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Las otras grandes obras de Velázquez

Muchas son las pinturas de Velázquez que han quedado a la sombra de sus obras maestras - especialmente Las Meninas- y que merecen el mismo reconocimiento. Descubre a continuación algunas de ellas

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Resulta indudable el hecho de que Las Meninas es la obra más conocida de Velázquez y, probablemente, también de la historia de la pintura española. Sin embargo, más allá de esta celebérrima pintura y de otras de similar fama como La fragua de Vulcano, La Venus del espejo o El triunfo de Baco (más conocida como Los Borrachos), la prolífica carrera del pintor sevillano incluye muchas otras obras reseñables que permiten realizar un recorrido por su vida, desde los años de juventud y aprendizaje hasta su madurez y sus últimos años.

1. Retrato de niña o jovencita (ca. 1638-1644)

Es sin duda una de las obras más bellas del maestro. Esta niña tímida que nos mira, sin embargo, directamente destaca por la modernidad de su mirada, aun cuando sigue las premisas clásicas de todo retrato femenino desde la Gioconda: una visión del torso de tres cuartos y una estructura figurativa piramidal que ocupa todo el centro del lienzo y queda destacada por la neutralidad del fondo. Esta pirámide se repite en el peinado mismo; hay varios triángulos en el lienzo de esta manera. Con una pincelada abocetada en el vestido, a base de colores muy próximos entre sí —distintas tonalidades de grises azulados y ocres—, Velázquez es capaz de captar la textura delicada de la tela. La luz, que parece emerger del propio rostro de la niña, subraya su candidez e inocencia, su saber estar callado.

Retrato de niña

Retrato de niña o jovencita (ca. 1638-1644), de Velázquez. Foto: ASC.

2. Los tres músicos (1617-1618)

Obra de juventud, de su primera etapa sevillana, en esta “cocina” —bodegones con figuras humanas o escenas de género en torno a la mesa y los comestibles, en las que los personajes cobran un papel fundamental—, los personajes aparecen como aprisionados en el limitado espacio que se les asigna a cada uno, excesivamente contenidos por los contornos de la propia escena representada. Sus gestos, congelados en el instante, oscilan entre el envaramiento —figura central con la cabeza levantada al aire— y la casi conseguida naturalidad del rostro sonriente y pícaro del muchacho de la izquierda, que nos mira. 

En este lienzo, como en otros de la misma época, parece que el sevillano quisiera fijar la realidad en un instante (fotografiarla, ¡cómo nos suena esto a modernidad!), sin un antes y un después, en busca de la dignidad de unos temas que eran rechazados por los tratadistas —por ejemplo por Carducho—, que denostaban la imitación de las cosas humildes. Pacheco, por el contrario, en su Arte de la pintura, hará una defensa de la imitación del natural: «¿Pues qué? ¿Los bodegones no se deben imitar? Claro está que sí, si son pintados como mi yerno los pinta alzándose con esta parte sin dexar lugar a otro y merecen estimación grandísima».

Los tres músicos

Los tres músicos (1617-1618), de Velázquez. Foto: ASC.

3. La cena en Emaús (1618)

Más conocida como La mulata —criada negra situada en una cocina— y de la que existe una versión sin la representación de La cena en Emaús, la inversión de valores —algo que se repetirá en Las hilanderas—, es decir, dar el primer plano y más relevancia a lo secundario que a lo esencial, aparece también en otra obra de esta época, Cristo en casa de Marta y María, que repite incluso el acceso mediante una ventana cuadrada al tema religioso del segundo plano. En todas estas primeras obras, Velázquez pinta un mismo repertorio de objetos: mortero, cesto de mimbre, platos..., e incluso los mismos o similares tipos humanos, algo que le permite mostrar mediante sus diferentes formas y materiales su incipiente domino de la técnica, a la vez que ensayar y experimentar con las gradaciones lumínicas del ámbito cerrado de una estancia. 

