Literatura erótica durante la Segunda República: el ‘Marcial Lafuente Estefanía’ de libros con sexo salvaje, sado y referencias al bestialismo
Un ensayo rescata la misteriosa figura de Ángel Martín de Lucenay, que inundó los quioscos españoles de los años treinta con publicaciones de contenido sexual entre 1931 y 1936
Esta historia escarba en el subsuelo, allá donde no alcanzaban las tijeras censoras de la España moralizante y bifronte de los años treinta. Un país con una República que se abría a la libertad y la vanguardia, pero que aún mantenía un fuerte sustrato católico. Una España mojigata y con el freno echado en materia sexual, pero donde una lascivia secreta mostraba ya ganas de despertar. En esa encrucijada emergió Ángel Martín de Lucenay, el hombre que supo explotar la sed de morbo, erotismo y desnudez con la publicación de casi un centenar de libros de contenido sexual entre 1931 y 1936. Un falso sexólogo condenado por la prensa católica, cuyos prebostes insistían en un mantra categórico: sus obras “no deben ser leídas y mucho menos propagadas”.
Él personificaba el pecado. Sus obras eran el pecado mismo. Un escritor que se lucraba con el escándalo y que había dado con la tecla adecuada: provocar y excitar. Ahora, su desconocida figura ha sido rescatada por el editor Servando Rocha en Suburbia. El gran libro ilustrado del erotismo, lo prohibido y la molicie en España (Editorial La Felguera), un viaje con olor a librería de viejo y a coleccionista añejo que husmea en los recovecos de lo más tórrido y cañí de aquel país telúrico hecho a base de sexo, drogas, sicalipsis y cuplé.
El ensayo retrata a mujeres liberadas que no pedían permiso en cabarets, fumaderos de opio, barrios chinos y comunas de nudistas. Retrata también a hombres que traspasaban límites morales entre venenos eufóricos, music halls y charlestón con extra de picante en los templos del descaro. Sigue los pasos de bibliotecas infernales —reinos del pecado en formato libro, revista o pasquín— que debían sortear la acción de las brigadas policiales antipornografía. Y ahí, ese hombre alto, ese varón apuesto con pelo largo, frente ancha, mirada melancólica tras las gafas y labios carnosos, ese hombre que firmaba más de un libro al mes —una especie de Marcial Lafuente Estefanía grafómano que cambiaba el wéstern por el sexo—, ahí Ángel Martín de Lucenay era el rey.
Los títulos de algunos de sus libros condensan muchas explicaciones: Cómo se imita la virginidad, Costumbres salvajes, La desfloración y su técnica, El erotismo en la guerra, Los extravíos de los magnates, Las grandes aberraciones, Masturbación y autoerotismo, Un mes entre prostitutas, Las perversiones sexuales, Vicios femeninos, Sadismo y masoquismo. De todo eso iban sus escritos.
Casi todos ellos incluían un gancho, sin duda el gran atractivo que disparaba las ventas. Era un cuadernillo interior que se anunciaba en portada de un modo sugerente: “Curiosas fotografías fuera de texto”. Eran imágenes en blanco y negro, impresas en papel cuché satinado, que mostraban a mujeres desnudas por completo, inyectándose morfina y venenos eufóricos para “destruir el sentido moral”, disfrutando del ménage à trois, tumbadas en la cama con muñecos que usaban como juguetes eróticos, mujeres que practicaban el fetichismo y el sadomasoquismo, o que flirteaban con la zoofilia, desde perros y gorilas hasta “insectos que se crían en los rastrojos” y que proporcionaban supuestos orgasmos femeninos. Todo, claro, construido desde la mirada masculina.
Las fotos iban acompañadas de breves textos que estimulaban la imaginación. Como esas dos chicas desnudas entre hojas de árbol, con los pechos y el vello púbico visibles, y la siguiente descripción: “El arte lésbico. La perversión sexual de la mujer adopta modalidades públicas en estas exhibiciones, en las que el disfraz del arte encubre los vicios más groseros”. Se repudiaba, sí, pero se mostraba. Doble moral; negocio redondo.
