XXIV - El sitio de la Rochela

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«Still hope and suffer all who can!»

(Moore: Fudge family)


La Rochela, de la cual casi todos sus habitantes profesaban la religión reformista, se podía considerar entonces como la capital de las provincias del Mediodía, y el más seguro baluarte de la causa hugonote. Un extendido comercio con Inglaterra y con España les permitía introducir riquezas considerables, y de aquí el espíritu de independencia que sostenían por encima de todo. La población, compuesta en su mayor parte de pescadores y marineros, que con frecuencia se hacían corsarios, estaba familiarizada con todos los peligros de la vida aventurera, y poseían hábitos de disciplina y de guerra.

A esta gente, la noticia de los asesinatos del 24 de agosto, lejos de producirles el sentimiento de resignación estúpida que se había apoderado de la mayor parte de los hugonotes y les hacía desconfiar en el triunfo de su causa, les dio una mayor bravura, que quizá tenía por causa la desesperación.

De común acuerdo resolvieron sufrir toda suerte de calamidades antes de abrir las puertas de la ciudad a un enemigo que acababa de dar pruebas de su mala fe y de su barbarie. Mientras que los pastores aumentaban este celo con discursos fanáticos, viejos, mujeres y niños trabajaban con gran ahínco en reparar las antiguas fortificaciones y en construir otras nuevas. Se amontonaban los víveres y las armas, se equipaban los buques, y no se perdía ni un momento en organizar y preparar los medios de defensa de que la ciudad era susceptible. Numerosos caballeros, escapados de la matanza, se habían juntado con la gente de la Rochela, y las descripciones que hacían de los crímenes cometidos enardecían a los más cobardes. Para estos hombres, milagrosamente salvados de la muerte, la guerra y sus azares era como un viento ligero para un navegante que acaba de escapar de una tempestad. Mergy y su compañero fueron de estos fugitivos que habían ido a engrosar las filas de los defensores de la Rochela.

La corte de París, alarmada por tales preparativos, se arrepentía de no haberlos prevenido de antemano. El mariscal de Biron se dirigió hacia la Rochela, llevando proposiciones pacíficas. El rey tenía razones para suponer que la elección de Biron sería agradable a los de la Rochela, pues este mariscal, lejos de tomar parte en las matanzas de la «San Bartolomé», salvó a numerosos protestantes de calidad, y él mismo había apuntado con los cañones del arsenal, que estaban bajo su mando, contra los asesinos que lucían las insignias reales. No podía sino ser admitido en la ciudad y reconocido en calidad de gobernador real, prometiendo respetar los privilegios y las franquicias de los habitantes y dejarles libres el ejercicio de su religión. Pero después de haber sido asesinados sesenta mil protestantes, ¿se podía creer en las promesas de Carlos IX? Además, durante el curso de las negociaciones, las matanzas continuaron en Burdeos, los soldados de Biron saqueaban el territorio de la Rochela y una flota real detenía las embarcaciones mercantes y bloqueaba el puerto.

Los burgueses de la Rochela se negaron a recibir a Biron, y respondieron que ellos no podían tratar con el rey en tanto que fuese cautivo de los Guisas, sea que ellos creyesen a estos últimos los únicos autores de los males que sufrían los calvinistas, o sea que por esta ficción, después con frecuencia repetida, quisieran asegurarse a cuantos suponían que la fidelidad del rey era antes que los intereses de la religión. No hubo, pues, medio de entenderse. El rey, entonces, recurrió a otro negociador, enviando a La Noue. La Noue, a quien apodaban Brazo de Hierro, a causa de uno postizo con el que había reemplazado a otro verdadero, perdido en un combate, era un fervoroso calvinista, que en las últimas guerras civiles había demostrado su gran bravura y sus muchos talentos militares.

El almirante, del cual era amigo, no había encontrado un lugarteniente más hábil ni más fiel. En el momento de la San Bartolomé estaba La Noue en los Países Bajos, dirigiendo las bandas flamencas, insurreccionadas, que luchaban contra la potencia española. Traicionado por la fortuna, tuvo que rendirse al duque de Alba, quien le trató bastante bien. Después, y cuando tanta sangre vertida había excitado sus remordimientos, Carlos IX le llamó, y, contra lo que podía suponerse, le trató con suma afabilidad. Este monarca, que en todo era extremado, abrumaba a caricias a un protestante, después de haber degollado a cien mil. Una especie de fatalidad pareció proteger el destino de La Noue; en la tercera guerra civil había caído prisionero en Jarnac y en Montcontour, y siempre fue puesto en libertad, sin rescate alguno, por el hermano del rey[1], a pesar de las instancias de una parte de sus capitanes, que le incitaban a sacrificar a un hombre muy peligroso para ser dejado libre, y demasiado decente para poder sobornarle. Carlos pensó que La Noue se acordaría de su clemencia, y le dio el encargo de exhortar a los de la Rochela a la sumisión. Aceptó La Noue; pero a condición de que no se le exigiese nada incompatible con su honor, y marchó en compañía de un sacerdote italiano que debía vigilarlo.

En seguida pudo experimentar la mortificación de advertir que se desconfiaba de él. No se le permitió entrar en la Rochela, y para las entrevistas fue señalada una pequeña aldea de los alrededores, Tadou, donde encontró a los diputadas. Todos le conocían como a un antiguo conmilitón; pero ni uno solo le tendió una mano amiga, ni quiso reconocerle. En pocas palabras expuso las proposiciones del rey y la substancia de su discurso fueron estas palabras:

— Fiaros de las promesas del rey. La guerra civil es el peor de los males.

El alcalde de la Rochela le respondió con amarga sonrisa.

— Estamos viendo a un hombre que se parece a La Noue; pero La Noue no habría propuesto a sus hermanos que se sometieran a los asesinos. La Noue, que era tan fiel al almirante, hubiera querido vengarle en vez de tratar con sus asesinos. No, vos no sois La Noue.

Estos reproches llegaron hasta el alma al desgraciado embajador, que recordó los servicios que había prestado a la causa de los calvinistas, mostró su brazo mutilado e hizo protestas de su fervor religioso. Poco a poco la desconfianza de la gente de la Rochela se disipó; las puertas de la ciudad se abrieron para La Noue; le enseñaron los preparativos de defensa y le pidieron que se pusiese al frente de los protestantes. La oferta era muy tentadora para un viejo soldado. El juramento hecho a Carlos había sido condicionado, con la manifestación de que podía interpretarle con arreglo a conciencia. La Noue creyó que poniéndose a la cabeza de los de la Rochela aseguraba las disposiciones pacíficas y podría al mismo tiempo conciliar la fidelidad prestada al rey con la que debía a su religión. Se equivocó.

Un ejército real fue a atacar la Rochela. La Noue, al frente de los protestantes, mataba muchos católicos en los ataques. Después, cuando regresaban a la ciudad, exhortaba a la paz. ¿Qué podía suceder? Los católicos creían que había faltado a su palabra al rey, y los hugonotes le acusaban de traidor.

En estas condiciones, La Noue, muy molesto, buscaba la muerte y exponía a diario su vida más de veinte veces.



  1. El duque de Anjou, después Enrique III.