Al Holocausto en familia: cómo hacer que tus hijos detesten a los nazis
Una visita al Museo Judío de Berlín y, por fin, a la villa de Wannsee donde Heydrich y sus invitados planificaron el exterminio
Mi programa educativo de padre se ha centrado en dos cosas: que las niñas amen la vida salvaje y que detesten a los nazis. Habré fracasado con ellas en muchos otros asuntos, pero estos dos temas los llevo bien. Mis hijas saben reconocer un pico picapinos adulto de uno juvenil, una larva de salamandra de una de tritón y un excremento de zorro de una egagrópila de lechuza. Una ha visto un leopardo en Sri Lanka y la otra un ornitorrinco en Australia. A ninguna de las dos le parece raro que paremos el coche para identificar una serpiente aplastada en la carretera (a su madre todavía sí). En cuanto a los nazis, la mayor, Rita, tiene entre sus libros favoritos Explicar a Hitler, de Ron Rosenbaum (RBA, 2012) y Berta Auschwitz explicado a mi hija, de Anette Wieviorka (De Bolsillo, 2001), y juntos, toda la familia, hemos estado en ese campo emblemático del horror, Auschwitz, de visita. Ninguno lo olvidará.
En esa misma línea, he aprovechado un viaje a Berlín con la pequeña y su pareja para seguir profundizando pedagógicamente en la historia del III Reich con las visitas al Monumento en memoria de los judíos de Europa asesinados (el “campo de las estelas” de Peter Eisenman), junto a la puerta de Brandemburgo; el vecino aparcamiento bajo el que se oculta el Führer Bunker de la Cancillería en el que se suicidó Hitler, y sobre todo el Museo Judío y, por fin (tras varios intentos frustrados a lo largo de mi vida en los que siempre me la encontraba cerrada), la villa junto al lago de Wannsee (Am Grossen Wannsee, 56-58) en la que se pespunteó administrativamente el Holocausto.
El Jüdisches Museum es uno de los lugares más impresionantes del mundo. Resulta asombrosa la conjunción del nuevo edificio en zig-zag de Libeskind, que es como una gigantesca cicatriz metálica (¿una estrella de David rota?, ¿un rayo?), con la exposición permanente que contiene, un itinerario a través de 1.700 años de historia y cultura judía en Alemania. El recorrido está lleno de emoción y marcado por espacios simbólicos sobrecogedores. Para entrar, lo haces descendiendo bajo tierra por un acceso en el edificio viejo del museo que te lleva a una especie de avenida que conduce a Los Ejes (exilio, Holocausto y continuidad), tres caminos, semejantes a las rampas de una tumba egipcia, que se cruzan y en los que diferente material expositivo de alto valor simbólico y la propia configuración espacial, de una geometría desazonadora, te hacen entrar en una percepción de la judeidad que combina lo objetivo y lo subjetivo, la razón y el sentimiento. El punto más extraordinario y conmovedor de esta zona —y de todo el museo— es la Torre del Holocausto, un espacio vacío en forma de alta caja metálica. Qué se ha querido evocar es difícil de discernir —¿un limbo?, ¿un sanctasanctórum?, ¿una cámara de gas?—. En pocos lugares alcanza uno tal sensación de desasosiego y pesadumbre, pero también de una rara plenitud espiritual, como ahí.
De regreso al eje principal, una larga escalera conduce a los niveles de la exposición museográfica propiamente dicha, que va alternando áreas temáticas —Torah, Cabala, rezo, arte (con algunos cuadros muy interesantes), música (incluyendo un capón a Wagner)— y cronológicas —época medieval, “cuando los judíos devinieron alemanes”, moderna, catástrofe, después de 1945—. La sombra de la exclusión, el pogromo y el genocidio sobrevuelan todo el itinerario: desde luego no es un recorrido feliz, como no lo es la historia de los judíos alemanes. Un ámbito especialmente triste (dentro de la tristeza que es todo: ¿cómo pudieron los alemanes abalanzarse así sobre sus compatriotas hebreos?) es el que muestra las fotos de los numerosísimos judíos que combatieron por Alemania en la I Guerra Mundial (y antes) y algunas de las medallas que ganaron, incluidas cruces de hierro. Lo que no les sirvió para nada luego. El único lugar en el que puedes esbozar una sonrisa es frente a un dispensador de golosinas kosher que parece sacado de una película de Woody Allen.
