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Pogacar gana en el Plateau de Beille y amplía su ventaja en el Tour de Francia

El esloveno ya saca 3m 09s en la general al danés, mientras que Remco Evenepoel, tercero, se descuelga hasta 5m 19s y Carlos Rodríguez ya está a 6m del podio

Tadej Pogacar celebra la victoria en la etapa del Tour.
Tadej Pogacar celebra la victoria en la etapa del Tour.Stephane Mahe (REUTERS)
Carlos Arribas

14 de julio. Es el día de la redención y el ajuste de cuentas, sueñan Enric Mas y Jonas Vingegaard, y se afanan, y sus equipos con ellos, en las ingratas carreteras de los Pirineos. Todos luchan. Mas se escapa y se vacía. Vingegaard ataca y muere. Carlos Rodríguez se diluye.

Es el día del juicio final, responde Pogacar, Dios inflexible, y ríe.

El gran día del maillot amarillo. El día del caníbal del siglo XXI, glotón insaciable, despiadado, y su sonrisa es demoniaca, que con una ascensión al Plateau de Beille que hizo recordar al mejor Eddy Merckx, da el golpe de gracia al danés y a todo el Tour. El pelotón que reúne a los mejores ciclistas de la década, orgullosos ganadores de carreras de todos los tipos, queda reducido a astillas, ciclistas solos, perdidos, agotados, que llegan a la cima arrastrándose entre una nube de aficionados que solo puede compadecerse de ellos tras haber aclamado al esloveno, de uno en uno, y lejos, muy lejos del tirano.

Vingegaard llegó a 1m 8s, Evenepoel, a 2m 51s. Un minuto después, Landa, el primer español, y Rodríguez, a 5m 8s, se aleja a seis minutos del podio. La clasificación es un parte de guerra. Luchadores caídos en la batalla.

“Nunca he estado más fuerte. He hecho casi los mejores números de mi vida en el Plateau de Beille, y puedo estar orgulloso y superfeliz de cómo he corrido”, dice Vingegaard. “Tenía fe y esperanza en poder con él. Pero él ha estado mucho mejor, así que le felicito. No puedo estar decepcionado”.

“Pogacar es de otro planeta”, repite, y todos los días igual, todos los días todos los corredores del pelotón, Evenepoel, que se agarra al podio y a su maillot blanco, y está a 5m 19s en la general, el tercer hombre. “Pero yo también respiro y sufro”, responde Pogacar cuando se le pide compasión con aquellos a los que ve sufrir a su lado mientras él mantiene las piernas fuertes y frescas. “Esto es lo que hay. Algunos sufren más, otros sufren menos. Es una carrera de bicicletas. Siempre hay que correr a tope”.

Lejos de la ruralidad chic del Macizo Central, en los pueblos de los Pirineos las casas de huéspedes las llevan campesinos viejos, puro nervio, que un día van a ver el Tour pasar por delante de su puerta y se maravillan con la visión, al fondo, de las rampas de los puertos pintadas en la ladera de la montaña con las camisetas y disfraces de una afición más numerosa y alocada que nunca, carnaval en las cunetas y en los prados que huelen a bosta y purines, y al día siguiente, ante la tele, en vez de dormir la siesta después de darse un paseo energético por las carreteras abandonadas ya por el Tour, agarran la navaja laguiole y con su filo afilado pacientemente se dedican a raspar hojas de alcauciles, 50 hojas, contadas, cada uno, para extraerles la pulpa mientras en la pantalla la tropa del Visma, Benoot, Tratnik, Lemmen, Keldermann, Van Aert, intenta absorber la pulpa, y la vida, de los ciclistas del pelotón, uno a uno, tres veces 50, ascendiendo Peyresourde, y luego los puertos trágicos, el ciclismo también es muerte y sangre, la curva de Ocaña en Menté, el pretil del puente aún rojo de Fabio Casartelli en el Portet d’Aspet.

En la radio, Françoise Hardy canta con Jane Birkin les petits papiers. Y nada más lejos de las caricias del papel terciopelo que la cantante lanza con un mohín la raspadura del papel de lija con que los Vismas, a la vez que agotar a los UAEs y aislar a Pogacar, tratan de limar la fuga de las esperanzas del Movistar más ásperamente que el asfalto antiguo de las carreteras en los valles del Ariège desolador hacia el col d’Agnes y el Beille. Y como la víspera provocaban los del Visma a los UAE camino de Pla d’Adet antes del golpe de Pogacar, bien podían devolver la pulla los del esloveno a los del danés, seguid, seguid así, es el mejor favor que nos podíais hacer, vamos silbando. Y Vingegaard se motiva: cuanto más dura, cuanto más larga la etapa, mejor para mí.

