'Hikikomori' Perdidos en su habitación
Koichi Takeda gesticula enérgicamente, en contraste con el poso de tristeza que los años de soledad le han dejado en la mirada. "Pasé cinco años encerrado", confiesa. Entre los 24 y los 29 estuvo prácticamente enclaustrado en su habitación por voluntad propia, y en ese tiempo apenas recuerda haber hablado con nadie. Si abría la puerta era casi siempre para ir al cuarto de baño o para recoger la cena que su madre le dejaba en el pasillo. El trastorno comunicativo que padeció, y que en casos graves como el suyo conduce a un aislamiento casi total, se llama hikikomori, vocablo japonés que también sirve para referirse a aquellos que lo sufren y que puede traducirse por "recluirse uno mismo". "Es diferente de una fobia y una enfermedad mental", explica Tamaki Saito, psicólogo al que se considera la principal eminencia en este terreno y que acuñó el término al tratar los primeros casos descubiertos en los años setenta. Saito define al hikikomori como "una persona que, sin presentar ningún tipo de síntoma psicótico, se mantiene en un estado de aislamiento continuado durante más de seis meses, en los que no entabla ningún tipo de relación interpersonal con nadie, aparte de su familia".
"Como muchos otros, no sabe hablar de sí mismo", explica un asesor laboral
"Jugaba a videojuegos y leía libros. La relación con mis padres era mala. Dejé de hablarles"
"Son un mensaje poderoso. Su simple existencia forzará el cambio de la sociedad"
Aunque los trastornos comunicativos o la reclusión voluntaria se dan en distintas sociedades, los expertos diferencian el hikikomori como una afección propia del Japón contemporáneo, tanto por los comportamientos de los que lo padecen como por los factores que pueden provocarlo. También por su alcance: Saito ha tratado entre 1.000 y 2.000 pacientes y estima que el número total de casos en el archipiélago puede rondar el millón. Su cálculo es aproximado, ya que la gran mayoría de familias mantiene en secreto el problema por vergüenza.
Saito advierte sobre los estereotipos que rodean al hikikomori: "Mucha gente cree que es una persona incapaz de salir de su casa o habitación, lo cual no es cierto. El 80% puede realizar actividades fuera del hogar, pero suele ser en solitario". Ryo Negima es esa excepción que confirma la regla. "Tenía un amigo. Cuando a veces salía de casa, nos tomábamos en la calle unas cervezas", recuerda. Negima, de 22 años, dejó hace tres sus estudios de magisterio y más tarde su trabajo a tiempo parcial. Aunque pasó de ser un ni-ni a un caso leve, empezó a recluirse cada vez más en casa, donde veía la tele, leía o se conectaba a Internet. Mientras, la comunicación con su padre, con el que vivía en la prefectura de Kanagawa, fue empeorando. Para él y para otros que han sido hikikomori, explicar las sensaciones experimentadas durante el encierro es complicado. Surgen términos como angustia, enfado, depresión. Takeda describe sus síntomas así: "Simplemente odiaba comunicarme con gente".
Negima y Takeda son capaces de hablar ahora del problema que les llevó a aislarse de los demás. El primero lleva meses alojado en las dependencias de New Start (en inglés, Nuevo Comienzo), una ONG de la prefectura de Chiba que ayuda a los hikikomori precisamente a eso, a empezar de nuevo. Takeda pasó dos años ahí y ya está "graduado", como él lo llama. Eso le ha permitido recuperar su trabajo en una tienda de 24 horas y alquilar su propio apartamento. Pero no siempre hay tanto éxito. Los especialistas cifran entre el 30% y el 50% el porcentaje de casos en que se logra la rehabilitación plena.
