Laetitia Casta: “Venía de la moda y pensaban que yo no sabría actuar porque era guapa”
Icono de estilo desde los noventa y en las pasarelas desde los 14 años, su fuerza y, según ella, su ingenuidad evitaron la caída en desgracia que afecta a tantas víctimas del éxito. Se lanzó al cine y al teatro. A sus 43 años, sigue en la brecha.
Y ahí está Laetitia Casta, sentada en un despacho con decoración de los años setenta durante una pausa de una larga sesión fotográfica en un día soleado y frío de marzo en las afueras de París, e indica que la entrevista puede empezar. “Acerquémonos, que si no parecerá la mesa de Vladímir Putin”, dice antes, recordando la mesa de cinco metros donde en febrero, antes de iniciar la invasión de Ucrania, Putin recibió al presidente francés, Emmanuel Macron.
Todo el mundo llega con ideas en la cabeza sobre Laetitia Casta (Pont-Audemer, de 43 años). Fue la modelo precoz que en los noventa irrumpió en un mundo de la moda dominado por las supermodelos. La mujer que encarnó a Marianne, símbolo de la República Francesa y los ideales de liberté, égalité, fraternité. La actriz a la que le costó que la tomaran en serio, pero que con los años ha consolidado una trayectoria respetada en el cine desde que se estrenó con la popular Astérix y Obélix contra César, y también en el teatro.
A ella no le gusta definirse por ninguna de estas etiquetas. “Nunca me he sentido maniquí, nunca me he sentido actriz, nunca he sabido dónde estaba”, zanja con un ligero acento que no es de París, un deje quizá de la Córcega donde en parte se crio (aunque nació en Normandía). “Me gusta que nada me defina. Porque si alguien o algún lugar o una identidad me define, tengo la impresión de morir”.
La sesión fotográfica parece el rodaje de una película, o una performance teatral. Una docena de personas rodeando a la estrella mientras ella posa, el caniche corre y salta. Entre disparo y disparo, se abriga con un gigantesco plumas dorado que le llega a los pies. Ella es la jefa ahí, todo gira a su alrededor, pero a la vez se pasa todo el tiempo recibiendo órdenes y las cumple a rajatabla.
No cambia tanto para ella que esté posando para una revista o rodando una película —la más reciente es La cruzada, dirigida y coprotagonizada por Louis Garrel, su marido—, o que se suba a las tablas como ha hecho con Clara Haskil, preludio y fuga, la obra de Serge Kribus en la que la modelo y actriz interpreta a la gran pianista suiza de origen rumano de quien Charles Chaplin dijo: “He conocido a tres genios en mi vida: Einstein, Churchill y Clara Haskil”.
No hay diferencia, pues, entre sus oficios, el de maniquí y el de actriz. “Para mí siempre ha sido la misma cosa. Siempre tengo la impresión de entrar en una historia, en un universo, de transportarme a otro lugar que la realidad”, dice. Y siempre hay algo de ella en los personajes, también en el de esta sesión fotográfica y este personaje que “podría ser una asesina o una superheroína”. “Esta mujer”, afirma, “es una parte de mí. Cuando actúas vas a buscar algo de ti misma, pero lo exacerbas, lo multiplicas, como si abrieses un paracaídas que se despliega”.
Es otro mundo, ya no el relumbrón de los focos y los vestidos, sino el recogimiento de la escena, el monólogo teatral y una vida del siglo XX, pero hay algo en común, dice, entre Clara Haskil, nacida en Rumania en 1895 y fallecida en Bruselas al caer en unas escaleras en 1960, y Laetitia Casta. “Como ella, yo empecé muy joven, a los 14 años. Ella dejó a su familia muy temprano. Yo también. Yo estaba en un mundo de adultos en el que la gente te miraba como a un mutante. Ella también: en las competiciones, al subir a escena, cuando actuaba. Y luego, el trabajo, el trabajo, el trabajo. Toda mi vida he trabajado. Y tengo una vida particular. Cuando veo a mis hijos no es la misma vida”.
La suya fue la vida de una adolescente que empezó a trabajar de modelo a los 14 años, que saltó a la fama al poco tiempo, que abandonó la escuela y que se vio inmersa en una vida frenética de hoteles, aviones, desfiles, flashes… “Había que ser perfecta al 200%”, recuerda. “Había que entender lo que la gente quería y hacer algo absolutamente casi divino. Es como entrar en una iglesia. Un poco místico. Había que lograr estar tocada por la gracia”. Todo aquello habría podido acabar mal, muy mal: la historia de los juguetes rotos de la fama ocupa volúmenes enteros en las hemerotecas.
No fue el caso, y la explicación que propone es desafiante. Una paradoja. “Tuve la suerte de ser extremadamente inocente”, sostiene. “Yo era una niña que no sabía lo que es el fuego. El peligro pasó a mi lado, pero no vi nada. Estaba protegida por algo que es, creo, la inocencia”.