Es una escapada de 15, de gregarios y príncipes, de Aranburu y Romo, tras su aventura en la gravilla, y de Enric Mas, debutante en la experiencia y descansado tras un Tour dedicado a perder tiempo para obtener permiso de fuga. Van también habituales testarudos, Guillaume Martin, Carapaz, Healy, y un par de Red Bulls, Sobrero y Jungels, que llevan en volandas a su Hindley, el jefe después de la retirada de Roglic.

Su ventaja nunca llega a cuatro minutos. Los 15 son cinco en Agnes. Carapaz, Hindley, el chico de Perth que le ganó al campeón olímpico y a Landa el Giro del 22, Mas —grandes que buscan salvar su Tour y el de sus equipos—, Johannessen, el noruego que le ganó a Carlos Rodríguez el Tour del Porvenir del 21, y el escalador belga De Plus, grandote de pedalear descabalado. El pelotón son 18, hojas de alcachofa rechupadas, sin jugo pero tenaces, tanta fibra siempre, tanta voluntad de hacerse indigeribles, de no dejarse devorar. Pogacar, no, es el corazón de la alcachofa, siempre jugoso.

Tres minutos en la cima de Agnès.

Calor Tour y 2m 25s en Les Cabannes, al pie del Plateau de Beille, bosque espeso y oscuro antes de los pastos y la curva en la que Contador, tras clavar a Rasmussen bailando el mambo, se inventó el saludo del pistolero para saludar a unos amigos en la cuneta llegados de Pinto para celebrar su primer Tour. Era 2007. Contador era el cuarto que ganaba en la subida más dura de los Pirineos (16 kilómetros al 8%, y siempre viento de costado arriba), el cuarto que llegaría de amarillo a París después de Pantani (1998) y dos veces Armstrong (2002 y 2004). Desde entonces, en territorio de fugas, de Vanendert y de Purito, último ganador, en 2015.

Demasiado valle, 16 kilómetros, para tanto escalador escuálido. Los reyes del vatio kilo se agotan en el llano. Llegan los grandes. Son siete. Jorgenson tira el último relevo del Visma. Vingegaard, de lunares prestados por Pogacar, a su rueda. Solo Adam Yates con el líder. Y Landa, culo arriba, manos abajo, arropa a Remco. Carlos Rodríguez resiste y cede.

Ascendidos cuatro kilómetros, y falta lo más duro, frenan a los coches de la escapada condenada. Es cuando Mas ataca. Vuelve a ser unos metros el joven Mas que hacía recordar a Contador, de pie sobre la bici, como quien baila el mambo, la chispa, el cambio de ritmo, el genio tantos años apagado. Un vuelo corto que abaten los dueños del Tour. Un canto de esperanza que acaba a nueve kilómetros de la cima.

A 11 kilómetros, Vingegaard. Joroba artificial bajo los lunares. Quilla aerodinámica, aleta de tiburón. Filtro solar en el rostro, en los brazos blanquecinos. No mira para atrás, solo a su pantallita. El mundo son solo dos. Es un espejismo bajo el sol que deslumbra. A seis kilómetros, en lo más duro, 9,5% la pendiente, Vingegaard se levanta por primera vez del sillín, alcanza la línea roja de su ordenador. La cruza. Zas. Como quien no quiere la cosa, Pogacar se levanta y se va. Se desvanece la fantasía, los sueños, se decanta el duelo. Un hombre solo en cabeza. Pocos dudan de que a falta de una semana, y todos los Alpes, el Tour se ha acabado. Vingegaard, el primero. “Si no tiene un mal día, poco podré hacer”, reconoce Vingegaard, que se conforma casi con ser segundo.

“Y no, y no”, proclama Pogacar. “El Tour termina cuando llegues a los Campos Elíseos… bueno, este año no, este año acabará cuando lleguemos al Paseo de los Ingleses, a la calle principal de Niza. Cuando crucemos la última meta podremos hablar del final. No antes. Y estaré concentrado hasta entonces”.

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Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.
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