La opinión generalizada es que en Japón hacen falta más profesionales y personal de apoyo para tratar el problema. Por eso surgen iniciativas como New Start, fundada hace más de una década por Futagami Noki, un profesor jubilado que en los noventa tuvo varios alumnos con estos trastornos. Explica que su método para "mejorar la comunicación" es alojarlos en apartamentos compartidos y, para fomentar el intercambio y la convivencia, hacer que entre semana realicen las labores que les interesen de todas las que ofrece la organización. Dispone de cafetería, restaurante, panadería, granja, centro de día para ancianos, escuela de enfermería y hasta una pequeña redacción para publicar un periódico local. Si su condición mejora, entran en el programa de inserción laboral que la entidad ha puesto en marcha con diferentes empresas.
Aunque algunos hikikomori se integran voluntariamente en el centro, en los casos más graves suelen ser sus padres los que llaman pidiendo ayuda tras sufrir un problema que durante años nunca han contado a sus vecinos y conocidos. Comienza entonces una primera fase en la que se envían cartas al afectado, informándole de que se le pretende sacar de la habitación o de casa para que acuda a New Start. "Normalmente no recibimos respuesta", cuenta Noki. "La idea es ir mentalizándolos para salir".
La última fase es la más compleja: lograr que abran la puerta. Requiere de varias visitas de los llamados "hermanas y hermanos de alquiler", personal de la ONG cuyo cometido es ser el primer eslabón de un hikikomori con el mundo exterior. "A veces podemos estar visitándoles más de un año antes de que salgan del cuarto... Si es que salen", dice Ayako Oguri, que en sus tres años "abriendo puertas" se ha encontrado con habitaciones llenas de basura, personas que llevan años sin cuidar su higiene personal o incluso con reacciones violentas. "Uno llegó a estampar una radio contra la pared para que me fuera", detalla esta tokiota de 32 años. Como la mayoría de los hermanos de alquiler, es una mujer. La experiencia demuestra que ellas resultan más eficaces para fomentar la comunicación de los hikikomori, hombres en un 80% de los casos. Los especialistas creen que esto se debe a que la presión ejercida sobre los varones japoneses es mayor que en las mujeres.
El apremio con que algunos progenitores nipones exigen a sus hijos un rendimiento académico que les permita acceder a las mejores universidades es uno de los factores que pueden originar el trastorno. Hisako Watanabe, psiquiatra infantil en el hospital tokiota de Keio y otra de las grandes especialistas en hikikomori, es especialmente crítica con el actual sistema educativo japonés, al que considera un legado de los cuarenta: "Los dirigentes de posguerra impulsaron la idea de que tocaba ganar otra batalla, la económica. El espíritu kamikaze todavía impregna la sociedad japonesa y el sistema educativo, que resulta muy autodestructivo para la individualidad. A muchos niños se les niega su infancia. Se les quita su tiempo de ocio para que vayan al juku a partir de los ocho o nueve años. Ahí radica uno de los orígenes". Con el término juku, Watanabe se refiere a la academias extraescolares a las que acuden la mitad de los estudiantes preuniversitarios nipones para recuperar o reforzar materias con vistas al llamado shiken jigoku (infierno de los exámenes), las pruebas de nivel que realizan cada vez que se supera un ciclo escolar y que condicionan en qué centros se podrá cursar la secundaria, el bachillerato y la carrera universitaria. Incluso existen guarderías afiliadas a prestigiosas universidades en las que se exige este tipo de exámenes a niños de tres o cuatro años. Sin embargo, los colegios japoneses son ahora más laxos que hace tres décadas, cuando la Administración inició la llamada educación yutori (blanda), que finalmente acabó en 2002 con la obligación de asistir a la escuela los sábados. La respuesta de muchos padres, sin embargo, fue mandar a sus hijos durante más tiempo al juku para compensar la pérdida de horas lectivas.
