglo XX, dice, la emancipación pasaba por la “conciencia de clase”, dificultada ahora por la deslocalización y digitalización del trabajo. Hoy necesitamos más bien “conciencia de lugar” o, diría yo, “conciencia del espacio”. No basta con “saberse” los datos; es imposible tomarse en serio, por ejemplo, la finitud de los recursos y el cambio climático si no vivimos en la Tierra que estamos destruyendo; y no podemos vivir en la Tierra que estamos destruyendo si no mantenemos algún vínculo territorial con ella. El metaverso de Zuckerberg es apenas el colofón del desanclaje mental de unas clases medias urbanas cuya economía, cuyas emociones y cuya autoestima se desarrollan desde hace años en el confinamiento tecnológico, en paralelo a los árboles, las montañas y los cuerpos.
Nuestras metáforas siguen siendo terrestres, pero vivimos ya en el aire. Hablamos, por ejemplo, de “minería de bitcoins”, como si los extrajéramos de la roca, y algunos todavía mencionan la “locomotora del progreso”. Contra ellas, en la misma concepción ferroviaria del mundo, evocamos la imagen del filósofo Walter Benjamin, quien identificaba la revolución con la búsqueda y activación del freno de emergencia en un tren desbocado. Son metáforas, lo vemos, de un mundo desaparecido. Pues ocurre que ahora viajamos en avión, a donde no llegan —como lo demuestran los bombardeos rutinarios, aceptados sin escándalo y sin castigo— ni nuestra ética ni nuestras leyes terrestres. La diferencia entre un tren y un avión inhabilita trágicamente la metáfora benjaminiana: a diferencia de un tren, un avión no puede detenerse sin precipitarse en el vacío.
Una cosa que me llamaba de niño la atención en los dibujos animados era que sus personajes a menudo corrían ciegamente sin darse cuenta de que habían superado el borde de un precipicio. Durante unos segundos se mantenían en suspenso, pataleando en el aire. Luego, cuando reparaban en su situación, sucumbían al abismo. ¿No estaremos viviendo ya esos segundos previos a la caída? ¿No estaremos pataleando en el vacío?
Si el viaje hacia el accidente final lo estamos haciendo en avión y no podemos frenar en el aire, ¿Podemos hacer algo? Podemos aterrizar. No hay otra manera de distinguir Moscú de San Petersburgo, mi casa de la tuya, el cuerpo de Misha del de Nadia. En la película de Riazanov, Zhenia decide volver a casa en tren, y no en avión, para empezar una nueva vida; mientras mira por la ventanilla, recita un maravilloso poema de amor de Kochetkov.
Entre los cuerpos siempre hay problemas; entre los cuerpos sigue estando la solución.
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