Tras la experiencia de sumergirte en la vida de los judíos alemanes y su historia, resulta todo un shock —y muy ilustrativo— pasar al otro lado del espejo y visitar la villa de Wannsee donde se celebró el 20 de enero de 1942 la célebre reunión en la que se debatieron los puntos prácticos de la organización del Holocausto y que en la actualidad, desde 1992, es un lugar conmemorativo, centro educativo y espléndido museo (en el que se explica de paso la dificultad de lograr que fuera un museo: había quien abogaba por demoler el edificio). Es uno de esos lugares que todo el mundo debería visitar alguna vez para completar su tarjeta de vacunación antifascista. En la fecha de la reunión, el exterminio de los judíos ya estaba en marcha, pero la conferencia desarrollada muy elegantemente en la mansión junto al romántico lago Wannsee, convertida en casa de colonias de las SS, sirvió para sistematizar el asesinato y regularlo de esa manera tan burocrática que tanto les gustaba a los nazis. El convocante de la reunión, Reinhard Heydrich, mano derecha de Himmler, y tipo al que mucho mejor no haber conocido, al menos antes de que lo emboscaran los paracaidistas checos, tenía como misión unificar criterios y acciones, hacer que todos los implicados en la Solución Final de la cuestión judía (ese eufemismo) fueran a la una —”esto es un caos, señores, asesinemos, pero con orden, ¡somos alemanes!”, les diría—, y compartieran información y responsabilidades. Establecer bien quién era judío y quién no resultaba fundamental para matarlos, no fueran a exterminar a quien no tocaba y luego pasa lo que pasa, que hay quejas.
Nos plantamos en la puerta de la villa junto al lago tras un breve trayecto en taxi (también hay un servicio de autobuses) desde la estación de Wannsee, a la que se llega en tren en unos 25 minutos desde el centro de Berlín (hay que ver qué agradables son los trenes alemanes cuando no te llevan en vagones de ganado al Este). Yo no las tenía todas conmigo porque era la tercera vez que iba a la villa y las anteriores no había podido entrar (en ambas ocasiones estaba cerrada por obras). Pero a la tercera fue la vencida y enfilamos con la natural emoción el camino ajardinado que va de la verja de entrada a la casa, que es majestuosa y muy bonita, con un aire de Los Bridgerton, pero tiene más mal rollo que el hotel Overlook de El resplandor. Es imposible no pensar en los grandes coches negros oficiales de los 15 participantes y sus escoltas pisando la grava y desembarcando a sus no menos negros ocupantes, todos altos cargos nazis y nueve de ellos (Heydrich, Eichmann, Hofmann, Gestapo Müller, Schöngarth, Lange, Neumann, Stuckart y Klopfer), miembros de las SS y los seis primeros de lo mejorcito del club de la calavera; dos llegaban con las manos literalmente chorreando sangre: Schöngarth lideraba un escuadrón de la muerte (Einsatzgruppe) que se dedicaba a fusilar a miles de judíos en la Galitzia oriental y Lange otro en los países bálticos y el día antes de la reunión había ordenado una ejecución masiva cerca de Riga. No se piense que los otros, los no SS, eran mejores: el Gauleiter Meyer era un apóstol del gas, el subsecretario de Estado Martin Luther, pese al nombre, había apoyado el otoño anterior el asesinato de miles de judíos en Serbia, y qué decir del infame Freisler, verdadero juez de la horca, fundamental en la legislación antisemita y que luego condenaría en plan parda justicia express a los implicados en la operación Valkiria. Para un repaso de esos 15 hombres sin piedad no se pierdan el indispensable The participants, The men of the Wannsee Conference, editado por Hans-Christian Jasch y Christoph Kreutzmüller, con perfiles de cada individuo a cargo de grandes especialistas (Berghahn, 2017) y que se puede adquirir en la librería de la villa-museo junto al magnífico catálogo de la exposición permanente, que merece mucho también la pena.