Por otro lado, las diferentes versiones de un mismo tema que vemos en esta época se deben a que estamos ante una producción cuya finalidad es más comercial que puramente artística. Además, las fuentes de inspiración formal y temática de estos cuadros han sido motivo de estudio, dada su escasa relación con las normas artísticas y el gusto vigente de aquella Sevilla. Su originalidad puede revelar que el joven artista pudo acceder a obras de otras partes de España o Europa. De hecho, se ha vinculado con las escenas de género y pinturas religiosas de artistas flamencos como Joachim Beuckelaer y Pieter Aertsen, que fueron ampliamente copiadas y extendidas por entonces. No obstante, y por encima de todo, hoy nos sigue conmoviendo el gesto adusto, torpe, de esa mulata recluida en su servidumbre que no se atreve a mirar de frente al espectador, que no se siente su igual. Una sirvienta que parece incómoda en el primer plano que le otorga el sevillano, acostumbrada como está a ser relegada y a habitar, pobre y carente de importancia, entre los cacharros de cocina.

La cena de Emaús

La cena de Emaús o La mulata (1618), de Velázquez. Foto: ASC.

4. San Juan Evangelista en la isla de Patmos (1619-1620)

También de su primera etapa, en esta obra religiosa la estructura piramidal de la figura del santo —resaltada por su blanca indumentaria y por un foco de luz que proviene de la izquierda exterior del cuadro—, sobresale de un fondo neutro y oscuro en el que apenas se vislumbra el tronco de un árbol. Aunque, probablemente, usó como modelo a una persona de carne y hueso, realiza una interpretación libre de una estampa flamenca de Jan Sadeler, que reestructura en una disposición vertical que proyecta al personaje hacia delante e inunda la composición de una fuerte luz. También es probable que este lienzo fuera la pareja de la Inmaculada Concepción que hizo por aquel tiempo, ya que ambas obras fueron vistas juntas en la iglesia de los Carmelitas Descalzos. Tal vez fueron encargadas por dicho lugar; suposición que se fortalece porque fray Juan Félix Girón, miembro de la comunidad carmelita, era pariente del poeta Francisco de Rioja y amigo de Juan de Jáuregui, personas muy vinculadas a la Academia de Pacheco.

San Juan Evangelista en la isla de Patmos

San Juan Evangelista en la isla de Patmos (1619-1620), de Velázquez. Foto: ASC.

5. Cabeza de venado (1626-1636)

¿Quién puede estar ante este cuadro y no verse intimidado por la mirada valiente y humana del animal? Aunque no consta que se hiciera para la Torre de la Parada, su motivo nos invita a relacionar esta obra con los lienzos destinados a ese pabellón de caza.

A diferencia de lo que ocurre con otros pintores, el estilo de Velázquez no puede describirse en términos de progresión lineal, pues muchos de los caracteres de su pintura aparecen a lo largo de gran parte de su carrera: los cielos perfilados en gamas de azul y gris, la estructura piramidal en el retrato, los fondos neutros... Por ello, las obras que no se encuentran mínimamente documentadas ofrecen problemas de datación. Un ejemplo es esta, fechada entre 1626 y 1636. El historiador Javier Portús explica: «Se trata de una pintura de gran calidad, que por su frescura, inmediatez y naturalismo, alguna vez ha sido calificada como retrato de un animal; y cuyo tema era muy habitual en la corte española, por cuanto casi todos nuestros reyes desarrollaron una auténtica pasión por la caza. En este sentido, hay que llamar la atención sobre la abundancia de temas cinegéticos relacionados con el arte y aún la poesía cortesanos, de lo que son testigos las obras que decoraban la Torre de la Parada o libros enteros como el Anfiteatro de Felipe el Grande, de José de Pellicer».

Cabeza de venado

Cabeza de venado (1626-1636), de Velázquez. Foto: ASC.

