Toneladas de mármol y la primera piscina climatizada de Milán: la mansión secuestrada por los fascistas que se ha convertido en un mito
Villa Necchi Campiglio, la antigua casa familiar de una saga de ricos industriales de Milán, obra de Piero Portaluppi, es hoy un visitado monumento y escenario cinematográfico
Contaba Tilda Swinton que, inmersos ella y el director Luca Guadagnino en la preproducción de Io sono l’amore (2009), buscaban una casa que fuera “parte palacio, parte museo y parte cárcel”. Palacio, porque ese era el hábitat esperado para la estirpe de la alta burguesía que protagonizaba la película. Museo, porque los miembros de esa familia se presentaban como objetos dispuestos en expositores fuera del tiempo y el espacio. Y cárcel, porque las pasiones allí encerradas iban a desbordarse como en un motín, amenazando con alterar el estricto orden social que las reprimía. El filme contaba la historia de una liberación individual –de varias, más bien–, y la desintegración de una clase social a través del amor y la sexualidad. Se comprende entonces que Guadagnino respirara aliviado cuando descubrió Villa Necchi Campiglio en las páginas de un libro de mesa de café: allí estaba todo lo que buscaba, quizá incluso más.
Los créditos iniciales Io sono l’amore se superponen a las postales de una Milán invernal, doblemente enterrada bajo una capa de nieve y la solemne música del compositor norteamericano de ópera John Adams. Desfilan los planos de amplias avenidas, edificios imponentes y parques solitarios, hasta que llegamos a los muros que rodean una mansión igual que la muralla de una fortaleza. Allí es donde vive la familia Recchi, un riquísimo linaje de empresarios del textil, que probablemente –Guadagnino es poco explícito en esto– multiplicó su fortuna durante los años del gobierno fascista, para después aferrarse a ella sorteando las distintas coyunturas de la historia moderna de Italia como un esquiador alpino se desliza entre los banderines del slalom.
Los auténticos propietarios de la casa no eran una saga del textil sino del metal. Las hermanas Nedda y Gigina Necchi nacieron respectivamente en 1900 y 1901, hijas de Ambrogio Necchi, propietario de una fundición en la ciudad lombarda de Pavía, a unos 40 kilómetros de Milán. Tenían un hermano, Vittorio, dos años mayor que Nedda. Ambrogio murió en 1916, dejando el negocio a sus tres jóvenes vástagos. Gigina se casó con Angelo Campiglio –apodado Nene– que abandonó su vocación médica para enrolarse también en la empresa familiar. Se produjo entonces un cisma en la familia y en el emporio, de manera que Vittorio se dedicó a la producción de máquinas de coser con lucrativos resultados –se decía que llegó a haber una máquina Necchi en todos los hogares de Italia–, mientras que Gigina, Nedda y Angelo crearon Necchi e Campiglio S.a.s, más conocida como NECA, centrada en la producción de hierro fundido y esmaltado. Eran tres millonarios jóvenes y dinámicos, de gustos refinados, que pronto decidieron trasladarse desde la pequeña Pavía a la más frenética y cosmopolita Milán, una ciudad que se les parecía más.
Suele repetirse la historia de que una tarde, a la salida de la función del teatro de la Scala, una densa niebla inundó Milán, y el chófer que llevaba a Angelo, Gigina y Ledda se perdió por el barrio algo periférico de Porta Venezia, hoy distrito bohemio y artístico, entonces ocupado por jardines y huertos privados, además de algún antiguo palazzo. Cuando les salió al paso un cartel de “se vende”, una lucecita prendió en las mentes del trío. Así que primero adquirieron el terreno al conde Cicogna, propietario de amplias parcelas en la zona, y después decidieron asignar el proyecto de la casa familiar a Piero Portaluppi, el arquitecto de moda en la Milán de entreguerras, el que en mayor medida estaba contribuyendo al lavado de cara que debía convertir la aristocrática capital lombarda en la ciudad más moderna de Italia. Era, por tanto, el adecuado para diseñar la casa de unos grandes capitalistas con maneras muy nuevas e intereses muy antiguos.
El proteico estilo de Portaluppi abarcaba un amplio rango formal que no descartaba ni las influencias clasicistas ni un radical racionalismo. Semejante versatilidad le había permitido abordar proyectos como la restauración de la pinacoteca de Brera y la iglesia de Santa Maria delle Grazie, pero también el diseño del pabellón italiano para la Exposición Internacional de Barcelona de 1929 (el mismo año en que Mies Van der Rohe presentó el suyo para Alemania) o, a unos metros de la parcela adquirida por los Necchi Campliglio, del Planetario Hoepli, suerte de templo romano aggiornado cuya monumentalidad no desentonaba con el gusto mussoliniano por la revisitación imperial. De hecho, poco después Portaluppi recibiría (y aceptaría) el encargo de la sede de la Federación de los fascistas milaneses en Piazza San Sepolcro. Una década más tarde, finalizada la Segunda Guerra Mundial, este trabajo, además de su afiliación al Partido (en 1933) y declaraciones como las que pronunció en una conferencia, alabando el estilo fascista como “una de las mejores etapas de nuestro arte”, le pusieron en aprietos ante los comités de depuración. Sin embargo, fue absuelto de los cargos de colaboración con el régimen recién depuesto. Seguramente su adscripción al fascismo tuvo más motivos prácticos que de fe política. El suyo fue, desde luego, un caso bastante habitual.