Hidehiko Nakamoto fue uno de tantos japoneses que sucumbieron a esa presión. Y eso que, tras haberse licenciado en una universidad tokiota, su sueño de ejercer como psicólogo solo dependía ya de un examen estatal. "Lo suspendí y, después de tantos años de estudio, el golpe fue tremendo. Me bloqueé. No quería ni pensar en repetir el examen y no quería convertirme en un oficinista más ni regresar a casa de mis padres. Sentí que quería descansar del mundo, descansar en mi casa". Fue una sensación que acabó devorando su vida durante cuatro años. "No quería ver a nadie, no quería hablar de mi fracaso en el examen y tampoco quería que la gente se refiriera a mí en las conversaciones como el hikikomori". Rompió el contacto con todos sus amigos. Se borró del mapa. "Solo salía de noche a comprar comida y a las librerías. El resto del día lo pasaba leyendo y escuchando la radio".
La ansiedad y el descontento que genera la vida académica llevaron a casi 57.000 jóvenes a dejar el colegio en 2010, según el Ministerio de Educación nipón. Todos ellos forman lo que se conoce como futoko ("el que no va a la escuela"), a menudo el primer paso para convertirse en hikikomori. El tokiota Yusuke Fujii se convirtió en futoko con 13 años. "No soportaba un sistema con tanta presión para que fuéramos todos iguales o para que nos comportáramos dentro de unos parámetros determinados". Sus padres acabaron por resignarse, y él se dedicó a leer libros y periódicos, ver la televisión y ayudar en las tareas de casa. A los 18 años, tras acudir a una academia para preparar el acceso, entró en la Universidad, donde se licenció en Historia. Ahora, con 25 años, prosigue sus estudios con una investigación centrada en adolescentes que han dado la espalda al colegio, igual que él, y en los riesgos de exclusión social que ello puede suponer. Fujii concluye que el Ministerio de Educación no profundiza en las razones del abandono escolar y considera a todos los futoko iguales, como gente no apta para el estudio, lo que contribuye a marginarlos. Otra de sus conclusiones: tras muchísimos casos está el ijime (bullying), "que debería llamarse directamente violencia o agresión".
Koichi Takeda aprieta las mandíbulas y deja caer pesadamente las palabras cuando admite que sufrió ijime. "Creo que por eso empecé a padecer la depresión que me condujo a abandonarlo todo. Incluso a dejar de ver a los pocos amigos que tenía". Aunque la Administración se ha puesto como prioridad atajar el ijime, causante de la mayoría de los suicidios de adolescentes en Japón, el curso pasado se registraron en los colegios nipones más de 72.000 casos. Takeda prefiere no detallar lo que sus compañeros de clase le hicieron. Su descripción del tiempo que pasó encerrado la resume así: "jugaba a videojuegos y leía libros". Sobre el trato con sus padres esos años, no tiene nada que contar: "Tenía una mala relación con ellos. Dejé de hablarles".
"Japón ha logrado ser uno de los países más prósperos de la Tierra", apunta la doctora Watanabe. "Pero hemos sacrificado nuestra espiritualidad y nuestras relaciones interfamiliares". Los expertos coinciden en localizar otra de las raíces del problema en el hogar, y en la enorme transformación que ha sufrido en Japón los últimos 150 años. "En este país tenemos una sociedad que cuenta con una infraestructura moderna, pero con una cultura de tono confucianista no moderna. Eso crea muchos conflictos que afectan al núcleo familiar", explica Saito, que ve a muchos padres nipones como "meros actores aislados". "Esto hace que la relación principal se dé entre hijos y madres, y que estas sean las responsables de su educación". Este vínculo materno-filial se define con el término amae, acuñado por el psicoanalista Takeo Doi en los años setenta para definir las complejas relaciones de dependencia.