6. El infante don Carlos (1626)

Velázquez fue nombrado pintor del rey el 6 de octubre de 1624. Según Pacheco, además de los 20 ducados como salario a costa de las arcas reales, y cobrar aparte las pinturas realizadas por encargo, se le privilegió con el derecho exclusivo de hacer los retratos de Felipe IV (gesto que ilustra el gran aprecio del rey hacia su persona y su arte). A dicha época pertenece este lienzo, en el que unos pocos medios pictóricos —distanciándose de alardes y subterfugios, y situando la figura únicamente en un espacio neutro modulado por graduaciones de color—, le bastan para investir al retratado de gran elegancia. Es más, el maestro, como en sus primeras composiciones sevillanas, vuelve a jugar con detalles aparentemente insignificantes, pero que otorgan al personaje una distinción sin par. Por ejemplo, la mano enguantada que sostiene, de forma despreocupada, el sombrero —es casi un «pasaba por aquí y me paro a que me tires una foto o selfie»— o, sobre todo, la delicadeza con que la mano derecha sujeta un prodigioso guante de tela cuya sutileza remarca la dignidad y posición del retratado.

El infante don Carlos

El infante don Carlos (1626), de Velázquez. Foto: ASC.

7. Sibila con tábula rasa (h. 1648)

¿Está inacabado este lienzo? ¿Se debe a ello su evanescencia y sutileza? Ni que decir tiene que la pincelada, suelta y ágil, de los mechones de pelo y de la blusa o vestido blanco y grisáceo preludian ya a Goya —el recuerdo de las majas aparece sin querer...— y denotan el conocimiento de Tiziano y Rubens.

La piel, de blancos tonos perlados, el rubor de las mejillas, que se corresponde con el rosa de la rotundidad del pecho, y los labios semiabiertos, dotan a la figura de gran erotismo. Aunque se desconoce la identidad de la mujer, se suele identificar con una sibila —profetisas de la tradición cristiana que advertían a los romanos paganos de la venida de Cristo—, debido a su similitud con la Sibila de 1631–32, probablemente un retrato de Juana Pacheco, su mujer. Ambas obras muestran los bustos de medio cuerpo y de perfil de las mujeres que sostienen una tablilla de cera limpia, sin inscripciones.

Sibila con tábula rasa

Sibila con tábula rasa (h. 1648), de Velázquez. Foto: ASC.

8. El geógrafo o Demócrito (1628-1629)

Durante su estancia en la corte, ningún tipo humano, por variopinto que fuese, se resistió a su paleta, pero —a diferencia de otros pintores que buscan la sátira o la mordacidad—, Velázquez siempre muestra la discapacidad o marginalidad con decencia, ternura o dignidad. Atribuida a Ribera hasta el siglo XIX, esta obra destaca porque en ella convergen cuatro puntos de interés: la mano desnuda que señala hacia abajo (al mapamundi); la esfera terrestre sobre la mesa, que sustituyó a la copa que originalmente tenía el retratado en la mano; la calidad del manto que se sostiene entre los dos brazos, y la expresión del personaje, que evidencia su discapacidad mental.

La luz, procedente de la izquierda, ilumina el expresivo rostro, trabajado con una pincelada más suelta que la acostumbrada en estos años —por ejemplo, en Los Borrachos—, por lo que se considera un retoque posterior.

El geógrafo o Demócrito

El geógrafo o Demócrito (1628-1629), de Velázquez. Foto: Album.

9. Cristo y el alma cristiana (1626-1628)

El tema, Cristo tras ser flagelado adorado por un niño al que acompaña el ángel de la guarda, era poco frecuente en la época y, además, cuenta con escasos precedentes en el arte español. Por otra parte, Velázquez alude a la flagelación únicamente mediante símbolos (el haz de varas, las cuerdas, la columna...), prescindiendo de la narración en sí misma, por lo que fue difícil interpretarlo y conocer su destino. La figura de Cristo, pese a la tortura, conserva un vigor casi escultórico, muy realista, tan solo contrarrestado por la mezcla de comprensión y pena reflejada en su rostro. La luz, procedente de la izquierda, se abre desde un punto bajo —el vértice de la cuerda y el pie de Cristo—, y termina recogiendo las figuras del ángel y el niño. Así, es la luz de Cristo, significado con un mínimo nimbo luminoso, de su sacrificio, la que nos deja ver la compasión y piedad del niño que, ataviado con una túnica, está fuera de todo contexto contemporáneo.