El día de nuestra visita era claro y limpio, y la villa es un lugar apacible y hasta hermoso, con muchos ventanales y terrazas con estatuas clásicas y columnatas jónicas que se abren a los bucólicos jardines y al lago, con el elegante lido de Wannsee enfrente (donde, por cierto, tenían prohibido bañarse los judíos). En la rielante superficie del lago se observan velas flameando como bellas esperanzas. Pero deambulas por los salones donde otrora repicaron las botas negras, destellaron entre copas de cristal y tazas de porcelana las calaveras de plata y resonaron los “Jawohl, mein Obergruppenführer” (aunque Heydrich dispensó a los participantes de hacer el saludo nazi todo el rato, lo que hubiera sido malo para la vajilla) como si nadaras en la Estigia, atrapado en una espesa atmósfera sombría. Daban ganas de lanzar una silla contra las cristaleras para que entrara el aire. Observé con el rabillo del ojo cómo mis acompañantes se dispersaban por las habitaciones donde se despliega la información museográfica sobre la reunión, que empieza con datos someros sobre el hitlerismo y su antisemitismo para irte adentrando paulatinamente en la Shoah, en un crescendo de horror y fríos documentos oficiales que culminan en el escalofriante y elocuente Protocolo de la reunión. Àlex, la pareja de Berta que tiene familia alemana, se abismaba con los azules ojos muy abiertos ante la foto de miembros del Einsatgruppe D fusilando a mujeres y niños judíos en Dubasari en septiembre de 1941. Mi hija tomaba notas muy seria, interponiendo la pequeña Moleskine entre ella y el espanto.
Durante un buen rato, cada uno de nosotros deambuló por la villa entregado a sus propias cavilaciones. Yo ni me atrevía a ir al lavabo por si me encontraba a Eichmann. En el espacioso comedor, desde el que se accede a la galería y donde se desarrolló la reunión “seguida de desayuno”, podías sentir que chocabas con las presencias de los participantes como efluvios espectrales con esvástica. Afortunadamente también andaban por ahí las sombras de amigos que han visitado la casa como Guillermo, Ignacio del Valle o el añorado Philip Kerr, que describió tan bien en La dama de Zagreb (RBA, 2016) el ambiente de la villa haciendo acudir a su detective Bernie Gunther a una reunión de altos mandos policiales allí. Me sorprendió observar en una pared un relieve clásico de Dionisio, la pantera y las ménades, incongruente en apariencia hasta que piensas en la gran bacanal de terror que fue el III Reich.
Vi entonces a Berta ensimismada ante el retrato de Heydrich que preside el organigrama de la reunión y corrí a rescatarla, aunque me temblaban las piernas como a Gabcik al encasquillársele el subfusil Sten el día del atentado en Praga en que cazaron al monstruo. El Heydrich real, “la bestia rubia” y “el verdugo de Hitler”, no se parecía en nada al shakespeariano que interpretó Kenneth Branagh en Conspiracy (mira que les gusta a los británicos hacer de nazis), por lo demás un filme muy bueno sobre la reunión. Era un hombretón que se creía muy ario y viril aunque tenía unas caderas extrañamente femeninas (rasgo que nadie le mencionaba y menos con el pantalón bombacho de general de las SS puesto). Aparte de haber sido ambos monaguillos, practicar la esgrima y gustarnos los aviones, nada tenemos en común, gracias a Dios. Pensaba confusamente todo esto mientras llegaba junto a mi hija con el afán de protegerla, pero entonces vi su mirada de enfado y feroz resolución ante el capitoste nazi y comprendí que nada tenía que temer. Estaba a salvo, mi niña: lejos del negro brazo de los perpetradores y del influjo mefítico de sus ponzoñosas ideas.
Babelia
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