Inclusión y diversidad en la moda española: asignaturas pendientes
Patata caliente de la industria indumentaria global desde hace al menos una década, la problemática de la diversidad y la inclusión sigue sin resolverse. Una cuestión de representación y visibilidad que alcanza también al negocio del vestir de nuestro país, sobre todo a efectos de puestos de poder ejecutivos y creativos, aunque parezca que no la contemple
De todas las carencias de la industria de la moda española, que no son pocas, podría decirse que la diversidad y la inclusión no figuran en su cuenta de acreedores. Al menos no con especial urgencia. ¿Modelos racializadas, de género disidente, con siluetas no normativas o entradas en años? Seguro, han estado ahí desde los albores de nuestras pasarelas oficiales, o casi. A Damaris Montiel se la disputaban en su día lo mismo Pedro del Hierro que Francis Montesinos y nadie le echaba cuentas a su origen afropanameño. Bibiana Fernández y Rossy de Palma eran habituales en los desfiles de Antonio Alvarado, cuyos hombres solían salir a escena vistiendo prendas femeninas sin mayor polémica. No, en la movida España de los años ochenta y la industrialmente reconvertida de los noventa no había problemas de representación/visibilidad de minorías silenciadas o colectivos oprimidos, claro, porque esa visibilidad ni siquiera se prestaba a consideración.
Avancemos en el tiempo. En su última edición, celebrada el pasado febrero, la Mercedes-Benz Fashion Week Madrid concedía el Premio L’Oréal a la mejor modelo a la afrocaribeña Nathalia Novas. De origen dominicano, con 21 años, vista en Milán con Armani y en la alta costura de París de la mano de Georges Hobeika, hubo titulares que la saludaron como la “nueva diosa de ébano”, qué más da abundar en el estereotipo. Tampoco era la primera vez que una maniquí racializada se alzaba con el galardón con el que el gigante cosmético reconoce desde hace dos décadas largas, precisamente, a las mujeres “que representan la diversidad y el empoderamiento”: antes recayó, por ejemplo, en la senegalesa Aya Güeye (2017) y en la madrileña de ascendencia dominicana Afrodita Dorado (2018).
África Mina, otra madrileña con raíces afro, nunca ha ganado, pero a cambio saltó a la arena internacional elegida por el propio Alessandro Michele para el desfile del centenario de Gucci, hace tres años. Muchas de las colecciones para el próximo otoño/invierno fueron defendidas, además, por modelos que peinan canas (véase a la francesa Emmanuelle Mulliez en el desfile de Ynésuelves, de 76 años y trans) o de las llamadas de talla media (la sevillana Lorena Durán, primera estrella curvy de Victoria’s Secret, en Lola Casademunt). El género no binario y los cuerpos fuera del canon son también una constante en las presentaciones de los creadores emergentes que concurren en la plataforma Allianz-Ego de la MBFWM. El Premio Confidence in Fashion que concede cada temporada recayó esta vez en la firma MAL Studio Custom Project. Y aquí es cuando la cuestión se pone realmente interesante, por relevante.
En el negocio de la moda global, la de la inclusión y diversidad es una problemática candente desde al menos una década. Una cuestión sin resolver, a pesar de los esfuerzos y la buena voluntad, que para el caso y a efectos de representación parece detenerse en las y los modelos. Quizá porque, en efecto, son la cara más visible de las industrias del vestir y la belleza. De la ausencia de las minorías en puestos de poder, ejecutivo-empresariales o creativos, sin embargo, se habla bastante menos. Ya no digamos por estos pagos.