Cristo y el alma cristiana

Cristo y el alma cristiana (1626-1628), de Velázquez. Foto: ASC.

10. La tentación de Santo Tomás de Aquino (h. 1628-1629)

Al igual que el lienzo precedente, esta obra no parecía adecuada para un oratorio particular ni tiene las características de un cuadro de altar. ¿Cuál era su destino?

Obra muy discutida en cuanto a su filiación artística —ha sido atribuida a Zurbarán, a Alonso Cano o hasta a Murillo—, Velázquez muestra un depurado control y estudio de la perspectiva en una composición que remite a complejas estructuras geométricas, que confluyen en la cabeza del santo protagonista. Representa el momento en el que el santo cae de rodillas, mientras un ángel lo sostiene y otro se dispone a ceñirle el cíngulo blanco de la castidad después de haber rechazado la tentación, que huye al fondo, tras haber sido amenazada con un tizón de la lumbre.

Los rostros de los ángeles, profundamente clásicos pero realistas, indican la benevolencia y la ternura con las que el pintor afronta la representación de esta escena hagiográfica.

La tentación de Santo Tomás de Aquino

La tentación de Santo Tomás de Aquino (h. 1628-1629), de Velázquez. Foto: ASC.

11. La túnica de José (1630)

Su primer viaje a Italia supuso todo un vuelco en su carrera artística. En la Roma de 1630, se respiraban la vaga herencia de un caravaggismo ya en declive y la moderna reelaboración del ideal clásico de Annibale Carraci. Esta obra, fechada por Palomino en esta época, fue vendida a la Corona en 1634, sin encargo previo. Al igual que La fragua de Vulcano, con la que comparte dimensiones y composición —de ahí que probablemente sean cuadros complementarios—, inmortaliza el momento de una revelación: los hermanos de José presentan la falsa prueba de su muerte a su padre, que reacciona —como Vulcano— con un gesto de sorpresa y horror. Los tipos representados, de igual modo que en el lienzo compañero, tampoco están idealizados: son figuras de estudiados ademanes y un cuidadoso modelado. 

Por otra parte, el color y la luz son los elementos prioritarios, y en ellos subyace el arte de Tiziano y la escuela veneciana, con una paleta más clara y una gama más viva de colores, algo inexistente en su etapa anterior. Puede decirse que esta obra es una interpretación personal de todo el arte que asimiló en su viaje, puesto que sus lienzos posteriores no siguen la tendencia imperante en el país vecino, sino que suponen —cada vez más— una investigación y un replanteamiento constantes de las composiciones y ejecuciones, algo inusual en un pintor de la época que, en cuanto dominaba su manera artística, la repetía ad infinitum.

La túnica de José

La túnica de José (1630), de Velázquez. Foto: ASC.

11. El príncipe Baltasar Carlos a caballo (1634-1635)

La decoración del Buen Retiro, palacio de recreo de los reyes, con su temática alegórica, histórica y mitológica, estaba dirigida a ensalzar la monarquía española. En este programa pictórico había tres ideas principales que tratar: representación, poder y fortaleza. A la primera correspondían los retratos de los tres Austrias menores: Felipe III y su esposa Margarita de Austria, Felipe IV e Isabel de Borbón, y el príncipe Baltasar Carlos; es decir, pasado, presente y futuro. Así, la idea de continuidad dinástica quedaba expresada en este cuadro, un retrato espléndido en el que destaca la técnica seguida en la parte baja del lienzo, cuyo paisaje de tonos azules, grises y blancos nevados fue pintado después, mientras que las crines del caballo y la manga boba del sobrecuerpo del traje del príncipe se sobreponen al suave celaje del fondo.