El diseño de Villa Necchi Campilio se presentó en 1930 y su construcción se prolongó entre 1932 y 1935, mismo año en que Mussolini instauró el sábado fascista, jornada semanal dedicada a actividades culturales, deportivas y militares. Aunque no tan osado como la casa Corbellini-Wassermann (el siguiente proyecto residencial de Portaluppi), el art déco racionalista de la Necchi Campiglio estaba a la altura de las pretensiones de modernidad de sus comitentes. El exterior ofrece una sobriedad de domus romana, con sus líneas ortogonales salpicadas de detalles algo excéntricos como una pequeña ventana en forma de estrella, motivo especialmente querido por su autor. Está separada del mundo exterior por una verja de apertura automática –un sistema revolucionario para la época-, y después se llega hasta su puerta de entrada sobrepasando una piscina climatizada, la primera de su especie que se instaló en Milán.
Una vez dentro, destaca el hall con parqué de nogal y palisandro, y sus imponentes escaleras con balaustrada de grecas. A un lado, el comedor de techo decorado con estucos representando los signos zodiacales. Al otro, la biblioteca, el salón y la que quizá sea la estancia más portentosa, el invernadero, con sus muros de vidrio transparente que dan al jardín y su pavimento de travertino y mármol verde (está bien documentada la obsesión marmórea de Portaluppi, que había convertido el suelo multicolor de su despacho en un muestrario de distintas piedras, de manera que los clientes podían señalar hacia abajo en cualquier punto de la estancia para elegir la suya). A las habitaciones principales del piso superior, dotadas de vestidor y baño recubierto de mármol, se llegaba a través de un pasillo flanqueado por armarios empotrados: hacía falta profusión de espacio de almacenaje para albergar las colecciones de moda y complementos de las hermanas Gigina y Nedda.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la vivienda fue confiscada por el gobierno italiano y convertida en sede del gobierno fascista en la ciudad, mientras sus propietarios se trasladaban al campo. Después de la contienda, y tras un periodo en el que se reconvirtió en residencia del cónsul de los Países Bajos, los Necchi Campiglio pudieron recuperarla. Entre los huéspedes que con frecuencia ocupaban sus dormitorios se contaban dos buenos amigos de la familia, la princesa Maria Gabriella de Saboya, hija del último rey de Italia, y su primo, el príncipe Heinrich von Hesse-Kassel, también conocido como Enrico d’Assia, pintor y escenógrafo hijo de un noble alemán miembro del partido nazi caído en desgracia ante Hitler y de Mafalda de Saboya, fallecida en un bombardeo aliado cuando era prisionera en el campo de concentración de Buchenwald.
En los años cincuenta, la casa fue sometida a una puesta al día que en realidad consistió en un viaje al pasado. Los propietarios contaron para ello con Tomaso Buzzi, arquitecto e interiorista bastante más convencional que Portaluppi. Buzzi aportó detalles decorativos cercanos a la sensibilidad de los siglos XVIII y XIX –y a la de las clases burguesas tradicionales–, en la línea de los enormes tapices belgas del comedor, que desvirtuaban la apuesta racionalista original. En esta discutible decisión de sus propietarios no puede descartarse la voluntad de que la casa se alejara formalmente del estilo fascista que Portaluppi había alabado en tiempos más receptivos a este discurso.
Angelo Campiglio falleció en 1984, y su cuñada Nedda Necchi lo hizo nueve años más tarde. A ellos les siguió una casi centenaria Gigina Necchi en 2001. Última superviviente del trío de residentes, Gigina había legado la propiedad al FAI (Fondo per l’Ambiente Italiano), fundación para la salvaguarda del patrimonio histórico nacional, que es su actual propietaria. Tras un largo proceso de restauración, que entre otros objetivos trató de devolverla a un estado lo más similar posible al concebido por Portaluppi, se abrió al público. La colección de arte, cuidadosamente elegida por Nedda, con obras firmadas por autores de vanguardia como Lucio Fontana, René Magritte o Jean Arp, se vendió casi en su totalidad con fines benéficos, por lo que hacía tiempo que había salido de la mansión. A cambio, actualmente se exponen en Villa Necchi obras cedidas a la FAI por la galerista Claudia Gian Ferrari (que al parecer puso como condición dormir de vez en cuando en la casa a cambio de aportar su repertorio de futuristas italianos como Boccioni, Balla y Carrà, además de De Pisis, De Chirico o Morandi), los industriales del textil Alighiero y Emilietta de’ Micheli (cuadros de los clásicos Rosalba Carriera, Canaletto o Tiepolo) y el abogado Guido Sforni (papeles de Picasso, Matisse y Modigliani, entre otros).
Por otro lado, entre los elementos que sobrevivieron al maquillaje de Buzzi deben citarse las escultóricas puertas deslizantes de alpaca del jardín de invierno, que representarían las cancelas de la prisión figurada en las que habitan Tilda Swinton, Marisa Berenson, Alba Rohrwacher y el resto del reparto de Io sono l’amore. Allí, Emma, la esposa de un rico heredero industrial –personaje que interpreta Swinton–, ve cómo se desmorona el universo altoburgués del que forma parte por el descubrimiento del lesbianismo de su hija (Rohrwacher), pero sobre todo por su adulterio con un joven chef amigo de otro de sus hijos. Una inoportuna sopa de pescado desencadenará una serie de trágicos acontecimientos que conducirán al triunfo de la pasión entre modelos de Fendi y Jil Sander, visitas a los techos del Duomo de Milán (cuya plaza, por cierto, rediseñó Portaluppi en 1928) y planos de flores silvestres en plena polinización que contrastan con la severa suntuosidad de la casa.
Años después, Ridley Scott volvería a utilizar este escenario para ambientar algunas escenas de La casa Gucci (2021). Allí los jardines y la piscina de Villa Necchi Campiglio se hacían pasar por los del patriarca Rodolfo Gucci (Jeremy Irons). La obra maestra de Portaluppi demostraba, una vez más, que como arquitectura de poder resulta imbatible.
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