Descomposición moral
Que los capitanes del Atleti fuesen a amansar a los encapuchados y los jugadores se dirigiesen a esa grada para agradecer su apoyo dice mucho del estado en el que se encuentra la relación del club con sus ultras bien ordenados.
No hay antirracistas ni racistas en el Metropolitano, dijo Enrique Cerezo, el presidente del Atlético de Madrid, en la víspera, sino que hay una afición ordenada, así que una minoría (la misma minoría sórdida que en todas las aficiones, pero esta más acomodada y más justificada, cuando no mimada, por los dirigentes de su club con luminosas adversativas y frases como las de Cerezo) se puso a ordenar la basura en el césped: mecheros, botellas, hasta una bolsa con restos que parecían de forraje. Y fue una lástima porque el ambiente del partido era extraordinario, el griterío ensordecedor, el tifo inicial todo un espectáculo, con récord de asistencia y una hostilidad vibrante, competitiva, hermosa, de cuchillo entre los dientes, contra el Real Madrid. Los ingredientes de un derbi en su esplendor moderno, la altísima tensión de una rivalidad histórica que hasta respetó, aleccionado por su entrenador y sus compañeros, Vinicius.
Que los capitanes fuesen a amansar a los encapuchados y al acabar el partido los jugadores se dirigiesen a esa grada para aplaudirles su lustroso apoyo dice mucho del estado de descomposición moral en el que se encuentra la relación del Atlético con sus ultras bien ordenados. Al final del partido dijo Simeone que fue una provocación de Courtois celebrar el gol del Madrid dirigiéndose a la grada; qué no le hubiera pasado a Messi, según Simeone, si se le ocurre en el Metropolitano sacarse la camiseta y enseñarla como en el Bernabéu (y bien por Messi, gesto icónico).
Un prestigioso aficionado atlético, y leyenda viva del cine español, dijo en los momentos en que media España se reía de Vinicius y auguraba su cesión al Pontevedra: “Va a ser una estrella porque tiene algo que no se entrena: es rapidísimo”. Fueron las palabras de José Luis Garci. Y el brasileño se presentó en el Metropolitano con pinta de estar harto del estrés que genera en los demás, crisis existencial, bajo de revoluciones. Ni un aspaviento ni una protesta: chico bueno, carne de suegra. Con el balón en la primera parte, poco, pero fulminante: es un futbolista tan determinante que le basta aparecer poco para desnivelar partidos. Por él (y Valverde) llegaron las pobres mejores ocasiones del Madrid en la primera parte; por él llegó el gol del Madrid en la segunda: ha convertido su banda en un tendido eléctrico y sus defensas en pájaros inadvertidos que se posan en él en el peor momento.
La previa gigantesca de partido a vida o muerte, construida sobre un voltaje inédito a estas alturas de la temporada y con los tres favoritos en un pañuelo en la clasificación, congeló las piernas especialmente del Atlético, anodino. Semejante excitación atmosférica, siempre bienvenida, solo pareció dejarse notar en el juego cuando al principio de la segunda parte el Madrid no sacó un balón de su campo por errores propios, fallón, con prisa, como si alguien hubiese dejado recado en el vestuario de que tenían sus coches aparcados en doble fila. Ahí había llama en el Metropolitano, pero no fuego en la ofensiva del Atleti. Nada, ni siquiera en el caos, cuando reinan equipos tan bien acompañados por su estadio, impredecibles, locos. Solo hacia el final, el Atlético quiso encerrar al Madrid y se le vieron, al menos, las ganas: fue entonces, con esas ganas encarnadas en Correa, que llegó un desmarque lujoso que empató el partido a falta de cuatro minutos. Con eso le bastó al Atleti para sisarle dos puntos al Madrid.
Antes, Endrick había emprendido otra carrera a la gloria en una contra que podía matar el partido. Por supuesto, la gracia que hizo en el madridismo su boutade contra el Stuttgart cuando ya se ganaba 2-1 y acabó un contragolpe de tres blancos contra uno con un disparo desde su casa que fue gol, terminó volviéndose en contra, esta vez en una situación más delicada. La menor reincidencia romperá el encanto, dijo Brassens. Y Endrick llevaba a Bellingham corriendo detrás a su lado, lo cual aumentaba y mucho las probabilidades de gol: el inglés puede encarar al portero o te la puede devolver, cualquier cosa es más eficaz a priori que otro zurriagazo desde treinta metros. Pero Endrick es de los que se suben al ascensor y marcan la azotea, no hay pisos en medio. Mola, claro, pero cuatro gritos a tiempo ahorrará algún disgusto.
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