Le ayudó, sin duda, su educación familiar, un punto de equilibrio ante un mundo desquiciado. Y encontró mentores. “Yves Saint Laurent fue como un padre para mí. Me protegió. Me valoró. Me respetó”, dice. “Me enseñó que nada es exterior. Nada es superficial. Todo viene de algo muy muy muy profundo. Y todo sale de ahí. Riendo, me decía: ‘No me gustan las maniquíes’. En realidad, lo que quería decir era que no le gustaba lo que era fabricado. Las maniquíes eran las chicas que hacían este oficio solo como representación, algo que se correspondía solo con la belleza exterior. Y él amaba a las mujeres con carácter”.
Para Laetitia Casta, ser maniquí —maniquí de verdad— es otra cosa. “Va más allá de la apariencia”, opina. “Significa estar habitada por algo, tener un pensamiento sobre las cosas, una visión de la moda; es decir, transmitir algo por medio de la foto que haga que la gente sienta algo. No es solo ser guapa: es mucho más fuerte que eso”. Y añade: “No me gusta que me miren por mirar. No soy exhibicionista. La cuestión es por qué te miran, que te miren por lo que eres de verdad. Pero para ello hay que dejarse ver. Y esto es lo difícil. En este oficio hay que encontrar los proyectos que permitan que se te vea, que te hagan honesta, sincera, frágil. Con frecuencia todo depende de en qué lugar estás y con quién. Con el tiempo he aprendido a elegir los proyectos que se me parecen”.
El paso de la moda al cine no resultó sencillo. “En la moda las mujeres están en el frente, más que los hombres. Cuando empiezas, empiezas muy abajo. Llegar es muy difícil, es como los atletas, hay que tener mucha resistencia, adaptarse a las situaciones, estar siempre disponible…, y cuando llegas al nivel en el que eres reconocida en lo que haces y respetada por lo que haces, ahí eres una diosa. Las mujeres, con frecuencia, están mejor pagadas que los hombres en la moda. Yo empecé mi vida así, en un lugar donde las mujeres son la mujer”.
Pero el cine era otra cosa —para las mujeres en general y para una que era famosa como modelo— y enseguida lo descubrió. “Cuando comencé me sorprendió la diferencia. Los salarios son distintos. Me tenía que hacer respetar como actriz, porque venía de la moda y se pensaba que yo no sabría actuar porque era guapa. La gente pensaba que no tenía nada que decir. ¡Pero no! Si en la moda siempre tuve algo que decir, en el cine también tendría algo que decir”. Como actriz, ha trabajado con directores de la talla de Raúl Ruiz, Patrice Leconte, los hermanos Taviani o Tsai Ming-liang. Y en 2016 presentó en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes el cortometraje En moi, su única incursión como realizadora.
Además de Yves Saint Laurent, hay otra figura mitológica de la Francia contemporánea cuyo destino se cruzó con el de Laetitia Casta. Es Brigitte Bardot, a quien encarnó en la película Gainsbourg (vida heroica), de Joann Sfar. Para preparar el papel, Laetitia Casta se entrevistó durante horas con B.B. Ambas, L.C. y B.B., han representado, cada una en su momento, una cierta idea de la mujer francesa. “No tenemos las mismas ideas políticas”, precisa de entrada, en alusión a las simpatías ultraderechistas de la estrella de los sesenta. “Pero en Brigitte Bardot”, añade, “encontré que, para su época, era una mujer extremadamente libre, de una modernidad increíble. Creo que esta mujer sufrió mucho por esta libertad debido a este deseo muy único, como un niño que dice: ‘Quiero hacer esto, esto, esto’. No tenía límites en sus apetencias”. Y según la actriz y modelo, hay algo en común entre ellas, “algo intuitivo, animal, espontáneo…”.
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Espontáneo, frágil, imperfecto: Laetitia Casta repite varias veces estos adjetivos durante la conversación, como si quisiera reivindicar esta identidad particular de la modelo que se salía de la norma en su tiempo, más pequeña —1,70 metros— y tal vez fuera de los cánones. Hoy, dice, todo encaja en grupos identificados: las raperas que juegan a gánsteres, las petardas que protagonizan los reality shows… “Ahora”, argumenta, “a través del estilo se reconoce a quién perteneces; ya no es la idea de lo único, con sus defectos, su fragilidad, las dudas, el miedo, la imperfección”.
Ha pasado más de media hora. A Laetitia Casta le quedan solo unos minutos para almorzar antes de volver a subirse al tejado del aparcamiento encajonado entre fábricas, edificios en construcción y el del Senado. La conversación termina. Antes de despedirnos hablamos de Vladímir Putin, de la guerra que vuelve a Europa. “Todo esto porque un hombre, en su fantasía según la cual Ucrania es Rusia, mata personas a la vez en su país y a los ucranios. Es criminal”, se indigna. “Y lo peor, como ser humano y como artista, es no poder hacer nada. ¿Quiere que le diga algo? Es algo que te enloquece”.
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