El amae hace que en muchos casos sean las madres las que refuercen inconscientemente el encierro de los hijos, por ejemplo, al seguir dándoles de comer -una forma de hacer que sigan dependiendo de ellas- en vez de forzarles a abandonar sus cuartos. "A esto hay que sumarle el hecho de que uno de los principios confucianistas más importantes es que los hijos cuiden de los padres cuando estos envejecen. Por ello, muchos miman a su descendencia para que se queden en casa", dice Saito. Su fórmula para acabar con la situación es tan simple como convencer a los padres para que dejen de alimentar al hijo y le obliguen a salir. Luego les propone enviarlo a sus sesiones de grupo, donde a través de juegos, clases de cocina o prácticas deportivas, Saito va aplicando lo que él llama "comunicacionismo". Watanabe, en cambio, apuesta primero por ingresarlos en un ambiente ajeno al exterior que aporte al hikikomori seguridad, confianza y también cariño. Sostiene que el pasado bélico relativamente reciente del país dejó en muchos hombres una semilla de opresión emocional que se ha ido transfiriendo a cónyuges e hijos. Por eso, Watanabe cree que para que el hikikomori exprese sus sentimientos, también debe hacerlo su familia. "No solo se trata de que los niños salgan al exterior. Los padres deben sacar también los traumas que llevan dentro".
Nakamoto sí que hablaba con sus padres, aunque solo por teléfono. No dejaron de enviarle dinero para que sobreviviera durante los años en los que estuvo enclaustrado. Ellos le pedían que regresara a Yamaguchi, pero él respondía que era una mala racha, que saldría adelante. La pugna duró hasta 2000, cuando Nakamoto supo de New Start por televisión y decidió llamarles. Tardó dos años en "graduarse" y ahora, a sus 40, lleva ocho trabajando en la propia ONG como coordinador. Dice que la filosofía de slow life (vida lenta), recogida en carteles repartidos por las instalaciones, le cambió la vida, y que ahora es feliz cada vez que alguno de los 10 nuevos casos que llegan cada mes consigue reinsertarse. En la sala común de New Start salta a la vista que muchos superan los 30 e incluso los 40 años, ya que, como señalan cada vez más estudios, el espectro de edad de los afectados está creciendo y hay cada vez más asalariados que acaban quemados y echándole el cerrojo al mundo.
Yoshiaki Kimizuka, de 28 años, es uno de los recién incorporados; llama la atención su dificultad para comunicarse en comparación con los que llevan más tiempo. El estrés y una depresión le apartaron de su trabajo en una librería y lo metieron cuatro años en casa, donde apenas hablaba algo con su madre y su hermano, nunca con su padre. "Fuera de casa, paseaba a mi perro y a veces veía a un amigo, aunque más bien hablábamos por teléfono", recalca con gran timidez. Los ojos, pequeños y esquivos, las manos entrelazadas en el regazo y los hombros caídos le dan el aspecto de un animal herido e indefenso. Sin embargo, fue él mismo el que se registró en New Start, decidido a mejorar su capacidad para comunicarse.
Riki Cook, mitad japonés y mitad estadounidense, parece un recién llegado por lo mucho que le sigue costando hablar, aunque ya lleva 15 meses en el centro. Responde a casi todo con monosílabos, aparta la mirada cuando se dirigen a él y aprovecha cualquier oportunidad para desplazarse al extremo contrario de la sala común y permanecer ahí solo. Es incapaz de explicar por qué tras cursar tres años de Bellas Artes en la Universidad de Hawai dejó de ir a clase para recluirse en casa. "Como muchos otros, no sabe hablar de sí mismo", aclara Takashi Kurihara, que trabaja como asesor laboral de la ONG.
Cook, de 23 años, aún pasa mucho tiempo metido en su habitación, la cual no tiene inconveniente en enseñar pese a que ropa, discos, libros y bolsas de basura se acumulen en el suelo. Lo único que cuelga de una de las paredes es un traje. Se lo pone a diario para trabajar en una empresa de telecomunicaciones donde le han conseguido unas prácticas. Dice que le gustaría conseguir un contrato ahí, pero no suena muy convencido. Aún está a tiempo de recuperar el tiempo perdido, aunque, como tantos otros, podría echarse atrás y proseguir con esa suerte de rebelión silenciosa. "Los hikikomori constituyen un mensaje poderoso para la sociedad japonesa", opina la doctora Hisako Watanabe. "Su simple existencia tendrá que forzar el cambio".
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