Una identidad inventada
Servando Rocha, editor de la obra y autor del capítulo dedicado a Martín de Lucenay, perfila su “oscura” biografía. De Lucenay se sabe que era hijo de un fotógrafo y secretario de pueblo en San Juan de la Nava, que su nombre real era Ángel Martín González, que era el mayor de seis hermanos, que había publicado artículos en El Periódico de la Mañana de Badajoz bajo el alias de El Pájaro, y que al llegar a Madrid procedente de Ávila hizo una metamorfosis crucial para su futuro: se cambió el nombre y se inventó un título. Un pasado científico.
El hijo del fotógrafo se construyó una marca que le confería autoridad: Doctor Ángel Martín de Lucenay. Diplomado en Sexología, de la Escuela Libre de Sexología de Río de Janeiro. Exayudante de clínica del doctor Stimson, de la Escuela Especial de Estudios Superiores de Patología Sexual de San Francisco de California. Exagregado en las misiones de Lucha contra la Trata de Blancas en Sudamérica y Tráfico de Estupefacientes en Extremo Oriente. Sobra decir que toda esa retahíla era falsa. “Se sumaba así —explica Servando Rocha— a una tradición anterior, la de supuestos doctores y sexólogos que, presumiendo de ser expertos en ‘temas sexuales’ y llevados únicamente por el afán de divulgación pseudocientífica, vendían soft porn y erotismo soez, en ocasiones brutales. Pero su obra tiene un interés añadido: visibiliza los bajos fondos y la vida de las ‘clases peligrosas’ en nuestro país”.
La Embajada brasileña, al hacerse famoso el falso doctor Lucenay en 1933, envió cartas a los periódicos españoles para desmentirlo todo y subrayar que ni siquiera esa escuela brasileña de sexología existía en la realidad. Sin embargo, la maquinaria ya estaba en marcha. Y no paraba de engrosar. El primer libro lo publicó en 1931 con “veinte casos clínicos de aberraciones sexuales”. Puro morbo. Entre 1932 y 1936 puso a la venta 60 libros.
“Papeluchos indignos”, los llamaban. “Epidemia pornográfica”, alertaban. No era el único caso. Al revés: surgía entonces un bum literario y periodístico sobre sexo. Un ejemplo fue la revista valenciana Estudios. El libro Suburbia reproduce una de sus páginas. Años treinta. Pensamiento libertario. Anticlericalismo. Y en un texto ilustrado sobre la lujuria, se advierte: “Los conventos, con sus lúgubres rincones; las iglesias, con sus confesionarios encubridores de lascivos pensamientos; las leyes de la Iglesia católica que prohíbe, oficialmente, a sus servidores toda relación sexual con mujeres, pero que hace oídos sordos a toda clase de desviaciones y aberraciones sensuales, son el gran útero donde propiciamente se engendra la lujuria”.
Servando Rocha subraya que lo fundamental del fenómeno Lucenay fue “su estética, la ausencia de límites, su sordidez, en ocasiones apabullante, y las increíbles fotografías que incluía”. Apoyándose en investigadores que han analizado antes el impacto de sus obras —como Richard Cleminson o Raquel Álvarez Peláez—, este perfil sobre Lucenay destaca sus dotes divulgativas y sus posiciones arriesgadas. Favorable a la no represión del deseo sexual. Muy alejado de la condena de la homosexualidad. Defensor de las mujeres que se dedicaban a la prostitución porque entre ellas —escribía el falso sexólogo— “hay verdaderas víctimas de la sociedad y de la civilización” y algunas, “a pesar de todo, de su vida de horrores y depravaciones, conservan sentimientos nobilísimos” frente a una sociedad puritana.
Entretanto, la guerra estalló. Y Lucenay calló. Su último libro publicado en España se tituló El celo en el animal humano. Está fechado en julio de 1936. A partir de entonces, emprendió el camino del exilio. Muy pronto, el puritanismo al que desafió Lucenay se impuso. Doctrina oficial. Empezaron los bibliocaustos: las quemas de libros que se consideraban degenerados. Como los de Lucenay. Pero él, escurridizo como su pasado, ya había escapado. Llegó a México y allí retomó una actividad frenética. La mantuvo durante más de 20 años. Y en 1960, sin volver jamás a España, murió en Ciudad de México cuando se le reventó el apéndice a bordo de un avión. Un buen final para un libro.
Babelia
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