¿Cuál es el problema de no ser blanco?
El racismo no es un hecho extraordinario: es un conjunto de ideas y prácticas que ordenan todos los aspectos de nuestra realidad y moldean cuál es el lugar de cada uno en la sociedad. Cada persona que no es blanca en América lo sabe. Dos escritoras, un científico, una diseñadora, un periodista y un músico hablan del racismo cotidiano, el más naturalizado e invisibilizado en nuestras sociedades
A los ocho años mi obsesión principal en la vida consistía en dejar de ser feo. Los hombres guapos, en las telenovelas mexicanas a las que yo era adicto, eran personas blancas que se casaban con mujeres bellas como Verónica Castro o Lucía Méndez. Tenían mucho dinero y vivían en casas bonitas con un ejército de gente uniformada a su servicio. Yo vivía en una casa sencilla de un distrito pobre de Lima llamado San Juan de Lurigancho, adonde cientos de miles de familias, como la mía, habían emigrado desde los Andes a causa de la guerra y otras violencias menos evidentes. Las telenovelas no solo eran un pasatiempo sino una escuela de formación y adaptación identitaria. Las lecciones eran de lunes a viernes a la hora de la cena. A la mañana siguiente, los niños y niñas jugábamos a repetir nuestras escenas y diálogos favoritos.
—”Indio, arrodíllate ante mí y suplícame que te perdone”.
De las docenas de telenovelas que debí haber visto, me impactó de forma especial una que transcurría en un barrio como el mío. En Rosa Salvaje, Verónica Castro era una muchacha que vendía flores en los semáforos. La gente rica que pasaba por allí se burlaba de ella porque tenía la piel sucia y hablaba “mal”. Un día, un hombre guapo y rico se fascinó al verla. La subió a su coche, la llevó a su casa y pasó docenas de capítulos convirtiendo a “la salvaje”, como apodaban a Rosa, en una mujer limpia y “educada”. Rosa nunca más volvió a vivir en su barrio con los suyos. La telenovela, no solo esa sino la mayoría, parecía sugerir que las personas como Rosa teníamos que dejar de ser quienes éramos (pobres, de “piel sucia”, “salvajes”) para luego asimilarnos de forma individual entre la gente guapa, blanca, rica. Solo entonces vendría la felicidad.
Gracias a las telenovelas y con la ayuda del espejo, pronto aprendí que yo no era blanco ni rico ni guapo. Esta constatación debió dejar una huella profunda en el niño que fui porque pasé años, al rezar cada noche, pidiéndoles a Dios y a la virgen María el milagro de que por favor me convirtieran en Guillermo Capetillo, ese galán de ojos verdes y cabello dorado. Si yo era guapo como él, creía, el mundo entero se abriría a mis pies con solo verme sonreír. Esta historia puede resumirse hoy en una frase: “Niño marrón desea ser un hombre blanco”. Pero en aquellos años, incluso las personas más cercanas a mí carecían del lenguaje para entender lo que ocurría en mi hogar y, estoy seguro, en la mayoría de hogares como el mío. Un día le pregunté a mi hermana Elena si bañarme con lejía podría ayudarme a ser como la gente de las telenovelas. Ella se rio pero tuvo la sabiduría de poner la lejía fuera de mi alcance.
¿Cuál era el problema de no ser blanco?
Cada persona que no es blanca en América Latina tarde o temprano se entera de lo que esto significa. Desde la artista afroperuana Victoria Santa Cruz hasta la lingüista mixe Yásnaya Aguilar, desde la literatura más sublime hasta las crónicas policiales, solo en el último siglo la región ha producido bibliotecas enteras de evidencia para quien quiera averiguar qué es y cómo opera el racismo. Un niño otomí de catorce años conoció el significado de su identidad indígena cuando un grupo de compañeros de su escuela en Querétaro, México, lo bañó en alcohol y le prendió fuego en una especie de juicio popular donde el delito de ese niño indigena bilingüe era que no “hablaba bien” el español. Creer que las personas indígenas no merecen vivir porque no hablan español no es solo un asunto de niños. A mediados de enero de 2023, en Perú, el nuevo gobierno de Dina Boluarte había reprimido de forma cruenta las protestas en regiones andinas y ocasionado medio centenar de muertos, entre niños y adolescentes. Un mes antes, cuando las víctimas sumaban casi la mitad, el entonces presidente del Consejo de Ministros, Pedro Angulo, explicó en un programa de televisión que el Ejército y la Policía actuaban así porque los agentes no entendían la lengua de los manifestantes.