Por su factura técnica, estamos ante un lienzo que repite muchos de los aspectos del resto de las obras realizadas para el Salón de Reinos del palacio: a caballo, con movimiento, retratos fidedignos de los protagonistas, paleta clara... El rostro del príncipe está realizado con sencillez, y su postura resulta demasiado cómoda para la violenta corveta de su cabalgadura, que exhibe un gran vientre a causa de esta y dado el punto de vista bajo del cuadro.

El príncipe Baltasar Carlos a caballo

El príncipe Baltasar Carlos a caballo (1634-1635), de Velázquez. Foto: ASC.

12. Autorretrato (1640)

¿Quién no conoce esta imagen? Forma parte ya del imaginario colectivo del país (la Casa de la Moneda emitió billetes de 50 pesetas con dicha efigie). Es, junto con el autorretrato que aparece en Las meninas, el único autógrafo del pintor que se ha conservado. En él no se aprecian arrepentimientos —como sí aparecen en algunos retratos ecuestres de los monarcas—, pero sí rectificaciones en los toques de luz que parecen hechas en distintos momentos, algo que se corroboró en la restauración efectuada por el Museo del Prado en 1986, cuando, por otra parte, se ratificó la autoría velazqueña, puesta en duda por varios expertos dada la suciedad que lo cubría.

Velázquez, de ojos tímidos y un tanto melancólicos, no desatiende la mirada del espectador sino que adecua la suya para buscarlo, yendo a su encuentro. Aplomo, decisión, templanza y un orgullo no disimulado a la par que distancia y no poca humildad se respiran en él; un carácter enfatizado por la parquedad de paleta y ese fondo neutro y oscuro que no dejó de trabajar desde sus comienzos.

Autorretrato

Autorretrato (1640), de Velázquez. Foto: Album.

13. La rendición de Breda (1634-1635)

Conocido popularmente como Las lanzas, forma parte también de la decoración del Salón de Reinos del Buen Retiro —del ciclo del poder en este caso—, y compartía pared con obras de Jusepe Leonardo, Bautista Maíno, Pereda, Zurbarán, Carducho... A diferencia de las soluciones de estos, Velázquez resuelve su lienzo de una forma personal, sin necesidad del aparato mayestático y la recreación en la victoria de la mayoría de ellos. En él, el general español Ambrosio de Spínola, a quien conoció en su viaje a Italia en 1629, no deja rebajarse a Justino de Nassau —«en el valor del vencido se hace famoso el que vence», que decía Calderón—, mientras que sus respectivas tropas se revuelven inquietas, ajenas a la trascendencia del acto. Concentra así nuestra atención en el primer plano, un punto que habla tanto del final de la guerra como del principio de la paz

Todo son avances en este cuadro. Si bien el joven noble holandés de la casaca blanca (izquierda) está pintado al modo impresionista, con los rasgos borrosos para intensificar la sensación de movimiento, los efectos de profundidad espacial en el paisaje del fondo, que sobresalen por su captación de la luz, están conseguidos gracias a una sucesión de planos a base de toques sueltos y pigmentos muy fluidos que a veces dejan visible la preparación de tonos blanquecinos. ¡Modernidad!

La rendición de Breda

La rendición de Breda (1634-1635), de Velázquez. Foto: ASC.

14. El bufón Juan Calabazas (1626)

Al servicio primero del infante don Fernando y desde 1632 del rey, su apellido es con seguridad un mote alusivo a su escasa inteligencia. Los bufones, con los enanos y los alienados, eran unos personajes muy populares en la corte española; eran compañeros de juegos de los príncipes o bien estaban destinados a procurarles diversión rompiendo los formalismos de la moda y la etiqueta con sus chanzas. Parte de los retratos que Velázquez realizó de ellos estaban destinados a la decoración del Buen Retiro y su datación no puede establecerse de forma concreta. En ellos, el maestro aplicó sus más atrevidos experimentos tanto técnicos como estilísticos. La audacia de pincel y los matices psicológicos que logró captar en ellos demuestran la habilidad de Velázquez para el retrato. Si en este cuadro la profundidad está conseguida mediante una perspectiva apoyada en el fondo de la pared, la silla y el palo que porta Juan, en Pablo de Valladolid no hay elemento alguno para llevarla a cabo, se anula esta ilusión de profundidad mediante la perspectiva lineal y todo es perspectiva aérea. Manet lo consideró «el más asombroso ejemplo de pintura de todos los tiempos».

