La palabra saber
Es muy difícil saber qué es saber y sin embargo todo eso que sabemos es la base de la mayoría de nuestras decisiones
Hay pocas afirmaciones más tajantes. Nadie dice bueno, quién sabe si lo sé o no sé si lo sé o quizá lo sepa o vaya uno a saber; uno sabe o no sabe, cree que sabe o que no sabe. Y, sin embargo, ¿usted sabe qué es saber? Yo no.
Uno sabe, sí, datos básicos: que vive en la calle del Perro, que su papá se llamaba Jacinto y le pegaba poco, que un tal Colón desembarcó en –algún lugar de– América un 12 de octubre de hace mucho, que su sueldo en la mano son 1.645, que el presidente de gobierno se llama Pedro Sánchez y es ¿un dictador? ¿un oportunista? ¿un suertudo? ¿un gran político? Ahí ya deja de saber: algunos pueden saber una cosa; otros, otra. Entonces, ¿solo se sabe lo que muchos estarían de acuerdo en sostener que saben? Tampoco: hay millones de personas que saben que los inmigrantes violan a nuestras mujeres y hay millones de personas que saben que no. Y tanto los unos como los otros lo saben: lo han oído de gente confiable, lo han leído, algunos incluso han visto o escuchado cifras, que siempre son muy serias: saben. Y lo que saben puede estar muy lejos de “la realidad”. ¿Entonces qué es saber? ¿Estar convencido de algo, más allá de su verdad?
Uno puede saber esas cosas que, por definición, no tienen confirmación posible: Dios existe. Uno puede saber esas cosas que ya no le importan: el Nilo es el río más largo del planeta y la Marité tenía las mejores tetas del colegio. Uno puede saber esas cosas que otros quieren que no sepas: los comunistas se comían a los niños. Uno puede saber esas cosas que te ha contado alguien que sabe lo que muy pocos saben: no, no se lo digas a nadie pero los de Box hacen orgías con obejas merinas. Uno puede saber esas cosas que salen en ese diario que siempre dice la verdad: nos robaron, nos roban, nos seguirán robando. Uno puede saber esas cosas que todos saben pero nadie dice: los hermanos no suelen quererse. Uno puede saber esas cosas que todo el mundo sabe: no hay que meterse al agua enseguida después de comer. Y así de seguido: hay tantas formas de saber que es muy difícil saber qué es saber.
Es muy difícil saber qué es saber y sin embargo todo eso que sabemos es la base de la mayoría de nuestras decisiones. Pronto habrá unas elecciones importantes para el mundo donde votarán unos 150 millones de personas; de esos 150 hay unos 60 millones que saben que un dios todopoderoso creó el Universo y a los hombres hace menos de 10.000 años. Es muy fácil saber que no fue así: alcanza con tomarse el trabajo de querer saberlo. Pero muchos no lo harán porque ya saben y votarán con esa convicción y con la certeza de que una de las candidatas es comunista y quiere quedarse con sus casas, entre tantas otras cosas. Votarán: ejercerán su derecho a transformar lo que saben en la entrega del poder a unos señores. Lo hacen porque saben y saben que ellos saben.
Tenemos un problema. Porque, además, estamos los que sabemos que una buena parte de la humanidad no sabe, pobrecita. Pero, en términos estructurales, nada nos diferencia de los que saben que el mundo tiene 10.000 años: nosotros sabemos, ellos saben. Todos sabemos, nadie sabe. Y sin embargo hay pruebas, toneladas de pruebas de que la Tierra no empezó hace 10.000 años. Y toneladas de pruebas, por desgracia, de que somos pasablemente idiotas.
En 1784, cuando casi todos los europeos sabían –sabían, sin la menor duda– que Dios había creado la Tierra para que los reyes la gobernaran a su antojo, un tal Kant retomó esa frase famosa: “Sapere aude!” –atrévete a saber. Y abundaba: “¡Ten el valor de servirte de tu propia razón! La pereza y la cobardía son causa de que gran parte de los seres humanos se sienta a gusto con su sumisión…”.
Quizás el problema, hace 250 años, era que muchos creían que no sabían y aceptaban la palabra de los que supuestamente sí. Ahora puede ser el inverso: hay muchos que creen que saben y que los que los contradicen sólo están tratando de engañarlos. Para eso sirven todos esos medios y esas redes y esas complicidades que nos dicen que sabemos lo que sabemos. Quizá hoy Kant tendría que clamar “Dubitare aude!” y convencernos, por fin, de que en principio no sabemos nada y que saber no es un estado sino un recorrido y que cada paso debe ser un riesgo y que hay que darlos con los ojos muy abiertos. Como decía aquel famoso poeta inglés, citado hasta el hartazgo: “Saber o no saber, esa es la cuestión”. Y, aun así, nunca se sabe.
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