Episodios de este tipo se viralizan todo el tiempo gracias a la economía espectacular de las redes sociales, y generan hipos de indignación y breves discusiones sobre el racismo que asola la región. Pasado el pico de la denuncia, el horror del racismo parece desaparecer hasta que un nuevo hecho violento o una declaración desafortunada trae esta palabra de regreso a las noticias. Este juego de denuncia e indignación crea la sensación engañosa de que el racismo solo es un hecho extraordinario, espectacular y condenable. A veces incluso pareciera que el racismo es un asunto de víctimas y victimarios, y cuya solución consiste en que estos últimos sean castigados o pidan perdón. Pero en realidad se trata de lo contrario: el racismo es un conjunto de ideas y prácticas que ordenan todos los aspectos de nuestra realidad (desde la economía hasta el amor), y que nos convencen a lo largo de nuestras vidas de cuál es nuestro lugar en la sociedad y cuál el de los demás, quién pertenece a la nación y quién no, a quiénes debe proteger el Estado y a quiénes no o no tanto, quiénes han nacido para mandar y quiénes solo para trabajar, quiénes son los bellos y quiénes los feos. Esta dimensión estructural del racismo es la más profunda y también la más difícil de denunciar porque no hay responsables individuales. Acá no importa tanto saber quién es el malo al que hay que cancelar sino entender a quiénes beneficia y a quiénes perjudica que las cosas sean así.
Hace unas semanas regresé al Cusco, la tierra de mi madre, y el lugar donde probablemente yo viviría si es que mi familia no hubiera sido obligada a desarraigarse a causa de la guerra y de la falta de servicios públicos. En el Perú, como en gran parte de la región, los servicios de mejor calidad (seguridad, salud, educación) están concentrados en los pocos barrios de la capital donde viven las élites blancas, blanco-mestizas, blanqueadas. Esta forma de ser del país ha generado que las historias de éxito en Perú impliquen que las personas se muden a esas zonas de Lima, o por lo menos cerca. El éxito económico para un campesino indígena que quiere quedarse a vivir donde ha nacido es impensable. Esta estructura racista es tan poderosa que muchas personas en la cúspide de la pirámide afirman no verla, a pesar de que ha generado desde hace décadas una imparable ola migratoria desde el campo a la ciudad que, entre otras cosas, ha llevado al país al borde de la inviabilidad. En muchas de las pistas del Valle Sagrado, como se conoce a un conjunto de distritos altamente gentrificados del Cusco, todavía quedaban restos de los neumáticos quemados durante la más reciente ola de protestas contra el Gobierno. El paisaje era desconcertante: turistas blancos caminando vestidos con ropa indígena eran solo un detalle de color ante la cantidad enorme de condominios, hoteles y restaurantes diseñados para su consumo.
Entré a un condominio que se abría paso entre campos de maíz y muy cerca de un templo de ayahuasca. El propietario era un hombre europeo muy amable que llevaba cinco años en la zona, y en todo ese tiempo había construido una aldea de casitas de barro con vista a las montañas. Él vivía en una de ellas, y parecía disfrutar recibiendo en persona a los huéspedes. Los trabajadores de su estancia, gente indígena local, no vivían en una de esas casitas sino en una barraca muy cerca de donde se echaba la basura. El contraste que vi me recordó el mismo contraste que encontré mientras trabajaba como intérprete en los establos y granjas de Estados Unidos, adonde van a parar los migrantes indocumentados de América Latina. Mientras los dueños viven en casas comunes y corrientes, los trabajadores y sus familias viven apiñados en barracas o en casas rodantes. En el país más rico del mundo, esa dinámica clandestina e ilegal está más allá del control de las instituciones, mientras la academia intenta explicar que se trata de una continuación del sistema esclavista.
Lo interesante, en el caso peruano y obviamente latinoamericano, es que son las minorías blancas —nacionales o extranjeras— y blanco-mestizas las que someten públicamente a las mayorías racializadas a formas de vida, trabajo y represión que ellas mismas no estarían dispuestas a aceptar. En ese nivel profundo, el sistema racista, hoy como ayer, obliga a las personas indígenas y negras a desarraigarse de sus tierras para luego acoger, en esas mismas tierras, a personas e industrias incapaces de admitir la cadena de hechos previos que hacen posible su arribo. Cuesta mucho denunciar y viralizar esta dimensión estructural del racismo porque demanda la incomodidad de criticar, ya no a personas, sino al conjunto de ideas, normas y prácticas que hacen posible la desigualdad que nos rodea. En este especial vamos a intentarlo.