El discreto encanto de la tortura
Las “terapias de conversión” son un negocio lucrativo que promete lo imposible: curar a quien de nada padece. Mi hermano es un sobreviviente de aquellos lugares de horror
Mi hermano sobrevivió a una “terapia de conversión” que ocurrió hace más de veinte años. Una tortura que ha seducido a la sociedad y se ha alimentado de una larga siesta ética de gobiernos de todas las tendencias, y de ciudadanos laicos y religiosos.
El Experto Independiente de ONU sobre la protección contra la violencia y la discriminación por motivos de orientación sexual o identidad de género presentó en 2020 su informe sobre estas “terapias” de conversión. Explicó, como lo había hecho antes la OMS, que son intervenciones dañinas basadas en la idea médicamente falsa de que las personas diversas son enfermas. Pretenden convertir a gays, lesbianas y bisexuales en heterosexuales, y a personas transgénero o de género diverso en cisgénero.
Las que se venden como terapias psicoterapéuticas, según el informe, incluyen métodos de aversión que se valen de descargas eléctricas o drogas que producen náuseas o parálisis mientras la persona está expuesta a algún estímulo relacionado con su orientación sexual. Las de enfoque “médico” llegan hasta prácticas quirúrgicas. Y los que se inspiran en distintos credos de fe se basan en la maldad intrínseca de las orientaciones sexuales diversas, y sus programas incluyen palizas, grilletes y privación de alimentos, a veces en combinación con exorcismos. También documentó que quienes ofrecen estas prácticas incurren en engaños y estafan al público con un negocio que es lucrativo y promete lo imposible: curar a quien de nada padece.
En la pasada legislatura, el Congreso dejó hundir un proyecto de ley que prohibía esas “terapias”. Triunfó una vez más el discreto encanto de la tortura, en sacrificio de siete instrumentos internacionales que la prohíben, entre ellos la convención interamericana para prevenir y sancionar la tortura. Esta convención la define como cualquier acto realizado intencionalmente que inflija a una persona penas o sufrimientos físicos o mentales, con cualquier fin. Además, establece que no se reduce a los actos que generen sufrimiento, sino que incluye toda “aplicación sobre una persona de métodos tendientes a anular la personalidad de la víctima o a disminuir su capacidad física o mental, aunque no causen dolor físico o angustia psíquica”.
Según la Corte Constitucional, este énfasis de la convención interamericana mueve el foco, que antes se centraba en la imposible tarea de medir el sufrimiento, hacia la dignidad e integridad de las personas. Estos derechos no se pueden relativizar y son incompatibles con cualquier fórmula que permita torturas adaptables según las pulsiones sociales. Como son derechos fundamentales, no pueden ser objeto de negociación política entre mayorías electorales, ni pueden ser convertidos en bienes de intercambio en los mercados, incluidos aquellos que a nombre de la santidad o la sanidad han promovido aberraciones.
Los congresistas que defendieron las terapias de conversión parecían entender que “para gustos hay colores” y también torturas. Recurrieron a fórmulas que históricamente han permitido que en Estados aparentemente modernos, unas personas sometan a otras a crueldades medievales bajo nombres sofisticados y aduciendo fines morales superiores, o líquidos umbrales de sufrimiento debajo de los cuales las ofensas a la integridad y dignidad de las personas, aunque sean efectivas, resulten irrelevantes y por lo tanto permitidas.
La lucha de los movimientos por los derechos de las personas diversas me recordó un libro de John Berger. Todos sus capítulos empiezan con dibujos o fotografías. Pero hay un apartado específico que deja al lector en un sostenido estupor, porque el espacio de la foto con que inicia es solo un rectángulo vacío. La foto no debe ser publicada, dice John Berger, aunque él mismo celebra su elocuencia: “habla de cuán incontrolable es la política en su origen”. Cuenta que en ella ve a cinco trabajadores turcos que van a ser torturados. Que ellos no esperaban nada mejor del presente, que conocían muy bien. Sabían que así como no hay en Anatolia un invierno sin nieve, o un verano sin animales muertos, aquello a lo que estaba sometida su vida era intolerable. Su esperanza más pura, sin embargo, residía misteriosamente en la capacidad de nombrar lo intolerable como tal.
Me gustaría pensar que entre la militarizada Turquía de los primeros ochentas, y la Colombia del 2024 hay diferencia en el contenido de lo inevitable. Lo intolerable, aquí y ahora, no debería ser inevitable. Aun así, los defensores de derechos de las personas diversas saben cuánto cuesta que lo intolerable sea llamado por su nombre. Y han demostrado que son capaces de hacerlo. Berger les diría que su capacidad proviene de lejos. Del pasado y del futuro. Y que eso les asegura un triunfo sobre el tiempo de los torturadores, que si bien es sañudo y doloroso, se reduce exclusivamente al presente.
No hace falta que salgamos desesperados a buscar fotos que nunca deberían publicarse, o sangrantes descripciones de la barbarie y sus cicatrices. Ya sabemos que reducir la tortura a un catálogo de prácticas horribles, como advirtió Nigel Rodley, simplemente representaría un desafío al ingenio de los torturadores, no una prohibición legal eficaz.
Sólo necesitamos nombrar lo intolerable. Darle a la tortura el único nombre que merece y abrir el camino para las acciones consecuentes. Necesitamos recuperar la esperanza en la democracia. Y que, veinte años después, mi hermano pueda decir por fin, que, cuando despertó, el dinosaurio ya no estaba allí.
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