El bufón Juan Calabazas

El bufón Juan Calabazas (1626), de Velázquez. Foto: Album.

15. Retrato ecuestre del conde-duque de Olivares (1636)

Cuando Felipe IV accedió al trono en 1621 tenía únicamente 16 años y delegó gran parte de las tareas de gobierno en Olivares, que contaba con 34 y cuyo poder fue en aumento desde entonces. Amante del arte y la cultura, asiduo de los círculos sevillanos de Pacheco, Velázquez encontró en él protección una vez instalado en la corte.

La obra, símbolo del poder donde los haya —el caballo está en corveta, en una posición muy similar a la del retrato del mismo rey—, muestra a Olivares como valido; es decir, como alguien que alcanza su alto cargo gracias al esfuerzo y a sus cualidades políticas, algo que queda patente en esta obra: el retratado, en vez de mirar impertérrito al frente, se vuelve enérgico, con una mirada arrogante, hacia el espectador, ocupando con su figura y caballo casi todo el primer plano. Para mostrar de forma explícita las virtudes militares propias de un valido, Velázquez lo retrata dirigiendo —con el brazo en alto— la batalla del fondo. Muchos expertos la identifican con la toma de Fuenterrabía, pero es un asunto problemático: Olivares no participó en ella y la localidad es costera, mientras que lo que aparece en el cuadro es un río y un puente.

Retrato del conde-duque de Olivares a caballo, de Velázquez

Retrato ecuestre del conde-duque de Olivares a caballo (1636), de Velázquez. Foto: ASC.

16. Esopo (1639-1641)

Perteneciente a la decoración de la Torre de la Parada, otro palacio de recreo de la monarquía, que albergaba un extenso ciclo de pintura mitológica realizado por Rubens y sus ayudantes, esta obra sorprendió en su momento cuando se comprobó lo adecuado, según su biografía y su muerte, de que Velázquez representara al célebre fabulista griego como un hombre harapiento, cansado y rendido, pero con una mirada orgullosa, de frente, y un porte auténtico y verídico. 

La idea de representar a moralistas y filósofos de la Antigüedad como impulsores de una vida sencilla, por su pobre y ascético aspecto, fue, por otra parte, ampliamente seguida por Ribera en Nápoles. Al igual que el cuadro compañero, Menipo, la figura del modelo se planta en un escenario interior, sus vestidos y zapatos son los de cualquier mendigo y su rostro es sumamente realista, algo que los aleja por completo de los que el artista flamenco realizó para la misma estancia: porte clásico y espléndido, vestidos a la antigua y sentados ante un paisaje rocoso, ámbito que se suele usar en la descripción pictórica de ermitaños y penitentes.

Esopo

Esopo (1639-1641), de Velázquez. Foto: ASC.

17. La costurera (h. 1640)

Unánimemente celebrado por la crítica como una obra maestra, a mitad de camino entre la pintura de género y el retrato, se trata de una obra incompleta en la que el pintor realizó diversas modificaciones, y en la que el rostro denota una gran dificultad pictórica debido a la gran complejidad de pintar los rasgos faciales y después modelarlos mediante luces y sombras hasta obtener la impresión veraz de la concentración de una mujer que trabaja en una labor que le requiere toda su atención. Con complicados escorzos —almohadón sobre el que se apoya, brazo...—, probablemente, la modelo está captada en su propio círculo familiar, de ahí que el lienzo aparezca inacabado, con pinceladas que parecen ser tan solo las iniciales, como en los dedos, manos, zona adyacente a los labios...

La delicadeza de la obra y su mínima concesión al color nos transportan al propio mundo interior de la modelo, que parece captada en un momento de fluidez personal con la propia labor que realiza, de placidez vital sencilla.

La costurera

La costurera (h. 1640), de Velázquez. Foto: ASC.

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