En ese sentido, que el trabajo de una diseñadora migrante haya sido reconocido por primera vez en el escaparate por excelencia de la moda española tiene que ser necesariamente noticia. Pero que el proyecto de Michelle Lima, peruana afincada en Bilbao, no trascendiera hasta la fecha cuando lleva desarrollándolo desde hace 10 años, tampoco nos deja en buen lugar. ¿Acaso no merecía atención antes del premio institucional? Será que aquí el talento racializado solo alcanza los titulares cuando va acompañado de cierto drama social. Aquella historia de Fatiss Munraw, el senegalés que llegó en patera para culminar sus sueños de moda en Valencia, tuvo recorrido mediático en 2014, pero cumplido el propósito sensacionalista, nunca más se supo. La cacareada aparición de Top Manta como etiqueta de ropa, en 2017, una iniciativa solidaria del Sindicato de Vendedores Ambulantes de Barcelona que en la actualidad emplea a 25 trabajadores migrantes y ha conseguido legalizar la situación de otros 120, parece que ya no sea susceptible de servir contenido.
“A mí aún me preguntan si tengo una ONG detrás”, constata Verónica Bosio Baita. Nacida en Guinea Ecuatorial y crecida en Barcelona desde los cuatro años, esta ingeniera textil lanzó su firma, Waissö, en 2017. “Si nadie me iba a dar la oportunidad, tenía que reclamar mi espacio yo misma. Fue una manera de rebelarme”. Por eso, reconoce, antes que negocio, lo suyo es activismo: “Mi entorno siempre ha sido blanco. Los ataques racistas que sufría los olvidaba en cuanto se me pasaba el enfado. Hasta que empecé a asistir a eventos organizados por otros afrodescendientes y tomé conciencia de mi negritud y lo que suponía. ¿Quién me dice que ese ascenso que merecía y se me negaba no era por motivos raciales? A partir de entonces me he empeñado en visibilizar y representar a las mujeres negras”. Para el caso, la diseñadora y empresaria (“soy una pyme autofinanciada, el único soporte económico es el mío”, especifica) admite que tiene que hacer malabares para compaginar discurso social y actividad comercial. “Por suerte, tampoco necesito tirar de narrativa para convencer a nadie. Si vendo es porque gusta. Si luego además emociona la historia que hay detrás, perfecto”, continúa. “Lo difícil, eso sí, es demostrar que la mía es una marca española, hecha en España. Esa barrera todavía no he podido superarla, no me digas por qué”.
Daniel Chong acusa idéntico contratiempo. A pesar incluso de llevar Madrid unido al nombre de su firma, que es el suyo. “Hay mucha desconfianza. Si mi cara y apellidos fueran distintos, a lo mejor no me habría costado tanto hacerme valer y llegar donde estamos”, dice el creador, nacido en Guayaquil, de madre ecuatoriana y padre chino. Instalado primero en Pamplona y luego en Madrid, el suyo es, con todo, un ejemplo de éxito empresarial: el año pasado facturó dos millones de euros y expandió su negocio a Barcelona.
También logró hacerse hueco en la Asociación de Creadores de Moda de España (ACME, en la que solo figura otra creadora racializada, la cordobesa Juana Martín, la gitana que ha conquistado la Semana de la Alta Costura de París, trascendiendo el nicho de la moda flamenca). “No me vale que una marca sea española, fabrique fuera y al final se luche por un falso made in Spain, cuando lo mío realmente lo es. Pero lo hemos peleado y hemos puesto en evidencia lo que significa trabajar con ética”, arguye el creador, que acaba de presentar su debut en el prêt-à-porter urbano en Madrid Es Moda, el paso de crecimiento natural tras convertir sus bolsos y mochilas en superventas. Tres lustros después, admite haber reunido las herramientas y las respuestas que le permiten afrontar el racismo y la xenofobia: “Lo que hemos conseguido es que la marca se asocie a un producto muy identificable, que sobrepasa los límites de quién lo ha hecho. La gente no me pone cara, pero le gusta lo que hago”.
A la pregunta de si la industria de la moda española es inclusiva y diversa, Bosio y Chong responden rotundos: no. “Y no lo va a ser hasta que los equipos creativos incluyan voces y perspectivas culturales diferentes”, denuncia la primera. “Ni siquiera lo contempla”, reconoce el segundo, antes de concluir: “No es victimismo, es la realidad”.
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